Read El papiro de Saqqara Online

Authors: Pauline Gedge

Tags: #Intriga, #Histórico

El papiro de Saqqara (27 page)

BOOK: El papiro de Saqqara
5.66Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Había ido elevando gradualmente la voz, cada vez más agitada, sin darse cuenta. Harmin alzó una mano en señal de protesta y ella reaccionó entonces, comprendiendo lo que había dicho, y se llevó las manos a la cara.

—¡Oh, Harmin! —exclamó—. Lo siento mucho. No sé por qué hablo de estas cosas contigo.

—Yo silo sé —replicó él, sosegado—. En mi hay algo que despertó tu confianza desde el principio, ¿no es así, Pequeño Sol?

—Sólo mi padre me llama así —observó ella, con voz débil.

—¿Te molesta que yo también lo haga?

Ella negó con la cabeza, muda.

—Bien. Pues tengo la sensación de que te conozco desde la infancia. Me siento tan cómodo en tu compañía como tú conmigo. Soy tu amigo, Sheritra, y no hay sitio en el que me gustara más estar hoy que a tu lado, con el sol castigando el agua y la multitud pateando la arena en la ribera.

Ella guardó silencio y desvió ostensiblemente la mirada hacia las cosas que él describía, pero sus pensamientos jugaban con sus palabras. Hasta entonces sólo había confiado en un hombre: su padre, y eso porque él se había ganado su respeto. Los rostros masculinos que aparecían y desaparecían en su vida sólo obtenían de ella un tímido desdén por su superficialidad, su incapacidad de apreciar la inteligencia y el desprecio, no del todo disimulado, que les despertaba su fealdad. Sabía que estaba peligrosamente cerca de experimentar por Harmin un sentimiento tan fuerte que devoraría su vida entera y cambiaría su ser. Le respetaba ya por su sinceridad, por la autenticidad con que desechaba su aspecto exterior, como si no tuviera importancia, por el modo en que tocaba en ella acordes que hasta entonces sólo habían vibrado para Khaemuast.

Pero amigo… ¿A qué se refería él al nombrarse amigo? ¿Acaso le interesaba sólo compartir su mente? «Bueno, es cuanto puedes esperar», se dijo, con tristeza. Pero las siguientes palabras de Harmin aceleraron su corazón.

—Tu piel es traslúcida como las perlas —susurró él. Sheritra se volvió bruscamente y encontró sus ojos negros clavados en ella—. Tus ojos están llenos de vida, princesa; se llenan de vitalidad cuando dejas que tu ka brille por ellos. No te ocultes más, por favor.

«Me rindo", pensó ella, atacada por el pánico. "En este mismo instante me abandona el juicio. Pero ¡oh, Harmin! ¡Por Ator, mantente firme en la cuerda! Estoy dando a luz al ser que he protegido ferozmente toda mi vida. Aún está medio ciego e indefenso bajo tu extraña mirada.»

—Gracias, Harmin —respondió, con voz firme. De pronto, le dedicó una luminosa sonrisa—. No seguiré ocultándome a ti. Nada me importa el resto de Egipto.

Él rió y empezó a devorar la carne fría, que ensartaba con una diminuta daga de plata. De vez en cuando acercaba unos bocados a la boca de Sheritra y ella, hambrienta, no se cansaba de comer.

Amarraron en los muelles del sur, en los alrededores del distrito extranjero. En vez de cruzar caminando Peru-nefer hasta el centro de la ciudad, Harmin la condujo hacia el sur. Sheritra sintió un estremecimiento de preocupación. Nunca se había sumergido en aquella vida bulliciosa, y mucho menos a pie; la presencia de Amek y su hombre, delante y atrás, le pareció reconfortante. Pero Harmin, que la guiaba sutilmente con algún contacto en el codo y una alentadora sonrisa, no permitía que nadie la empujara y pronto su miedo se evaporó.

