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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El paladín de la noche (35 page)

BOOK: El paladín de la noche
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»Las tropas del amir lo atraparon y lo trataron de cobarde. Él soportó el escarnio en silencio, sabiendo que pronto los vería atragantarse con sus propias palabras envenenadas. Lo llevaron atado ante el amir y el imán de Quar, quien pensó que tomaría posesión del alma de Catalus.

Estremeciéndose él mismo ante el terrible relato, Mateo vio cómo el rostro de Auda ibn Jad se quedaba sin color. Blanco hasta los labios, el Paladín Negro preguntó en voz baja:

—¿Y qué hizo mi hermano de sangre?

El Señor de los Caballeros puso su mano sobre el hombro de Auda. Todos los caballeros se habían quedado silenciosos; tenían las caras severas y pálidas y los labios apretados. Los únicos sonidos que se oían eran el romper de las olas contra la orilla, el lastimero gemir del viento por entre las rocas y la voz profunda del Señor de los Paladines Negros.

—Catalus vio cómo los otros prisioneros eran masacrados en torno a él. Cuando le llegó a él el turno, sacó una daga que llevaba escondida entre sus hábitos y se abrió el vientre. Después se arrastró hacia adelante y, con su último estertor, agarró con sus enrojecidas manos la sotana del imán e invocó la Maldición de Sangre de Zhakrin sobre Feisal, el imán de Quar.

Auda ibn Jad bajó la cabeza. Un sollozo le sacudió todo el cuerpo y comenzó a llorar como un niño. Varios de los caballeros que se erguían cerca de él le apoyaron la mano en el hombro en un gesto de compasión, mientras otros se restregaban los ojos sin ningún pudor.

—Catalus murió en el servicio de nuestro dios. Su alma está con Zhakrin y desde allí seguirá luchando para ayudarnos a traer a nuestro dios de nuevo a este mundo —dijo el Señor de los Paladines—. Nosotros lo lloramos. Le rendimos honor. Después, lo vengamos.

—¡Honor a Catalus! ¡Loado sea Zhakrin! —gritaron los caballeros y, como si su grito hubiese invocado a la oscuridad, el sol desapareció dentro del mar y sólo el resplandor crepuscular quedó para iluminar la isla.

—Y ahora, dinos el nombre de esta mujer con el pelo de color de llama que tienes aquí a tu lado —dijo el Señor de los Paladines admirando con su mirada a Mateo—. ¿La has traído para uno de los criadores o tal vez se ha sentido por fin tocado tu corazón, Auda, y vas a tomarla por esposa?

—Ni lo uno ni lo otro —respondió Ibn Jad torciendo los labios en una sonrisa—. Nada de mujer, para empezar; se trata de un hombre.

Una risa general saludó estas palabras y algunos de los hombres se sonrojaron avergonzados mientras sus compañeros se burlaban de ellos.

—No os avergoncéis, hermanos, si vuestros ojos lo han mirado con deseo. Su lechosa piel, sus verdes ojos y sus delicadas facciones han engañado ya a más de uno, incluyéndome a mí. Os contaré su historia con detalle esta noche, durante la cena. Por el momento, sabed que él es el Portador y también un brujo al servicio de Astafás, nuestro dios hermano.

Un suave y respetuoso murmullo recorrió el círculo de los Paladines.

—¡Un brujo! —exclamó su Señor mirando con respeto a Mateo—. He oído hablar de hombres que dominan el arte de la magia, pero jamás he visto a ninguno. ¿Estás seguro de lo que dices, Ibn Jad? ¿Tienes pruebas de ello?

—Las tengo —repuso Auda con un toque de ironía en la voz—. Lo he visto invocar a un diablo de Sul y mantener a los ghuls a raya, prohibiéndoles devorar a ese hombre que habéis visto transportar hacia el castillo.

