El paladín de la noche (27 page)

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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: El paladín de la noche
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—Amigo, ni siquiera te reconozco a ti —repuso el djinn observando con calma a Pukah.

—¡Claro que me reconoces! ¡Soy yo, Pukah! —contestó Pukah y, frunciendo el entrecejo, añadió—: ¿No estarás tratando de librarte de pagar esos cinco
tumans
de plata que me debes, eh, Baji?

—Insisto en que estás equivocado —respondió el djinn con un tono de irritación en su voz—. Ahora, entra y diviértete antes de que las cosas lleguen a ponerse feas…

—¿Como tu cara? —replicó Pukah apretando los puños.

El angustiado y penetrante sonido de una
quaita
interrumpido en mitad de una nota y el trapaleo de un
tambour
golpeando contra el suelo se mezclaron con un grito femenino y airadas voces masculinas que anunciaban pelea.

—¡Pukah! —gimió Asrial y, escrutando entre las sombras del pasillo de entrada, tiró de la mano del djinn—. ¡Sond está en apuros!

—¡Él no es el único! —dijo Pukah mirando amenazadoramente al otro djinn.

—¡Pukah! —suplicó Asrial.

Las voces se hacían cada vez más altas en el interior.

—¡No te vayas! —rugió Pukah—. Estaré de vuelta en un momento.

—Oh, estaré aquí —contestó el djinn recostándose de espaldas contra el soportal y cruzando los brazos por delante de su pecho.

—¡Pukah!

Asrial lo arrastró hacia el interior del local.

Las cuentas de cristal de la cortina tintinearon, acariciando la piel de Pukah cuando éste pasó a través de ella para adentrarse en la fresca sombra del
arwat
. Una oleada de perfume lo envolvió con su dulzor. Parpadeando, intentó acostumbrarse a la oscuridad del lugar, iluminado tan sólo por el cálido fulgor de unas gruesas velas. No había ventanas. Tapices de seda cubrían las paredes. El pie del djinn se hundió en una mullida alfombra. Lujosos cojines lo invitaban a recostarse y tenderse cómodamente. Las garrafas de vino se ofrecían a hacerle olvidar sus penas. Fuentes rebosantes de uvas, dátiles, naranjas y frutos secos prometían calmar el hambre de su estómago mientras las más hermosas y seductoras djinniyeh que hubiese visto jamás se prestaban para calmar cualquier otro tipo de apetito que pudiera tener.

Un pequeño y obsequioso djinn de cuerpo rechoncho se deslizó sobre las miríadas de cojines que cubrían cada centímetro de suelo y, mirando con recelo al ángel, ofreció a Pukah una habitación privada para los dos.

—¡Una encantadora habitacioncita, efendi, y sólo por diez
tumans
de plata la noche! ¡No encontrarás un precio mejor en toda Serinda!

Cogiendo del brazo a Pukah, el redondo djinn comenzó a arrastrarlo a través de la sala hasta una alcoba con una cortina de cuentas.

Pukah se soltó el brazo de un tirón.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó, mirando hacia el centro de la sala, donde los gritos sonaban más altos.

—¡Nada, efendi, nada! —aseguró el pequeño y gordo hombrecillo intentando capturar de nuevo el brazo de Pukah y apremiándolo a seguir adelante—. Un pequeño altercado acerca de una de mis chicas. No te preocupes. Los mamelucos pronto restablecerán la paz. Tú y tu amiga no seréis molestados, os lo aseguro…

—¡Pukah! ¡Haz algo! —lo apremió Asrial.

Pukah estudió rápidamente la situación. Un flautista estaba sentado, tosiendo y medio asfixiándose sobre el alfombrado suelo; al parecer, le habían metido su
quaita
por la garganta. El tamborilero yacía cuan largo era entre los cojines, inconsciente; otro de los músicos intentaba hacerlo volver en sí. Varios clientes se apiñaban en un círculo gritando y gesticulando airadamente. Pukah no podía ver a través de sus anchas espaldas, pero podía oír la voz de Sond elevándose en medio de todos.