En su deambular por las ruidosas calles, atestadas de asnos, ella empezó a florecer bajo el manto del anonimato y enseguida empezó a lanzar exclamaciones ante la cascada de personas de distintas nacionalidades que fluía a su alrededor. Hurrianos, canaanitas, sirios, semitas, moradores del Gran Verdor, todos estallaban en una desconcertante minada de idiomas en sus oídos. Los puestos de la feria gruñían bajo telas de todas las calidades, vistosas joyas, miniaturas de los dioses de todas las naciones, en todo tipo de madera o piedra, y centenares de artículos domésticos.

Ella y Harmin vagabundearon entre todos los puestos, toqueteando los objetos, riendo, regateando por diversión, hasta que Sheritra notó súbitamente que el tránsito humano había mermado. La calle estaba ahora a la vista; era un corto trecho de deslumbrante blancura, que acababa en un muro de barro y un portón abierto.

—¿Qué es eso? —preguntó, con curiosidad.

Harmin limpió un mancha de polvo de su sien.

—Es un altar en honor de Astarté, la diosa canaanita. ¿Te gustaría entrar? Sheritra le miró fijamente.

—¿Está permitido?

Harmin sonrió.

—Por supuesto. No es un templo, sino un altar. Podemos observar a los adoradores sin obligación de orar también. Creo que Astarté tiene un gran templo imponente en Pi-Ramsés, con muchos sacerdotes y sacerdotisas, pero aquí cuenta sólo con un personal reducido y unos ritos diarios bastante simples.

Mientras le daba esas explicaciones, Harmin la hacia pasar. Atravesaron juntos el portón abierto y se encontraron en un recogido patio exterior, sin pavimentar, separado del patio interior, aún más diminuto, por un muro de barro que llegaba a la cintura.

Los dos patios estaban atestados de gente que rezaba o cantaba, pero al aproximarse Sheritra al centro del altar, el alegre bullicio se fue apagando. En el respetuoso espacio que rodeaba a la estatua de la diosa, una sacerdotisa solitaria danzaba haciendo repiquetear sus castañuelas y los adornos de su cabellera. Estaba desnuda y se movía sinuosamente, con los ojos cerrados, los muslos flexionados y la espalda en arco. Un poco más allá, estaba Astarté. Sheritra la observó con curiosidad, atraída y repelida al mismo tiempo por los pechos plenos y altos, la descarada curva del vientre de piedra y la gran separación de las impúdicas piernas de la figura, que parecían invitar a quien se atreviera a detenerse entre ellas. Miró a Harmin, suponiendo que tendría la vista fija en la bailarina, pero no era así: la observaba a ella.

—Astarté brinda el placer del sexo orgiástico —explicó él—. Pero también es la diosa de todas las formas del amor puro.

—¡Pues nadie lo diría, a juzgar por su aspecto! —respondió la muchacha, agriamente—. Me recuerda a las rameras que infestan el distrito de Peru-nefer. Nuestra Ator también es la diosa del amor, pero con más cortesía y más humanidad.

—Estoy de acuerdo —respondió Harmin—. En realidad, Astarté no tiene lugar en Egipto. Sirve a razas más rudas y bárbaras y por eso sus altares se arraciman en los barrios extranjeros de todas las ciudades. Aun así, puede ser más antigua que Ator.

—Mi abuelo tiene mucha simpatía a los dioses extranjeros —le contó Sheritra, mientras abandonaban el recinto sagrado—. Como es pelirrojo y ese rasgo pertenece a la familia, y porque venimos de la provincia del dios Set, Ramsés ha hecho de él su principal protector. Es egipcio, por supuesto, pero el abuelo adora también a su equivalente canaanita, Baal, y visita regularmente los templos extranjeros. A mi modo de ver, eso está mal.

—Yo opino lo mismo —concordó Harmin—. Comparto tus puntos de vista y los de tu padre en cuanto a que la libre entrada de tantos extranjeros, tanto hombres como dioses, está degradando lentamente Egipto. Pronto el mismo Set será confundido con Baal y Ator, con Astarté. Que Egipto se cuide entonces, pues su caída estará cerca.

Impulsivamente, Sheritra dio un paso adelante y le besó en la mejilla. Amek tosió discretamente detrás de ella.

—Te doy las gracias por este día, uno de los más maravillosos que he vivido nunca —dijo ella, con fervor.

