—Con Quar, todo es posible, oh rey. Y no sólo posible, sino probable. Es bastante lamentable —añadió Feisal con un sutil cambio de expresión en su voz— que ese Khardan, su califa, haya desaparecido de esa forma tan misteriosa.
Qannadi miró con dureza al sacerdote.
—Khardan está muerto.
—Su cuerpo no ha sido encontrado.
—Está muerto —dijo fríamente el amir—. Meryem me informó que lo había visto caer en la batalla, mortalmente herido. Que el cuerpo no haya sido hallado no significa nada; probablemente fue arrastrado por alguna bestia salvaje —y, clavando una severa mirada en Feisal, añadió—: ¡Ambos queremos a esos nómadas de nuestro lado, imán!
—Hay una diferencia, oh rey —dijo Feisal, en absoluto intimidado por la temible mirada del amir—.
Tú
quieres sus cuerpos.
Yo
quiero sus almas.
Al día siguiente, y muchos días más después de aquél, el imán visitó la prisión. Aunque jamás lo habría admitido ante el amir, Feisal se daba cuenta de que Qannadi había agarrado por la cola una valiosa idea. Ahora sería tarea del imán tranquilizar a la bestia ligada a dicha cola y hacerla trabajar para ellos. En consecuencia, comenzó a hablar a los hombres jóvenes, llevándoles noticias de sus familias, asegurándoles que a sus madres, esposas e hijos se les trataba bien y ensalzando las virtudes de la vida sedentaria urbana, trazando sutiles diferencias entre ésta y la dura vida del errante. El imán evitaba sabiamente mencionar a Quar. Tampoco mencionaba jamás a Akhran, sino que dejaba a los jóvenes sacar sus propias conclusiones.
Una persona en particular atrajo su atención. Sentado a solas en su minúscula y angosta celda sin ventanas de la Zindam, Achmed, el hermanastro de Khardan, estaba sumido en una desesperanza tan negra y tenebrosa que se sentía como si estuviera ahogándose en ella.
El olor de la prisión era nauseabundo. Una vez al día, se permitía a los prisioneros salir a pasear por el recinto y llevar a cabo sus abluciones, pero eso era todo. El resto del tiempo tenían que conformarse con un rincón de la celda; y, aunque unos esclavos venían a limpiar ésta diariamente, el hedor de excremento humano y vómitos estaba siempre en el aire.
Achmed no podía comer. El olor penetraba en la comida e impregnaba el agua. Tampoco podía dormir. El ruido, que hablaba de dolor, sufrimiento y tortura, era terrible. La celda siguiente a la suya estaba ocupada por un infeliz seguidor de Benario que había sido capturado robando en uno de los bazares después del toque de queda. Le habían cortado las manos al miserable como lección, y no dejaba de gemir y gruñir de dolor hasta que caía inconsciente o uno de los guardias, irritado por el clamor, lo golpeaba en la cabeza sin contemplación.
En la otra celda contigua, un deudor de los seguidores de Kharmani, dios de la riqueza, había desarrollado un insidioso catarro y yacía tosiendo mientras se lamentaba del hecho de que no podría conseguir el dinero necesario para saldar sus deudas mientras se hallara confinado en prisión.
Frente por frente a la celda de Achmed, un mendigo, que había sido atrapado exhibiendo falsas heridas a un auditorio crédulo, veía su cuerpo sembrado de heridas reales. Dos celdas más allá, un hombre condenado a ser arrojado desde la Torre de la Muerte por violar a una mujer aporreaba las paredes con sus puños suplicando en vano al amir que se lo juzgase de nuevo.
Al principio, salir de la celda constituía un grato alivio pero, después de unos cuantos días, Achmed llegó a aborrecer el momento en que se les permitía pasear por el recinto. Ninguna esposa amante venía a tenderle la mano a través de las rejas de la cancela, ni madre alguna venía a llorar por él. Su propia madre, una de las numerosas esposas de Majiid, había sido capturada en la incursión al campamento. Se hallaba en la ciudad, pero demasiado enferma para acudir a visitarlo. Esto lo había sabido Achmed por boca de Badia, la madre de Khardan, la única persona que visitaba de vez en cuando al joven.
—Los soldados no le han hecho daño —se apresuró a asegurar Badia, temiendo, por la oscura y violenta expresión en el rostro del muchacho, que éste pudiera cometer algún acto de locura—. La verdad es que fueron muy amables y considerados con ella y la llevaron a la casa de uno de sus capitanes, cuyas esposas la están cuidando como a una hermana. El propio imán ha ido a verla y ha rezado una oración por ella. Pero ella no ha vuelto a ponerse fuerte, Achmed, desde que nació tu hermanita. Debemos tener confianza en Akhran.
¡Akhran! Solo y desesperanzado, Achmed maldecía el nombre del dios. «¿Por qué nos has hecho esto a mí y a mi gente?», preguntaba el joven, con la cabeza en las manos y las lágrimas deslizándose a través de sus apretados dedos. «Hoy es mi cumpleaños. Dieciocho años. Se habría celebrado un
baigha
en mi honor». Khardan se habría ocupado de ello, aunque Majiid, padre de Achmed y jeque de los akares, se hubiese olvidado. Era muy probable que éste lo hubiese olvidado; tenía muchos hijos pero sólo se enorgullecía de uno: Khardan, el primogénito.
