El paladín de la noche (20 page)

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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: El paladín de la noche
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Ante él se abría una vasta extensión de agua ancha como un océano y de un intenso color azul como jamás había visto en su vida. Una fresca brisa, soplando desde el mar, pasó por su cara como un susurro y él inhaló agradecido el aire vivificante.

El mercader de esclavos se erguía junto a la orilla de cara al agua. Levantando los brazos por encima de su cabeza, exclamó en voz alta:

—¡Soy yo, Auda ibn Jad! ¡En el nombre de Zhakrin, te ordeno envíes mis barcos!

¡De modo que, efectivamente,
había
querido decir barcos! Pero ¿que mar podía ser aquél? No parecía el Hurn. No se veía ola ninguna rompiendo contra la orilla. Ni tampoco era aquél el color del océano que había cruzado. El agua se arrastraba suavemente en torno a los pies del mercader de esclavos, Auda ibn Jad (por lo que Mateo recordaba, era la primera vez que oía su nombre). Mirando con atención hacia el mar en la misma dirección que Ibn Jad, Mateo creyó detectar una sombra en el horizonte, una nube oscura en un cielo por lo demás completamente despejado.

Al volverse de improviso, el mercader sorprendió a Mateo escrutando a través de las cortinas.

—¡Ah, mi hermosa y delicada flor! Estás disfrutando del aire fresco…

Mateo no respondió. No podía articular palabra. Aquellos ojos fríos habían arrebatado toda lucidez de su cabeza, sin dejar más que un miedo vacío.

—Ven, mi flor. Levántate. Eso hará que tu sangre circule de nuevo. Te necesito.

Acercándose hasta Mateo, Ibn Jad estiró su esbelta mano y agarró al joven brujo del brazo derecho. El tacto del hombre era tan frío e insensible como sus ojos y Mateo tembló bajo el tórrido sol.

Cuando se puso de pie, por un momento creyó que iba a desvanecerse. Sus rodillas flaquearon y los destellos del sol volvieron a cegarlo. Cayó hacia atrás, pero consiguió agarrarse de uno de los soportes del techo de la litera y quedó aparatosamente colgado de él. Auda lo ayudó a levantarse. El mercader de esclavos concedió a Mateo unos momentos para recuperarse y, después, condujo al aturdido brujo hasta otra litera. Mateo sabía quién yacía en su interior, lo mismo que sabía la pregunta que le iban a hacer. Echando a un lado las cortinas del palanquín, Ibn Jad empujó a Mateo hacia adelante.

—El talismán que el demonio barbudo lleva en torno a su cuello, ¿lo hiciste tú? ¿Eres tú la maga que vertió el hechizo sobre él?

Planeamos y trabajamos durante años para trazar el curso de nuestra vida y de pronto, a veces, un instante, una palabra altera irrevocablemente nuestro destino.

—Sí —dijo Mateo en un susurro apenas audible.

Difícilmente podría haber explicado el razonamiento consciente oculto tras esta mentira. Tenía el preclaro sentimiento de que había sido motivada por el miedo; no quería aparecer completamente indefenso a los ojos de aquel hombre. Y sabía además que, si respondía que no, Ibn Jad se limitaría a interrogar a Zohra y no creería a ninguno de los dos si ambos lo negaban.

—Yo hice… el talismán —dijo Mateo con voz ronca.

—Un buen trabajo, mi flor. ¿Cómo se deshace el hechizo?

—Retirándoselo del cuello. Enseguida comenzará a salir de su encantamiento.

Esto era una suposición, pero Mateo se sintió bastante seguro de su afirmación. Por lo general, así era como dicho tipo de encantamientos funcionaba. No habría tenido sentido alguno para Meryem el crear un efecto retardado.

—Rómpelo —ordenó Ibn Jad.

—Sí, efendi —murmuró Mateo.

