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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El paladín de la noche (34 page)

BOOK: El paladín de la noche
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—No —respondió en voz baja—. No lo haré. Sé algo de magia, como has podido ver. Me nombraste el Portador y quien así es designado no puede ser separado del objeto portado mediante ninguna fuerza de este mundo.

—Puedo matarte y tomarlo de tu cadáver —dijo el Paladín Negro con una naturalidad fácil e impersonal que hizo palidecer a Mateo.

—Sí —contestó el joven—, podrías matarme. Pero no lo harás, al menos hasta que sepas hasta dónde llega mi conocimiento y, lo que es más importante, hasta dónde llega el poder de mi… dios.

La palabra salió con dificultad de sus labios.

—Astafás, nuestro dios hermano del Mal —dijo Auda ibn Jad asintiendo lenta y reflexivamente con la cabeza—. Sí, debo admitir que tengo curiosidad por saber más acerca del Príncipe de las Tinieblas. De hecho, me complace tener la oportunidad de contactar con nuestro Hermano. No te voy a sacrificar para obtener los peces…, al menos no todavía. Ya llegará el momento, mi flor… ¿No te importa que te llame así? Me he acostumbrado a ello… Cuando dejes de serme de utilidad, entonces no vacilaré en destruirte de la más desagradable de las maneras.

—Entiendo —dijo cansinamente Mateo—. Puedes hacer conmigo lo que quieras, si Astafás te lo permite, pero insisto —continuó el joven brujo tomando una profunda inhalación— en que dejes marchar a mis amigos.

Auda ibn Jad sonrió… igual que habría podido sonreír una serpiente. Estirando su esbelta mano, cogió un mechón del mojado pelo rojo de Mateo y lo deslizó lentamente por entre sus dedos. El Paladín Negro se aproximó más a Mateo, hasta que su cuerpo toco el del joven y su cara y sus ojos llenaron toda su visión.

—Dejaré marchar a tus amigos, mi flor —dijo Ibn Jad con dulzura—. Pero dime adónde. ¿Debo dejarlos en este barco? ¿Arrojarlos al mar de Kurdin? ¿O tal vez preferirías esperar y dejarlos libres en la isla de Galos? Los guardianes de nuestro castillo a menudo encuentran tedioso su trabajo. Agradecerían una oportunidad de divertirse un poco…

Ibn Jad enroscó el mechón de pelo en torno a su dedo y tiró de él hasta acercar tanto a sí la cabeza de Mateo que el brujo pudo sentir el aliento del hombre contra su mejilla. Involuntariamente, Mateo cerró los ojos. Se sentía sofocado, como si el Paladín Negro estuviese inhalando todo el aire y dejando a Mateo desamparado en un vacío.

—Estaba distraído, ocupado en mantener a los ghuls a raya. Me has cogido por sorpresa, mi flor. Completamente desprevenido. Muy pocos han conseguido hacerlo jamás y, por ello, te he recompensado permitiendo que tu califa viviese —dijo Ibn Jad dando un enérgico tirón del pelo de Mateo que hizo que los ojos de éste se humedecieran de lágrimas. Y, acercándose aún más, agregó—: ¡Pero nunca más! Eres bueno, querido mío, pero joven…, muy joven.

Y, tirando violentamente de su pelo una vez más, envió al joven mago de bruces contra el suelo. La varita voló de las manos de Mateo y éste vio con dolor cómo se deslizaba por la pulida madera de la cubierta. Hizo un desesperado intento de lanzarse en su busca, pero una bota negra la pisó antes de que pudiera alcanzarla.

Agachado sobre manos y rodillas, Mateo se encogió de humillación y vergüenza. Podía sentir la sonrisa de Auda ibn Jad brillar sobre él como la luz de un frío y pálido sol. Entonces oyó el roce de la bota sobre la cubierta; la varita rodó hacia Mateo y chocó contra su mano.

—Mis respetos a Astafás —dijo el Paladín Negro—. Doy la bienvenida a su sirviente a la isla de Galos.

