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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El paladín de la noche (32 page)

BOOK: El paladín de la noche
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Para evitar tocar aquello que era sacrosanto, el diablillo continuó frotándose las manos, cruzando sus dedos de enormes nudillos con ansiosa excitación.

—Empiezo a pensar que el dios Errante, después de todo, tenía razón —continuó Astafás—. Quar nos tomó el pelo a todos. Se propone convertirse en el Único y Verdadero Dios. Los dioses rivales de Sardish Jardan están cayendo bajo su poder. Yo no me preocuparía tanto si no fuese porque, ahora, se le ha desprendido la máscara y puedo ver sus ojos volviéndose para escrutar avariciosamente a través del océano.

La voz se sumió en la oscuridad y se hizo el silencio. El diablillo sintió un cosquilleo en los pies: el dios estaba pensando. Revolviéndose nervioso, el diablillo se mordió los labios para contener un chillido.

—Y pensar que —murmuró Astafás—, de no haber sido por el entrometimiento de aquellos desgraciados sacerdotes de mi antiguo enemigo, Promenthas, puede que yo no hubiese descubierto las intenciones de Quar hasta que ya fuese demasiado tarde… Extrañas son las disposiciones de Sul.

El diablillo estaba enfáticamente de acuerdo con esto pero, juzgando que era mejor no revelar que había dudado jamás de su amo, se abstuvo de decir nada. Una brusca sacudida cerca de su brazo hizo que el diablillo corriera acobardado a través de la oscuridad, con la piel quemándole por el susto ante la súbita cólera del dios.

—¡Mis inmortales también han estado desapareciendo! Y, por lo que me cuentas, los tienen cautivos en alguna parte, ¿no es así?

—Ésa es la razón por la que el ángel guardián Asrial —respondió con gran cautela el diablillo, como si aquellas palabras le mordiesen la lengua— abandonó a su protegido, Oscuro Señor. Uno de los peces de los que te hablé en mi informe la envió, junto con los dos inmortales del dios Errante, en busca de ellos.

—Un ángel guardián de Promenthas que abandona su cometido. Creo que jamás he oído hablar de una cosa así.

Si hubiese sido el mismo Promenthas, en lugar de Astafás, su opuesto maligno, no podría haberse mostrado más sorprendido.

—¡El orden natural se está desmoronando! —agregó.

—Y, sin embargo —sugirió el diablillo acariciándose un codo chamuscado—, ello nos proporciona una oportunidad…

—Sí —asintió el dios pensativamente—. Pero ¿valdría la pena perder miles de almas para ganar una?

Por el rápido movimiento de la hambrienta lengua entre sus labios, el diablillo parecía pensar que sí. El cerebro del dios zumbaba y rumiaba en torno al diablillo. Los ojos rojos de éste miraban aquí y allá con nerviosismo. Primero levantó un pie y después el otro, saltando hacia atrás y hacia adelante en previsión de algún susto paralizador. Todavía no estaba preparado para él y, cuando tuvo lugar, el diablillo sintió el impacto de lleno en su cara.

—Hay una manera de poder tenerlos a los dos —afirmó Astafás—. ¿Estás seguro de que conoces los planes de ese joven?

—Puedo ver dentro de su mente —repuso el diablillo levantando la cabeza para escrutar en la oscuridad, con sus ojos rojos reluciendo como carbones ardientes—. Leo sus pensamientos.

—Si él hace lo que predices, tú irás con él.

—¿De veras? —dijo el diablillo decepcionado—. ¿No puedo arrebatarlo para ti allí mismo?

—No. Necesito más información. Tengo una idea, ¿sabes?, respecto a esos peces que lleva. Síguele la corriente al joven. No escapará —lo tranquilizó Astafás—. Sencillamente, se encontrará cada vez más atrapado entre nuestras redes.

—Sí, Oscuro Señor.

El diablillo no parecía excesivamente entusiasmado. Luchando por erguirse sobre sus aplanados pies, preguntó con abatimiento si podía retirarse.

