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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Intriga, #Histórico

El papiro de Saqqara (29 page)

BOOK: El papiro de Saqqara
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—Como decías —continuó ella, con amabilidad—, eres tú quien está haciendo todo el trabajo, pero es él quien toma las decisiones. ¡Quién sabe! Tal vez se enorgullezca de que su hijo sepa tomar la iniciativa de vez en cuando, sobre todo si confía en tu buen criterio.

—¡Oh!, confía en mi —aseguró Hori, pensativo, obligándose a mirarla a la cara—. Pensaré en lo que me has dicho, Tbubui. Además, para mi sería una desilusión que me negara su permiso para abrir esa cámara.

—Pues no se lo pidas. Y si se enoja, dile que fui yo, Tbubui, quien corrompió la obediencia que todo hijo debe a su padre, ¡que su ira debe caer sobre mí!

Tras aquellas palabras superficiales, la mujer se echó a reír. Él también rió, feliz de encontrarse en aquel jardín, en el calor de una tarde cegadora, junto a una mujer que con su ingenio y su extraña belleza le atraía como nadie hasta entonces. Recordó cómo le aburrían las hermosas muchachas perfectas y pintadas que veía en la corte de su abuelo, cuántas veces, a punto de enamorarse, le había alejado el descubrimiento de una vulgaridad, un inadecuado sentido del humor, la carencia de intuición o la ignorancia hasta entonces oculta en la joven que había llamado su atención. «Pero aquí",se dijo, "hallo una combinación de inteligencia, buena crianza, hermosura y generosidad».

El silencio que había caído entre ambos no era incómodo. Tbubui, relajada y con la cabeza descansando hacia atrás, mantenía los ojos cerrados. Hori sorbió el resto de su cerveza deleitándose en el sosiego que sentía. Por fin ella habló:

—Eres el joven más hermoso de cuantos he visto en mi vida. Mucho antes de conocerte, Hori, sabía de tu reputación de ser el hombre más bello de Egipto. Para mi es un placer manifestar que estoy de acuerdo con la opinión general.

Hori resopló.

—Yo también sé de mi fama —replicó—, pero rara vez pienso en eso. Me parece tonto e inútil destacar por ello. No hay hombre o mujer que merezcan crédito alguno por su aspecto físico. ¿Qué inteligencia puede dar origen a una nariz aristocrática o a un par de ojos atractivos? ¡Sandeces!

—No obstante, una apariencia atractiva puede ser muy útil para conseguir lo que deseamos —objetó Tbubui, en voz baja—. Y saber aprovecharla no está necesariamente mal. Naturalmente, tú no necesitas aprovechar tu belleza, porque eres de sangre real. Para ti es un fastidio, no puede darte nada que ya no tengas.

«Salvo tu respeto", pensó Hori, bruscamente. "Tu respuesta. Me gustaría provocar en ti algo más que una impresión pasajera.»

Ella le miró de soslayo.

—¿No tienes prometida, Hori? —preguntó—. ¿No hay ninguna joven con la que desees compartir tu vida? A tu edad y siendo príncipe de Egipto, estás obligado a casarte.

Hori suspiró.

—Hablas como mi padre —bromeó—. Khaemuast vive preocupado por mi soltería. Amenaza con buscarme a una joven adecuada, de la antigua nobleza egipcia, y obligarme al compromiso, si no me apresuro a hallar una por mi cuenta. Pero debo confesar —concluyó, inclinándose hacia la mesa— que eso está muy lejos de mi mente. Cuando firme un contrato matrimonial, ha de ser con una mujer a la que ame con todo mi corazón. Quiero tener lo mismo que mis padres.

—¡Ah! —La exclamación fue neutra—. Lo que tienen tus padres. ¿Y qué tienen ellos, mi joven idealista?

¿Se estaba burlando de él? Hori no habría podido decirlo. Escrutó pensativamente aquellos ojos grandes, que ahora se sometían cálidamente a su mirada, y la nariz fina, el contorno sensual de la boca sonriente.