Capítulo 4

La isla de Galos era la cima de un enorme volcán que, ribeteada de humo y envuelta por la tormenta, sobresalía de las lóbregas aguas del mar de Kurdin. Como un feroz y anciano patriarca que se sienta inmóvil en su silla de ruedas durante días mientras sus parientes lo miran temerosos y dicen: «¿Crees que todavía está vivo?», el volcán no había hecho nada durante años. Pero, lo mismo que el anciano, el volcán vivía todavía y, de vez en cuando, daba evidencia de ello mediante un ligero temblor o un pequeño eructo de humos nocivos.

Aquél era el lugar que los pocos seguidores del dios muerto Zhakrin habían elegido para asentar su último cuartel contra el mundo y los Cielos. Cuando, casi veinte años atrás, se había sabido que su dios se estaba haciendo más débil, el Señor de los Paladines Negros había extendido la voz y todos los últimos supervivientes que quedaban de las diversas purgas,
jihads
y persecuciones acudieron a aquel lugar que parecía la encarnación de los oscuros horrores de su religión.

Transportados a través del mar de Kurdin por los pocos inmortales que les quedaban, los Paladines Negros se quedaron solos en la isla cuando dichos inmortales también desaparecieron. Las vidas de estos caballeros eran duras. Su dios ya no podía ayudarlos. Lo único que los animaba a vivir era su fe y el código de su estricta secta que los ligaba entre sí con imperecedera lealtad. Su sola y empecinada meta era lograr el retorno de su dios al mundo.

Nadie que no fuera miembro de aquella estricta Orden podría haber sobrevivido a aquella calamidad. Pero ellos sobrevivieron, y no sólo eso sino que comenzaron a prosperar consiguiendo, mediante diversos métodos, nuevos miembros para su negra causa. Las magas de los Paladines Negros fueron capaces de capturar a los ghuls y, prometiéndoles carne humana como pago, persuadieron a aquellas criaturas de Sul a tripular un barco entre la isla y el continente. El contacto con el mundo quedaba restablecido y, una vez más, los Paladines Negros pudieron salir, siempre en secreto, para llevar a su sede cuanto necesitaban.

Los caballeros importaron mano de obra esclava y comenzaron la construcción del castillo Zhakrin, un lugar de refugio donde podían vivir y, al mismo tiempo, un templo para su dios cuando éste regresara. El castillo Zhakrin estaba construido con brillante obsidiana negra, granito, magia, sangre y huesos. Numerosos esclavos desafortunados habían encontrado la muerte al caer desde las elevadas almenas, habían muerto aplastados bajo enormes bloques de piedra o habían sido sacrificados a Zhakrin. Los Paladines Negros habían rociado con la sangre de sus víctimas los bloques del edificio y mezclado sus huesos con la argamasa. Cuando la construcción hubo terminado, los restantes esclavos fueron aniquilados y sus esqueletos añadidos a la decoración del castillo. Calaveras humanas sonreían por encima de las puertas, manos desmembradas indicaban el camino en los corredores y huesos de piernas y pies aparecían incrustados en las paredes de las escaleras de caracol.

Sentado en la popa de la barca de Ibn Jad, ahora Mateo miraba sobrecogido hacia la isla, ya que antes había estado demasiado preocupado para apreciarla desde el barco. Un estéril y arrugado cono rocoso, barrido por el viento, sobresalía del agua y se elevaba hasta perderse entre las perpetuas nubes que amortajaban la cima del volcán. Nada crecía en aquella muerta y desolada superficie. El viento parecía ser el único ser viviente en la isla; silbaba a través de labios de retorcida piedra, aullaba lastimeramente cuando se encontraba atrapado en profundas gargantas y azotaba las blancas paredes del cañón.