Inclinándose sobre Khardan, el joven brujo extendió una mano hacia él y asió la cinta de seda de la que colgaba el brillante escudo de plata. Sólo entonces advirtió la extraña armadura con que habían vestido a Khardan. Era de un metal negro y brillante, con un raro dibujo en el peto: una serpiente con su retorcido cuerpo cortado en varias partes. La imagen era tan horrible que Mateo se quedó inmóvil, con la mano suspendida en el aire sobre el cuello de Khardan.

—¡Vamos! —siseó Ibn Jad, acercándose—. ¿Qué estás esperando?

Con un sobresalto, Mateo apartó los ojos de la extravagante armadura y los fijó en el escudo de plata. Ahuecando la mano bajo el talismán, cerró con cuidado los dedos sobre él, como si temiera quemarse con su contacto. El metal estaba caliente, pero sólo por el calor del cuerpo de Khardan. Agarrando el escudo, Mateo dio un resuelto tirón de la cinta. Ésta se rompió y el objeto pasó a su mano. Casi al instante, el brillo metálico empezó a desvanecerse. Khardan movió la cabeza con un quejido.

—Dame eso.

Sin una palabra, Mateo entregó el talismán a Ibn Jad.

El hombre lo estudió con cuidado.

—Una delicada pieza de artesanía —dijo desplazando su mirada hacia Mateo y luego hacia Khardan—. Debes de preocuparte mucho por él.

—Así es —repuso con voz queda Mateo, manteniendo la vista baja.

—Una lástima —comentó Auda ibn Jad con indiferencia.

Mateo levantó los ojos alarmado pero, en aquel momento, un movimiento captado por el rabillo del ojo distrajo su atención.

Zohra, caminando con paso vacilante, se aproximaba a ellos. Mateo vio la firme tensión de sus mandíbulas y el fuego de sus ojos y trató de advertirle, de hablarle, pero las palabras se quedaron atrapadas en su seca garganta. Viendo su mirada fija, el mercader de esclavos se volvió.

El viento se estaba levantando procedente del mar y pequeñas olas rompían ahora contra la orilla. Detrás de Zohra, Mateo vio cómo la nube se hacía más grande y oscura en el horizonte.

El viento levantó el velo de la cara de Zohra. Ella lo sujetó y se cubrió la nariz y la boca. Deteniéndose ante Auda ibn Jad, se estiró cuan larga era y miró al hombre con centelleantes ojos negros.

—¡Yo soy Zohra, princesa de los hranas! ¡No sé dónde estoy ni por qué me has traído aquí, hijo de
kafir
! ¡Pero insisto en que me devuelvas a donde pertenezco!

Capítulo 2

Un grito airado de Kiber, que estaba azotando a uno de sus propios hombres con su fusta, atrajo la atención de Auda y demoró momentáneamente la respuesta de éste a la exigencia de Zohra. Kiber se estaba encargando de supervisar la descarga de varios
djemel
, camellos de carga. Bajo la dirección de su líder,
goums
y esclavos depositaban las cajas de madera, cestas de junco y otros enseres sobre la arena junto a la orilla del agua. El manejo inadecuado de unos grandes tarros de marfil labrado con tapas precintadas había provocado la cólera de Kiber contra su
goum
. Mateo observó que a los esclavos no les estaba permitido tocar aquellas vasijas. Varios
goums
escogidos por Kiber estaban descendiendo los tarros de los
djemel
y colocándolos sobre la arena con extrema precaución y cuidado, tratándolos con un respeto casi reverencial, cuando uno de ellos casi dejó caer el lado de la vasija que sostenía. Kiber se echó sobre él como una furia, e Ibn Jad frunció el entrecejo con gesto sombrío. Mateo se preguntó qué podían contener aquellos tarros… Quizás algún incienso o perfume raro. Lo que quiera que fuera, era pesado. Hicieron falta dos de los más fuertes
goums
de Kiber para levantar una vasija sosteniéndola por sus asas de marfil y, tambaleando, llevarla junto a la otra mercancía almacenada a lo largo de la orilla. Los hombres que transportaban las vasijas pasaron bastante cerca del lugar donde permanecía Mateo bajo el tórrido sol junto a la litera de Khardan. Al joven brujo le habría gustado examinar con atención las vasijas, ya que le había parecido detectar inscripciones mágicas entre los dibujos labrados en sus paredes, y sintió un cosquilleo de miedo y curiosidad en la piel cuando observó que la tapa estaba decorada con el cuerpo labrado de una serpiente cercenada…, la misma enseña que aparecía en la negra armadura de Khardan. Pero Mateo no tenía tiempo para investigar ni para dedicar a las vasijas de marfil más que un momento de consideración. Su atención estaba centrada en Zohra y miraba a la mujer con una mezcla de enojo, frustración, miedo y admiración.

