El piloto ciego (3 page)

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Authors: Giovanni Papini

BOOK: El piloto ciego
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¡Y aquella mañana no recibí ni una carta, ni un periódico! La impresión fue penosa, pero breve. Supuse que se trataba de una casualidad y pensé que al día siguiente recibiría bastantes más cartas que de costumbre.

Para distraerme, salí de casa. La ciudad era perfectamente igual a la del día anterior. Las calles estaban bordeadas por las mismas casas, en los acostumbrados almacenes los mismos dependientes vendían idénticos objetos a compradores indeterminados. Las inscripciones que estaba acostumbrado a ver existían sin cambios. Los carros que rodaban sobre el empedrado no diferían en nada de los que había visto siempre. Los hombres que corrían dispersos iban vestidos de manera ordinaria. Por primera vez experimenté una cierta impresión de cárcel ante esta continuidad de cosas iguales. Pero pensé enseguida que mi impresión era estúpida y, casi como si me acabara de despertar, no supe hallar ninguna razón para encontrarme en la calle a aquella hora. Decidí regresar y, una vez atravesada la plaza para embocar mi calle, encontré a un viejo profesor al que conocía desde niño y que solía entretenerse hablando conmigo de ciertas teorías suyas sobre la multiplicación artificial de las diferencias. Lo saludé quitándome el sombrero y llamándolo por su nombre, pero el viejo prosiguió su camino sin darse cuenta de mí. Achaqué la culpa a su miopía y pensé, por otra parte, que acaso estaba preocupado y no quería que lo entretuvieran. Por eso no corrí tras de él, sino que regresé a casa, un poco irritado por esta ocasión perdida de distraerme.

El día había empezado mal, y decidí no volver a salir de casa. Me consolé saboreando con el pensamiento el placer de las innumerables cartas que llegarían a la mañana siguiente. Pasé la noche un poco menos tranquilo que de costumbre, pero la mañana llegó. Esperé la hora del correo con ridícula impaciencia. Pasé cerca de media hora en la ventana para ver llegar al cartero. Finalmente lo vi acercarse a mi casa, pero
¡tampoco aquella mañana había cartas para mí!
Este silencio repetido de mis corresponsales me turbó muchísimo. Pasé todo el día imaginando pretextos, excusas e hipótesis que pudieran explicar este hecho, para mí gravísimo. Confié todavía una vez en el día siguiente. Llegó la nueva mañana ¡y, por tercera vez, no había ninguna carta para mí! Entonces no supe contenerme. Salí a la calle, llamé al cartero —que simuló no reconocerme— y le hice hurgar la cartera hasta el fondo para asegurarme de que no había nada en realidad. Me asaltó entonces un extrañísimo pensamiento: que hubiera una especie de conjura contra mí para separarme de mis amigos y que algún empleado de correos se contara entre los cómplices. No tenía absolutamente ninguna idea sobre los motivos de esta conjura, pero lo que me ocurría era tan extraño que tenía forzosamente que recurrir a suposiciones todavía más extrañas. Por eso corrí a la oficina central de correos, hablé con el director, hice que investigaran y preguntaran, pero no se descubrió nada. Nadie daba señales de reconocerme y todos parecían muy maravillados de mis sospechas.

Salí de allí profundamente humillado y comencé a vagar por la ciudad, atormentándome en vano para comprender las razones del singular e improviso silencio que se había hecho a mi alrededor. Paseando encontré a un compañero de café con el que bromeaba con gusto algunas veladas de invierno, cuando la niebla es tan densa que hasta la cara de un estúpido consuela. Me detuve delante de él, sonriendo, pero él se apartó rápidamente y, después de haberme lanzado una mirada de asombro, se alejó apretando el paso.

—¿Te has vuelto loco? —le grité con voz rabiosa—. ¿Por qué no me quieres hablar?

