El piloto ciego (6 page)

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Authors: Giovanni Papini

BOOK: El piloto ciego
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Yo experimento, y siento, y gozo en aquel instante la fugaz felicidad de estar
de acuerdo con el mundo
. En aquel instante yo estoy entonado y armonizo con las cosas: lato con su mismo latido, respiro con su mismo aliento, camino con su mismo paso, hablo con su misma voz, vivo con su misma vida. Pero, pasado ese instante, el mundo sigue moviéndose y viviendo y latiendo y cantando, y yo sigo siendo el que era y vuelvo a caer en mi sueño, en mi silencio, en mi muerte, en la vida de los hombres, a esperar, sin saberlo, el retorno del demasiado rápido encuentro.

Si yo estuviera como tú, pobre y viejo reloj de mi habitación, hecho solamente de muelles y de ruedas de acero oxidado encerrados en una caja de madera negra, no me asaltaría esta melancolía inútil al pensar en el fúnebre ritmo de mi vida. Pero yo estoy formado, mudo reloj, de sangre caliente, de nervios inquietos y de deseos que no se contentan ni siquiera con lo imposible.

¿Por qué sufrir las largas noches de oscuridad para un minuto de luz, los eternos días de silencio y de soledad para una nota de canto en el coro del universo? ¿Por qué no me ha sido concedido vivir siempre, vivir a cada momento y en todo tiempo, sin descansos y sin esperas? ¿Por qué no puedo acompañar a todas las cosas en los solemnes ciclos de la vida en lugar de esperar el punto en que inciden estrepitosamente en mi desesperada inmovilidad?

Dejen, pues, de reír, ustedes, caballeros melindrosos y bien peinados, que no quieren escuchar ni los delirios ni las verdades. ¿Acaso creen vivir siempre? También ustedes, creo, viven solamente cuando su pobre existencia coincide, en
su hora
, con la existencia del mundo. Todo el resto del tiempo no es más que una espera inconsciente. Cada hombre tiene
su hora
y aquel que no lo sabe y no la espera, sonríe y ríe como hacen ustedes en este momento.

Latan, relojes de la ciudad. ¡Latan, corazones de los hombres! ¡Latan alegremente todos en coro! ¡Representen con empeño, hombres y mujeres, la farsa de la vida y no olviden acompañarla con la gavota del sentimiento! ¡Pero acuérdense también de la fea y odiosa verdad: su vida está parada, acaso parada para siempre!

Ustedes, hombres felices, sanos y regulados, que se contentan con el lento movimiento de su corazón y el tictac implacable de su existencia. Ustedes están seguros de vivir y se complacen con el perpetuo acorde de su inmovilidad. Pero yo, que sufro toda la humillación de saberme muerto, muerto y encerrado en este ataúd de piedras y ladrillos que es mi habitación, y que sólo de cuando en cuando atravieso huyendo la esfera del fuego, yo no quiero pagar con tantas horas de silencio un minuto de elocuencia; con estos larguísimos días de estupidez, un instante de genio.

Yo sé que tú esperas paciente, ¡oh viejo reloj de mi habitación!, y que no anhelas otro momento de vida y de armonía fuera de las siete. Y he aquí que tu momento se acerca. Dentro de poco sonarán los relojes de las torres, y por siete veces los martillos invisibles golpearán las pequeñas campanas escondidas. Y después que haya vuelto el silencio tú seguirás señalando, tranquilo y fiel, la misma hora, por toda la eternidad, mientras las otras manecillas, caprichosas, proseguirán sus inútiles giros.

Pero mi momento, el divino instante que no se detiene, ha pasado ya. Mientras escribía cerca de ti estas páginas tristes, he sentido, durante algunos segundos, lo que tú sabes. Y ahora todo ha desaparecido y se ha desvanecido, y yo veo y escucho solamente lo que todos ven y escuchan. Me siento un poco más cansado, pero perfectamente tranquilo, equilibrado, práctico, razonable y no sé cómo resistir el deseo de romper todo lo que he escrito.