—Sí. Ah, otra cosa…

La oscuridad comenzó a desvanecerse; el diablillo tuvo la incómoda sensación de caerse.

—¿Oscuro Señor? —preguntó.

—Haz cuanto puedas para protegerlo.

—¿Protegerlo? —se lamentó el diablillo.

—Por el momento —dijo la evanescente oscuridad.

Capítulo 2

Los ghuls pilotaban su barco, conducido por la tormenta, a través de las lóbregas aguas del mar de Kurdin. Si era el poder de Sul el que mantenía la nave a flote o era el poder del maligno dios a cuyo servicio navegaban los ghuls, Mateo no tenía idea. Feroces ráfagas rasgaban las velas en negros jirones que se agitaban en las vergas como las banderas de un ejército de pesadilla. Las jarcias saltaban y se deslizaban por la cubierta, retorciéndose y ondulándose como si fueran serpientes. Nadie, excepto los ghuls y Auda ibn Jad, el Paladín Negro, lograba mantenerse en pie sobre la oscilante cubierta, barrida constantemente por arrasadoras olas. Kiber y sus hombres se refugiaban en la popa, acurrucados bajo cualquier escaso cobijo que pudieran encontrar para protegerse del viento y el agua. Las caras de los
goums
estaban tensas y pálidas; muchos de ellos se encontraban mareados y era evidente que aborrecían aquella travesía tanto como sus cautivos. Auda ibn Jad permanecía de pie junto al timón, mirando fijamente hacia adelante como si pudiera atravesar las nubes tormentosas y vislumbrar su lugar de destino. Cuál era este lugar y qué podía haber allí, hacía bastante tiempo que había dejado de preocuparle a Mateo.

En su malestar, locos pensamientos acudían a su cabeza, aturdida por el horror. Los ghuls comenzaban a fascinarlo; no podía apartar sus ojos de aquellos hombres que no eran hombres, sino criaturas de Sul sometidas a esclavitud por el poder de Zhakrin. La idea de levantarse de un brinco y arrojarse a los brazos de uno de los ghuls asaltó su mente y, en medio de su debilidad y terror, le resultó agradable. Con un humano de sangre caliente entre sus manos, el ghul no vacilaría en matarlo. Ni siquiera Auda ibn Jad, quien a duras penas lograba mantenerlos a raya ahora, podría impedir eso. Los ghuls se habían transformado de pronto en unas criaturas llenas de luz, con un aspecto casi angelical. Benevolentes, apuestos y fuertes, parecían ofrecerle una vía de escape.

«Ven a mí», parecían susurrar los ghuls cada vez que uno los miraba. «Ven a mí y yo te liberaré de este tormento».

Mateo se imaginaba las manos agarrándolo con fuerza, los dientes hincándose en su carne, el intenso y ardiente dolor y el rápido miedo que, misericordiosamente, pronto terminaría con la sangre abandonando su cuerpo, sumiéndolo en un bendito letargo y, por fin, en una bienvenida oscuridad.

«Ven a mí… »

Sólo tenía que moverse, levantarse y correr hacia adelante. Todo terminaría: el miedo, la culpa…

«Ven a mí… »

Nada más que moverse…

—¡Ma-teo!

La apagada y dolorida voz, oída por encima de los terribles susurros, lo hizo volver en sí. Con reticencia, arrancó su mente de aquellos sueños de muerte y regresó al mundo de los vivos.

—¡Ma-teo!

El pánico teñía aquella voz. Advirtió que Zohra no podía verlo. Su vista estaba obstruida por una de las pesadas vasijas de marfil. Lentamente, empezó a desplazarse hacia ella, gateando sobre manos y rodillas sobre la oscilante cubierta.

En cuanto lo vio, Zohra se semiincorporó y se agarró a él con desesperación.

—Vuelve a tenderte —la apremió él, empujándola suavemente hacia abajo.

Pero ella se incorporó otra vez, parpadeando por el dolor que debía de estar haciendo palpitar su cabeza.

—¡Ma-teo! ¿Qué está ocurriendo? —inquirió con furia.