—Respeto mutuo, intimidad y un amor firme e inconmovible. La sonrisa de Tbubui se borró lentamente.

—Yo no lo creo así —susurró, mirándole con fijeza—. Porque la voluptuosa feminidad de tu madre languidece sin ser apreciada y tu padre sigue siendo un niño.

—Eres descarada, Tbubui —observó él, fríamente.

Por primera vez se enfrentaron como iguales. Ella acabó asintiendo.

—Si, príncipe, soy descarada. Pero no voy a disculparme por haber dicho la verdad.

—¿Qué verdad? —le espetó él—. Nos conoces desde hace muy poco. ¡Faltas a la prudencia! Ella torció una comisura de la boca.

—Falto a los buenos modales, nada más. Si te he ofendido, príncipe, lo lamento. Pero debo decir que me es muy grato que defiendas así a tus padres.

—Me alegro de saberlo —replicó él, envarado. Repasó las palabras de la mujer y comprendió que aquel momento de sinceridad había iniciado entre ellos cierta relación que trascendía el cortés intercambio previo a la cómoda franqueza de la amistad.

Ella se levantó para volver a ceñirse el manto y se sentó. El gesto fue tan natural que no le excitó, pero Hori hubiera querido acariciarle la mano, revolverle los cabellos, tironear juguetonamente del gran pendiente de plata que se balanceaba junto a su cuello.

—Me gustaría volver a visitarte —comentó—. Eres una mujer fascinante, Tbubui, y me agrada tu compañía.

—Como a mí la tuya —fue la respuesta—. Ven cuando quieras, Hori. Disfruto conversando contigo, pero también es un festín para mis ojos posarlos en unas cualidades viriles tan incomparables. Me has hecho un favor.

Él dejó escapar un bufido de genuina diversión y evitó la respuesta gracias a que algo se movió entre los árboles, a la izquierda y en dirección al río. Harmin apareció por el sendero, andando bajo las palmeras, cuya sombra se había hecho más densa al caer el sol hacia el horizonte. Volvió el rostro hacia la casa, pálido y hermético, pero al reconocer al hijo de Khaemuast sus labios esbozaron una cortés sonrisa. Se acercó a besar la mejilla que su madre le ofrecía y dedicó una reverencia a Hori.

—Te saludo, Harmin —dijo éste, amablemente—. ¿Ha pasado mi hermana un día agradable?

—He hecho lo posible porque así fuera —respondió el joven, con aspereza.

—Entonces ha sido un día agradable para todos —intervino Tbubui—. El príncipe pasaba remando por delante de nuestro embarcadero en el momento en que yo desembarcaba, Harmin, y le invité a pasar para que me alegrara la tarde. Pero supongo que es hora de pensar en la cena.

—Antes debo descansar —repuso Harmin, con cierta petulancia—. Aunque la jornada ha sido plena y muy dulce, he perdido mi hora de siesta y confieso que apenas puedo pasar sin ella, por seductoras que sean mis otras actividades. Les obsequió con otra débil sonrisa y entró en casa. Hori tuvo la impresión de que sus palabras, algo inquietas, eran sólo superficiales volutas del humo que desprendía una sorda hoguera interior. Se preguntó cómo estaría Sheritra, quien obviamente constituía las otras actividades seductoras a que se había referido, y en tanto su gemelo en atractivo físico desaparecía de la vista descubrió, súbitamente y con cierta alarma, que Harmin no le inspiraba mucha simpatía.

Se levantó para desperezarse.

—Tengo que irme —dijo, atemperando con una sonrisa la brusquedad de sus palabras—. No puedo decirte lo mucho que he disfrutado con esta visita, Tbubui, pero si mis lienzos están listos debo tomar los remos y volver a casa.