—¡En verdad un mago habilidoso! Mi esposa estará encantada de conocerte —dijo el Señor de los Paladines a Mateo—. Ella es la Maga Negra de nuestro pueblo, sin cuya magia no habríamos podido sobrevivir.

En los ojos de Ibn Jad todavía brillaban las lágrimas derramadas por la muerte de su camarada y, sin embargo, su amenaza se deslizó en el alma de Mateo como el acero afilado. El joven brujo no pudo ofrecer una respuesta coherente; sentía la lengua hinchada y la garganta seca y apergaminada. Por fortuna, una campana comenzó a repicar desde la torre del castillo. Los caballeros empezaron a dispersarse y se encaminaron al castillo haciendo resonar sus botas en la arena. Algunos de ellos rodearon a su Señor solicitando respetuosamente su atención. Ibn Jad fue escoltado por varios amigos deseosos de escuchar el relato de sus aventuras. Mateo pensó que lo iban a dejar solo, olvidado en aquella lúgubre orilla, cuando el Señor de los Paladines echó una mirada hacia atrás por encima de su hombro.

—Varios de vosotros, escuderos —dijo, llamando a los jóvenes que descargaban las vasijas de marfil y otros enseres de las barcas—, conducid al mago hasta los aposentos de mi esposa. Pedidle que le proporcione algún atuendo apropiado y preparadlo para la ceremonia de esta noche.

Dos escuderos se pusieron de inmediato en acción para encargarse de Mateo. Sin hablar una palabra ni prestarle más atención que una mirada de fría curiosidad a sus empapadas ropas de mujer, lo condujeron con paso rápido sobre la mojada y apelmazada arena hasta el castillo Zhakrin, que se elevaba con su negra y brillante superficie teñida con la sangre del moribundo sol.

Capítulo 5

Mientras ascendía las negras escaleras talladas en la ladera de la montaña, Zohra procuraba mantener a toda costa su altiva dignidad y compostura. El orgullo era, después de todo, lo único que le quedaba. Conducida por Kiber, quien seguía vigilándola como si se tratara de un ghul y pudiera comérselo de un bocado, Zohra endureció sus facciones en una rígida máscara que ocultaba con eficacia su miedo y su confusión. No era tan difícil como podía esperarse. Parecía haberse quedado entumecida, como si hubiese estado bebiendo
qumiz
o masticando las hojas de la planta que volvía locos a los habitantes de la ciudad.

Subía las escaleras sin sentir la piedra bajo sus desnudos pies. Al final de las escaleras, un puente conocido como Frontera de la Muerte conducía a través de una profunda garganta hasta el castillo que se elevaba al otro lado de ésta. Hecho de madera y cuerda, el puente se balanceaba entre las empinadas paredes del desfiladero. Angosto y oscilando peligrosamente cada vez que alguien pisaba sobre él, dicho puente sólo podía ser transitado por unas pocas personas al mismo tiempo y se hallaba a fácil tiro de flecha desde las almenas del castillo. Cualquier ejército enemigo que tratase de cruzarlo estaba condenado; serían cómodos blancos para los arqueros del castillo, quienes también podían lanzar flechas llameantes que prenderían fuego a las cuerdas y harían que toda la estructura se precipitase al abismo que había debajo.

Cabezas humanas colocadas sobre postes guardaban la entrada a la Frontera de la Muerte. Eran cabezas de prisioneros capturados por los Paladines Negros y sometidos a las más espantosas torturas. Gracias a algún arte arcano, la carne permanecía en las calaveras y las agónicas expresiones de las caras muertas servían de advertencia a cuantos las contemplaban de lo que le esperaba en el castillo Zhakrin a cualquier enemigo de los Paladines Negros.