El castillo Zhakrin se erguía contra un lado de la montaña. Sus agudos pináculos y sus dentadas almenas lo hacían parecer como brotado de la misma montaña, algo que el volcán había expelido en medio del fuego, el humo y las cenizas. Un gran fuego señalizador que ardía sobre una de las torres reforzaba aquella ilusión, derramando una luz rojo-anaranjada desde las ventanas como un arroyo de lava líquida que descendiera sobre la negra arena de la playa, allá abajo.

Reunidos en aquella playa estaban los Paladines Negros. Cincuenta hombres de edades que oscilaban entre los dieciocho y los setenta aguardaban en pie formando una línea recta sobre la arena. Iban vestidos con una armadura negra de metal que lanzaba destellos rojos a la luz del sol poniente. Sobre los hombros llevaban unas vestiduras de tela negra adornadas en el lado izquierdo con el emblema de la serpiente cercenada. Los caballeros no llevaban yelmos y sus rostros, que Mateo pudo ver cuando la barca se aproximaba, parecían haber sido tallados de la misma piedra de su montaña: tan fríos e inmóviles se veían. Y, sin embargo, cuando las barcas fueron impulsadas hasta la orilla por los remeros —jóvenes de edades entre quince y diecisiete años a quienes, por lo que había podido oír por encima, Mateo juzgaba aprendices de caballero—, el brujo observó que las caras de los Paladines Negros experimentaban un rápido y sutil cambio. Al saludar a Auda ibn Jad, una luz de emoción verdadera brilló en sus ojos, y sus facciones se suavizaron. Y esto lo vio también reflejado, para su gran sorpresa, en el habitualmente impasible rostro de Ibn Jad.

Desconcertado por este cambio, Mateo observó lleno de asombro cómo el siempre frío y taciturno Paladín Negro saltaba al agua desde la barca antes de que los escuderos tuvieran tiempo de remolcarla hasta la orilla. Vadeando a través de las rompientes olas, Auda corrió a abrazar a un hombre anciano que portaba una corona con la forma de dos serpientes unidas por la cabeza, cuyos ojos de gema roja chisporroteaban a la luz del crepúsculo.

—¡Ibn Jad! ¡Demos gracias a Zhakrin! Has vuelto a salvo con nosotros —dijo el anciano.

—Y con éxito, Señor de Todos Nosotros —respondió Auda ibn Jad hincándose de rodillas y besando reverentemente al anciano en las manos.

—¡Alabado sea Zhakrin! —exclamó el Señor de los Caballeros elevando sus manos hacia los cielos.

Sus palabras fueron coreadas en letanía por los demás caballeros y resonaron contra la ladera de la montaña para terminar desvaneciéndose en el clamor del oleaje.

Khardan lanzó un dolorido quejido y apartó la atención de Mateo sobre los Paladines. El califa yacía en el fondo de la barca de Mateo. Se había sumido en la inconsciencia y se agitaba y gemía en medio de algún horrendo y enfebrecido sueño.

—La Maga Negra cuidará de él. No te preocupes, mi flor —le había dicho Auda—. No morirá. No te sorprendas, sin embargo, si no te lo agradece. No le hiciste un gran servicio al salvarle la vida.

Mateo reflexionó con abatimiento que, en verdad, no había hecho ningún servicio a ninguno de sus amigos con su temeraria acción y que, sin duda alguna, había empeorado su situación. Ibn Jad lo veía ahora como una amenaza. Y, lo que era peor, Zohra lo veía como un héroe. Pese al hecho de hallarse en barcas separadas —Zohra había sido puesta bajo la custodia de Kiber, quien no parecía demasiado feliz por ello y la vigilaba con gran recelo—, Mateo podía sentir los ojos de la mujer clavados en él, mirándolo con admiración. Este nuevo respeto por él únicamente servía para aumentar la infelicidad de Mateo. Ahora ella esperaba que él los salvase, y él sabía que eso era imposible. Una vez más el joven se encontró viviendo una mentira, atrapado en la presunción de algo que no era, con la muerte como castigo por el más ligero error.