Ella demostró su aquiescencia levantándose y entraron juntos tras Harmin en la casa. El anochecer empezaba a filtrarse ya por los cuartos desnudos, en donde aún no se habían encendido las lámparas. Hori se halló de pie en el vestíbulo, rodeado de pinturas de las que todo color parecía haber sido exprimido, y se sintió incómodo al contemplar las difusas estatuas de Amón y Thot, el del curvado pico de ibis y los ojillos como cuentas. De pronto cobró conciencia de dos cosas, quería poner las manos en el cuerpo de Tbubui, pero junto a aquel deseo percibía una oleada de siniestra soledad, que despertaba con la noche inminente. Estuvo a punto de gritar ante la aparición de un sirviente transportando las lámparas. Luego, se rió de si mismo.

Tbubui regresó llevando su faldilla en un brazo. Él le dio las gracias y se adentró en el pasillo para cambiarse apresuradamente la prenda de Harmin por la suya. Por debajo de la puerta de éste se filtraba una desganada luz amarilla y en algún lugar de la casa alguien arrancaba a un laúd una melodía quejumbrosa y triste. Hori se estremeció.

Volvió apresuradamente al vestíbulo para despedirse de Tbubui, dándole saludos para Sisenet, que aún no había regresado. Luego apretó el paso cuanto pudo por lacreciente penumbra del palmeral, hasta la bendita corriente del río. Le sorprendió descubrir que Ré estaba todavía sobre el horizonte, convertido en un glorioso y fiero estallido de rojo y anaranjado ante el que se recortaban en negro las ruinas y las pirámides de Saqqara. Abordó el esquife y hundiendo los remos en las aguas encendidas puso la proa hacia su casa.

Encontró la casa igualmente oscura, pues la antorcha que iluminaba el embarcadero no había sido encendida. Subió los peldaños tropezando y maldiciendo, pero una vez en el sendero recuperó su habitual buen humor. Hasta su nariz llegaba un aroma a carne asada y fuerte sopa de ajo y cebolla, procedente de las cocinas instaladas en la parte trasera del patio de los sirvientes. Por la puerta abierta del comedor surgía una luz alegre que atravesaba la terraza de columnas y se volcaba en el césped. Se acercó un sirviente portando dos antorchas encendidas y se detuvo para hacerle una reverencia.

—Que tengas buenas noches, príncipe —murmuró, antes de continuar apresuradamente su camino.

Hori le devolvió el saludo intentando desechar mentalmente la intranquilidad que le había provocado la casa de Tbubui. Al entrar en su casa, se dirigió a las habitaciones de Sheritra. El guardián que se hallaba apostado a su puerta le dejó pasar al instante. Sheritra se encontraba sentada ante su tocador entre las luces de varias lámparas, cosa no habitual en ella. Vestía una túnica blanca con hebras de oro y múltiples frunces que centelleaban al ritmo de su respiración. Unos cordeles de oro le sujetaban las sandalias a los pies, se enroscaban a sus brazos como serpientes y le rodeaban las trenzas de la peluca, que le llegaban a la cintura. «Se mantiene muy erguida», notó Hori al acercarse a ella.

Su hermana se volvió con una sonrisa y él apenas logró disimular su asombro al ver que se había maquillado la cara de amarillo, como establecía la moda. El polvo de oro se adhería a sus párpados, halagadoramente perfilados con un negro kohol. La boca estaba teñida de un intenso rojo.

—Estás deslumbrante —comentó Hori—. ¿Tenemos visitas oficiales esta noche?

Y se tumbó en el diván, cruzando los brazos tras la nuca, como cuando pasaban un rato juntos. Pero Sheritra soltó un grito.

—¡Hori, mis sábanas! ¡Estás sucio y sudoroso!

Su hermano pasó por alto su indignación.

—Bueno, ¿hay invitados o no?

Sus labios familiares, ahora extraños por el nuevo maquillaje, se curvaron hacia arriba.

—No. He tenido el capricho de preocuparme un poco por mi aspecto. —En su voz se filtraba cierta actitud defensiva—. ¿Por qué?

