—Únicamente hay una cosa que me interesa. Mi hermano gemelo está aquí en alguna parte, en esta casa. Desde que me enseñaste las cosas de tu bisabuelo esta tarde, lo he sentido aquí. Me dice que no me vaya, que venga, que lo encuentre. Nunca sentí su presencia en mí tan intensamente. Digas lo que digas tú, digan lo que digan los registros de nacimientos, creo que fue mi hermano quien vino aquí a esta casa en 1970, y creo que de alguna manera todavía está aquí.
—A pesar de que no existe.
—Sí, a pesar de eso. Al mismo tiempo, los dos sabemos que hay algo extraño acerca de lo que sucedió aquella noche. O al menos tú lo sabes.
Ella no pudo responderle nada, porque se sintió atrapada en un callejón sin salida. Era el mismo de siempre; la certera muerte de un niño pequeño, que más tarde descubrió que había sobrevivido. Encontrarse con el hombre que había sido el niño no había cambiado nada. Era él, no había sido él.
Se sirvió otro trago de brandy, y Andrew dijo:
—¿Hay algún lugar desde donde pueda realizar esas llamadas?
—Quédate aquí. Este es el lugar más cálido de la casa en invierno. Hay algo que quiero comprobar.
Mientras se iba del salón le oyó pulsar los botones de su teléfono móvil. Bajó al vestíbulo principal y miró a través de la puerta de entrada. Había una sólida capa de nieve, de quince o veinte centímetros de altura. Siempre se instalaba aquí sin problemas, en el camino protegido, pero sabía que más abajo en el valle, donde estaba la calle principal, la nieve ya estaría amontonándose contra los setos y a los lados de la carretera. No había ruido de tráfico, que generalmente podía oírse desde aquí. Fue hacia la parte de atrás de la casa, y vio que se estaba formando un ventisquero contra la leñera. La señora Makin estaba en la cocina, así que habló con ella y le pidió que preparara la habitación que estaba libre.
Ella y Andrew se quedaron en el comedor después de que la señora Makin hubiera retirado la comida, sentados a ambos lados de la chimenea, hablando de varios temas generales; los problemas de él con la chica con quien vivía, los de ella con la diputación local, que quería parte de sus tierras para construir. Pero ella estaba cansada, y en realidad no tenía ganas de todo esto. A las once sugirió que continuaran por la mañana.
Le enseñó dónde estaba la habitación de invitados y qué lavabo podría utilizar. Y para su sorpresa, no se hizo una segunda proposición. Él le agradeció gentilmente su hospitalidad, le dio las buenas noches y eso fue todo.
Kate regresó al comedor, donde había dejado algunos de los papeles de su bisabuelo. Ya estaban apilados ordenadamente; cierta característica hereditaria, tal vez, que le impedía desparramar papeles por todas partes. Siempre había habido una parte de ella que quería ser desordenada, informal, libre, pero estaba en su naturaleza no serlo.
Se sentó en la silla que estaba más cerca del fuego y sintió el calor contra sus piernas. Echó otro tronco. Ahora que Andrew se había ido a la cama, se sentía menos soñolienta. No había sido él lo que la había agotado, sino la conversación, el sacar a la luz todos aquellos recuerdos de la infancia. Hablar sobre ellos había sido una especie de terapia, una liberación de venenos acumulados, y se sentía mejor.
Se sentó junto al fuego, pensando en aquel antiguo incidente, intentando, como lo había hecho durante un cuarto de siglo, hacerle frente. Todavía le llenaba de miedo hasta el último rincón de su alma. Y el niño Andrew decía que su hermano se encontraba en el corazón de todo el asunto, un rehén del pasado.
En ese preciso instante entró la señora Makin, y Kate le preguntó si podría prepararle un poco de café descafeinado antes de irse a la cama. Escuchó las noticias de la medianoche en Radio 4 mientras se tomaba el café a sorbos, y más tarde vino el Servicio Mundial de la BBC. Todavía seguía estando bastante despierta. La habitación de invitados en la que se encontraba Andrew estaba justo arriba de la suya, y podía oírle dando vueltas frecuentemente en la antigua cama. Sabía lo fría que podía ser aquella habitación. Había sido su dormitorio cuando era pequeña.
21 de septiembre de 1866
La historia de mi vida
Mi historia: mi nombre es ROBBIE (Rupert) DAVID ANGIER y hoy cumplo nueve años. Escribiré en este libro todos los días hasta que sea viejo.
Mis antepasados, tengo muchos pero papá y mamá son los primeros. Tengo un hermano: HENRY RICHARD ANGUS ST JOHN ANGIER, y tiene 15 años va a la escuela y es un pelmazo.
