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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El paladín de la noche (7 page)

BOOK: El paladín de la noche
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El capitán pareció sobresaltado. En efecto, el hombre había dicho que se trataba de una procesión fúnebre, pero él había supuesto que era de carácter honorífico, que escoltaba tal vez la imagen de algún difunto imán hasta su lugar de nacimiento. En ningún momento se le había ocurrido al militar que aquel Auda ibn Jad estuviese transportando cadáveres de verdad. El capitán miró hacia las literas y frunció visiblemente el entrecejo mientras, para sus adentros, suspiraba aliviado.

—¡Cuerpos! Excusadme, efendi, pero no puedo permitir que atraviesen los muros de la ciudad. El riesgo de enfermedad…

—… es inexistente, os lo aseguro. Vamos, capitán, comprobadlo por vos mismo.

El oficial no tuvo más remedio que seguir al hombre de negro hasta donde descansaban las literas sobre el arenoso suelo de la llanura. Aunque no era un hombre delicado, pues ya había visto no pocos cadáveres en lo que llevaba de vida, el capitán se aproximó a las literas con extrema reticencia. Una cosa era un cuerpo cercenado y mutilado en el campo de batalla, y otra muy distinta era un cuerpo que ha estado viajando en el calor del verano. Mientras se acercaba a la primera litera, el capitán hizo acopio de fortaleza para lo que fuera a venir. Era extraño, sin embargo, que no hubiese moscas zumbando alrededor. El capitán no pudo detectar el menor síntoma de corrupción y lanzó una mirada perpleja al hombre de negro.

Leyendo los pensamientos del capitán, Auda ibn Jad sonrió desaprobadoramente, como negándoles crédito. Después se acercó a la litera y su sonrisa se desvaneció, siendo reemplazada por la más afectada solemnidad. Con un ademán, invitó al capitán a mirar en el interior.

Ni siquiera desde tan cerca se apreciaba indicio alguno del olor nauseabundo de la putrefacción, como tampoco podía detectarse ningún tipo de perfume que pudiera haber servido de cobertura. Convertida su repugnancia en curiosidad, el capitán se inclinó para mirar dentro de la primera litera.

Sus ojos se abrieron de par en par.

Allí, en la más pacífica actitud de reposo y con sus manos cruzadas sobre la empedrada empuñadura de una espléndida espada, yacía un joven de tal vez unos veinticinco años de edad. Era un hombre apuesto, con el cabello negro y una barba negra pulcramente recortada. Un yelmo labrado a imitación de la serpiente cercenada de la enseña descansaba a sus pies junto con una espada partida que, presumiblemente, pertenecía al enemigo que lo había abatido. Ataviado con una brillante armadura negra cuyo peto estaba decorado con el mismo dibujo que aparecía en los estandartes de Auda ibn Jad, el joven parecía, a juzgar por su aspecto exterior, haberse quedado dormido. Tan lisa e incólume aparecía su carne, tan brillante y lustroso su pelo, que el capitán no pudo resistir el impulso de estirar la mano y tocar su blanca frente.

La carne estaba fría. El pulso de su cuello estaba quieto y su pecho no se movía con el hálito de la vida.

Retrocediendo, el capitán se quedó mirando al hombre de negro con ojos de asombro.

—¿Cuánto tiempo hace que ha muerto?

—Alrededor de un mes —respondió Ibn Jad con tono grave.

—¡Eso… eso es imposible!

—No para los sacerdotes de nuestro dios, sidi. Ellos han aprendido el secreto de reemplazar los fluidos del cuerpo por otros capaces de retardar o incluso detener por completo el proceso de putrefacción. Se trata de un procedimiento fascinante. Se sacan los sesos por absorción a través de la nariz…

—¡Está bien! —interrumpió el capitán con un gesto de su mano, palideciendo—. ¿Cuál es ese dios vuestro?

—Perdonadme —dijo Auda ibn Jad con suavidad—, pero hice sagrados votos de que nunca pronunciaría Su nombre en presencia de incrédulos.

—¿No será un enemigo de Quar?

—¿Puede acaso el gran y poderoso Quar tener enemigos? —replicó Ibn Jad levantando una de sus negras cejas.

Esta observación dejó al capitán completamente desarmado. Si proseguía con el tema del dios de aquel hombre, daría la impresión de que el gran y poderoso Quar tenía, en efecto, algo que temer. Sin embargo, el oficial se sintió incomodado por no poder continuar con ello.

—Ya que vuestros sacerdotes han conseguido dominar los efectos de la muerte, efendi —dijo el capitán esperando conseguir más información—, ¿cómo es que jamás han intentando derrotar a la propia Muerte?

—Están trabajando en ello, sidi —repuso Ibn Jad con toda calma.

Abrumado, el capitán desistió y se volvió para mirar de nuevo el cadáver del hombre que yacía en la litera.

—¿Quien es y por qué lo lleváis con vos?

—Es califa de mi pueblo —respondió Ibn Jad— y corre a mi cargo la triste tarea de transportar su cuerpo de vuelta a casa y entregarlo a su afligido padre. El joven fue muerto en el desierto, luchando contra los nómadas de Pagrah, junto al amir de Kich, un hombre de verdadera grandeza. ¿Lo conocéis, capitán?