Mateo suspiró para sus adentros. Primero actúa, después pregunta. Exactamente igual que Khardan. Exactamente igual que esos nómadas. Cuando te enfrentes con algo fuera de lo común, no pienses en ello, no trates de comprenderlo. Atácalo. Mátalo, y así desaparecerá y ya no te volverá a molestar. Si eso no funciona, tal vez funcione hacer caso omiso de él. Y, si esto tampoco funciona, entonces llora y laméntate como un niño mimado…

Mateo lanzó una amarga mirada a Khardan. Atado al mástil, el califa estaba derrumbado fláccidamente, con la cabeza colgando. De vez en cuando, un quejido se le escapaba de los labios cuando el mareo se apoderaba de él; pero, aparte de eso, ni una palabra. «Ha perdido la batalla y por ello considera que ha perdido la guerra», pensó Mateo con una nueva oleada de cólera (olvidando por completo que, tan sólo unos momentos antes, él mismo había estado cortejando a la muerte).

—¡Ma-teo! —insistió Zohra tirando de sus empapadas ropas—. ¿Adónde nos llevan? —preguntó mirando con temor a su alrededor—. ¿Qué quiere ese hombre de nosotros?

Mateo sacudió su cerebro para hacerlo funcionar. Zohra había estado inconsciente cuando la subieron a bordo. Probablemente, ni siquiera recordaba a los ghuls atacando y devorando a los indefensos esclavos. ¿Cómo podía explicarle lo que ni él mismo comprendía?

—Es todo… por mi culpa —dijo por fin, o más bien graznó, irritada como tenía la garganta de tragar agua de mar y vomitar. Otra oleada de náusea lo invadió de repente, y se dejó caer débilmente al lado de Zohra preguntándose, mientras lo hacía, por qué ella no se encontraba mortalmente enferma como el resto de ellos.

—¡Tu culpa! —dijo ella frunciendo el entrecejo e, inclinándose sobre él, con su mojado pelo negro azotándole suavemente la cara, agarró la empapada seda de su caftán y lo sacudió—. ¡Levántate! ¡No te quedes ahí, tirado! ¡Si la culpa es tuya, entonces debes hacer algo!

Cerrando los ojos, Mateo volvió la cabeza e hizo algo.

Estaba mareado.

Mateo perdió la noción del tiempo. Parecía que navegaban eternamente, hasta que los vientos de tormenta comenzaron a remitir y las negras nubes que se cernían sobre los palos empezaron a alejarse. Si hubiese podido mirarse en un espejo en aquel momento y hubiese visto que su piel estaba arrugada y envejecida, sus ojos turbios, su cuerpo encorvado y su pelo gris, no se habría sorprendido demasiado. Debían de haber transcurrido ochenta años a bordo de aquella terrible nave.

Ochenta años… ochenta segundos.

Desde su postrada posición, tendido boca abajo sobre la cubierta, Mateo oyó la voz de Auda ibn Jad elevarse para dar una orden. Oyó el sonido de las botas golpeando contra la madera y unos cuantos quejidos reprimidos de los
goums
que se ponían vacilantemente en pie.

El rostro de Kiber, pálido y verde, apareció encima de él; el líder de los
goums
gritó algo que Mateo no pudo oír con el clamor de las olas. De pronto, el joven brujo deseó que el viaje continuara, que no se terminara nunca. El recuerdo de su idea le volvió a la cabeza. No lo recibió con agrado y deseó de corazón que jamás se le hubiese ocurrido una cosa así. Era estúpido, era temerario. Era arriesgar la vida en lo que sin duda era un gesto fútil. No tenía idea de adónde podrían llevarlo sus acciones porque no tenía idea de dónde estaba ni qué iba a sucederle. Podría sencillamente empeorar más las cosas.

No, él no haría como Khardan y Zohra. No saltaría a ciegas a la oscuridad a luchar con lo desconocido. Haría lo que siempre había hecho: dejaría que las cosas siguieran su curso. Descendería la corriente sobre su frágil artilugio y confiaría en sobrevivir. No haría nada que supusiera un riesgo de caer en las aguas oscuras donde con seguridad se ahogaría.