«Debe de hallarse tan desconcertada y confusa como yo», pensó Mateo. No, más todavía, puesto que él, al menos, conocía al mercader de esclavos y sabía por qué Auda ibn Jad lo buscaba. Por los peces, obviamente, si bien esto no comenzaba siquiera a contestar a todas sus preguntas. Zohra se había despertado en un extraño lugar de una especie de sueño encantado y experimentado las mismas incómodas sensaciones que Mateo había sentido; todavía la veía tambalearse ligeramente sobre sus pies y podía afirmar que estaba empleando hasta el último gramo de voluntad que poseía para mantenerse en pie. Era evidente que no tenía idea de dónde estaba. (Esto decepcionó a Mateo, quien había esperado que ella reconociese aquel lugar. ) Y, sin embargo, Zohra miraba al imponente Auda ibn Jad con el mismo desprecio burlón con que podría haber mirado al pobre Usti, su djinn, por chapucear una de sus órdenes.

La atención de Auda continuó centrada en la descarga de las vasijas de marfil. Mateo vio los oscuros ojos de Zohra llamear de ira por encima de su velo al tiempo que se arrugaba su entrecejo. Sabía que debía detenerla. En su mente vio a la muchacha esclava cayendo sobre la arena con el cuchillo de Ibn Jad clavado entre sus costillas. Pero el intenso calor que se irradiaba desde el salino suelo calentado por el sol estaba minando las fuerzas del joven brujo. Agarrándose a uno de los postes que soportaban la litera donde yacía Khardan, Mateo sólo logró advertir a la mujer que guardara discreción con un gesto de su mano. Zohra lo vio y vio también a Khardan, quien estaba emitiendo quejidos, sacudiendo confusamente la cabeza y haciendo desfallecidos y fútiles intentos de sentarse.

—¡Te he hecho una pregunta, cerdo! —dijo Zohra estampando su pie contra el agrietado suelo.

Su cuerpo temblaba de ira haciendo tintinear sus joyas.

«¡Hijo de
kafir
!
»
, «¡Cerdo!». Mateo se encogió de miedo.

—Soy princesa de mi pueblo y has de tratarme como tal —continuó Zohra sujetándose el velo contra la cara mientras el creciente viento agitaba los sedosos pliegues de su
chador
en torno a sus piernas—. Me dirás dónde estoy y después me volverás a llevar con mi gente.

Viendo las nueve vasijas de marfil ya depositadas sobre la orilla con cuatro
goums
montando guardia en torno a ellas, Auda ibn Jad volvió su atención hacia la mujer que tenía delante. Una ligera chispa de diversión titilaba en sus ojos entrecerrados. Débilmente, Mateo se dejó caer sentado en el caliente suelo y se acurrucó bajo la mísera sombra proyectada por la litera de Khardan. Casi de inmediato, sin embargo, un nuevo temor invadió al joven brujo cuando vio que los ojos del califa se abrían y miraban desorbitados a su alrededor con desconcierto.

