El paladín de la noche (28 page)

Read El paladín de la noche Online

Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: El paladín de la noche
9.91Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Qué quieres decir? —inquirió Pukah mirando con recelo a aquella fría y hermosa mujer—. ¿Qué más hay?

—Su identidad. Su memoria. No tendrá idea de quién es, ni a quién sirve. Será como un recién nacido, por así decirlo, y adoptará la primera identidad que se le ocurra en el momento. Olvidará absolutamente todo…

—Incluso el hecho de que es inmortal —dijo muy despacio Asrial.

La Muerte sonrió.

—Sí, pequeña, así es. Sentirá ese hambre mortal de vivir al máximo. Y, como los mortales, se verá impulsado…, bendecido y maldito, por el conocimiento de que todo debe tener un fin.

—Y así es como los inmortales se han perdido para el mundo —concluyó Pukah, observando a Sond—. Ellos ya no se acuerdan de él. Y por eso Nedjma no reconoció a mi pobre amigo.

—Ella ya no es Nedjma, no lo es desde hace mucho tiempo. Tan sólo hace unas noches, murió en manos de un amante celoso. Días antes de esto, resultó muerta accidentalmente en una reyerta callejera. Nadie, en esta ciudad, permanece vivo desde el anochecer hasta el alba.

Un grito ronco los interrumpió. El djinn que había acuchillado a Sond salió tambaleándose de la habitación interior, con una mano cogida a su garganta y en la otra una copa de vino semivacía. Desplomándose en el suelo, se retorció de agonía unos segundos y, después, su cuerpo se quedó rígido. La copa cayó de su mano y rodó por la alfombra dejando un reguero de vino derramado. Nedjma salió como una furia de la habitación. Irguiéndose junto al cadáver, se sacudió deliberadamente un fino polvo blanco de sus delicados dedos.

—¡Que esto sirva de lección a todos aquellos que piensan que me poseen!

Y, echándose para atrás con una sacudida su pelo de miel dorada, desapareció tras otra cortina de cuentas.

—Vino… Casi mancha tanto como la sangre —se lamentó el propietario retorciéndose las manos.

La Muerte observaba complacida la escena, separando los labios como si estuviera absorbiendo la vida del djinn tendido.

—Vaya —dijo Pukah para sí mismo—. Creo que estoy empezando a comprender…

Su mano se fue hacia el amuleto de turmalina que Kaug le había dado. En cuanto lo tocó, le pareció ver a la Muerte echarse ligeramente para atrás. Los ojos huecos se encontraron con los suyos; una tenue arruga estropeaba la marmórea lisura de su blanco entrecejo.

Volviendo a meter la daga en su fajín, Pukah cruzó los brazos y se balanceó sobre los talones.

—Yo sé de uno que va a abandonar esta ciudad al anochecer, al alba o cuando quiera que le apetezca. Yo —dijo sosteniendo en alto el amuleto que llevaba alrededor del cuello—. Mi amo no puede estar sin mí, ¿sabes?, y ha querido asegurarse de que regreso.

—¿Qué es esto? —dijo la Muerte mirando de cerca la turmalina y haciendo, con la frialdad de su mirada, que la carne de Pukah se estremeciera y temblara—. ¡Esto va contra nuestro acuerdo! ¡Yo tengo que quedarme con todos cuantos vienen aquí! ¿Quién es ese amo tuyo?

—Un tal Kaug, un
'efreet
al servicio de Quar —respondió Pukah con elocuencia.

—¡Kaug!

La Muerte frunció el entrecejo. La sombra de su ira descendió sobre el
arwat
, haciendo que el
rabat-bashi
se tragara sus quejas y que los clientes se retirasen a cuantos rincones oscuros pudieron encontrar.

Pukah vio a Asrial mirándolo suplicante, rogándole que se la llevara lejos de aquel lugar. La sola idea de que pudiese morir y olvidar a su protegido debía de ser aterradora para ella. Lo que ella no se había parado a pensar, y Pukah sí, era que
él
sí se podía ir, pero ella no. La Muerte jamás lo permitiría. «Tengo que quedarme con todos cuantos vienen aquí». La única forma que tenían de escapar, la única vía por la que todos los inmortales que había atrapados allí tal vez pudieran escapar era a través de Pukah. Pukah tenía un plan.

