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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Intriga, #Histórico

El papiro de Saqqara (28 page)

BOOK: El papiro de Saqqara
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CAPITULO 8

Soy fuerte como Thot,

soy tan poderoso como Atón,

camino con mis piernas,

hablo con mi boca a fin de buscar a mi enemigo.

Él me ha sido dado y no me será quitado.

Aquella misma mañana Hori durmió hasta mucho más tarde de lo acostumbrado. Había planeado levantarse con Ré y reunirse con Antef en el río para pescar un poco antes de ir a la tumba. Su servidor personal le despertó como le había indicado una hora antes del alba, pero antes de que el hombre hubiera salido del cuarto, Hori había vuelto a caer ya en un pozo de inconsciencia sin fondo, del que emergió cuatro horas después, malhumorado y molesto.

Desayunó en la cama, intentando tragar el pan, la manteca y la fruta fresca tras haber llamado al arpista para que calmara su agitación. Cuando se detuvo en la piedra elevada de la casa de baños para que le lavaran con agua perfumada, se sentía casi normal. Casi. Si su padre hubiera trazado los horóscopos, habría podido consultar el suyo para planificar un día que comenzaba innegablemente mal. Tal como estaban las cosas, sólo podía adoptar algunas sensatas precauciones.

«Hoy no practicaré el tiro con arco", pensó, mientras el sirviente le envolvía una faldilla a la cintura y le presentaba las joyas para que eligiera. "Es preferible que me mantenga lejos de cualquier instrumento afilado. Tampoco saldré en el carruaje con Antef. Dedicaré el día a dictar algunas cartas y a revisar los últimos trabajos hechos en la tumba. Después, pasaré el resto de la tarde conversando con Sheritra en el jardín.» Señaló con aire distraído un pectoral de plata y cornalina y un par de sencillos brazaletes de plata, adornados con escarabajos, que el criado le ensartó por las manos.

«Ojalá pudiera recordar lo que he soñado", continuó pensando, "de ese modo podría hacerlo interpretar y tal vez salvar el día. ¡Oh, bueno!, últimamente he descuidado mis plegarias. Antef, si es que me ha perdonado, puede abrir mi altar y prosternarse a mi lado antes que nada». Pero a una pregunta suya, su criado informó de que Antef había ido a la ciudad para atender algunas tareas que requerían su atención, y tardaría varias horas en volver.

Hori renunció a la idea de orar de inmediato. Se sentó junto al diván y durante un rato dictó varias cartas para algunos amigos del Delta, su abuela enferma y varios sacerdotes de Ptah, colegas suyos que cumplían su servicio activo al dios en el gran templo de Pi-Ramsés. Luego inspeccionó someramente la obra de los artistas que copiaban las escenas de la tumba, pero se irritó con sólo pensar en el sepulcro. «¿Qué me pasa?", se preguntó por centésima vez. "Buscaré a mi padre para estudiar con él la teoría de Sisenet; veremos si quiere derribar ese muro.»

Pero Khaemuast estaba encerrado con un paciente e Ib aconsejó a Hori que no le aguardara. La oculta sensación de frustración y desasosiego que hervía bajo la habitual serenidad del joven se convirtió en un torrente de fastidio. Ordenó que le sacaran un esquife y unos remos y, rechazando la escolta armada, corrió por los peldaños del embarcadero y se arrojó a la embarcación, dispuesto a remar río abajo.

El día era muy caluroso. El verano avanzaba con el inexorable paso que todos temían y Hori maldecía por lo bajo, inclinado sobre los remos. Pronto el sudor le cubrió los ojos e hizo resbalar sus manos en la madera. El río se iba secando lentamente. Su nivel ya había descendido de un modo apreciable con respecto al del mes anterior y el agua comenzaba a adquirir la textura densa y oleosa de la bajamar. Aunque fluía de mala gana en la dirección que Hori llevaba, el muchacho forzaba todos sus músculos, tratando de combatir su malhumor con el ejercicio.