Zohra miró los terribles guardianes con ojos indiferentes, y atravesó el peligroso puente sobre el desfiladero con una apariencia de calma que hizo a Kiber sacudir la cabeza de admiración. Entrando sin vacilar por la negra arcada del castillo, pasó con toda frialdad bajo las puntiagudas rejas de hierro con las puntas rojas que podían ser enviadas de golpe contra el suelo para atravesar a cuantos se hallasen debajo de ellas. Ni las calaveras que le sonreían desde los muros de granito ni las esqueléticas manos que sostenían las antorchas encendidas hacían que sus mejillas palidecieran o que sus ojos se desorbitaran. No había hablado desde que habían abandonado el barco y tan sólo hizo tres preguntas cuando entraron en el castillo. De pie en el enorme vestíbulo iluminado con antorchas, observó cómo los
goums
transportaban escaleras arriba la camilla sobre la que Khardan tiritaba y gemía.

—¿Adónde lo llevan? ¿Se recuperará? ¿Qué va a ser de él? —interrogó fríamente Zohra.

Kiber miró con curiosidad a la mujer. Decididamente, no sonaba como la esposa que pregunta por el destino de un esposo amado. Kiber había visto a muchas de éstas en aquel vestíbulo, agarrándose a sus hombres y gritando y llorando con desconsuelo cuando se las separaba de ellos. Naturalmente, habían adivinado o sabido el destino que les esperaba a sus maridos. Tal vez esta mujer no lo sospechaba…, o tal vez lo sabía y no le importaba. Kiber sospechaba que esto no suponía ninguna diferencia; ella no cedería a la debilidad sintiera lo que sintiese. Kiber jamás había conocido a una mujer como aquélla, y comenzó a envidiar a Auda ibn Jad.

—Lo llevan a la Maga Negra. Ella sabe cómo curar las huellas de los ghuls. Si ella quiere, se recobrará. Más allá de esto, su destino depende de mi amo —dijo Kiber con gravedad—, y sin duda se decidirá en la… Sacristía.

Pronunció esta palabra con cierta indecisión; el único término comparable en el lenguaje de la mujer era «cónclave», pero éste no daba el matiz correcto.

El rostro de Zohra no cambió de expresión, y él se preguntó si le había entendido. «Ahora inquirirá sobre su propio destino —pensó—, o el de la otra mujer…, hombre… o lo que quiera que sea, de pelo rojo. »

Pero no lo hizo; no dijo una palabra más. Por la expresión de su orgullosa cara, pronto se le hizo claro a Kiber que ella había comprendido. Simplemente se estaba negando a hablar con alguien a quien era obvio que consideraba por debajo de ella.

Esto irritó a Kiber, quien habría podido entrar en detalles respecto a lo que le ocurriría a ella, por lo menos. La idea lo excitaba, y pensó en decírselo de todas maneras, esperando ver con ello su orgullo punzado por el afilado cuchillo de la desesperación. Pero no era su papel hablar. Las mujeres que se llevaban al castillo Zhakrin, bien cautivas o bien por su voluntad, eran competencia de la Maga Negra, y ésta no se tomaría nada bien que Kiber se entrometiera en sus asuntos. El
goum
, como cada uno de los habitantes del castillo, se guardaba muy bien de ofender a la Maga Negra.

Sin decir nada más a Zohra, la condujo hacia arriba por una escalera de caracol hasta una torre conocida como la Torre de las Mujeres. No había ningún guardia en la puerta. El miedo a la Maga Negra era suficiente guardia; el hombre que osase entrar en la Torre de las Mujeres a cualquier hora que no estuviese dentro de las preestablecidas, lamentaría el día en que había nacido. Tan poderosa era aquella influencia que aun cuando él se hallaba allí en acto de servicio, Kiber no dejaba de sentirse incómodo cuando abrió la puerta y dio un cauteloso paso hacia el interior.

Silenciosas figuras envueltas en hábitos negros se alejaron de él cuando lo vieron entrar y se perdieron entre las sombras del oscuro y tenebroso vestíbulo lanzando atemorizadas y curiosas miradas a su prisionera. El aire estaba cargado de perfume. Los únicos sonidos que de vez encuando rompían el silencio eran el llanto de un niño o el grito, un tanto lejano, de una mujer dando a luz.