—Sí —dijo escuetamente el oficial—. Decidme, efendi, ¿qué hace un príncipe de Simdari luchando en tierras extranjeras, tan lejos de las suyas?

—No confiáis en mí, ¿verdad, capitán? —contestó Auda ibn Jad súbitamente con el entrecejo fruncido y una mirada en sus ojos fríos que provocó un escalofrío al militar, veterano de muchas batallas.

El capitán estaba a punto de responder cuando Ibn Jad sacudió la cabeza y se llevó las manos a las sienes, como si le doliesen.

—Os ruego me perdonéis —murmuró—. Ya sé que tenéis un deber que cumplir. Soy demasiado impaciente. Este viaje no ha sido muy agradable y, sin embargo, no siento ningún deseo de concluirlo —añadió con un suspiro, cruzando los brazos por delante de su pecho—. Me aterra llevar esta noticia a mi rey. El joven —dijo con un movimiento de cabeza hacia el cadáver— es su único hijo, y el fruto tardío de su madurez. Y ahora —prosiguió Ibn Jad con un elegante saludo— paso a responder a vuestra pregunta, capitán. El califa se hallaba de visita en la corte del emperador, en Khandar. Llegando a sus oídos la fama del amir, el califa cabalgó hasta Kich para estudiar el arte de la guerra junto a un maestro. Los salvajes nómadas lo mataron valiéndose de la más vil traición.

La historia de Ibn Jad parecía verosímil. El capitán había oído rumores sobre el ataque del amir a los nómadas del desierto de Pagrah. Era un hecho conocido que el emperador de Tara-kan, que tenía tanta sed de conocimiento como otro pudiera tenerla de una fuerte bebida, alentaba a visitantes de tierras extrañas que adoraban a extraños dioses. Sí, todo era perfecto, demasiado perfecto…

—¿Qué lleváis en esas otras dos literas, efendi?

—Ah, ahí vais a presenciar algo que os conmoverá profundamente, sidi. Venid.

Mientras se desplazaba hacia las dos literas que descansaban detrás de la primera, el capitán vio, por el rabillo del ojo, que sus tropas casi habían terminado su registro de los artículos de la caravana. Tendría que tomar una decisión enseguida. Admitirlos en la ciudad o impedirles el paso. A cada instante, cada fibra nerviosa de su cuerpo le advertía con un cosquilleo que no los dejara entrar. Sin embargo, necesitaba una razón.

Al mirar dentro de la segunda litera, esperando encontrar otro soldado —tal vez algún guardia personal que había sacrificado su vida por su señor— el capitán contuvo la respiración.

—¡Mujeres! —exclamó después de mirar en ambas literas.

—¡Mujeres! —murmuró Auda ibn Jad con tono de reprobación—. Di más bien «diosas» y estarás más cerca de la verdad, pues una belleza como la suya raramente puede verse en este miserable plano de existencia mortal. Contémplalas, capitán. Ahora lo puedes hacer, mientras que el poner los ojos en su hermosura antes de la muerte del califa te habría costado la vida.

El rostro de ambas mujeres estaba cubierto por un blanco velo de gasa. Con gran respeto y reverencia, Ibn Jad retiró el velo de la primera de ellas. La mujer poseía unas facciones clásicas, pero había algo en su rostro pálido y sereno que hablaba de un orgullo feroz y una severa determinación. Su largo pelo negro brillaba a la luz del sol con un tono azulado. Inclinándose junto a ella, el capitán captó un espesísimo olor a jazmín.

Auda ibn Jad se volvió hacia la otra mujer y el capitán observó que su tacto se hacía más suave. Lentamente, echó para atrás el velo de su cuerpo inmóvil. Al mirar a la mujer que yacía ante él, el capitán sintió su corazón vibrar de lástima y admiración. Ibn Jad había dicho la verdad. Jamás había visto el soldado una mujer tan hermosa. Su piel era como la nata y sus facciones perfectas. Un cabello del color y la luminosidad de una llama danzarina caía sobre sus esbeltos hombros.

—Las esposas de mi califa —dio Auda, y, por vez primera, el capitán oyó aflicción en su voz—. Cuando su cuerpo fue llevado hasta el palacio de Kich, donde ellas permanecían en espera del regreso de mi señor, ambas se arrojaron sobre él llorando y desgarrándose las vestiduras. Antes de que nadie pudiera detenerla, la dama de pelo rojo agarró la espada del príncipe y, exclamando a gritos que no podría vivir sin él, hundió el arma en su propio cuerpo y cayó muerta a sus pies. La otra, celosa de que la esposa pelirroja fuera la primera en reunirse con él en el Reino de Nuestro Dios, sacó una daga que llevaba escondida bajo su túnica y se la clavó a sí misma. Las dos son hijas de sultanes de mi tierra. Y las llevo hasta allí para que sean enterradas con los honores correspondientes en la tumba de su esposo.

