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Authors: Giovanni Papini

El piloto ciego (4 page)

BOOK: El piloto ciego
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Nunca, después de aquel tiempo, he sabido explicarme la razón de aquella pausa en mi vida, en que fui para todos un mentecato extranjero. Pienso alguna vez que en el tiempo debe de haber desgarrones, y que sólo yo he vivido aquellos días como en un intervalo, sin que los demás lo advirtieran. Pero ¿por qué parecía que vivieran como viven siempre y como viven todavía hoy? Esa zona de misterio, esa negra interrupción que hay en mi vida tan ordinaria, me ha turbado para siempre y me turba todavía hoy al contarla. También esta noche, a las doce y media, mientras escribo en un silencio lleno de respiraciones y de latidos, me parece que estoy solo, irremediablemente solo, en medio de los hombres, en medio del mundo un alma única en el centro del universo. En efecto…

El día no devuelto

Yo conozco a muchas bellas y viejas princesas, pero solamente de aquellas tan pobres que apenas tienen una pequeña camarera vestida de negro y se ven obligadas a vivir en alguna villa toscana venida a menos, en una de aquellas villas escondidas en las que dos cipreses polvorientos dan guardia a una cancela cerrada.

Si encuentran a alguna de ellas en el salón de una condesa viuda y pasada de moda, llámenlas «Alteza» y háblenles en francés, en aquel francés internacional, clásico, incoloro, que pueden aprender en los
Contes moraux
del abate Marmontel; en un francés, en suma, de
gens de qualité.
Mis princesas les responderán, casi siempre, con gentil volubilidad y, cuando hayan penetrado en sus pobres almas —almas llenas de polvo y de perifollos, como oratorios del siglo XVII—, se darán cuenta de que también la vida puede ser aceptada y que nuestra madre no ha sido tan estúpida como podía parecer al ponernos en el mundo.

¡Cuántos extraordinarios secretos me han susurrado mis bellas y viejas princesas! Les gustan mucho los polvos, pero acaso todavía más la conversación, y, aunque todas son alemanas —sólo una es rusa, pero por casualidad—, su delicioso francés
ancien régime
me proporciona, a veces, emociones nada ordinarias; en estos momentos mi corazón se deshace y casi siento el deseo —lo confieso— de suspirar como un estúpido enamorado.

Una tarde, a hora no muy avanzada, en el salón de una villa toscana, sentado en un sillón imperio, cerca de una mesa donde se me había ofrecido una tacita de té demasiado ligero, yo estaba callado junto a la más vieja y la más bella de mis princesas.

Iba vestida de negro; su cara estaba cubierta por un velito negro, y sus cabellos, que yo sabía blancos y un poco rizados, estaban cubiertos por un sombrero negro. Parecía que a su alrededor hubiera como una aureola de oscuridad. Eso me gustaba y procuraba creer que aquella mujer era solamente una aparición provocada por mi voluntad. La cosa no era difícil, porque la estancia estaba casi a oscuras y la única vela encendida iluminaba tan sólo, y débilmente, su rostro empolvado. Todo lo demás se confundía con la oscuridad, de manera que yo podía creer que sólo tenía delante de mí una cabeza colgante, un rostro separado del cuerpo y suspendido alrededor de un metro del suelo.

Pero la princesa comenzó a hablar y toda otra fantasía era imposible en aquel momento.


Écoutez donc, monsieur
—me decía—,
ce qui m’arriva il y a quarante ans quand j’étais encore assez jeune pour avoir le droit de paraître folle.

Y siguió con su grácil voz contándome una de sus innumerables historias de amor: un general francés se había hecho cómico por su amor y había sido asesinado, de noche, por un payaso borracho.

Pero yo conocía ya aquel tipo suyo de imaginación y quería alguna otra cosa más extraña, más lejana, más inverosímil. La princesa quiso ser amable hasta lo último:

—Me obliga —dijo— a contar el último secreto que me queda y se ha quedado siempre secreto precisamente porque es más inverosímil que todos los demás. Pero sé que tengo que morirme dentro de algunos meses, antes que termine el invierno, y no estoy segura de encontrar a otro hombre que se interese como usted por las cosas absurdas…

»Este secreto empezó a los veintidós años. Era en aquel tiempo la más graciosa princesa de Viena y todavía no había matado a mi primer marido. Esto sucedió más tarde, dos años después, cuando me enamoré de… Pero ya conoce esta historia, me parece. Sucedió, pues, que al acabar mis veintidós años recibí la visita de un viejo señor, condecorado y sin barba, que me pidió hablar conmigo durante dos minutos, en secreto. En cuanto estuvimos solos me dijo: «Tengo una hija, a la que amo inmensamente y que está muy enferma. Tengo necesidad de darle vida y fuerza, y por eso voy buscando años de juventud para comprar o para tomarlos prestados. Si quiere darme un año suyo, se lo devolveré poco a poco, día a día, antes que termine su vida. Cuando cumpla veintidós años, en lugar de pasar al veintitrés, se encontrará un año más vieja y entrará en el veinticuatro. Es todavía muy joven y casi no se dará cuenta del salto; pero yo le devolveré hasta el último de todos los trescientos sesenta y cinco días, dos o tres cada vez, y cuando sea vieja podrá volver a tener, a voluntad, horas de auténtica juventud, retornos improvisos de salud y de belleza. No crea que habla con un burlón o con un demonio. Soy, simplemente, un pobre padre que ha suplicado tanto al Señor, que le ha concedido poder hacer aquello que es imposible para los demás. He reunido ya con gran esfuerzo tres años, pero tengo necesidad de muchos más. ¡Deme uno de los suyos y nunca se arrepentirá de ello!

