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Authors: Giovanni Papini

El piloto ciego (9 page)

BOOK: El piloto ciego
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Finalmente no pudo contenerse:

—¡Fuera de aquí! —me gritó—. ¡Fuera de aquí, asesino!

Creo que estaba celosa de mí, o que acaso me tomaba por uno de aquellos que, según ella, habían hecho enloquecer y morir a su hijo. Kressler no se molestó en desmentirla y entornó los ojos, como si no quisiera saber ya nada. No pensé ni en discutir, ni en persuadirla, y salí de allí con el corazón alterado.

Al cabo de dos días, Kressler moría en el sentido humano y científico de la palabra. Detrás de la carroza de segunda clase, el coche de su madre se tambaleaba, cerrado y lento como un remordimiento.

La Tía de Todos

La Tía de Todos —así la llama el peor hombre de ingenio de su pueblo— recibía cada domingo, en su casa, de las diez al mediodía, a todos aquellos que tenían necesidad de sus consejos. El oficio de la Tía de Todos era precisamente dar consejos a hombres y mujeres, y no pasaba hora sin cumplir con su gran deber. Los días de trabajo estaban consagrados a los consejos impersonales, que, extendidos en libros vehementes o declamados en conferencias públicas, iban dirigidos a los hombres, a las muchedumbres, a quien tuviera un poco de dinero para comprarlos y mucha abnegación para seguirlos. Los domingos, en cambio, estaban destinados a los consejos privadísimos, personales y gratuitos; a los casos especiales, a las excepciones complicadas, a los arduos problemas. Para eso era necesaria la presencia corpórea de la profetisa y el contacto inmediato de las almas por medio de los ojos.

La Tía de Todos era célebre en toda la Tierra. Sus libros se traducían sin demora a todas las lenguas civilizadas; sus ideas se discutían con aquel fuego que las señoras ponen siempre en las cuestiones inútiles; sus facciones de mujer madura, robusta e inspirada, eran familiares a todos los hojeadores de revistas ilustradas, y el entusiasmo de sus secuaces por ella era casi igual al que ella sentía por sí misma. La razón de tanto éxito, de tanta fama, de tanta popularidad, sólo una: que ella daba consejos sobre el amor.

La Tía de Todos, naturalmente, nunca había amado y nunca había sido amada. Nadie la había conocido como prometida, como mujer o como amante. Ninguna declaración platónica había ofendido sus oídos; ningún ataque varonil la había turbado o hecho caer en pecado; ningún alcalde ni ningún cura la había entregado legalmente en manos de un hombre. Su virginidad era total e ilesa; su juventud había transcurrido sin latidos y sin experiencias y su libertad nunca había sido manumitida por la voluntad de un marido.

¿Qué hace, entonces, este ser desamado y desenamorado? Se pone a hablar de amor, a aconsejar, a sentenciar en torno al amor. No habiendo nunca conocido el amor en la práctica, en la vida, la eterna señorita te convence de que está en perfectas condiciones para rehacer la teoría y la ley del amor. Así como las mujeres galantes, al envejecer, acaban haciendo de alcahuetas, así este gélido desecho de la pasión empezó a hacer de consejera y empresaria de los afectos ajenos. Es inútil: ¡un desahogo es necesario! Una mujer sin amor es inimaginable y no puede existir en
rerum natura
. Ésa, no teniendo el amor concreto, tuvo que contentarse con el amor teórico: en lugar de besos, aforismos; en lugar de cartas apasionadas, conferencias; en lugar de hijos, libros.

Decía, pues, que la Tía de Todos recibía cada domingo por la mañana, de las diez al mediodía, a todos aquellos que deseaban escuchar su palabra sabia y profunda sobre los secretos casos de sus corazones. Por su escalera se encontraban, sin sonreír, y tal vez enrojeciendo levemente, las caras de los derrotados en la «lucha por la verdadera pasión»; los heroicos supervivientes de todas las desilusiones y de todas las traiciones; las mujeres insatisfechas en busca de honesta libertad (ya que la Tía era especialista en separaciones y divorcios); y las intrépidas principiantes o expectantes que venían a recoger luces y fuerzas antes del
embarquement pour Cythère
. La célebre solterona recibía a toda esa gente en una gran habitación donde muchas fotografías de frescos italianos servían tendenciosamente para demostrar el sentimiento artístico y el refinamiento espiritual de la propietaria. Ante su mesa de trabajo —¡cuánta correspondencia!, ¡cuántas pruebas de imprenta!— había un canapé donde ella no se sentaba nunca ni permitía a los demás que se sentaran. Confió alguna vez a sus íntimos que en aquel canapé le parecía siempre ver una pareja de amantes felices y sonrientes, y no quería que los molestaran. Hacía sentarse a la gente a su lado, bajo la próxima vigilancia de sus ojos de sibila, y las confesiones se seguían y los consejos no se hacían esperar. ¡Cuántas veces una palabra suya, un gesto suyo, un simple movimiento de sus cejas, han decidido la tranquilidad de una familia, la paz de un marido, la vida y la muerte de una muchacha! Nadie osaba rebelarse contra sus palabras.
Ella
había dicho eso y eso había que hacer. Consciente de su poder, había acabado por abandonar toda meditación escrupulosa; el gran trabajo le imponía prisa; la certeza de sus fes la animaba incluso ante el ridículo, lo extraordinario y lo que los padres ancianos llaman los principios y las conveniencias. No es preciso esconder más que esta voluntaria misión conducía algunas veces a consecuencias no del todo agradables a los inexpertos devotos. Pero la estoica misionera no se conmovía más de lo necesario y, después de haberse arreglado nerviosamente con ambas manos sus feos cabellos, pasaba a otros y más urgentes pensamientos. He aquí, por ejemplo, un caso azaroso y triste en el que su presencia de ánimo fue sometida a dura prueba.