A Achmed esto no le importaba. Él también admiraba a Khardan con todo su corazón y sentía que, en muchos sentidos, éste era más padre para él que el rudo, vociferante y exaltado Majiid. Khardan se habría encargado de que éste fuese un día especial para su hermano menor. Seguramente habría recibido como regalo una de las empedradas dagas del propio califa y habrían cenado juntos, los dos solos, en la tienda de Khardan, bebido
qumiz
hasta que no se tuvieran en pie y escuchado los cuentos de Pukah sobre espectros chupadores de sangre, el antropófago
delhan
o el seductor y mortífero
ghaddar
.
El ladrón de la celda contigua comenzó a delirar de un modo febril. Un sollozo escapó de la garganta de Achmed. Dejándose caer sobre la paja esparcida en el suelo de su celda, ocultó la cara en el ángulo del brazo y lloró su amarga y solitaria angustia.
—Hijo mío.
La dulce y compasiva voz se extendió sobre el alma sangrante de Achmed como un bálsamo sedante. Sorprendido —el joven se encontraba tan perdido en su desdicha que no había oído el sonido de la llave al girar ni de la puerta al abrirse—, Achmed se incorporó y se apresuró a secarse las lágrimas con las manos. Mirando con recelo a la esbelta figura del sacerdote que entraba en su celda, Achmed se acurrucó sobre el sucio colchón que le servía de lecho y fingió hallarse atentamente interesado en una grieta que había en la pared.
—He oído que sufriste una herida en la batalla. ¿Tienes dolor, hijo mío? —preguntó con tono suave el imán—. ¿Quieres que mande a llamar a los médicos?
Achmed se restregó la nariz en la manga de su chilaba y continuó mirando fijamente hacia adelante con ojos furiosos.
El sacerdote sonrió para sus adentros. Intuía que había llegado precisamente en el momento adecuado y dio gracias a Quar por haberlo conducido hasta el afligido cordero a tiempo para salvarlo de los lobos.
—Déjame examinar tu herida —dijo el imán, aunque sabía muy bien que no era la herida en la cabeza sino la del corazón, la que hacía manar lágrimas de los ojos del muchacho.
Achmed apartó la cabeza, como rehusándose, pero Feisal fingió no darse cuenta. Retirando el
haik
, examinó el corte. Durante la batalla, Achmed había sido golpeado con el plano de una hoja de espada. El golpe le había abierto una pequeña brecha en la piel y lo había dejado sin sentido y con un terrible dolor de cabeza durante todo un día, pero no le había causado ninguna lesión grave.
—Tchss —hizo el imán con un chasquido de su boca—, tendrás una cicatriz.
—¡Eso es bueno! —dijo súbitamente Achmed con tono huraño.
Tenía que decir algo. La atención que le prestaba el sacerdote y el suave tacto de sus dedos habían estado peligrosamente a punto de hacerlo romper de nuevo en sollozos.
—Mi hermano tiene muchas cicatrices. Es la marca del guerrero.
—Hablas como el amir —dijo Feisal con su corazón acelerándose de secreto placer.
Muchas veces se había asomado a la celda de Achmed, pero éste no le había hablado jamás, ni siquiera lo había mirado. El imán volvió a alisar el negro cabello del joven.
—Para mí, estas cicatrices son la marca del salvaje. Cuando el hombre esté verdaderamente civilizado, todas las guerras cesarán y podremos vivir en paz. Bien —dijo devolviéndole su prenda de cabeza—. La herida está sanando limpiamente. Sin embargo, dejará una marca blanca en tu cuero cabelludo. El pelo no volverá a crecer en ella.
Sosteniendo la prenda en las manos, Achmed la retorció con sus dedos. No volvió a ponérsela.
—¿Civilizado? ¿Y eres tú quien habla? ¡Esto fue obra de tus «salvajes»! —dijo señalándose la cabeza.
El imán ocultó con cuidado su alegría y echó una mirada a la celda. Era imposible hablar en aquel lugar. Al lado, el mutilado ladrón gritaba de fiebre.
—¿Quieres salir y pasear un rato conmigo, Achmed?
El joven le lanzó una mirada recelosa.
—Hace un bonito día —dijo el imán—. El viento sopla desde el este.
El este. El desierto. Achmed bajó los ojos.
—Muy bien —dijo en voz baja.
Poniéndose en pie, siguió a Feisal. Abandonaron la celda y atravesaron el largo y oscuro corredor. El guardia se dispuso a seguirlos, pero el imán le indicó que se alejara con un gesto de sus delgados dedos. Cuando pasaban por delante de las celdas, sus infelices ocupantes extendían las manos hacia el sacerdote, suplicando su bendición, o intentaban agarrar y besar el dobladillo de sus hábitos. Lanzando una mirada por el rabillo del ojo, Achmed vio cómo el imán reaccionaba ante todo esto con extraordinaria paciencia, murmurando las palabras rituales, introduciendo sus manos entre los barrotes para tocar una cabeza inclinada y ofreciendo consuelo y esperanza en el nombre de Quar.