»Ya en aquel tiempo estaba acostumbrada a las aventuras curiosas y en el mundo casi imperial en que vivía nada era considerado imposible. Por eso accedí a hacer el singular préstamo y, a los pocos días, me hice un año más vieja. Casi nadie lo advirtió, y hasta los cuarenta años viví alegremente mi vida, sin recurrir al año que había dejado en depósito y que tenía que serme devuelto.

»El anciano señor me había dejado su dirección junto con el contrato y me había rogado que le advirtiera por lo menos un mes antes cuando deseara un día o una semana de juventud, prometiéndome que recibiría lo que pedía en el momento fijado.

»Después de cumplir los cuarenta años, cuando mi belleza estaba a punto de deshacerse, me retiré a uno de los pocos castillos que habían quedado a mi familia, y sólo iba a Viena dos o tres veces al año. Escribía a tiempo a mi deudor, y luego iba a los bailes de la corte, a los salones de la capital, joven y bella como hubiera tenido que ser a los veintitrés años, maravillando a todos aquellos que habían conocido mi belleza en decadencia. ¡Qué curiosas eran las vísperas de mis reapariciones! La noche anterior me dormía cansada y
fanée
, como estaba siempre, y por la mañana me levantaba alegre y ligera, como un pájaro que hubiera aprendido a volar hacía poco, y corría al espejo. Toda arruga había desaparecido, mi cuerpo era fresco y blanco, mis cabellos, todos rubios, y los labios, rojos; tan rojos, que yo misma los hubiese besado con furor. En Viena los adoradores se congregaban a mi alrededor, gritando de asombro; me acusaban de brujería, y en el fondo no entendían nada. En cuanto estaba por terminar el período de juventud que había pedido, subía a la carroza y regresaba deprisa al castillo, donde me negaba a recibir a nadie. Una vez, un joven conde bohemio que se había enamorado terriblemente de mí durante una de mis salidas a Viena, consiguió penetrar, no sé cómo, en mi aposento y estuvo a punto de desmayarse de asombro al ver cómo me
parecía
a su dama, pero hasta qué punto era más fea y más vieja que aquella que lo había embriagado en los salones de viena.

»Nadie, después, consiguió forzar mi voluntad de clausura, interrumpida solamente por la extraña alegría y por la profunda melancolía de las escasas pausas de juventud en el curso lamentable de mi continua decadencia. ¿Puede imaginarse esa fantástica vida mía, de largos meses de vejez solitaria, interrumpidos, de cuando en cuando, por los fuegos fugitivos de pocos días de belleza y de pasión?

»Durante los primeros tiempos, aquellos trescientos sesenta y cinco días me parecían inagotables y no me imaginaba que se pudieran acabar nunca. Por eso fui demasiado pródiga con mi reserva y escribí con demasiada frecuencia al misterioso Deudor de Vida. Pero éste es un hombre terriblemente exacto. Una vez he ido a su casa y he visto sus libros de cuentas. No soy la única con la que ha hecho un contrato de ese tipo, y sé que lleva muy cuidadosamente las disminuciones de sus deudas. También vi a su hija: una mujer palidísima, sentada en una terraza llena de flores.

»Nunca he podido saber de dónde saca la vida que devuelve tan puntualmente, a plazos de días, pero tengo alguna razón para creer que recurre a
nuevas deudas
. ¿Cuáles habrán sido las mujeres que le han dado los días que me ha devuelto? Quisiera conocer a alguna; pero, aunque he hecho insidiosas preguntas, no he tenido nunca la suerte de descubrirlas.
Mais, peut-être, elles ne seraient pas si étranges que je crois…

»De todas maneras, ese hombre es extraordinariamente interesante y le salen perfectamente sus cálculos. No os podéis imaginar qué terrible se volvió mi vida cuando me anunció, con la tranquilidad de un banquero, que ya no tenía más que once días a mi disposición. Durante todo aquel año no le escribí y, por un momento, tuve la tentación de dárselos y no atormentarme más. Comprende la razón, ¿no es cierto? Cada vez que me volvía joven, el momento del despertar era más doloroso, porque la diferencia entre mi estado ordinario y mis veintitrés años se iba haciendo, con la edad, cada vez mayor.