O tal vez la muerte era la recompensa. Mateo ya no lo sabía. Había vivido con miedo durante tanto tiempo, durante tanto tiempo había vivido con los retortijones de tripas, las manos heladas, el sudor frío y las palpitaciones de corazón que cada vez veía más la muerte como un bendito descanso. La cólera irracional continuaba ardiendo dentro de él, cólera contra Khardan y Zohra por depender de él, por hacerlo preocuparse por ellos, por hacerlo sentirse culpable de haberlos metido en aquel peligro.

Los escuderos y los
goums
llevaron a Khardan hasta la orilla. Vadeando por el agua a su lado, Mateo contemplaba su dolorido cuerpo e intentaba sentir alguna pena, alguna compasión por él. Pero todo era oscuridad dentro de él, oscuridad fría y vacía. Vio cómo colocaban a Khardan sobre una litera provisional y después lo subían lentamente por unas escaleras talladas en la roca que conducían hasta el castillo… y no sintió nada. Zohra daba tumbos en el agua; Kiber la sujetaba del brazo. Levantando la cabeza, ella siguió con los ojos a su esposo; sus labios se separaron con preocupación. El miedo y la lástima por él, no por sí misma, brillaban en sus ojos negros. Mateo comprendió entonces que el odio de Zohra hacia Khardan enmascaraba algún tipo de sentimiento; tal vez no amor, pero al menos preocupación por él. Y Mateo, que había amado a Khardan desde hacía más tiempo del que él mismo quería admitir, estaba demasiado asustado como para sentir nada.

Aquel vacío sólo sirvió para aumentar su cólera. Por un momento creyó que podía oír al diablillo riéndose en alguna parte, y apartó la mirada de la sonrisa aprobadora y expectante de Zohra. Mateo se sintió casi agradecido cuando Auda ibn Jad le hizo un gesto perentorio de que acudiese a él. Volviendo la espalda a Zohra, que estaba de pie, mojada, altiva y desaliñada sobre la negra arena, Mateo caminó hasta el lugar donde Ibn Jad intercambiaba cálidos saludos con sus camaradas caballeros.

«¿Qué clase de terrible hermandad es ésta? —se preguntó Mateo, contento de tener algo hacia lo que desviar sus pensamientos—. Este hombre vendió a seres humanos en esclavitud con no mayor consideración que si se tratara de cabras. Asesinó a una inocente muchacha hundiéndole un cuchillo en el cuerpo con tan poca preocupación como si hubiese sido una muñeca. Arrojó hombres a los ghuls y contempló sus horribles sufrimientos con total indiferencia. ¡Y yo no veo más que la misma crueldad fría y desapasionada en los rostros de estos hombres que lo rodean! Y, sin embargo, ¡en sus ojos brillan lágrimas mientras se abrazan!»

—Pero ¿dónde está Catalus, mi hermano de sangre? —preguntó Auda mirando interrogativamente hacia los caballeros que lo rodeaban—. ¿Por qué no se lo ha llamado a unirse a nosotros en tan gran momento?

—Se lo llamó, Auda —dijo el Señor de los Caballeros con una voz suave y afligida—, y son tristes noticias las que debo darte, amigo mío. Catalus estaba en la ciudad de Meda, adiestrando a los sacerdotes en nuestro templo, cuando la ciudad fue atacada por tropas del emperador de Tara-kan. Cobardes como son, los medanos se rindieron y, de común acuerdo, ¡juraron lealtad a Quar!

—Así que ha comenzado la guerra en Bas —dijo Ibn Jad juntando las cejas mientras se oscurecían sus crueles ojos—. Oí rumores de ello cuando crucé aquellas tierras. ¿Y Catalus?

—Sabiendo que el pueblo entregaría a nuestros seguidores a las tropas del amir, ordenó a los sacerdotes que se dieran muerte a sí mismos antes de que pudiesen ser ofrecidos a Quar. Cuando llegaron las tropas, encontraron el suelo del templo inundado de sangre y a Catalus en medio de todo, con su espada ensangrentada, tras haber despachado a aquellos que tardaban demasiado en morir.

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