No me contestó y ni siquiera se volvió. Era uno de aquellos idiotas alegres a los que llaman graciosos, y algunas de sus bromas eran célebres. Por eso supuse que quería reírse de mí fingiendo no conocerme, y seguí andando sin preocuparme de él.

Pero al reflexionar sobre las causas del silencio universal que me rodeaba, no podía por menos de pensar también en las personas que no habían querido reconocerme. Sospeché que podía haber una relación entre los dos hechos, pero de aquella manera el problema se hacía todavía más oscuro y preferí creer en una serie extraordinaria de casualidades simultáneas.

Regresé a casa y escribí muchas cartas, preguntando cosas con tal de obtener respuesta, o bien pidiendo las razones de su silencio a aquellos que tenían que haberme escrito en aquellos días. Cuando las hube echado me sentí tan tranquilo y me parecía imposible que las cartas no volvieran a llegar. Pero era preciso esperar por lo menos dos días, y pensé ocuparlos enteramente —para escapar de mi idea fija— en algunas investigaciones históricas que tenía que llevar a cabo desde hacía mucho tiempo sobre la súbita desaparición de la famosa ciudad de Semifonte.

Pasaron, menos mal que los otros, también estos dos días, pero al tercero no recibí nada. Vencido por una profunda tristeza, pensé pedir consejo a uno de mis más queridos amigos, un estudiante de física que tocaba maravillosamente el violín. Fui enseguida a verle. Me dijeron que estaba en casa y me hicieron pasar al despacho. Entró a los pocos momentos. Sin embargo, en lugar de estrecharme la mano, de sonreírme y de preguntarme cómo estaba, se detuvo delante mí preguntándome:

—¿Con quién tengo el honor de hablar?

La impresión de estas simples palabras fue terrible. En un instante, todos los hechos precedentes me volvieron a la memoria, y una sospecha espantosa atravesó mi mente. Pero fui lo bastante fuerte para resistir todavía. Quise creer una vez más en la broma y dije, intentando sonreír:

—¿Estás loco esta mañana? ¿Por qué finges no conocerme? No hagas más el estúpido y ofréceme enseguida un cigarrillo.

Mis palabras provocaron un efecto opuesto del que esperaba. El rostro de mi amigo se volvió todavía más serio.

—Le repito —dijo con voz enérgica— que no lo conozco y no comprendo sus palabras. Hágame el favor de decirme quién es, o váyase.

Ante tanta tranquilidad me volví como loco. Empecé a rogarle, a repetirle cien veces mi nombre, a recordarle mil cosas que habíamos visto juntos, a preguntarle qué le había hecho, por qué razón quería simular no conocerme, y, ante la tenacidad de sus negativas, llegué a injuriarlo atrozmente. Pero él se cansó pronto de esta escena.

—Usted debe de estar borracho o loco —me dijo duramente—. No llamo a la policía por no tener molestias, pero ahora mismo se marcha.

Me empujó fuera de la habitación, me aferró sólidamente por una mano y me echó fuera de casa. Yo era más débil que él, y por otra parte, estaba tan confundido, abatido, atontado, que ni siquiera supe resistirme.

Me arrastré dolorosamente hasta casa. Apenas llegué a mi habitación corrí al espejo para ver si mi fisonomía había cambiado, si mi aspecto se había vuelto de improviso diferente. Me observé largamente, pero sólo conseguí descubrir el cambio producido por la tristeza de aquellos días.

Me tumbé en un diván con el único deseo de dormir y de sentirme anulado. Pero ni siquiera conseguí cerrar los ojos.

Una idea fija se había apoderado de mí:
yo tenía que haber cometido sin advertirlo alguna culpa asquerosa y nadie quería ya reconocerme.
Pero por mucho que pensara no podía imaginarme cuál podía ser esa culpa. En aquel tiempo llevaba una vida perfectamente virtuosa; no jugaba, no tenía relaciones con mujeres, no pedía dinero a nadie. Mis únicos vicios eran mi amor desmesurado por el café y la filosofía india.