Cuando Harmin salió de la cervecería, con una jarra y cuatro tazas, Sheritra había encontrado ya un pequeño rincón de fatigada hierba, a la sombra de un muro. Amek y el soldado le agradecieron con una reverencia la bebida y la tomaron apresuradamente, de pie. Pero Harmin fue a reunirse con Sheritra en el suelo y pasaron allí mucho rato conversando y bebiendo. La cerveza era fuerte y muy oscura, a diferencia de la variedad, más clara, que se servía todos los días en la mesa de su padre. Pronto sintió ella que la cabeza le daba vueltas, pero en realidad la bebida era muy agradable.

Por fin, Harmin devolvió la jarra y las tazas, la ayudó a levantarse y volvieron a la barcaza, donde los marineros dormitaban. El sol lamía ya el horizonte, filtrando una luz anaranjada por entre las motas de polvo que pendían en el aire, que teñían de oro la piel de Sheritra y anidaban en su pelo. Ascendió la rampa y se dejó caer en el montón de almohadones de la cabina, emitiendo un suspiro de satisfacción. Le dolían gratamente las piernas y comenzaba a tener apetito. Pronto Harmin se reunió con ella y la embarcación, ya sin amarras, viró hacia el norte. Sheritra volvió a suspirar. «Me siento casi hermosa", pensó, feliz. "Me siento despreocupada, frívola, llena de risas.» Se volvió hacia Harmin, que se estaba sacudiendo el polvo de la faldilla y miraba con melancolía sus pies mugrientos.

—¡Ha sido maravilloso! —exclamó.

Él asintió, riendo un poco ante aquel entusiasmo tan poco habitual en ella, pero la muchacha no se ofendió.

—Hoy hemos hecho lo que yo escogí —dijo él—. Mañana debo atender varias tareas en casa, pero pasado mañana decidirás tú adónde iremos.

Ella abrió mucho los ojos.

—¿Quieres pasar otro día conmigo?

—No seas tonta, princesa —la amonestó él, con una leve nota de desaprobación—. Si no quisiera volver a verte, no lo habría sugerido. ¿Volverá la suspicaz Sheritra de antaño? Ella se sintió regañada, pero no insultada.

—No, Harmin —replicó, suavemente—. No creo que me estés tratando con hipocresía. Muy bien. —Dobló remilgadamente las manos y contempló con aire pensativo el agua, empapada de crepúsculo—. ¡Ya sé! —exclamó por fin—. Usaremos la barcaza de papá, con Amek y Bakmut, y navegaremos hacia el sur, más allá de la ciudad, hasta el primer sitio discreto que encontremos. Pasaremos el día allí, nadando y cazando ranas. Después comeremos sentados en la ribera y más tarde cazaremos patos en los pantanos. ¿Sí?

Él echó un vistazo a su manchada faldilla.

—Cielos, no —dijo, con tristeza—. No sé nadar, Alteza. Al igual que mi madre, tengo miedo al agua. No me molesta navegar por ella, pero no hay poder en la tierra que me obligue a sumergirme. —Levantó la cara y Sheritra vio que su expresión era sombría—. Pero disfrutaría viéndote nadar; en cuanto a las ranas y los patos… bueno, con eso puedo entenderme.

Ella alargó la mano y acarició su cabello caliente y lacio.

—Lo siento —susurró—. Entonces, pensaré otra cosa. Será una sorpresa. No sabrás adónde iremos hasta que vaya a buscarte. ¿De acuerdo?

Él asintió. Parecía aún atrapado por un sombrío pensamiento, pero al fin sonrió.

—Tengo que hacerte una confesión, Sheritra —dijo, en voz baja—. Espero que no te ofendas.

Ella se enfrentó a su mirada serena y oscura. Había olvidado su timidez, ya no recordaba que su cara, la misma que él estaba escrutando tan de cerca, era desagradable para la mayoría de los hombres y, por lo tanto, algo de que avergonzarse.

—No lo sabrás mientras no me pruebes —dijo. Y se ruborizó, al comprender la involuntaria doble intención de sus palabras. Pero él pasó por alto el significado más vulgar, o quizá no reparó en él. Con un leve gesto, le cogió la mano y deslizó suavemente el pulgar por su palma abierta.