Cuando se detuvo un momento, para enjugarse la cara y apartarse el pelo, que se le pegaba a las mejillas, le sorprendió comprobar que ya estaba dejando atrás los suburbios del norte. «¿Qué hago ahora?", se preguntó. "¿Vuelvo a casa?" Pero decidió continuar un poco más y volvió a remar, aunque le dolían los hombros y sus piernas protestaban. "A mi padre no le gustará que haya salido sin llevar un soldado o a Antef, por lo menos", se dijo. "Es una tontería. Pero debería enarbolar los colores reales en el esquife para que esos malditos fellahin que pululan por el río no me griten cuando estorbo su paso. Si me acerco a la orilla oriental, el tránsito será más ligero.»

Viró en aquella dirección, remando con gesto ceñudo. Acababa de tomar la decisión de volver a casa y pedir una buena cantidad de cerveza para beberla en el jardín, cuando miró automáticamente hacia atrás y vio a Tbubui en un esquife. La mujer salió de la pequeñísima cabina y desembarcó. El mal humor de Hori desapareció de inmediato. Ella podría animarle con su conversación. Maniobró deprisa hacia el ribazo y puso los remos dentro del bote, mientras llamaba:

—¡Tbubui! Soy yo, Hori, ¡el hijo de Khaemuast! ¿Vives aquí?

Ante su grito ella se detuvo y se volvió, al parecer nada sorprendida por la llamada. El esquife de Hori se pegó a los estrechos peldaños del embarcadero y él se incorporó a su lado. Tbubui lucía una túnica corta y suelta que le dejaba un hombro y un pecho al descubierto. Hacia muchos años que aquella moda había caído en desuso, pero una mirada subrepticia reveló a Hori que el pecho desnudo quedaba oculto por una capa de gasa blanca que llegaba hasta la cintura. Iba descalza y las ajorcas que llevaba en los tobillos tintinearon cuando retrocedió y le saludó con una sonrisa.

—¡Pero si es el joven Hori! —exclamó—. ¿Qué haces aquí, remando con este calor? ¡Estás cubierto de espuma! Ven a la casa y te haré lavar por un sirviente.

Él sonrió ampliamente. Se sentía tonto e irracionalmente fastidiado porque le llamara «joven», algo que le situaba en una total desventaja.

—Gracias —contestó—, pero puedo virar con mi esquife y volver a casa. Remo con frecuencia, a fin de fortalecer mis brazos para el arco y mis piernas para el carruaje.

Ella deslizó una apreciativa mirada por sus muslos y sus piernas, empapados de sudor.

—Por lo visto, el ejercicio es muy eficaz —comentó secamente—. Pero entra y hazme compañía una o dos horas. Mi hermano pasa el día fuera y Harmin está recorriendo la ciudad con Sheritra.

«Claro, es cierto. Lo había olvidado", pensó Hori. "Estaré solo con ella. No sé por qué, pero no creo que a mi padre le gustara esto. De cualquier modo, me atrae mucho la perspectiva de lavarme y tomar algún refrigerio en este abominable día. Por otra parte, ella me entretendrá." Le hizo una reverencia en señal de aceptación y subió con ella los peldaños, encaminándose después juntos por el sendero fresco y bordeado de palmeras, hasta la casa blanca que tanto había cautivado a Khaemuast. "Debo de heder", pensó Hori, tratando de seguir la ligera conversación de Tbubui pese a su bochorno. »Y aquí está ella, flotando a mi lado, con esos lienzos tan prístinos y ese perfume que la envuelve como una nube. Mirra, creo. Y algo más, algo…

—Bienvenido a mi casa —dijo ella, retrocediendo para hacerle una formal reverencia. Cuando Hori entró, le asaltó el frescor de la penumbra y de inmediato empezó a recuperar el buen ánimo.

Apareció un sirviente con pasos acolchados y silenciosos y Tbubui pidió a Hori que le acompañara.