Un domingo por la mañana se presentó en su casa, hacia mediodía, una muchacha más bien bonita y no demasiado tímida que insistió para ser recibida enseguida. En la habitación de la consejera no había en aquel momento ningún visitante, pero la señorita tuvo que esperar igual para que pudiera disponer de aquellos cinco minutos necesarios para sentir la importancia inminente del coloquio sagrado e ilustre.

Al cabo de un tiempo, la puerta se abrió y la muchacha, sentada ante el venerable sillón y los grandes ojos indagadores, pudo hablar libremente. Se trataba en verdad de un caso nada corriente. La señorita era de bonísima familia; bastante culta; impertérrita lectora de las obras magistrales de la profetisa; penetrada y persuadida enteramente por sus ideas. La postulante, después de esta presentación, anunció francamente que deseaba tener enseguida un hijo del primer hombre que se hubiese presentado para casarse con ella. Ante todo, sus progenitores —gente discreta y reposada— no querían casarla todavía, y, por otra parte, los que se habían presentado hasta aquel momento para darle un nuevo apellido le habían parecido, quien más, quien menos, otros tantos imbéciles sin discusión. En una palabra: a ella no le importaba el marido, sino el hijo, y sobre todo le importaba que este fruto de sus entrañas fuera debido a un hombre superior, inteligente, genial, para así corresponder a los dictados de la más reciente filosofía sexual. Para elegir bien y con toda la cautela debida al autor de la futura obra maestra, la señorita se dirigía ahora, como era justo, a su inspiradora ideal.

La Tía de Todos no podía retroceder ante un caso tan singular y delicado. ¿Acaso no había asegurado varias veces en sus libros que la mujer, si bien no tiene derecho a un hombre, tiene por lo menos derecho a un hijo? ¿No había sostenido a punta de lanza y con toda su púdica elocuencia que la elección del padre futuro hay que hacerla sin respeto por las reglas, por las riquezas, por los vínculos sociales, porque la creación de hijos perfectos y geniales importa más que cualquier otra cosa? Ahora que en la realidad, en la vida, se presentaba un ser humano, consciente y convencido, que pretendía dar forma de carne a aquellas teorías, no podía decir que no. Y no lo dijo. Al contrario, elogió grandemente a la señorita por su valeroso propósito y le aseguró que ella misma elegiría, entre los que ella conocía, al más digno de contentarla. Y la señorita se fue, alegre y satisfecha, con la promesa de regresar al cabo de una semana.

El otro domingo volvió apenas tocaron las diez, y la hicieron pasar enseguida. El rostro ancho y feliz de la profetisa anunciaba la buena noticia. El hombre había sido encontrado. Era inteligentísimo, culto, famoso; había escrito una docena de libros; abogaba por las ideas modernas; prometía, en fin, dar vida a un niño que sería un campeón, un modelo para las futuras generaciones geniales: un superniño. Se llamaba Fulano de Tal. Todo el mundo lo conocía, los periódicos hablaban con frecuencia de él; también la señorita lo había visto en el teatro y en una casa, y no le desagradaba: ¡todo lo contrario! En sus ojos brillaba la pura llama de la poesía y sus largos cabellos debían de conocer los improvisos vientos de la inspiración. Sólo había un pequeño inconveniente, una ligerísima dificultad: el célebre escritor estaba casado. Pero ¿podía ser éste un obstáculo serio y decisivo para dos mujeres audaces, sin prejuicios, totalmente llenas de ideas modernas? Ni soñarlo. La elección fue, pues, aprobada calurosamente por la señorita, la cual, después de haber manifestado como conviene su agradecimiento, se puso enseguida al trabajo.

Sin solicitar siquiera por carta una entrevista con el héroe designado, la señorita tuvo el valor de ir a su casa para pedirle abiertamente lo que deseaba. El célebre hombre, aun cuando por su profesión de novelista creyera tener alguna experiencia de las almas femeninas, palideció y pidió tiempo para pensarlo. Pero durante los días que siguieron, reflexionando a solas sobre la extravagante proposición, su mente se acostumbró fácilmente a la idea de aquella paternidad y acabó consintiendo. Su vanidad se sentía bastante halagada por la autoritaria elección: la muchacha no era fea; la aventura era original y sin compromisos para el porvenir, y, en fin, un escritor que tiene que hacer libros no puede permitirse el lujo de rechazar una experiencia no habitual.