—El día en que fui a suplicar a tu padre que atendiera a mi madre, mientras le esperaba a la puerta, te oi cantar.

Sheritra dejó escapar una leve exclamación y trató de liberar sus dedos, pero él los retuvo.

—No, no me rehúyas —prosiguió—. Nunca había oído una voz tan excelsa. Mi intención era bajar al embarcadero, pero me detuve allí, sin poder moverme. ¡Qué dulzura me colmaba, Sheritra! Allí estuve hasta que tu padre me encontró, preguntándome si la belleza de la cantante estaría a la par de su voz.

—Pues ahora sabes que no es así —replicó Sheritra, cortante.

Pese a sus secas palabras, estudiaba la expresión del muchacho con una oculta desesperación, buscando un destello de falsedad, la diminuta y bien conocida vacilación del engaño. Pero no la halló. Las cejas de Harmin descendieron, ceñudas.

—¿Por qué eres tan injusta contigo misma? —preguntó—. ¿Y cómo sabes qué es lo que yo considero hermoso? Debes saber, niña tonta, que yo había imaginado a esa cantante como una mujer de fuego y carácter. Eso es belleza, para mí. Y tú posees ambas cosas bajo ese tímido exterior, ¿no es así?

Ella le miró con extrañeza. «Oh, si, si", pensó. "Fuego y carácter tengo, Harmin, pero estoy muy lejos de traicionarme ante ti, pues tengo demasiado…»

—Tienes demasiado orgullo para mostrarte como eres ante nadie, salvo ante tu familia, ¿verdad? —sonrió Harmin—. Temes ser rechazada y que desprecien tus dones. ¿Quieres cantarme otra vez aquella canción?

—¡Pides mucho!

—Sé exactamente lo que te estoy pidiendo —insistió él—. Coraje. Y ahora, ¿cantarás?

A modo de respuesta, ella irguió la espalda y se obligó a no enrojecer. Sus primeras notas fueron vacilantes y se le quebró la voz, pero pronto recobró la confianza. Los antiguos y sensuales versos corrieron por encima del río, claros y seguros: «Tu amor lo deseo, como a manteca y miel. Me perteneces…». Cantaba sólo la parte femenina de la canción, omitiendo la respuesta del amante. Se llevó un sobresalto cuando Harmim intervino con suavidad:

—Mi compañía será para todos los días, satisfactoria hasta en la vejez. Estaré contigo todos los días, para que pueda darte mi amor por siempre."

Ambos guardaron silencio. Luego, Harmin abandonó el banquillo y se sentó en el almohadón que había puesto junto a ella. Le cogió el rostro entre sus manos calientes y la besó tiernamente en la boca, el primer impulso de Sheritra fue ceder al pánico, forcejear, apartarse. Pero los labios del joven no eran una amenaza, sabían a polvo y cerveza y no aumentaban su presión. Por eso ella al fin se relajó y apoyó las manos sobre aquellos hombros suaves para responder al beso. Cuando se apartaron, ella vio sus ojos, somnolientos de deseo.

—Pequeño Sol —murmuró—, ansío que llegue pasado mañana. Mi horóscopo dice que este mes va a ser extraordinario. ¡Y heme aquí, a tu lado!

Sheritra sonrió, temblorosa, temerosa de que volviera a besarla. Pero comenzaba a reconocer en Harmin una intuición casi inexplicable en relación con lo que ella necesitaba. Él se puso de pie y volvió a sentarse en el banquillo, donde la entretuvo explicándole relatos de su vida en Coptos. Cuando llegaron al embarcadero, le dio las gracias por su compañía con desenvoltura y, tras dejarla al cuidado de Amek, desapareció en la cabina, cerrando las cortinas tras él. Sheritra tuvo tiempo de bañarse y vestir su túnica más femenina antes de presentarse a cenar, con el mentón erguido.

BOOK: El papiro de Saqqara
5.66Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Derive by Jamie Magee
Mysterious Cairo by Edited By Ed Stark, Dell Harris
Women and Children First by Francine Prose
The Blue Notes by J. J. Salkeld
House of Illusions by Pauline Gedge