—Por nada —aseguró él, de inmediato—. Me gusta mucho. Pero ¿a qué viene esto, Sheritra?

Ni siquiera su padre tenía tanta intimidad con ella como para hacerle semejantepregunta, pero Hori sabia que el corazón de la muchacha estaba abierto para él. Era el hermano mayor, su amigo y su protector, contra él no necesitaba murallas defensivas.

Sheritra tomó un espejo de cobre y se contempló atentamente.

—Mis ojos no son tan feos si los resalto con abundante kohol, ¿verdad, Hori? ¿Y los labios? ¿No te parece que así, coloreados, son más aceptables?

—Sheritra…

El espejo golpeó la mesa como una palmada y ella se volvió en redondo.

—Porque he pasado un día maravilloso con Harmin, en el distrito de los extranjeros. Me ha hecho sentir hermosa, Hori. Nadie había podido hacerme sentir así. Esta noche quiero lucir tal como me siento.

Hori advirtió en ella una nueva confianza. No era la antigua arrogancia del desafío, sino una nueva conciencia de sí misma y de su condición de mujer, que no esperaba ninguna provocación.

—Pues ese chico parece haberte hecho sentir como la diosa Ator en persona —observó, lentamente—. ¿Y cómo has hecho tú que se sintiera él, Sheritra?

Un vago rubor se esparció por debajo del maquillaje amarillo.

—¿Cómo quieres que lo sepa? —estalló la muchacha—. Deberías preguntárselo a él.

—Debes de tener alguna idea.

Ella se acercó al diván y se sentó en el borde, al lado de él.

—En realidad, creo que le gusto mucho —admitió—. ¡Oh, Hori, me ha besado! ¿Qué opinas de eso?

—¿Harmin? —bromeó Hori, intentando ganar tiempo.

—¿Y quién, si no? —bufó Sheritra—. ¡Caramba, Hori!

«No me gusta", pensó Hori. "Y temo por ti, pequeña. Sin embargo, comprendo que esta valoración mía puede estar teñida de culpa por la súbita lascivia que me inspira su madre. ¿Qué pensaría Harmin de mí, si lo supiera?» Se movió en el diván, incómodo.

—¿Qué me dices? —insistió ella.

—Creo que, si puede ganarse tu confianza y tu corazón, es un hombre realmente extraordinario, querida —respondió Hori, con toda la sinceridad posible—. Pero sé prudente, todavía no le conoces bien.

—Sé que sus ojos no rehúyen los míos cuando me hace un elogio, ni tampoco cuando adivina exactamente lo que estoy pensando y temiendo. Me siento muy segura con él, Hori, muy en paz. Puedo mostrarme como soy y él me comprende.

«Oh, Amón", pensó Hori. "Esto es mucho peor de lo que yo imaginaba.»

—Me alegro por ti, Sheritra —replicó, suavemente—. Por favor, no dejes de compartir esto conmigo. Te amo mucho.

Ella le besó con dulzura, envolviéndole en una ráfaga de perfume desconocido.

—Siempre lo comparto todo contigo —observó—. ¡Mi querido Hori! ¿Qué piensas de su madre? Papá parece cautivado por ella.

Hori se incorporó, abrazándose las rodillas. Empezaban a entumecérsele los músculos por el violento ejercicio del día.

—Había olvidado que tú le acompañabas cuando la vio por primera vez —musitó, masajeándose las pantorrillas—. Es hermosa, por supuesto, tiene una extraña belleza.

Sheritra clavó en él una mirada penetrante.

—Conque también ha despertado tu interés, ¿no? —comentó—. A mime gusta, porque me trata como a una igual y no como a una tonta tímida. Pero si estuviera en tu lugar o en el de papá… —Vaciló.

—¿Qué?

—Pertenece a ese raro tipo de mujeres capaces de inspirar una obsesión a los hombres, pero en ella hay algo más, cierto misterio, algo no muy agradable. Si yo estuviera en tu lugar o en el de papá, me mantendría en guardia.

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