Pero pienso…

¡Todos hemos prometido!

No me llamen cerca de ustedes, hermanos que amo. Déjenme que yo me quede solo, cada vez más solo. No se maravillen de que no solamente huya de los demás hombres, sino también de ustedes, ¡oh hermanos que amo! Cada día busco soledades más lejanas, y las voces de ustedes llegan hasta mí como plegarias de una procesión que pasa por debajo, en el valle, más allá del río.

No me atormenten más. Dejen que mi alma se roa a sí misma sin que sus ojos vean mi cuerpo. Ustedes no sabrán lo que me consume el alma y aunque se lo dijera no podrían salvarla, ni siquiera vosotros, ¡oh hermanos a los que tanto amo! Ni siquiera vuestras voces tan queridas podrían responder a mi dolor.

Yo podría preguntarles solamente: ¿Hay uno de ustedes al que haya, en un día olvidado, hecho una gran promesa?

Y ustedes, ¿qué podrían decirme? Sé perfectamente que no prometí nada a ninguno de ustedes. Ni siquiera prometí amarlos, y, sin embargo, los amo tanto, ¡oh hermanos a los que hoy abandono en el camino lleno de sol!

Nada prometí a ninguno de ustedes, y, sin embargo,
he prometido algo a alguien
. Éste es el tormento que llena de sombra mi espíritu.

¡He prometido algo a alguien!

¿Cuál es esta promesa? ¿A quién se la he hecho? Yo no lo sé, no lo recuerdo, no lo adivino. Pero siento que ha sucedido así y que yo me condenaré si no mantengo la promesa.

Ya desde hace muchos años tenía el barrunto de este compromiso oscuro hacia algún ser oscuro. Me parecía que mi vida era algo inútil y vano, como un período de inerte espera o de tediosa preparación. Notaba que no había nacido para la vida de todos los días y de todos los hombres. Yo tenía que realizar algo que nadie más podía realizar.

Y ahora, finalmente, sé por qué sentía todo esto. Comprendo por qué mi vida se parecía a una pausa sin significado.

Yo he prometido: he hecho a alguien una gran promesa y he de mantenerla. ¿Pero cómo puedo mantenerla si no me acuerdo de cuál era y no recuerdo a quién se la he hecho? ¿Cuándo ha sucedido este hecho tan grave e importante de mi vida? ¿Acaso en un sueño olvidado, acaso en un momento en que mi conciencia habitual había desaparecido, acaso en otra vida, en una vida vivida antes de ésta y de la que sólo tengo un confuso presentimiento?

Yo no sé contestar y nadie sabe contestar. He interrogado a todos los hombres que están a mi alrededor, a todos los hombres que he conocido y también a aquellos que hubiera podido conocer, y todos se han reído al oír mi pregunta y me han dicho que nunca les había hecho ninguna promesa.

He intentado penosamente remontar el río de la memoria, reencontrar uno a uno mis actos, mis palabras, mis vicisitudes, hasta la infancia, hasta el nacimiento, para descubrir algún indicio de esta promesa incumplida que siento gravitar sobre mi cabeza, como la amenaza de una pena siempre renovada.

¡Y no he encontrado nada, no he descubierto nada! En la vida que yo conozco, en el mundo en que he vivido, no encuentro ningún rastro de esta promesa. Y por esto me consumo y me torturo, y rehúyo la compañía de aquellos que amo y de aquellos que me aman. Quiero saber qué debo hacer, qué he prometido hacer, qué es necesario que haga. De otro modo, mi vida, ¿para qué sirve? ¿Acaso he venido al mundo para llenar mi vientre, para llenar mis piernas, para complacerme en el amarillo de la retama y en el negro de los cipreses, para estrechar manos, para perseguir alguna pequeña idea en la selva de las palabras? No fue construido mi cuerpo e inflamada mi alma para esto. Antes que mi cuerpo sea consumido como un viejo vestido, antes que mi alma se apague como un altar abandonado, es preciso que la obra sea hecha, el voto cumplido, la promesa realizada.

