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Authors: Giovanni Papini

El piloto ciego (2 page)

BOOK: El piloto ciego
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—¿Por qué quieres dejarme? —dijo, con su odiosa voz de pasión teatral—, ¿por qué quieres dejarme una vez más tan solo? ¡He esperado durante tanto tiempo en silencio, durante tantos años he contado las horas que me acercaban a estos momentos! Y ahora que estás conmigo, y que te amo, que hablamos de los dulces recuerdos del pasado, y del amor, y de la belleza del mundo, ¿quieres dejarme solo en esta ciudad tan triste, tan lentamente triste?

Contesté con un gesto de rabia. Pero cuando me dispuse a marcharme, sentí su brazo que me apretaba con violencia y oí su voz que me decía sollozando:

—No, tú no te irás. ¡No te dejaré ir! Soy tan feliz ahora al poder hablar con alguien que me pueda comprender, con alguien que tiene un corazón todavía ardiente, que viene de la ciudad de los vivos, que puede compadecer todos mis gemidos y acoger mis confesiones… No, tú no te irás, ¡no podrás irte! ¡No permitiré que te vayas!

Tampoco esta vez contesté y durante todo el día me quedé con él, sin hablar. Él me contemplaba en silencio y me seguía siempre.

Al día siguiente me preparé para irme, pero él se puso delante de mi puerta y no me dejó salir hasta que le hube prometido que me quedaría con él durante aquel día.

Así pasaron cuatro días. Intentaba huir de él, pero él me seguía a cada momento, aburriéndome con sus lamentos e impidiéndome, incluso con la fuerza, partir de la ciudad. Mi odio y mi desesperación aumentaban de hora en hora. Finalmente, al quinto día, viendo que no podía librarme de su celosa vigilancia, pensé que sólo me quedaba un medio, y salí resueltamente de casa seguido por su lamentable sombra.

Fuimos, también aquel día, al estéril jardín donde había pasado tantas horas bajo su aspecto y con su alma, y nos acercamos, también aquel día, al estanque muerto lleno de hojas muertas. También aquel día nos sentamos en las falsas rocas y apartamos con las manos las hojas para contemplar nuestras imágenes. Cuando aparecieron nuestros rostros, ambos, próximos, en el espejo oscuro del agua, yo me volví rápidamente, cogí mi yo pasado por las espaldas y lo arrojé con el rostro contra el agua, en el sitio donde aparecía su imagen. Empujé su cabeza hacia el fondo y la mantuve quieta, con toda la energía de mi odio exasperado. Él intentó debatirse, sus piernas se agitaron violentamente, pero su cabeza permaneció en la onda temblorosa del estanque. Después de algunos minutos noté que su cuerpo se debilitaba y se volvía blando. Entonces lo dejé y él cayó todavía más hacia abajo, hacia el fondo del agua. Mi odioso yo pasado, mi ridículo y estúpido yo de los años muertos, estaba muerto para siempre.

Salí con calma del jardín y de la ciudad. Nadie se inquietó nunca por este suceso. Y ahora vivo todavía en el mundo, en las grandes ciudades de la costa, pero si la alegría me asalta con sus estúpidas risas, pienso que soy el único hombre que se ha matado a sí mismo y que sigue viviendo.

Historia completamente absurda

Hace unos cuantos días, mientras estaba escribiendo, con una ligera irritación, algunas de las más falsas páginas de mis memorias, oí llamar levemente a la puerta, pero no me levanté ni contesté. Los golpes eran demasiado débiles y no me gusta tener tratos con los tímidos.

Al día siguiente, a la misma hora, oí llamar de nuevo y esta vez los golpes fueron más fuertes y más resueltos. Pero tampoco aquel día quise abrir, porque no me gustan nada los que se corrigen demasiado pronto.