«No sólo
hazrat
Akhran me recompensará», pensaba Pukah lleno de felicidad. «¡Todos los dioses de la Gema de Sul estarán para siempre en deuda conmigo! ¡Seré inmortal entre los inmortales! ¡Nada de este mundo ni de los mismísimos cielos será demasiado bueno para mí! Un palacio… ¡Ja! Tendré veinte palacios, uno otorgado por cada dios. Huiré del calor del verano en una inmensa fortaleza de piedra en las Grandes Estepas. Invernaré en una choza de paja de treinta o cuarenta habitaciones en una de esas pequeñas islas tropicales de Lamish Aranth, durmiendo sobre las plumosas alas de un agradecido y amoroso ángel… »

Viendo la pálida mano de la Muerte estirarse para apoderarse del amuleto, Pukah se apresuró a cerrar los dedos en torno a él y retrocedió un paso.

—Puedes estar segura de que mi amo profesa por ti la más alta reverencia, mi señora —dijo humildemente Pukah—. «La Muerte es la primera en mi consideración, después de Quar», éstas fueron las mismísimas palabras del
'efreet
.

—¡Después de Quar!

Las vacías cuencas de la Muerte se tornaron tan oscuras como una noche sin fin.

—Quar está convirtiéndose en el Único y Verdadero Dios —dijo Pukah con tono de excusa—. Debes admitir que el número de adoradores suyos, entre los humanos, aumenta día tras día.

—Puede que eso sea cierto —replicó con dureza la Muerte—, ¡pero al final sus cuerpos son míos! ¡Ésa es la promesa de Sul!

—Ah, pero ¿no lo has oído todavía… ? —Aquí Pukah se detuvo, se mordió la lengua y, bajando los ojos, miró a la Muerte por debajo de sus párpados—. Aunque ya adivino que no. Si me excusas, mi señora, yo debería volver ya. Kaug cenará raya hervida esta noche y, si yo no estoy allí para quitarle el aguijón, mi amo me…

—¿Qué tenía que oír? —preguntó la Muerte con gesto ceñudo.

—Oh, nada, te lo aseguro, señora —y, cogiendo a Asrial de la mano, el djinn comenzó a caminar hacia la puerta—. No estoy autorizado para revelar los secretos del Muy Sagrado Quar…

La Muerte levantó un dedo pálido y tembloroso y señaló a Asrial.

—¡Puede que tengas un Amuleto de Vida, djinn, pero esa belleza con plumas no lo tiene! ¡Dime lo que necesito saber o la verás caer ante tus ojos en este mismo instante!

La Muerte hizo un ademán y los dos mamelucos, con sus dagas todavía en la mano, miraron al ángel con unos ojos ardientes de ansia. Asrial contuvo la respiración, apretándose las manos contra la boca, y se acurrucó junto a Pukah. El djinn la rodeó tranquilizadoramente con su brazo. Su taimado rostro, sin embargo, estaba pálido y se vio obligado a tragar saliva varias veces antes de poder hablar.

—¡No te apresures, mi señora! Te lo diré todo, pues se me hace obvio que has sido víctima de una engañifa por parte del dios. Supongo que fue Quar quien tuvo la idea de atrapar a los inmortales por medio de este conjuro sobre la ciudad de Serinda, ¿no es así?

La Muerte no respondió, pero Pukah vio la verdad en aquel rostro cuya fachada de mármol estaba comenzando a agrietarse.

—Y, después, Quar te encomendó la deleitosa tarea de lanzar este conjuro sobre la ciudad, sabiendo, como sabía, que tu mayor placer en la vida consiste en ver a otros abandonarla, ¿verdad?

De nuevo, aunque la Muerte seguía sin contestar, Pukah supo que estaba en lo cierto y siguió hablando con creciente seguridad, por no mencionar el toque de altanería.

—De este modo, señora, Quar liberó al mundo de los inmortales…, de
todos
los inmortales, si entiendes lo que quiero decir. Incluida tu grave y hermosa persona.