—¡Nedjma! ¡Tú te vienes conmigo!

Un agudo chillido y el sonido de una bofetada fue la respuesta, seguida de las risas de los clientes. Quitándose irritado de encima las pegajosas manos del redondo
rabat-bashi
, Pukah ordenó a Asrial:

—¡Espérame aquí! —y se abrió camino a empujones a través del corro.

Tal como había sospechado, Sond se hallaba en el centro. El apuesto rostro del djinn estaba desencajado de ira y ensombrecido de celos. Tenía agarrada de la muñeca a una hermosa djinniyeh que se debatía contra su evidente intención de sacarla a rastras del edificio.

Pukah contuvo el aliento, olvidándose de Asrial, olvidándose de Sond, olvidándose de por qué estaban allí y hasta olvidándose de su propio nombre durante unos momentos. La djinniyeh era la más maravillosa criatura en la que jamás había puesto sus ojos, y había ciertas partes de ella sobre las que le habría encantado poner algo más que sus ojos. Del diafragma para arriba, sólo el más sutil de los velos de seda cubría su cuerpo, deslizándose desde sus blancos hombros y acariciando sus altos y firmes senos. Su cabello, de un dorado de miel, se había soltado con el forcejeo y caía en torno a una cara de exquisito encanto que, aun en su indignación, parecía estar hecha para besarla. Numerosos velos largos y opacos colgaban de un enjoyado cinturón formando una falda que le cubría ligeramente las piernas. Viendo algunos de aquellos velos enrollados en torno a las cabezas de los asistentes, Pukah adivinó que las bien formadas piernas de la djinniyeh, ya parcialmente visibles, no permanecerían cubiertas durante mucho tiempo.

—¡Nedjma! —dijo Sond con acento amenazador.

—¡Yo no conozco a ninguna Nedjma! —protestó la dijinniyeh.

—¡Suéltala! ¡Que siga la danza! ¡Paga tus servicios como todos los demás!

Pukah volvió la cabeza y vio al
rabat-bashi
detrás de él haciendo un gesto perentorio. Tres enormes mamelucos comenzaron a abrirse camino hacia el centro de la escena.

—¡Eh, Sond!

Empujando a los poco estables clientes fuera de su camino, Pukah tropezó en un cojín y cayó sobre la despejada zona de la pista de baile.

—¡Creo que has cometido un error! —dijo con urgencia a su compañero—. ¡Presenta tus excusas a la dama y marchémonos!

—¿Un error? Oh sí, puedes estar seguro de que ha cometido un error.

Un enorme djinn que Pukah no reconoció y que pensó que debía de tratarse de uno de los inmortales de Quar se interpuso violentamente entre Sond y la dijinniyeh.

—La chica no te conoce ni quiere conocerte —continuó el djinn hablando con los dientes apretados—. ¡Ahora vete!

Pukah vio la mano del djinn irse hacia el fajín que llevaba en torno a la cintura.

Sond, con su mirada fija en la dijinniyeh, no veía nada más.

—¡Nedjma! —dijo con tono suplicante y agónico—. ¡Soy yo, Sond! ¡Tú me dijiste que me ama… !

—¡Te he dicho que la dejes en paz!

El gran djinn arremetió contra él.

—¡Sond!

Pukah saltó hacia adelante, intentando desviar el cuchillo. Demasiado tarde. Un rápido movimiento de mano, un destello de acero y Sond se encontró mirando estupefacto la empuñadura de la daga que sobresalía de su estómago. El enorme djinn que lo había acuchillado dio un paso hacia atrás con una mirada de satisfacción en su rostro. Lentamente, con incredulidad, Sond se llevó las manos a la herida. Su rostro se retorció de dolor y asombro. La sangre roja corrió por entre sus dedos.

—¡Nedjma!

Tambaleándose, extendió su mano teñida de carmesí hacia la dijinniyeh.

Con un grito de horror, ella se tapó los ojos con sus ensortijadas manos.

—¡Nedjma!