Achmed recordó la primera vez que había visto al sacerdote, cuando Khardan había acudido al palacio a tratar de vender sus caballos al amir. Achmed había sentido miedo del imán entonces y lo sentía ahora. No es que la presencia física del sacerdote fuese formidable. Días y noches de ayuno y oración había dejado su cuerpo tan esbelto y delicado que Achmed podría haberlo cogido y partido en dos con sus propias manos. El miedo no era generado tampoco por su delgado y bien parecido rostro.
Eran sus ojos que ardían de santo celo, y ese fuego era capaz de perforar agujeros a través de un hombre igual que un hierro candente perfora la madera.
Emergiendo a la luz del sol, Achmed levantó el rostro hacia los cielos, recreándose con el grato calor sobre su piel. Luego, tomó una profunda bocanada de aire. Aunque el aire olía a ciudad, al menos era mejor que el hedor de la prisión. Y, tal como había dicho el imán, el viento provenía del este y Achmed podría jurar que captaba un ligerísimo efluvio del elusivo perfume del desierto.
Al girarse, vio a Feisal observándolo con atención. Achmed dejó caer los hombros y se volvió a sumir en una hosca indiferencia lo mismo que un djinn sorprendido se vuelve a sumergir en su botella.
—La salud de tu madre está mejorando —dijo el imán.
—No habría caído enferma si la hubieseis dejado en paz —replicó Achmed acusadoramente.
—Todo lo contrario, hijo mío. Ha sido providencial para ella que la trajésemos a Kich. Nuestros médicos sin duda le han salvado la vida. Allí fuera, en aquella miserable tierra —dijo el imán mirando hacia el este—, habría perecido con toda seguridad.
Viendo la obstinada incredulidad en el rostro del joven, el sacerdote cambió de conversación.
—¿De qué estábamos hablando? —preguntó.
—Salvajes —dijo Achmed con tono burlón.
—Ah, sí. En eso estábamos —asintió Feisal haciendo un ademán hacia la pequeña área sombreada del recinto—. Estamos solos. ¿Por qué no nos sentamos a hablar más cómodamente?
—Mancharás tus hábitos.
—La ropa puede limpiarse, lo mismo que el alma. Veo que nadie te ha traído un atuendo limpio. Vergonzoso. Hablaré con el amir.
El imán se acomodó en el duro pavimento de piedra. Recostado contra el muro de la prisión, el sacerdote parecía sentirse tan en casa como si estuviese descansando en un sofá en la más lujosa habitación de palacio. Achmed, sonrojado por el deplorable estado de sus vestiduras, se sentó con torpeza a su lado.
—Tienes una hermana pequeña, ¿verdad? —dijo el imán.
Invadido de nuevo por todo su recelo, Achmed sonrió despectivamente sin responder nada.
—La he visto, cuando visité a tu madre —continuó Feisal mirando sin parpadear hacia el exterior de aquel recinto bañado por la luz de un espléndido sol—. Tu hermana es una niña muy bonita. ¿Qué edad tiene? ¿Dos años?
Ninguna respuesta todavía.
—Una edad interesante. Tan llena de curiosidad…, siempre comprobando sus propios límites. Supongo que, como todos los niños, ella habrá puesto alguna vez la mano en el fuego, ¿no es así?
—¿Qué?
Achmed se quedó mirando perplejo al sacerdote.
—¿No puso ella nunca su mano en el fuego?
—Pues, supongo que sí…, todos los niños lo hacen.
—¿Por que?
Achmed estaba confundido, preguntándose por qué estaban de pronto charlando sobre niños pequeños.
—Se sienten atraídos por él…, el resplandor, los colores, el calor…
—¿No entienden acaso que les va a hacer daño?
—¿Cómo lo van a entender? Son demasiado pequeños.
—¿Qué hacía tu madre cuando sorprendía a tu hermana a punto de poner la mano en el fuego?
—No sé. Darle un manotazo, supongo.
—¿Por qué no intentaba tu madre razonar con la niña, decirle que el fuego la dañaría?
—¡No se puede razonar con un niño de dos años! —contestó Achmed con un tono despectivo.
—¿Y crees que la niña entiende el manotazo en la mano?
—Desde luego. Quiero decir, supongo que sí.
—¿Lo entiende acaso porque le produjo dolor?
—Sí.
—¿Y crees que tu madre disfrutó haciendo daño a la niña?
—¡No somos unos bárbaros, aunque así lo creas! —contestó Achmed acaloradamente, interpretándolo como un ataque contra su gente.
—No he dicho tal cosa. ¿Por qué tu madre decidió hacer daño a la niña?
—¡Porque temía por ella!
—Una palmada puede hacer daño, pero no tanto como el fuego.
—¡Esta conversación es estúpida! —Malhumorado, Achmed recogió algunas piedrecillas y comenzó a arrojarlas a lo lejos.