Acaso —fíjense bien—,
acaso no solamente yo he hecho una gran promesa.
Acaso, ¡oh hermanos que amo!, cada hombre, en alguna vida, o en algún momento de su vida, ha hecho solemnemente su promesa. ¡Ay del que no sabe qué ha prometido! ¡Ay de quien no considera su vida como un trabajo para el cual se ha comprometido al nacer! ¡Ay de quien no siente a cada instante el remordimiento de la obra que no hace y que se ha obligado a hacer!

Yo no sé qué he prometido, pero siento que he prometido y quiero saber lo que he prometido. Pero los hombres —y ustedes lo saben, ¡oh hermanos que amo!— no sienten ni siquiera esto. Viven como si no tuvieran nada que cumplir, gozando de los años, igual que un bebedor refinado saborea sorbo a sorbo su vino color de oro. Ninguna voz los despierta, ninguna meta los hace correr hacia su finalidad. Viven así hasta el último día, y no saben que más allá de la puerta de la vida acaso los espera aquel al cual prometieron algo.

Pero yo no quiero llegar así al terrible día. Quiero que mi promesa sea cumplida. Y mi alma no tendrá paz hasta que la haya descubierto.

Por eso, ¡oh hermanos que amo!, y sólo por eso, yo huyo de ustedes. Por eso, cada día busco más lejanas soledades, en medio de los bosques, en las alturas cubiertas de pinos y de castaños, en los promontorios de rocas que se adelantan hacia los valles en los que hasta los ríos están muertos.

En la soledad percibo más fácilmente las voces que me llaman. Cada rumor del mundo es un reclamo, una señal que nos llama al trabajo. Cuando me despiertan las campanas que tocan a tempestad en la noche, cuando siento el tintineo de los rebaños de cabras, cuando escucho el grave rumor del viento, experimento una loca necesidad de correr, de desprenderme, de proyectarme, de hacer aquello que el sonido me ordena.

Pero cuando estoy en pie y he aguzado el oído, no sé qué debo hacer. ¡Yo no sé, no sé todavía, no consigo saber lo que he prometido! Y el tormento recomienza y el alma vuelve a corroerse con nueva amargura, así corre mi vida, inútil como el agua perezosa de una acequia cerca de un molino arruinado.

¡Que cada uno de ustedes, oh hermanos que amo, procure recordar su promesa!

Acaso solamente prometí esto a alguien: ¡hacerles recordar sus promesas a ustedes! Y si eso se realiza, benditas sean las lágrimas que vio esta soledad mía.

¿Por qué quieres amarme?

¿Hay verdaderamente alguien que tiembla si acaricia despacio mi frente o si esconde su pequeña mano en mis cabellos? ¿Hay verdaderamente un rostro que enrojece cuando mi voz confiesa una involuntaria ternura? ¿Hay acaso un pecho que suspira y se agita si lo acerco o lo estrecho por fuerza contra mi pecho, y unos labios que se vuelven cálidos y blandos si yo los toco con mis labios?

Piensa, ¡piénsalo bien! No me contestes enseguida. No me digas que todo es verdad y que yo no sueño, no tengas piedad de mí. Que nadie tenga piedad de mí. No permito a nadie que me consuele. Mis lágrimas son
mías
, son de
mi
propiedad, salen de
mi
corazón, bajan de
mis
ojos. ¿Por qué esta pequeña mano me acaricia lentamente para ser bañada por el llanto que es mío?

¿Es posible que alguien quiera arrebatarme una parte de mi dolor? ¿Es posible que alguien espere con impaciencia, con ansiedad, observándome desde lejos con ojos claros, escuchando con la respiración contenida mis pasos que se aproximan? ¿Es posible que mis palabras más indiferentes sean recordadas; que una mirada mía pueda producir alegría; una sonrisa mía, la promesa de la alegría; un gesto mío, la certeza de la alegría?