Vivo en la Casa Caldlow, Derbyshire. He tenido problemas con mi garganta esta semana.
El personal, tengo una niñera, Nan, y está Grierson y una criada que se cambia con la otra criada por las tardes, pero no sé su nombre.
Tengo que mostrarle esto a papá cuando haya terminado de escribirlo. Fin.
Firmado: Rupert David Angier.
22 de septiembre de 1866
Hoy vino una vez más a verme el doctor y estoy bien. Recibí hoy una carta de mi hermano Henry que dice que debo llamarlo señor de ahora en adelante porque ahora es prefecto.
Papá se ha ido a Londres a trabajar en el Congreso. Dijo que yo soy el cabeza de familia hasta que él vuelva. Esto significa que Henry me llamaría señor a mí pero no está aquí.
Le dije esto a Henry cuando le escribí.
Salí a caminar, hablé con Nan, Grierson me leyó y se quedó dormido como siempre.
No tengo que mostrarle más esto a papá, siempre y cuando siga escribiéndolo.
23 de septiembre de 1866
La garganta mucho mejor. Hoy salí a dar una vuelta en coche con Grierson, que no dijo mucha cosa pero me dijo que Henry dice que cuando tome control de la casa se irá. Grierson se irá cuando Henry tome control de la casa, quiero decir. Grierson dijo que pensaba que todo había sido decidido pero no pasará hasta dentro de muchos años si Dios quiere.
Estoy esperando que mamá llegue y venga a verme, se le hizo tarde esta noche.
22 de diciembre de 1867
Ayer por la noche hubo una fiesta para mí y varios niños y niñas del pueblo; en Navidad se les permite venir aquí. Henry también estaba aquí pero no quiso venir a la fiesta por los demás. ¡Se perdió una gran sorpresa porque hubo un hechicero en la fiesta!
Este hombre, que se llamaba señor A. Presto, realizó los trucos más maravillosos que jamás haya visto. Comenzó haciendo aparecer de la nada todo tipo de estandartes y banderas y paraguas, con muchos globos y cintas. Después hizo algunos trucos con cartas, haciéndonos elegir cartas que él era capaz de adivinar. Era muy listo. Hizo salir bolas de billar de la nariz de uno de los niños, y un montón de monedas cayeron de la oreja de una niña cuando se la agitó. Había un trozo de cordel que cortó por la mitad y luego volvió a unirlo, y al final hizo aparecer un pájaro blanco dentro de una pequeña caja de cristal ¡que habíamos podido
ver
que estaba vacía antes de empezar!
Rogué y rogué que se me dijera cómo se realizaban estos trucos, pero el señor Presto no quiso decírmelo. Incluso después, cuando los otros se habían ido, pero nada de lo que pudiera decir le haría cambiar de opinión.
Esta mañana tuve una idea, e hice que Grierson condujera hasta Sheffeld para mí y comprara todos los trucos de magia que pudiera encontrar, y que buscara algunos libros que explicaran cómo hacerlo. Grierson estuvo fuera prácticamente durante todo el día, pero al final regresó con casi todo lo que yo quería. Entre ello, una caja de cristal especial que esconde un pájaro dentro para que yo pueda hacerlo aparecer como por arte de magia. (Suelo especial de la caja, algo que no había pensado). Los otros trucos son un poco más difíciles, porque tengo que practicar. Pero ya aprendí un truco en el que puedo adivinar qué carta ha elegido otra persona y lo he probado varias veces con Grierson.
17 de febrero de 1871
Me las arreglé para ver a papá a solas esta tarde por primera vez en muchos meses, y descubrí que la situación era muy parecida a como ya la había descrito Henry. Por lo visto no puede hacerse nada al respecto, excepto seguir adelante y buscar un mal trabajo, y seguir de la mejor manera posible. Podría matar a Henry con mucho gusto.
31 de marzo de 1873
Hoy arranqué y destruí todas las anotaciones de los últimos dos años. Fue lo primero que hice al volver de la escuela.
1 de abril de 1873
A casa desde la escuela. Ahora tengo intimidad suficiente como para escribir en este libro.
Mi padre, el 12.° conde de Colderdale, murió hace tres días, 29 de marzo de 1873.
Mi hermano Henry hereda su título, tierras y propiedades. Mi propio futuro, el de mi madre y el de todos los demás miembros de la finca, no importa si fueran poderosos o humildes, es ahora incierto. Ni siquiera se sabe cuál será el futuro de la propia casa, ya que Henry solía hablar de realizar cambios drásticos. Solamente nos queda esperar, pero por ahora la casa está ocupada con los preparativos del funeral.