Al día siguiente, y siempre a la misma hora, los golpes se repitieron en tono violento y, antes que pudiera levantarme, vi abrirse la puerta y entrar la mediocre persona de un hombre bastante joven, con la cara un poco encendida y la cabeza cubierta por cabellos rojos y rizados, que se inclinaba torpemente sin decir palabra. En cuanto encontró una silla se dejó caer en ella y, como yo me había quedado en pie, me señaló el sillón para que me sentara. Una vez le hube obedecido, creí que tenía el derecho de preguntarle quién era y le rogué, con voz nada amable, que me comunicara su nombre y la razón que lo había obligado a invadir mi cuarto. Pero el hombre no se alteró y me dio a entender enseguida que deseaba seguir siendo, por el momento, lo que era para mí: un desconocido.

—La razón que me trae a usted —prosiguió, sonriendo— está dentro de mi cartera y se la daré a conocer enseguida.

En efecto, me di cuenta de que llevaba en la mano una cartera de cuero amarillo sucio, con unos adornos de latón oxidado; la abrió enseguida y sacó de ella un libro.

—Este libro —dijo, poniéndome ante los ojos el gordo volumen forrado con papel antiguo a grandes flores color rojo de hierro— contiene una historia imaginaria que he creado, inventado, escrito y copiado. Sólo he escrito esta historia en toda mi vida y me permito creer que no le desagradará. Hasta ahora sólo lo conocía de oídas y, solamente hace pocos días, una mujer que lo ama me ha dicho que usted es uno de los pocos hombres que sabe no asustarse de sí mismo y el único que ha tenido el valor de aconsejar la muerte a muchos semejantes nuestros. Por todo ello, he pensado leerle esta historia mía, que narra la vida de un hombre fantástico al que le suceden las aventuras más singulares e insólitas. Cuando la haya escuchado me dirá qué tengo que hacer. Si la historia le gusta, me prometerá hacerme célebre dentro de un año; si no le gusta, me mataré dentro de dos días. Dígame si acepta estas condiciones, y yo empiezo.

Vi que no podía hacer otra cosa que persistir en la conducta pasiva que había mantenido hasta entonces y le anuncié, con una mueca que no conseguí hacer amable, que lo escucharía y haría todo cuanto deseaba.

El hombre empezó la lectura. Las primeras palabras se me escaparon; a las otras estuve más atento. De repente agucé el oído y sentí un pequeño estremecimiento por la espalda. Dos o tres minutos después mi rostro enrojeció; mis piernas se movieron nerviosamente y no pude evitar levantarme. El desconocido suspendió la lectura y me miró, interrogándome humildemente con toda la cara. Yo también lo interrogué con la mirada, pero estaba demasiado aturdido para echarlo de allí y le dije simplemente, como un idiota mundano cualquiera:

—Continúe, por favor.

La extraordinaria lectura continuó. No podía estar quieto en el sillón: los escalofríos me recorrían, no sólo la espalda, sino la cabeza y todo el cuerpo. Si me hubiera visto la cara en un espejo acaso me habría reído y todo habría pasado, porque, probablemente, debía de estar pintada de un abyecto estupor y de una incierta ferocidad. Intenté, por un momento, no escuchar las palabras del tranquilo lector, pero sólo conseguí confundirme más, y así escuché toda, palabra por palabra, pausa por pausa, la historia que el hombre leía con su cabeza roja inclinada sobre el bien encuadernado volumen. ¿Qué debía o podía hacer en aquella singularísima circunstancia? ¿Agarrar al maldito lector y echarlo fuera del cuarto como un fantasma inoportuno?

Pero ¿por qué tenía que hacer todo eso? Sin embargo, aquella lectura me proporcionaba un fastidio inexpresable, una impresión penosísima de sueño absurdo y desagradable sin esperanzas de despertar.