No me contestes todavía. No me digas que todo es posible, y que otras cosas además, que no conozco, son posibles. No podría crerlo, ¡no quiero creerlo! Piensa, pues, ¡piénsalo bien! Se trataría de un hecho tan maravilloso, tan increíble; tal vez nuevo, tal vez único. ¡Piensa, pues, por un momento, en lo que significaría si fuese cierto!

Otro ser —un ser distinto de mí, no conocido antes por mí— vive solamente para mí, piensa con mi pensamiento, siente con mis sentidos, se atormenta con mis suplicios, goza con mis alegrías, acerca su cuerpo a mi cuerpo, penetra en mi alma con su alma y me ofrece todo lo que posee y todo lo que tendrá y todo lo que yo pueda darle.

¿Tú crees que eso puede ser verdad, aunque sea por un momento? Yo recuerdo, sí, haber apoyado mi cabeza en su hombro, haber estrechado juntas sus frágiles manos llenas de venas, haber besado varias veces su boca y haber escuchado durante horas enteras la suavísima música de su aliento; pero todo esto, ¿qué demuestra? ¿Era verdaderamente yo mismo, en persona, en aquellos momentos? Y ella, ¿quiso decir verdaderamente lo que yo quise entender en la inconsciencia de la efímera felicidad?

No sonrías, no menees la cabeza, no contestes ni siquiera sí, te lo ruego. Tú sabes perfectamente que todo eso es una ligera tela de imaginaciones tejida por las blancas manos del ocio.

¿Por qué debería ser cierta para mí una cosa tan imposible? ¿Qué he hecho para tener el derecho de recibir en don una vida? ¿Qué soy, sino un pobre poeta vergonzoso que esconde sus torturas, igual que una mujer avara esconde sus collares? ¿Qué soy, sino un trágico peregrino, orgulloso de su gran capa, pero que no sabe encontrar su casa y su cama?

¿Acaso he realizado algo grande? ¿He dicho una palabra que los hombres no hayan olvidado? ¿He hecho olvidar a los hombres una sola de sus penas?

¡Si supieras cuánto me desprecio y qué desesperado disgusto tengo por mi alma! Cuando los otros me creen soberbio, orgulloso, satisfecho, yo estoy pensando en cómo hacer menos despreciable mi vida, menos desagradable mi alma. De una sola cosa siento a veces soberbia: del sincero y profundo desprecio que tengo por mí mismo.

¿Qué hay, pues, en mí que pueda hacerme amable? ¿Qué encuentras en mi alma insatisfecha, y sin embargo vil, que pueda darme el derecho de hacer sufrir a tu alma? ¿Qué puede interesarte de mis alegrías olvidadas, de mis sueños siempre derrotados, de mis voluntades impotentes, de los recuerdos que yo mismo temo ver reaparecer?

No es posible, no, que alguien me ame. No quiero que alguien viva por mí. No puedo amar y no quiero ser amado. Dejadme tranquilo. Dejadme solo. No quiero sentir nada, no quiero ver a nadie. No sé qué hacer con vuestras caras sentimentales y vuestras frases punteadas de suspiros. ¿No sabéis lo voluptuosa que es la soledad voluntaria? ¡Qué dulzura en el alma que ya no quiere esperar!

¿Todavía estás aquí? ¿No te había echado sin mirarte? ¿Por qué me miras como si no quisieras ver otra cosa que mis ojos? ¿Por qué tus cabellos son tan finos y por qué algunos mechones son casi rubios? No abras la boca. No respires demasiado fuerte. Tu mano es dulce, lo sé. Tu mano es fuerte, lo sé. Pero ¿por qué te aproximas tanto? ¿Por qué tu corazón se estremece de repente? No me mires así, no me aprietes tan fuerte la mano. Bien sabes que yo te amo y que no quiero amarte… ¡Pero bésame, pues! ¿No notas que ya no sé resistir? No me digas que sí. ¡Bésame más! Bésame en los ojos. Ciérralos con tus labios y que yo no vea nada, que no sepa nada, y solamente sienta tu corazón que late —tu corazón apresurado, furioso, frenético—, tu pequeño corazón que late y que late para mí.

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