Un pellejo de agua descansaba cerca de él. Mateo tendió la boca de éste hacia Khardan para que bebiese, intentando avisarle como mejor pudo que permaneciera en silencio. El califa echó a un lado el pellejo de un empujón. Apretando los dientes para soportar el dolor, Khardan se incorporó un tanto apoyándose sobre un codo y se quedó mirando fijamente a Auda ibn Jad.

—En estos momentos, te encuentras, princesa, a orillas del mar de Kurdin…

—¿Las aguas de Tara-Kan? —lo interrumpió Zohra con desprecio burlón—. ¿Me tomas por una estúpida?

—No, señora mía.

Un tono de respeto recubría superficialmente la voz de Auda. Estaba jugando con ella, divirtiéndose a su costa a falta de cualquier otro entretenimiento. Los esclavos y
goums
habían terminado la descarga de los camellos. Los primeros se dejaron caer jadeantes en el suelo y se cobijaron junto a los camellos arrodillados en busca del más leve rastro de sombra. Los
goums
permanecieron de pie en un silencio disciplinado, tomando sorbos de agua y vigilando con la mirada a los esclavos y el material. Parecían ser inmunes al calor, si bien Mateo pudo apreciar enormes manchas de sudor oscureciendo sus negros uniformes. Y, mientras los miraba, observó que más de uno volvía los ojos hacia el mar cabeceando con alivio y satisfacción a la vista de aquella sombra que se hacía más y más grande en la superficie del agua.

—Todo el mundo sabe que las Aguas de Tara-kan no existen —dijo Zohra, desechando con un decidido gesto de su mano el ancho mar que se extendía ante ella.

Con tanta calma y firmeza hablaba que parecía que el propio mar había de reconocer su error y esfumarse al instante de su presencia.

—Te aseguro, señora, que éstas son las aguas del mar de Kurdin. Para llegar a ellas hemos viajado hacia el norte desde el Tel, en el desierto de Pagrah, hasta la ciudad de Idrith, y después hacia el este a través del confín meridional de las Grandes Estepas.

Zohra miró a Auda con aire de lástima.

—Estás loco. ¡Semejante travesía llevaría meses!

—Y así ha sido, señora mía —respondió con serenidad Ibn Jad—. Mira el sol.

Zohra elevó su mirada hacia el sol, y lo mismo hizo Khardan. Mateo observó con cuidado al califa, buscando cualquier indicio en la expresión de su rostro. Mateo, por su parte, ni siquiera se molestó en estudiar la posición del sol en el cielo. Si en aquella extraña tierra apenas era capaz de distinguir el tránsito del día a la noche, mucho menos lo sería de distinguir el paso de las semanas a meses. A él le parecía haber sido la noche anterior cuando habían escapado de la batalla del Tel. ¿De verdad habían pasado meses? ¿De verdad se hallaban tan lejos de su tierra?

¡Nuestra
tierra! ¡Mateo se sintió desolado. ¿En qué estoy pensando? Mi tierra…, mucho más lejos aún… Más lejos que el ardiente sol…

Entonces vio los ojos de Khardan abiertos de par en par; su rostro palideció bajo la espesura de su barba negra y sus labios se separaron para dejar salir a su lengua en un intento de humedecerlos. El califa reparó entonces en la extraña armadura que llevaba y pasó la mano por encima de ella. Mateo vio cómo sus dedos temblaban. Sin decir nada, el joven brujo volvió a tenderle el pellejo de agua. Esta vez Khardan lo aceptó y bebió una pequeña cantidad, con el entrecejo fruncido y los negros ojos fijos en Auda ibn Jad con una expresión sombría que Mateo no pudo desentrañar.

Incluso el frío porte de Zohra se había alterado. La mujer lanzó una rápida y temerosa mirada a Mateo desde encima de su velo, la mirada de aquel que alegremente se ha aventurado a poner sus pies sobre una lisa y endurecida arena sólo para encontrarse de pronto hundiéndose bajo la movediza superficie.

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