Finalmente, la lectura terminó. No sé cuántas horas había durado, pero noté, aun dentro de mi confusión, que el lector tenía la voz ronca y la frente empapada de sudor. Finalmente, el libro fue cerrado y colocado de nuevo en la cartera. El desconocido me miró con ansiedad, pero sus ojos no eran tan ávidos como antes. Mi abatimiento era tan grande que él mismo lo advirtió, y su maravilla creció enormemente cuando vio que me frotaba un ojo y no sabía qué decir. En aquel momento me parecía que nunca más podría hablar, y las cosas más simples que estaban a mi alrededor se hicieron de repente, a mi vista, tan extrañas y hostiles que casi me atemorizaron.

Todo esto parece muy vil y vergonzoso, incluso en mí, que no tengo ninguna indulgencia para mi turbación. Pero la razón de todo aquel trastorno era muy fuerte:
La historia que había leído aquel hombre era la narración exacta y completa de toda mi vida íntima y exterior.
Durante aquel tiempo había escuchado la relación minuciosa, fiel, inexorable, de cuanto había sentido, soñado y hecho, desde que había aparecido en el mundo. Si un ser divino, lector de corazones y testimonio invisible, hubiera estado junto a mí desde el nacimiento y hubiese escrito lo que hubiera visto de mis pensamientos y de mis actos, habría escrito una historia perfectamente igual a la que el desconocido lector declaraba imaginaria e inventada por él. Estaban recordadas todas las cosas más pequeñas y más secretas, y ni siquiera un sueño, o un amor, o una vileza escondida, o un cálculo innoble, se habían escapado al escritor. El terrible libro contenía incluso acontecimientos y matices de pensamiento que yo había olvidado y que solamente recordaba ahora, al escucharlos.

Mi confusión y mi temor provenían de esa exactitud impecable y de esa inquietante escrupulosidad. Yo nunca había conocido a aquel hombre, aquel hombre afirmaba no haberme conocido nunca. Vivía muy solitario, en una ciudad donde nadie viene si no se ve obligado por la casualidad o la necesidad, y a ningún amigo, si realmente podía decir que los tenía, había confiado nunca mis aventuras de cazador furtivo, mis viajes de ladrón de almas, mis ambiciones de voluntario de lo inverosímil. Nunca había escrito, ni para mí ni para los demás, una relación completa y sincera de mi vida, y, precisamente aquellos días, estaba fabricando unas memorias falsas para esconderme de los hombres incluso después de la muerte.

¿Quién, pues, podía haber dicho a aquel hombre todo aquello que narraba sin pudor y sin piedad en su odioso libro forrado de papel antiguo de color oxidado? ¡Y él afirmaba que había
inventado
aquella historia y me presentaba
mi vida
, toda mi vida, como una historia
imaginaria
!

Me sentía terriblemente turbado y conmovido, pero de una cosa estaba seguro: aquel libro no debía ser comunicado a los hombres. Aunque se muriera su autor: no podía permitir que mi vida fuera divulgada de aquella manera entre todos mis
enemigos impersonales
.

Esta decisión, que sentía bien firme dentro de mí, sirvió para serenarme. El hombre seguía contemplándome con aire consternado y casi suplicante. Habían pasado solamente dos minutos desde que había dejado de leer y no parecía que hubiese comprendido las razones de mi turbación.

Finalmente, pude hablar:

—Perdone, caballero —le pregunté—, ¿usted me asegura que esta historia es realmente inventada por usted?

—Sí —respondió el enigmático lector, un poco tranquilizado—. La he pensado e imaginado durante largos años y, de cuando en cuando, he hecho retoques y cambios en la vida de mi héroe. Todo, sin embargo, es de mi invención.

Estas palabras me turbaron todavía más, pero conseguí hacer otra pregunta:

—Dígame, se lo ruego, ¿está realmente seguro de que no me ha conocido nunca antes de hoy? ¿Que nunca ha oído contar mi vida a alguien que me conozca?

El desconocido no pudo contener una sonrisa de maravilla al oír estas palabras.