—Es el servidor personal de Harmin —explicó—. Te atenderá en el cuarto de mi hijo y buscará una faldilla para ti, mientras lavan la tuya. Cuando hayas acabado, te acompañará al jardín.

Y le dejó, sin darle tiempo de agradecérselo. Hori siguió al sirviente, observando con curiosidad los muros encalados y desnudos del salón y el pasillo. El muchacho no era tan adicto a la paz y al silencio como su padre, ni despreciaba tampoco las modas nuevas sobre muebles y decoración del hogar, pero el ser solitario que en él había se sintió atraído por la sobriedad de aquella casa. Sin darse cuenta, respiró más hondo al cruzar una sencilla puerta de cedro. Se encontró frente a un gran diván, que en un extremo tenía un cabezal de marfil; a su lado, había una mesilla de cedro con incrustaciones de marfil sobre la que aparecía una gruesa lámpara de alabastro, un alhajero, una taza de madera para vino y, entre todo eso, un abanico de avestruz con mango de plata. Un brasero vacío se agazapaba en el rincón y contra una de las paredes se alineaban tres sencillos arcones. En un pedestal, junto al incensario, se erigía un altar cerrado.

Con todo aquello, el cuarto estaba repleto. Sin embargo, Hori recibió una impresión de gran espacio y serenidad. Allí no se advertía en absoluto la personalidad de Harmin. El sirviente abrió silenciosamente uno de los arcones y seleccionó una faldilla almidonada y un cinturón de cuero. Los dejó en el diván y se acercó a Hori para quitarle la prenda manchada de sudor, las sandalias de cuero y las joyas. Luego le hizo una seña y Hori le siguió con un gesto de asentimiento. «A la casa de baños, supongo», se dijo, secretamente divertido por el eficiente silencio del hombre.

Un rato más tarde surgió de allí, refrescado, y cruzó el pequeño cuadrado de césped hasta llegar a donde le esperaba su anfitriona, reclinada en una silla y envuelta en un voluminoso manto de hilo blanco. Hori se llevó una desilusión, pues albergaba la vaga esperanza de que ella aún llevara la túnica corta, pero sin la capa plisada. En cambio, Tbubui lucía ahora una prenda atada al cuello con una cinta blanca, que caía hasta la hierba en indisciplinada profusión, ofreciendo un llamativo contraste con la negrura de su pelo y el bronceado del rostro y las manos.

El jardín era notable porque, aparte del prado, el diminuto estanque y unos pocos canteros con flores, formaba una desmandada selva de altas palmeras. Bajo la delgada sombra de una de ellas se había sentado Tbubui. Hori tuvo la sensación de que su voz levantaría ecos en la columnata de los troncos si gritaba. La mujer le indicó por senas que se acercara.

—Así estás mejor —observó—. Tienes el mismo físico de Harmin. Esa faldilla te queda bien. Espero que te sientas cómodo con ella mientras lavan la tuya. —Dio una palmada a la silla desocupada que tenía al lado—. Siéntate junto a mi o en la esterilla, si lo prefieres.

Hori tuvo la impresión de que le trataba con un aire de leve superioridad protectora. «No soy hijo tuyo", pensó, mientras ocupaba la silla. "Tampoco un niño. ¡No me trates como a una criatura!»

Ella alargó la mano hacia la mesa plegable instalada entre ellos.

—¿Cerveza o vino? —preguntó.

El muchacho vio que el manto se abría y descubría un brazo moreno, largo y torneado, a cuya muñeca se ceñía un brazalete de plata ancho y pesado. Tenía la palma teñida de un intenso color naranja. Hori, como todos los aristócratas, se teñía las palmas y la planta de los pies con alheña anaranjada o roja, pero en aquella mujer la costumbre le pareció súbitamente bárbara y exótica.

—Cerveza, Tbubui, gracias —respondió—. ¡Tanto remar me ha dado una sed terrible!