Y, sin embargo, algo tenía que haber acaecido desde el momento en que todos me rehuían, fingían no conocerme y ni siquiera se atrevían a escribirme. Este terrible cerco de soledad que querían crear a mi alrededor me hizo temblar. Estaba a punto de ser separado de la sociedad de los vivos. Querían abolirme con el silencio; hacer, de mí, socialmente, un ser inexistente, un muerto.

Pero yo quería absolutamente salir de esta incertidumbre dolorosa: quería saber la causa por la que todos deseaban suprimirme de su vida.

Por la noche, un poco animado por algunas gotas de coñac, fui al gran café donde muchos amigos míos se reunían para discutir las acostumbradas estupideces del día. Fui derecho a la mesa donde algunos de ellos estaban sentados. Todos se miraron un poco desconcertados y no me hablaron. Ahora ya estaba acostumbrado a aquella comedia y por eso no me turbó mucho:

—Veo —les dije con voz tranquila e igual— que también vosotros hacéis como todos los demás, y simuláis no conocerme. He venido a veros precisamente para saber la razón de ese extrañísimo comportamiento vuestro. Debo de haber cometido algo muy grave si hasta mis más viejos amigos me echan de su casa, pero os declaro sinceramente que no conozco las acusaciones que pesan sobre mí. Decidme qué he hecho. Es la última prueba de amistad que os pido. Cualquier cosa que me digáis, nunca volveré a molestaros, ni con mi presencia ni con mis palabras.

Antes que hubiera terminado de hablar me di cuenta de que el asombro de mis compañeros había crecido extraordinariamente. Uno de ellos comenzó a reír sin miramientos; otro —el más prudente— se levantó y se sentó a otra mesa. Yo esperaba su respuesta con tanta ansiedad, que mi respiración se había hecho afanosa. Uno de ellos, finalmente, me dijo a quemarropa:

—Pero usted, perdone, ¿quién es?

—No siga, se lo ruego —reanudé con voz temblorosa—. Deje por un momento su papel. Dígame, en nombre de Dios, qué he hecho, por qué razón me tratan así. Dígame…

Pero no pude continuar. Todos estallaron en una sonora risotada. Apenas sus risas se calmaron llamaron al camarero y se levantaron. Sólo uno, un buen muchacho que me tenía mucha simpatía, se acercó y me dijo en voz baja:

—¿Quiere que lo acompañe a casa?

Acepté su invitación y salimos juntos. Esperaba que por lo menos lo convencería para que me dijera algo, pero todo fue inútil. Me contestó con mucha condescendencia, como se hace con un enfermo o con un loco, pero no quiso confesarme que me conocía.

—Esté seguro —me repetía—: usted no ha cometido nada, o, por lo menos, nadie de nosotros sabe nada de eso. Es una idea que se le ha metido en la cabeza, pero le pasará. Le aseguro que ni yo, ni los demás, lo conocemos y que no fingimos al preguntarle quién es. Intente calmarse y, si de verdad le importa ser mi amigo, iré alguna vez a verlo.

Cuando estuvimos a la puerta de mi casa me dejó con mil buenos deseos y me aconsejó que durmiera. Subí a mi pequeña habitación y me desnudé sin darme cuenta. Pero no podía dormir. Mi situación era tan terrible que todavía no podía acostumbrarme a creerla real. Sentirse completamente solo en el mundo, abandonado de repente por todos, bajo el peso de alguna vergüenza desconocida o de alguna condena silenciosa, es algo más pavoroso y misterioso que la muerte. Ya no existía para los hombres. Estaba solo y maldito. Yo era el mismo, pero todos los demás habían cambiado respecto a mí. Estaba solo, pero no solo en una isla o en una balsa, como un Robinson o un náufrago, con la esperanza del salvador o con la visión del retorno, sino solo en medio de una gran ciudad, solo en medio de una multitud, solo en medio de los hombres que me rechazaban, me negaban, me segregaban de sus vidas.