»Por otra parte, era imposible resistir. ¿Cómo puede pensar que una pobre vieja solitaria rechace de cuando en cuando un día, o dos, o tres, de belleza y de amor, de gracia y de alegría? ¡Ser amada por un día, deseada por una hora, feliz por un momento!
Vous êtes trop jeune pour comprendre tout mon ravissement!

»Pero los días están a punto de terminarse; mi crédito está a punto de cerrarse para la eternidad. Piense:
Sólo tengo un día
. Después de este día seré definitivamente vieja y estaré consagrada a la muerte. ¡Un día de luz y, luego, la oscuridad para siempre! Considere bien, se lo ruego, toda la imprevista tragedia de mi vida. Antes de pedir este día…

»Mas ¿cuándo lo pediré? ¿Qué haré con él? Desde hace más de tres años no he sido joven; en Viena casi nadie se acuerda de mí, y toda mi belleza parecería espectral. Y, sin embargo, siento la necesidad de un amante, de un amante sin escrúpulos y lleno de fuego. Esta cara mía, rugosa, volverá a ser fresca y rosada, y mis labios darán todavía, por última vez, voluptuosidad. ¡Pobres labios, blancos y agrietados! ¡Quieren ser rojos y calientes todavía un día, por un solo día, para una última boca!

»Pero no sé decidirme. No tengo la fuerza de gastar la última pequeña moneda de vida que me queda, y no sé cómo gastarla, y tengo locos deseos de gastarla…

¡Pobre y querida princesa! Hacía ya algunos minutos que se había levantado el velo y las lágrimas habían abierto sutiles surcos en los polvos de la cara. En aquel momento, los sozollos, aunque aristocráticamente reprimidos, le impidieron continuar. Sentí entonces un gran deseo de consolar, a toda costa, a aquella deliciosa vieja, y caí a sus pies —a los pies de una princesa arrugada y vestida de negro—; le dije que la amaría más que un caballero loco y le supliqué, con las más dulces palabras, que me concediera a mí, sólo a mí, el último día de su bella juventud.

No sé precisamente todo lo que le dije; pero mis frases debieron de conmoverla, porque me prometió, con algunas palabras un poco teatrales, que yo sería su último amante, por un solo día, al cabo de un mes. Me citó para un determinado día en la misma villa, y me despedí muy turbado, después de haber besado sus delgadas y blancas manos.

* * *

Aquel mes fue muy largo, el mes más largo de mi vida. Había prometido a mi futura amante que no intentaría volver a verla hasta el día fijado y mantuve mi galante empeño. Finalmente, aquel día llegó y fue el más largo de aquel larguísimo mes. Pero también llegó, finalmente, la noche y, después de haberme vestido lo mejor que pude, fui hacia la villa con el corazón tembloroso y el paso incierto.

Desde lejos vi las ventanas iluminadas como nunca las había visto, y, al acercarme, encontré la cancela abierta y el balcón cargado de grandes flores. Entré en la villa y pasé al salón, donde ardían todas las velas de dos fantásticos candelabros.

Me dijeron que esperara y esperé. Nadie venía. Toda la casa estaba silenciosa. Las luces ardían y las flores perfumaban la soledad. Después de una hora de agitada espera, no pude contenerme y entré en el comedor. La mesa estaba dispuesta con dos cubiertos y con flores y fruta en gran abundancia. Pasé a otro pequeño salón, iluminado dulcemente, desierto. Finalmente, llegué ante una puerta que sabía era la de la habitación de la princesa. Llamé dos o tres veces, pero no obtuve respuesta. Entonces me armé de valor, pensando que un amante puede olvidar la etiqueta, y abrí la puerta, deteniéndome en el umbral.

La habitación estaba llena de vestidos suntuosos dispersos, como en la furia de un saqueo. Cuatro candelabros irradiaban una gran luz incierta. La princesa estaba tendida en un sillón ante el espejo, vestida con uno de los más maravillosos vestidos que he visto.

La llamé y no me contestó.

Me acerqué, la toqué y no se movió. Me di cuenta entonces de que su cara era como siempre la había visto, pequeña y blanca, un poco más triste que de costumbre y un poco asustada. Puse una mano sobre su boca y no noté ninguna respiración; la puse sobre su pecho y no sentí ningún latido.

La pobre princesa estaba muerta; había muerto dulcemente, de improviso, mientras espiaba ante el espejo el retorno de su belleza.

Una carta que encontré en el suelo, junto a ella, me explicó el misterio de su improviso fin.

Contenía pocas líneas de escritura vertical y militar, y decía:

«Querida princesa: Siento sinceramente no poderle devolver enseguida el último día de juventud que le debo. No consigo ya encontrar mujeres bastante inteligentes para creer en mi increíble promesa, y mi hija está en peligro.

Haré todavía nuevos intentos y le comunicaré los resultados, porque sería mi más vivo deseo satisfacerla hasta lo último.

Créame, ilustre princesa.

Devotísimo, vuestro…»

La firma no se entendía.

Los mudos
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