Kiber llevó apresuradamente a Zohra hasta una pequeña estancia que había justo en frente de la entrada principal. Abriendo la puerta, la empujó con rudeza hacia adentro.

—Espera aquí —dijo—. Alguien vendrá.

Y, tras cerrar rápidamente la puerta, la aseguró con una llave de plata que colgaba de una cinta negra enroscada alrededor de un clavo que sobresalía de la brillante y negra pared. Después volvió a poner la llave en su sitio y se dispuso a abandonar el lugar, pero sus ojos se vieron atraídos hacia una arcada que se elevaba a su derecha. Una cortina de pesado terciopelo rojo cerraba la arcada; no se podía ver más allá de ella. Pero de allí provenía el olor a perfume que flotaba en el aire. El olor y el conocimiento de lo que tenía lugar detrás de aquella cortina hizo latir más rápido su corazón y le produjo un cosquilleo entre los muslos. Cada noche, a medianoche, los Paladines Negros subían las escaleras y entraban en la Torre de las Mujeres. Ellos y sólo ellos tenían derecho a pasar al otro lado de la roja cortina de terciopelo.

El sonido de una puerta abriéndose al final del vestíbulo, a su izquierda, lo hizo sobresaltar. Arrancando su mirada de la cortina, abrió de un tirón la puerta que conducía fuera de la torre con tanta premura que a muy poco estuvo de golpearse en la cabeza.

—¡Kiber! —llamó una voz seca y áspera.

Pálido y sudoroso, Kiber se volvió sin separar todavía la mano de la manecilla de hierro forjado de la puerta.

—Señora —dijo desmayadamente.

Frente a él había una mujer de tan pequeña estatura que habría podido ser tomada por una frágil muchachita de doce años. En realidad, contaba siete veces ese número, pero no se veía signo alguno de dicha edad en su rostro. Qué artes arcanas utilizaba para engañar a la edad, nadie podía decirlo, aunque se susurraba que bebía la sangre de bebés muertos al nacer. Su belleza era innegable, pero no despertaba deseo. Las mejillas estaban exentas de arrugas pero, mirándola más de cerca, su lisura no era la tierna tersura de la juventud sino la de la tirante piel de un tambor. Los ojos tenían lustre, pero era el fulgor de la llama del poder lo que brillaba en ellos. Los pechos, subiendo y bajando con la respiración bajo el terciopelo negro de su hábito, eran blandos y maduros y, sin embargo, ningún hombre deseaba descansar su cabeza en ellos, porque el corazón que latía dentro de ellos era frío y despiadado. Las blancas manos que hacían señas a Kiber con tanta elegancia estaban manchadas con la sangre de incontables víctimas inocentes.

—¿Has traído a otra? —interrogó la mujer en un tono dulce y bajo cuya terrible música paralizaba el corazón.

—Sí, señora —respondió Kiber.

—Ven a mi habitación y dame tu informe.

La mujer volvió a desaparecer entre las fragantes sombras sin esperar a ver si su orden era obedecida.

No existía la menor duda de que así sería. Con un estremecido suspiro, Kiber entró en las alcobas de la Maga Negra, deseando con devoción hallarse en aquel momento en cualquier otra parte menos allí…, incluso poniendo los pies en el barco de los ghuls. Antes prefería que fuese devorada su carne que no su alma, condenada al abismo de Sul —si la maga quería— donde ni siquiera su dios sería capaz de encontrarlo.

Sola en la habitación, Zohra permanecía erguida mirando fijamente al vacío. No había nadie para verla, ahora. El orgullo, que se alimenta de otros, comenzó a morir de hambre y desvanecerse rápidamente y la perturbación pasó a ocupar su lugar. Zohra levantó el rostro hacia los Cielos y exclamó con ardor:

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