—¡Pukah! ¿Qué estás diciendo? —dijo Asrial mirándolo con alarma.

Pero el djinn la abrazó en silencio.

—Pues, has de saber, oh Sepulcral Belleza, ¡que Quar ha prometido la vida eterna a todos los que lo sigan!

La Muerte tomó una profunda bocanada de aire. Su cabello se alborotó en torno a ella en una nube de ira; una fría sacudida conmocionó a todos los ocupantes del
arwat
, haciendo que hasta el más fuerte de los esclavos temblara de miedo. Asrial se tapó la cara con las manos. Únicamente Pukah permaneció aplomado, seguro de sí y de su embaucadora lengua.

—Tengo pruebas —dijo previniendo lo que estaba seguro iba a ser la siguiente pregunta de la Muerte—. Hace unos meses tan sólo, Quar ordenó al amir de Kich atacar a unas bandas de nómadas en el desierto de Pagrah. ¿Estuviste presente en la batalla, señora?

—No, yo estaba…

—Ocupada aquí abajo —terminó Pukah asintiendo con aire conocedor—. Y tu presencia fue lamentablemente extrañada, señora, puedo decirte con seguridad, en especial por los chacales y hienas que cuentan con tu munificencia. Ya que apenas murió nadie en aquella batalla. ¡El imán de Quar ordenó que los llevaran vivos! ¿Por qué? ¡Para que su dios pudiera concederles la vida eterna y, con ello, asegurarse seguidores eternos! Y antes de esto, estuvo la batalla de Kich…

—¡Yo estaba presente en esa ciudad! —dijo la Muerte.

—Sí, pero ¿a quiénes te cobraste? A un grueso sultán, algunas de sus esposas, diversos wazires… ¡Bagatelas! —exclamó Pukah con un bufido desdeñoso—. Cuando había toda una ciudad de gente que habría podido ser violada, asesinada, quemada, lapidada… y no dejar más que unos cuantos supervivientes que lucharan contra la enfermedad y el hambre…

—¡Tienes razón! —dijo la Muerte apretando los dientes en una calavérica mueca.

—Lejos de mi intención traicionar a
hazrat
Quar, por el que profeso un profundo respeto —añadió con humildad Pukah—, pero durante mucho tiempo he sido uno de tus más fervientes admiradores, mi señora. Y así es desde que te llevaste a mi antiguo amo, un seguidor de Benario, de la manera más original: haciendo que le fueran cortadas todas las partes del cuerpo, una por una, por el enfurecido propietario del establecimiento que a mi pobre amo se le había metido en la cabeza robar sin asegurarse previamente de que no había nadie en casa. Por esta razón te he revelado la estratagema de Quar para apartarte para siempre del mundo de los vivos y mantenerte entretenida en tus juegos, aquí abajo.

—¡Yo te enseñaré cómo jugamos aquí!

Hirviendo de rabia, la Muerte se acercó a Pukah. Los huecos de sus ojos vacíos parecieron aumentar de tamaño y envolver al djinn.

—¿Enseñarme? —dijo Pukah con una leve risilla—. Oh, gracias, pero de verdad que no tengo tiempo para esas frivolidades. Mi amo no puede estar sin…

De pronto se le ocurrió al djinn que la Muerte se le estaba aproximando de un modo inquietante y, soltando a Asrial, intentó retroceder pero entonces tropezó con una pipa de agua.

—¿Qué tengo yo que ver con todo esto? ¡Nada! —protestó Pukah poniéndose en pie como pudo—. Yo en tu lugar, señora, abandonaría esta ciudad de inmediato y volaría al mundo de allá arriba. ¡Seguro que el amir está cabalgando hacia una batalla en este mismo instante! ¡Pechos atravesados con lanzas, carnes rebanadas por la espada, brazos segados de sus troncos, entrañas y sesos por el suelo! Una imagen tentadora, ¿no es verdad?

—¡Desde luego que sí! De modo que Quar te ha enviado aquí para asustarme… —dijo la Muerte casi encima de él.

—¿A… asustarte? —tartamudeó Pukah tirando al suelo una mesa pequeña y una silla—. Oh no, señora —dijo con rotunda sinceridad—, ¡te aseguro que nada hay más lejos de mi… de su intención que eso!