La sangre brotaba de la boca de Sond. Éste se desplomó en el suelo a los pies de la danzarina y allí yació, silencioso e inmóvil.

Pukah suspiró.

—Está bien, Sond —dijo tras un momento de pausa—. Ha resultado verdaderamente dramático. Ahora levántate y admite que estabas equivocado, y vayámonos de aquí.

El djinn no se movió.

Los parroquianos se estaban congregando alrededor de la dijinniyeh, ofreciéndole consuelo y aprovechando la oportunidad para arrebatarle más velos. El enorme djinn rodeó con su brazo a la llorosa Nedjma y se la llevó hasta una de las sombreadas alcobas, mientras los demás clientes murmuraban en protesta y exigían que continuase la danza. Enseguida aparecieron otras dijinniyeh para atenuar su decepción.

Gruñendo para sí sobre la sangre que arruinaba sus mejores alfombras, el
rabat-bashi
se acercó a Pukah para exigirle un pago por daños y perjuicios. Los altos mamelucos, con caras amenazadoras, volvieron su atención hacia el joven djinn.

—¡Eh, Sond! —insistió Pukah arrodillándose junto a él y, agarrándolo por el hombro, lo sacudió—. ¡Deja ya de comportarte como un estúpido! Si ésa era Nedjma, es evidente que lo está pasando bien y no quiere que la molesten… Sond —Pukah sacudió con más fuerza el impasible cuerpo—. ¡Sond!

Hubo un revoloteo de alas blancas y hábitos blancos, y Asrial apareció a su lado.

—¡Pukah, tengo miedo! ¡Esos hombres no dejan de mirarme! ¿Qué está haciendo Sond? Haz que se levante y salgamos de aquí… ¡Pukah! —exclamó el ángel al ver la cara de su amigo—. ¡Pukah! ¿Qué sucede?

—Sond está muerto —repuso Pukah en un susurro.

Asrial se quedó mirándolo.

—Eso es imposible —dijo al fin con nerviosismo—. Si ésta es otra de tus bromas… —la voz del ángel vaciló—. ¡Que Promenthas se apiade de mí! ¡Estás hablando en serio!

—¡Está muerto! —exclamó Pukah.

Casi enfadado, agarró por el hombro a Sond y lo dio vuelta hasta tenderlo de espaldas. Un brazo se desplomó inerte contra el suelo. Los ojos miraban fijamente a ninguna parte. Sacándole la daga de la herida, el djinn la examinó. La hoja estaba manchada de sangre.

—¡No lo entiendo! —dijo, y miró a su alrededor—. ¡Quiero respuestas!

—¡Pukah! —murmuró Asrial, tratando de consolarlo, pero los mamelucos echaron al ángel a un lado.

Agarrando al joven djinn por los hombros, lo hicieron ponerse en pie.

Pukah se revolvió furioso.

—¡No lo entiendo! ¿Cómo puede estar muerto?

—Tal vez yo te lo puedo explicar —dijo una voz femenina desde la cortina de entrada—. Soltadlo.

Al instante, los mamelucos dejaron libre al djinn y retrocedieron alejándose de él. El propietario cesó en sus lamentaciones, los clientes se tragaron sus palabras y su vino, casi ahogándose algunos de ellos, e incluso este sonido lo acallaron como mejor pudieron. Nadie habló. Nadie se movió. La luz de las velas titiló y se oscureció. El aire se llenó de una dulce y empalagosa fragancia.

Entonces, un frío susurro de aire en su nuca hizo que la piel de Pukah se estremeciera. De mala gana, pero completamente incapaz de evitarlo, el djinn volvió la cara hacia la puerta.

De pie, en la entrada, había una mujer de incomparable belleza. Su rostro podría haber sido tallado en mármol por algún gran maestro escultor de los dioses, tan pura y perfecta era cada una de sus facciones. Su piel era pálida, casi translúcida. El pelo, fino y lacio como el de un niño, le caía hasta los pies envolviendo su esbelto cuerpo, cubierto con una túnica blanca, como una lisa capa de satén del más puro blanco.