Ella llenó una taza, se la entregó y luego se acurrucó en el asiento, recogiendo las rodillas a un lado. El movimiento fue ágil y juvenil, sin llegar a la coquetería. «¿Qué edad tienes?", se preguntó Hori, mientras vaciaba la taza y se la presentaba para que volviera a llenarla. "A veces, pareces una niña y otras veces, tu belleza es atemporal.»

—Tienes una familia maravillosa, príncipe —dijo Tbubui—. En tu hogar, la amedrentadora formalidad de las casas reales queda atemperada por la calidez y el humor de sus integrantes. Las atenciones de tu familia nos honran.

—Mi padre no es tanto príncipe de sangre real como historiador y físico —observó Hori— y le agradó descubrir un interés similar en ti y en tu hermano.

—¿Tú también lo compartes? —preguntó ella—. Sé que te interesan sus proyectos históricos, pero ¿le ayudas también en sus casos médicos?

—No. En realidad, eso no me interesa —respondió Hori, sin poder mirarla a los ojos por un repentino sofoco. Su mirada recorrió la curva serpenteante de las nalgas, los muslos y las rodillas bajo el manto de hilo, que formaba unos suaves montículos—. Pero disfruto con las obras de restauración de mi padre, pues he viajado con él por todo Egipto y debo confesar que me entusiasmo cuando abrimos una tumba. Pero no me dedico a ese trabajo con tanta obsesión como él. Lo antepone con frecuencia a sus obligaciones para con el faraón. —De inmediato, se sintió desleal a su padre y alzó una mano, corrigiéndose apresuradamente—: No quería decir eso. El faraón ordena y mi padre obedece, por supuesto, pero a veces lo hace de mal grado, sobre todo si está traduciendo alguna pieza antigua crucial o a punto de penetrar en una tumba.

«Harías bien en callar", se dijo, con desesperación. "Te estás enterrando cada vez más.» Pero Tbubui le sonreía, con una gota de vino purpúreo temblando en su labio inferior. Levantó la vista y vio que la mujer sacaba la lengua y se la pasaba lentamente por la boca, sin apartar los ojos de su rostro.

—Y la tumba que ha abierto hace poco —instó ella, alentándole—, ¿también le obsesiona?

Hori abrió los brazos, haciendo chapotear la cerveza peligrosamente.

—Al principio le entusiasmaba mucho —dijo—, pero más adelante empezó a poner excusas para no ir a visitarla. Ni siquiera mira el trabajo que los artistas hacen por orden suya, copiando escenas. A veces me pregunto si ese lugar no le inspirará algún miedo secreto. Yo me he encargado de toda la organización. —Hizo una mueca despectiva—. Ese muro, el que revisé con tu hermano… me inspira mucha curiosidad, pero no me atrevo a tratar el tema con mi padre por temor a que me niegue el permiso para agujerearlo.

—En ese caso ¿para qué pedirselo? —sugirió Tbubui. Hori enarcó las cejas y ella desechó sus propias palabras con un ademán—. ¡No, no, príncipe! No te estoy incitando a desobedecer a tu padre, es que opino que el proyecto puede estar absorbiendo más tiempo y esfuerzo del que él está dispuesto a conceder. Quizá tu padre se está repartiendo demasiado entre sus funciones y por eso te cuesta llevarle a la tumba con tanta frecuencia como desearías. Piénsalo. Si te animaras a abrir esa cámara oculta, en cuya existencia obviamente crees, le ahorrarías el trabajo de tomar una decisión fastidiosa y la molestia de dirigir la operación.

Tbubui cambió de posición, extendiendo lentamente las piernas sobre la hierba. El manto no siguió su movimiento y Hori se descubrió fijando la vista, hechizado, sobre un trozo de piel dorada que relucía con una pátina casi lustrosa. ¿No era una sugerencia de triángulo oscuro, aquello donde la ingle desaparecía bajo la tela amontonada?

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