—¿Qué es lo que quiere? ¿Que le devuelva sus inmortales? ¡Vida eterna! ¡Veremos lo que tiene que decir Sul acerca de esto!

—¡Sí, sí! —repuso atropelladamente Pukah acorralado contra la pared y con la mano agarrada a su amuleto—. ¡Ve a hablar con Sul! Maravillosa persona, Sul. ¿Alguna vez lo has conocido?

—Claro que pienso hablar con Él —dijo la Muerte—, ¡pero primero le devolveré a Quar su mensajero bajo la forma de un esqueleto, para que se acuerde bien de a quién está tratando de engañar!

—¡No puedes tocarme! ¡No! —replicó Pukah levantando el amuleto ante los sobrecogedores ojos vacíos de la Muerte.

—No —dijo la Muerte—, ¡pero sí a ella!

La Muerte desapareció y volvió a aparecer. Sus pálidas y frías manos se cerraron de repente sobre los hombros de Asrial. El ángel se vio atrapada con firmeza entre sus garras.

El djinn se quedó mirando fijamente los angustiados ojos azules del ángel y se preguntó qué era lo que había ido mal. ¡Era un plan tan bueno y sencillo! Hacer que la Muerte se fuera de la ciudad. Volverla contra Quar…

—Haré un trato contigo —propuso Pukah desesperado.

—¿Un trato? —dijo la Muerte mirándolo con recelo—. ¡Ya tengo bastante de tu amo y sus tratos!

—No —dijo Pukah con tono solemne—. Éste sería… sólo entre tú y yo. A cambio de ella —agregó mirando a Asrial con el alma en los ojos y endulzándosele la voz—, yo te daré mi amuleto…

—¡No, Pukah, no! —exclamó Asrial.

—… y me quedaré en la ciudad de Serinda —prosiguió el djinn—. Tú alardeas de que nadie vive desde el anochecer hasta el alba en esta ciudad. Yo desafío esa afirmación, y digo que soy más listo que tú. No importa la forma que quieras adoptar, yo puedo evitar caer víctima tuya.

—¡Ja! —se burló la Muerte.

—Nadie conseguirá incitarme a una pelea —aseguró Pukah—. ¡Ninguna mujer derramará veneno en mi bebida!

—Y si gano yo, ¿qué voy a obtener de este trato, aparte del placer de verte tendido sin vida a mis pies?

—Te entregaré, no sólo a mí mismo, sino a mi amo también.

—¿A Kaug? —dijo la Muerte con una sonrisa burlona— ¿Otro inmortal? Como puedes ver, estoy ya bastante bien abastecida de ellos.

—No —dijo Pukah inhalando profundamente—. Verás. Kaug no es tanto mi amo como mi carcelero. Sond y yo fuimos capturados por el
'efreet
y obligados a hacer lo que nos pedía. Mi verdadero amo es Khardan, califa de los akares…

—¡Pukah! ¿Qué estás diciendo? —intervino Asrial espantada.

—¡Khardan! —repitió la Muerte con aire interesado—. Akhran tiene en alta estima a ese mortal en particular. Mantiene estrecha vigilancia sobre él, y yo no puedo acercarme. ¿Estás diciendo que si yo gano… ?

—… los ojos de Akhran estarán mirando a alguna otra parte.

—¿Sabes que ahora tu mortal, Khardan, se encuentra en peligro mortal? —preguntó con aire frío la Muerte.

—No —contestó Pukah bastante inquieto—, no lo sabía. Ha pasado algún tiempo, ¿sabes?, desde que fui capturado y yo…

—Y no sólo él, sino también los que lo acompañan —agregó la Muerte con los ojos en Asrial.

Cogiéndose las manos, el ángel lanzó una mirada suplicante a la pálida mujer.

Other books

The Sun and Other Stars by Brigid Pasulka
Possession by Linda Mooney
Miami Blues by Charles Willeford
Gigi by Nena Duran
Web and the Rock by Thomas Wolfe
Lights Out Tonight by Mary Jane Clark
Leaping by Diane Munier