Todo fue, pues, decidido y cumplido. Pero, apenas el resultado de la ilegal colaboración fue visible, los progenitores de la señorita echaron de casa a su hija sin piedad ni misericordia. La ciudad era pequeña y el escándalo fue propalado en un abrir y cerrar de ojos, bajo repetidos sellos de secreto. Una de las primeras personas que lo supieron
todo
fue, naturalmente, la esposa del famoso escritor, del padre fatal. ¿Qué creen que ocurrió? ¿Una escena de gran estilo, un estallido de salvaje desesperación? En absoluto. La señora era, como el marido, muy inteligente y estaba embebida de las nuevas teorías. Añádase, además, que su matrimonio había sido estéril, y eso le proporcionó un motivo noble y razonable para hacer, a su vez, otra proposición. Ya sea que tuviera un alma profundamente generosa, ya que por motivos personales inescrutables deseara sacarse de encima al marido, el hecho es que propuso sin más el divorcio.

—No he sabido darte ni siquiera un hijo —dijo al «hombre genial»—, mientras que tú has tenido enseguida uno de
ella
. Por lo tanto, ella tiene más derecho que yo a poseerte. Divorciémonos y cásate con ella.

Cuando una mujer se ha metido en la cabeza alcanzar la prueba de la incompatibilidad de caracteres, ya no hay remedio ni en el cielo ni en la tierra. Todo fue, pues, como la señora se había propuesto, y a los pocos meses el novelista fue libre. Pero el programa no se realizó hasta el final. El padre no se casó con la muchacha. ¿Por qué? La señorita era ya madre y seguía estando fuera de su casa. Vivía de una pequeña asignación que le daban sus padres. Viajaba de ciudad en ciudad, con su niño. ¿Fue ella que no quiso al padre, porque ya tenía lo que deseaba, o fue el «hombre genial» que no quiso cambiar una curiosa aventura en un lazo perpetuo y, dadas las ideas de ella, más bien peligroso? Un poco más tarde, según dicen, se casó con otra mujer.

Han pasado algunos años. La señorita, siempre señorita, siempre sola y siempre melancólica, sigue rodando de ciudad en ciudad con su hijo. Y atraviesa el mar, y pasa las montañas, y cambia de país y de hotel y está siempre sola y más melancólica que nunca. El niño ha crecido y no demuestra, por ahora, ninguna señal de inteligencia. Los que lo conocen de cerca dicen, por el contrario, que parece ligeramente idiota, y no se dan cuenta de lo espantoso que es eso. La única esperanza de la vida de la señorita —la que la ha hecho sacrificar toda su existencia— está a punto de desvanecerse. La Tía de Todos evita todo lo que puede hablar de estos acontecimientos.

Y lo peor de todo es que esta historia es absolutamente verdadera.

El suicida sustituido

Era inútil. Todo esfuerzo parecía agravar el inconveniente. El sombrerito de fieltro no quería cubrir bien aquella vergonzosa calvicie, surcada por los escasos cabellos estirados que el peluquero extendía tres veces por semana a través del cráneo, última barrera de toda ilusión absalónica. Los mechones que sostenían el sombrero a derecha e izquierda eran, según la opinión inexpresada del matemático presente, un puro derroche de energía. Mi pobre amigo estaba más nervioso que los otros días. Una sola taza de café —¡de qué miserable café!— lo había reducido a aquel estado miserable. No podía estarse quieto: la silla se removía debajo de él con sordos gruñidos y bruscos crujidos, sofocados por el pavimento. Los cigarrillos —había fumado dos paquetes en pocas horas— le habían dado una especie de delirio confabulatorio que empezaba a preocuparme. Desde la mañana temprano, desde que había llegado a la ciudad, no había tenido valor para dejarlo solo. Probablemente sufría, pero no quería hablar de lo que lo hacía sufrir. Viéndolo allí, en el café, con el lápiz en la mano, los ojos alterados, el sombrero inclinado hacia un lado, y el cigarrillo apagado que colgaba, oblicuo, de uno de los ángulos de sus labios amoratados, daba casi miedo, y ya el camarero, en confianza, me había preguntado al oído por qué no me lo llevaba a casa.

Se lo propuse.

—¿A casa? —dijo él, mirándome a través—. ¿Y dónde está mi casa? Yo no tengo piedra donde reposar mi cabeza.

Estas últimas palabras las pronunció sonriendo ligeramente, pero enseguida volvió a adoptar su acento trágico.

—¿Por qué —prosiguió— no se puede tener el derecho a repetir las palabras de Cristo? ¿No somos hijos de hombre como Él? ¿No tenemos que beber la hiel como Él? Y si un día quisiera, ¿no podría ser atormentado como Él?

El matemático, que hasta entonces no había abierto la boca sino para sorber su cortado, se dirigió a mí y dejó caer su breve sentencia como desde lo alto de la sabiduría:

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