Hacia la mañana el sueño me venció, pero empecé a soñar tales cosas que me desperté casi enseguida gritando y llorando de terror. No sé cómo tuve fuerzas para salir una vez más de casa.

La ciudad seguía siendo la misma, todo estaba igual que antes. Los hombres y las mujeres transitaban y, de cuando en cuando, como para burlarse de mí, pasaban por mi lado hombres y mujeres que yo conocía y ninguno me miraba, ninguno me sonreía, ninguno me hacía un gesto de saludo. Era como un extranjero que hubieran visto por primera vez aquel día. Todo lo que se refería a mí había desaparecido de las memorias. Yo ya no existía en los demás, sino solamente en mí mismo. Me parecía que me hubieran amputado mi propia alma y que sólo me quedaba un pedazo, un punto al que todavía podía llamar yo. Me parecía que todos me preguntaban la razón de mi existencia.

Y todas esas preguntas se convirtieron en una sola e imperiosa pregunta, una pregunta que yo mismo me hacía a mí mismo:
¿Quién eres?
¿Cuándo se me había ocurrido confesarme quién era? Sabía mi nombre, mi edad, mi patria, mi estatura; conocía un poco mi cara, menos todavía mi alma. Del futuro no sabía decir nada, del pasado sólo me quedaban pálidos bloques de recuerdos superpuestos. Nunca había intentado descubrirme, nunca había intentado conocer mi secreto, afirmar cuál era mi verdadero nombre, el nombre de mi raza, y no aquel ficticio y ridículo impuesto por mi padre en la pila bautismal.

¿Quién eres?
Me pregunté finalmente a mí mismo, y, apenas noté la gravedad de esta pregunta, no recordé ni los insultos, ni las risotadas, ni el abandono de todos. Separado de los demás, me puse delante de mí mismo y quise olvidar todo lo que la costumbre y la opinión ajena habían hecho de mi alma. Mi manera de vivir hasta entonces había sido así porque los demás me habían guiado o aconsejado, porque tenían ciertas ideas de mí que no me gustaba desmentir, porque había encontrado en medio de los hombres, de los que, sin advertirlo, habían imitado los gustos y adoptado los valores.

Ahora los otros me repudiaban, afirmaban que no me conocían, y entonces yo repudiaba aquello que de ellos había en mí mismo y no quería reconocer como mío lo que me habían impuesto. Y sin miedo, ahora, me pregunté a mí mismo:
¿Quién eres?

Todas las demás voces se habían callado. Sólo mi pregunta me llenaba el alma. Y durante muchos días viví como en sueños, buscando fatigosamente una respuesta segura.

Una noche, mientras soñaba en un rebaño de ciegos que iban por un prado de hierba alta, la respuesta vino de manera improvisa:

Yo soy uno para quien los demás no existen.
Aquella ceguera y amnesia de los hombres hacia mí era una prueba que de ninguna otra manera hubiera podido superar. Los hombres no me reconocían ya, pero yo me había reencontrado, y ahora podía recomenzar mi vida sin temblar más.

Por la mañana, al despertarme, me sentí feliz como un niño convaleciente. Una curiosa sorpresa me aguardaba. El cartero me entregó un grueso paquete de correspondencia, en la que encontré todo lo que esperaba desde la primera mañana de silencio. Por la noche, en el café, los amigos me acogieron como de costumbre y no hicieron la más pequeña alusión a su aventura de pocas noches antes. Entre ellos estaba también el estudiante de física que me había echado de su casa, que estuvo conmigo más expansivo que de costumbre. Pronto me cansé de su compañía y los dejé. Fuera encontré otras personas, que me saludaban como antes y me hablaban con la acostumbrada cordialidad. Había vuelto al mundo. Los hombres me aceptaban una vez más y, sin embargo, experimentaba un curioso cansancio de su compañía, tenía como la sensación de haber regresado de un país lejano y de haber perdido el gusto por todo lo que veía.

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