—Ya le he dicho —respondió— que hasta hace poco tiempo sólo conocía su nombre y que solamente hace pocos días me han dicho que usted sabe aconsejar la muerte. Pero no he sabido nada más sobre usted.

Era necesario que su condena no tardara en cumplirse.

—¿Sigue estando dispuesto —le pregunté con solemnidad— a mantener las condiciones establecidas por usted mismo antes de leer?

—Sin ninguna vacilación —repuso, con un ligero temblor en la voz—. No tengo otras puertas a que llamar y esta obra es toda mi vida. Noto que no podría hacer otra cosa.

—Es mi obligación decirle, pues —reanudé con la misma solemnidad, pero atemperada por una cierta tristeza—, que su historia es estúpida, aburrida, incoherente y abominable. Ese que usted llama su héroe no es sino un malandrín odioso que desagradaría a todos los lectores delicados. No quiero ser demasiado cruel y decirle más cosas.

Vi perfectamente que aquel hombre no esperaba estas palabras y advertí, con espanto, que sus ojos se cerraron de repente. Pero reconocí enseguida que su dominio de sí mismo era igual a su honestidad. Inmediatamente volvió a abrir los ojos y me miró sin miedo y sin odio.

—¿Quiere acompañarme? —me preguntó con voz demasiado dulce para ser natural.

—Claro —repuse, y una vez que me hube puesto el sombrero, salimos de casa sin decirnos nada. El desconocido llevaba aún su cartera de cuero amarillo y yo lo seguí, como en sueños, hasta la orilla del río, que corría hinchado y estrepitoso entre las negras paredes de piedra. Cuando hubo mirado alrededor y comprobado que no había nadie que tuviera aspecto de salvador, se volvió hacia mí diciendo:

—Perdóneme si mi lectura lo ha cansado. Creo que nunca más volveré a fastidiar a un ser viviente. Olvídeme en cuanto pueda.

Y éstas fueron sus últimas palabras, porque saltó ágilmente el pretil y, con un impulso rápido, se arrojó al río con su cartera. Me asomé para verlo una vez más, pero el agua lo había ya acogido y cubierto. Una niña tímida y rubia se había dado cuenta del rápido suicidio, pero no pareció que la asombrara mucho y prosiguió su camino comiendo avellanas.

Apenas estuve en mi cuarto me tumbé en la cama y me dormí sin demasiado trabajo, abatido y debilitado por lo inexplicable.

Esta mañana me he despertado bastante tarde con una extraña impresión.
Me parece que ya estoy muerto
y que sólo espero que vengan a enterrarme. Siento que ya pertenezco a otro mundo y todo lo que me rodea tiene un aire indecible de cosa pasada, acabada, sin ningún interés para mí.

Un amigo me ha traído flores y le he dicho que podía esperar a ponerlas sobre mi tumba. Me ha parecido que sonreía, pero los hombres sonríen siempre cuando no comprenden.

¿Quién eres?

La cosa empezó de manera muy simple.

Una mañana no recibí ni siquiera una carta. Desde hacía muchísimos años eso no me había sucedido y me sorprendió y enfadó. Me importaba mucho mi correo, como una de las pocas posibilidades de imprevisto que han quedado en nuestra vida, y cada día me procuraba una ansiedad que se hacía casi febril cuando esperaba alguna respuesta importante. Aunque fueran cartas de mujeres lejanas que solicitan un amor ya inútil, o de desconocidos entusiastas que intentan hacerte penetrar en su vida, o de amigos olvidados que de repente salen del pasado y te cuentan los deseos y los arrepentimientos de las últimas etapas de su vida, o de descubridores y profetas provincianos que te obligan a aceptar sus estupideces o bien a contradecirlas, o incluso de insignificantes hombres de negocios o de parientes de tercer grado, yo las leía todas con grandísima avidez. El despojo de mi correspondencia, que en aquel tiempo era bastante voluminosa, se había convertido en uno de mis mayores placeres.

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