Kiber lo obligó a ponerse en pie de un tirón. El movimiento del barco, aunque no tan violento, era todavía irregular y envió a Mateo de espaldas contra el equipaje. A media caída logró agarrarse a una gran cesta de junco. Viendo que se mantenía en pie, Kiber se volvió hacia Zohra.

Al ver al
goum
acercarse a ella, la mujer lo detuvo con una fulminante mirada y, levantándose por sí sola, retrocedió cuanto pudo para alejarse de él hasta que se vio detenida por varias de las enormes vasijas de marfil. Kiber estiró la mano y la agarró por un brazo.

Zohra abofeteó al
goum
en la cara con toda su fuerza.

Auda ibn Jad lanzó otro grito; esta vez sonaba impaciente.

Tenso y ceñudo, con las marcas rojas de la mano de la mujer en su pálida piel, Kiber volvió a asirla con más fuerza, le estrujo la muñeca y le dobló el brazo por detrás de la espalda.

—¿Por qué no puedes comportarte como esta flor —murmuró Kiber, sujetando también a Mateo y llevándoselo consigo— en lugar de hacerlo como un gato salvaje?

Los ojos de Zohra se encontraron con los de Mateo. ¡Como esta flor! Su desprecio lo abrasó. A pesar de ello, su resolución no se tambaleó. Miró de reojo a Khardan. Al hombre no le quedaba energía en el cuerpo ni para aplastar a una hormiga con el talón y, sin embargo, al parecer se había despertado de su estupor y forcejeaba desfallecidamente con los
goums
que lo estaban liberando de sus ataduras. ¿Para qué? Sólo por orgullo. Aunque hubiese conseguido dominarlos, ¿adónde podría ir? ¿Iba a saltar del barco? ¿Arrojarse a los brazos de los ghuls que ahora contemplaban la lucha con intenso y hambriento interés?

«Eso es lo que es también tu plan: un débil forcejeo contra abrumadoras fuerzas sobrenaturales. Y es por eso que está olvidado», se dijo Mateo a sí mismo apartando la mirada de Zohra y Khardan. Sus dedos rozaron la bolsa que contenía los objetos mágicos y retiró la mano de golpe como si se hubiese quemado. Tendría que desembarazarse de ellos y cuanto antes. Ahora eran un peligro para él. Se maldecía a sí mismo por haberlos recogido.

Manoseando su cinturón, Mateo sacó la bolsa, la estrujó en su mano y, apretándola contra su cintura, la ocultó entre los pliegues de sus ropas mojadas. Después lanzó una rápida y furtiva mirada con los párpados bajos, esperando poder dejar caer la bolsa sobre la cubierta sin que nadie lo notase. Por desgracia, Auda ibn Jad dejó de mirar hacia el mar y se volvió para descansar sus serpentinos ojos en Mateo, Zohra y el enojado Kiber que andaba tras ellos.

—¿Problemas, capitán? —preguntó Ibn Jad observando divertido la contusionada mejilla de Kiber.

El
goum
respondió algo, pero Mateo no pudo entenderlo: la penetrante mirada lo había dejado helado. Aterrado, se dobló hacia adelante, hundiéndose la mano con la bolsa en el estómago, con la esperanza de aparentar estar todavía indispuesto. En realidad, su náusea estaba pasando, bien porque el movimiento del navio estaba ya disminuyendo o porque su miedo y preocupación la habían alejado de su mente.

La mirada de Ibn Jad pasó rápidamente por encima de él para ir a detenerse en Zohra. No había lujuria ni deseo en los oscuros ojos del hombre. La observaba con la fría valoración con que un hombre miraría a un perro que está pensando adquirir. Cuando por fin habló, sus palabras fueron la encarnación del pensamiento de Mateo, haciendo que el joven brujo se sobresaltara con culpabilidad, preguntándose si el Paladín Negro tenía el poder de leer las mentes.

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