Pukah oyó a Asrial gemir en alguna parte cerca de él. No podía ayudarla, ni siquiera podía verla. Su mirada estaba fija en el rostro de la mujer; sentía como si lo estrangulasen lentamente.

La mujer no tenía ojos. Allí donde debería haber habido dos órbitas de vida y luz, en aquel rostro clásico, había tan sólo dos huecos de vacía negrura.

—Deja que te explique, Pukah —dijo la mujer entrando en la sala en medio de un silencio tan absoluto y profundo que todos los ocupantes del lugar parecían haberse ahogado en él—. En la ciudad de Serinda, a través del poder de Quar, por fin es posible dar a cada inmortal lo que él, o ella, en verdad desea.

La mujer miró a Pukah de un modo expectante, obviamente esperando que él le preguntase «¿Y qué es?». Pero él no podía hablar. Le faltaba el aliento.

Sin embargo, la pregunta del djinn resonó, impronunciada, por toda la habitación.

—Mortalidad —respondió la mujer.

Pukah cerró los ojos para no ver aquellas cuencas vacías.

—Y tú eres… —consiguió balbucir.

—La Muerte. Yo gobierno en Serinda.

Capítulo 3

En el
arwat
, los inmortales reanudaron sus placeres, sin prestar más atención al cuerpo de Sond que una fría e indiferente mirada o, a lo más, una mirada de desprecio —de parte del
rabat-bashi
— por haber sangrado por toda la alfombra.

—¡Sacadlo de aquí! —ordenó el propietario a dos mamelucos, quienes se inclinaron y, levantando el cadáver del djinn por sus fláccidos brazos, se aprestaron a arrojarlo sin la menor ceremonia por la puerta.

—La puerta trasera —especificó el
rabat-bashi
.

—Nadie se lleva a Sond a ninguna parte —declaró Pukah, sacando una daga del fajín que ceñía su delgada cintura—. No hasta que se me hayan dado algunas explicaciones.

Soltando los brazos de Sond, que cayeron inertes con un ruido sordo sobre el suelo del
arwat
, los dos mamelucos inmortales sacaron sendas dagas con ávidas sonrisas en sus caras.

—¡Pukah, no! —suplicó Asrial arrojándose hacia el joven djinn.

Suavemente, éste la empujó hacia un lado, sin dejar de mirar a los dos esclavos armados que daban vueltas, acechantes, uno a cada lado de él con el acero centelleando en sus manos.

—¡Eh, tú! —apremió el propietario lleno de preocupación a otro mameluco—, ¡enrolla esa alfombra! Es la mejor de la casa. No puedo permitir que me la arruinen también. ¡Rápido! ¡Rápido! Disculpe, señor —dijo dirigiéndose a Pukah—. Si fuera tan amable de levantar el pie un momento… Gracias. Es por la sangre, ¿sabe?, no se quita con nada…

—¡Sangre! —exclamó Asrial llevándose las manos a la cabeza en un esfuerzo por concentrarse—. ¡Eso es imposible! ¡Nuestros cuerpos son etéreos, no pueden morir! —y, bajando las manos, se volvió hacia la Muerte—. No puedo creer esto. ¡Sond
no
está muerto! —declaró con total seguridad—. Ni siquiera tú puedes hacer mortales a los inmortales. Pukah, termina ya con este disparate.

Algo desconcertado, Pukah miró a Asrial y después a Sond, que yacía en el suelo. Lentamente, fue bajando su daga.

—Eso es verdad —dijo—. Sond no puede estar muerto.

—Los dos sois jóvenes —intervino la Muerte volviendo sus vacías cuencas hacia ellos—, y no habéis vivido mucho tiempo entre los humanos…, sobre todo tú —le dijo a Asrial—. Tenéis razón, en efecto. Sond no está muerto, al menos no tal como lo entienden los mortales. Pero lo mismo le daría estarlo. Cuando el sol vuelva a salir mañana, este djinn recobrará la vida… pero nada más.

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