Confundido por la belleza de las dos mujeres y la historia de semejante tragedia y relación amorosa, el capitán se preguntaba qué podía hacer. Un príncipe de Simdari, amigo del emperador y del amir… Por derecho, el cuerpo de aquel joven debería ser escoltado dentro de la ciudad. El sultán jamás olvidaría a este capitán si, en su visita anual a la corte del Khandar, el emperador le preguntaba si había recibido al cortejo fúnebre del califa con los honores pertinentes y él se veía obligado a responder que no tenía noticia de cortejo ninguno. Además, ¿iba el capitán a negar a su sultán, quien se hallaba siempre al borde de perecer de aburrimiento, la oportunidad de recibir exóticos invitados y escuchar aquella triste historia de guerra, amor y autosacrificio?

El único metal que el capitán tenía para competir con todo aquel oro resplandeciente era sólido y sencillo hierro: una instintiva sensación de repulsa y desconfianza por aquel Auda ibn Jad. Sopesando todavía la cuestión, el oficial se volvió justo para encontrarse con su teniente que le hablaba por encima del hombro, con el líder de los
goums
de pie a su lado.

—Hemos finalizado el registro de la caravana, señor —informó el teniente—, a excepción de éstas —dijo señalando las literas.

El líder de los
goums
emitió un grito ahogado que al instante fue respondido con severidad en su propia lengua por Auda ibn Jad. Así y todo, el líder de los
goums
continuó hablando en voz alta hasta que Auda lo hizo callar con una orden enérgica y enojada. Avergonzado y con la cara roja de indignación, el
goum
se retiró como un perro azotado. Auda, pálido de furia aunque sin perder el control de sí mismo, se volvió hacia el capitán.

—Perdonadle este pronto, sidi. Mi hombre se olvidó de sí mismo. No volverá a ocurrir. Hablabais de registrar los cadáveres… Por favor, proceded a ello cuando deseéis.

—¿Cuál era el problema, efendi? —preguntó con recelo el capitán.

—Por favor, capitán. No tiene importancia.

—Insisto en saberlo…

—Está bien —dijo Auda ibn Jad con un tono ligeramente incomodado—. Los sacerdotes de nuestro dios han impuesto una maldición sobre estos cadáveres. Aquel que perturbe su descanso encontrará una muerte terrible y su alma será enviada a servir al califa y sus esposas en el cielo —y, bajando la voz hasta adoptar el tono de un susurro confidencial, añadió—: Os ruego aceptéis mis excusas, capitán. Kiber, el líder de mis
goums
, si bien es un extraordinario soldado, es también un campesino supersticioso. No prestéis atención a su comportamiento y registrad los cadáveres.

—Lo haré —replicó con aire desafiante el capitán.

Al volverse para impartir una orden a su teniente, el capitán leyó en la impasible expresión de su rostro que el soldado había oído con toda claridad las palabras de Ibn Jad. Cuando el capitán abrió la boca para hablar, el teniente le lanzó una mirada suplicante.

Irritado, el capitán se acercó hasta el cuerpo del califa.

—Que Quar me proteja del mal desconocido —dijo en voz alta, estirando la mano para registrar el lecho donde descansaba el cadáver.

Podían esconderse muchos objetos dentro del lecho, o bajo la sábana de seda que cubría la mitad inferior del cuerpo, o incluso dentro de la propia armadura…

Un murmullo sobrecogedor, como el silbido de una incipiente tormenta de viento, hizo que el pelo del capitán se erizara. Involuntariamente, apartó la mano de un tirón. Levantando al punto la mirada, vio que el sonido había provenido de los
goums
de Ibn Jad. Los hombres estaban retrocediendo y sus caballos, afectados por el miedo de sus amos, hacían girar los ojos y danzaban nerviosos. Los esclavos se acurrucaron juntos en un apretado grupo y comenzaron a gemir lastimeramente. Auda ibn Jad se volvió hacia ellos con el entrecejo fruncido y comenzó a gritarles en su propia lengua. Por el movimiento de su mano, el capitán dedujo que les estaba prometiendo una sonora paliza. Los gimoteos cesaron, pero los esclavos, los
goums
, los caballos y hasta, al parecer, los camellos, animales no precisamente notables por su inteligencia, observaban al capitán con un ansioso y expectante estremecimiento de horror que resultaba de lo más inquietante.

El rostro de Ibn Jad estaba tenso y preocupado. Aunque visiblemente se esforzaba por ocultar sus emociones, el también parecía ser un campesino supersticioso en el fondo. De improviso, el capitán retiró su mano.

—No perturbaré el reposo de tan honrados difuntos. Y vos, Auda ibn Jad, y vuestros hombres tenéis permiso para entrar en Idrith. Pero éstas —dijo el capitán indicando con un gesto las literas— deben permanecer fuera de las murallas de la ciudad. Si en efecto pesa una maldición sobre ellos, no sería procedente entrarlos en los sagrados recintos de Quar.

«Al menos —pensó el capitán—, ¡he resuelto el dilema! Tal vez Ibn Jad y sus hombres se sientan ofendidos por esto y se vayan. »

Pero el hombre de negro sonrió y saludó con elegancia, llevándose los dedos hasta el corazón, los labios y la frente en un ceremonioso
salaam
.

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