Papá será enterrado mañana en la cripta.
Esta mañana me siento más resignado con respecto a mi porvenir. Esta mañana la he pasado en mi habitación, practicando mi magia. Mi progreso en este campo ha sido una de las víctimas de la reciente supresión de páginas de este diario, porque desde el principio he llevado un registro detallado de lo que me costó alcanzar una cierta habilidad en los juegos de manos… Pero todo esto desapareció cuando decidí arrancar el resto. Es suficiente decir que creo que he alcanzado un nivel estándar, y a pesar de que todavía no lo he puesto a prueba completamente, he practicado nuevos trucos para los compañeros de la escuela. Ellos fingen falta de interés por la magia, y de hecho algunos sostienen que conocen mis secretos; sin embargo, yo he logrado uno o dos momentos en que, para mi satisfacción, he visto el desconcierto en sus expresiones.
No hay necesidad de apresurarse. Todos los libros de magia aconsejan a los novatos que no se apresuren, sino que se preparen concienzudamente, y que la actuación sea sorprendente y hábil. Si no saben quién eres, intensifica el misterio de qué eres, y de lo que estás a punto de hacer.
Eso es lo que se suele decir.
Deseo, y es mi único deseo en estas semanas más tristes, utilizar mi magia para traer a papá de regreso. Un deseo egoísta, porque indudablemente ayudaría a restablecer mi propia vida al punto de hace tres días, pero también es un deseo de amor ferviente, porque yo amaba a mi papá y ya lo echo de menos, y lamento su muerte. Tenía cuarenta y nueve años, y creo que es una edad demasiado temprana para ser víctima de un ataque al corazón.
2 de abril de 1873
Se ha realizado el funeral, y mi padre ha sido enterrado. Después de la ceremonia en la capilla, su cuerpo fue llevado al panteón familiar, situado debajo de la colina del Este. Todos los que acompañaban el féretro caminaron en hilera hasta la entrada del panteón, y luego Henry y yo, junto con el director de pompas fúnebres y su plantilla, colocamos el ataúd bajo tierra.
Nada me había preparado para lo que sucedió después. La cripta tiene la apariencia de una inmensa caverna natural que se extiende en el interior de la colina, y ha sido ampliada y alargada para utilizarse como tumba de la familia. Está completamente oscuro, el suelo es desigual y rocoso, el aire es fétido, había varias ratas, y los numerosos anaqueles empotrados y camas de roca salientes dentro del pasadizo eran causa de dolorosas colisiones en la oscuridad. Cada uno de nosotros llevaba una linterna, pero una vez que llegamos al final de las escaleras y nos alejamos de la luz del día no nos sirvieron de mucho. La funeraria fue muy profesional, a pesar de que cargar el ataúd debió de ser extremadamente difícil en esas circunstancias, pero para mi hermano y para mí fue un calvario corto aunque muy significativo. Una vez hallamos una cama de roca adecuada y depositamos el ataúd, el miembro de la funeraria de más alto rango salmodió unas breves palabras bíblicas y regresamos sin demora a la superficie. Emergimos en la clara mañana de primavera que habíamos abandonado hacía unos pocos minutos, donde la pradera del Este estaba engalanada con narcisos y los brotes de los árboles a nuestro alrededor estaban a punto de florecer. Sin embargo, para mí nuestro viaje al fondo de aquel túnel oscuro proyectó una sombra sobre el resto del día. Me estremecí mientras se cerraba la gran puerta maciza de madera, y no pude deshacerme del recuerdo de aquellos antiguos ataúdes rotos, del polvo, del olor y de la desesperación sin vida del lugar.
Noche.
Hace una hora se llevó a cabo la ceremonia, y utilizo precisamente esa palabra con toda la intención, la
ceremonia
alrededor de la cual ha pivotado el día, la lectura del testamento de mi padre, para la cual el entierro fue un simple preámbulo.
Todos estábamos allí, reunidos en el vestíbulo bajo la escalera principal. Sir Geoffrey Fusel-Hunt, el abogado de mi padre, nos hizo permanecer en silencio, y con manos lentas y pausadas abrió el abultado sobre marrón que contenía el temido documento y sacó las hojas de vitela dobladas. Miré a las otras personas que estaban a mi alrededor. Los hermanos y hermanas de mi padre estaban allí, acompañados de sus cónyuges y, en algunos casos, con sus hijos. Los hombres que administraban la finca y vigilaban los negocios, patrullaban el brezal, protegían las granjas y el caladero, estaban de pie en grupo, a un lado. A continuación, también agrupados, los arrendatarios de las granjas, con los ojos llenos de esperanza. En el centro del grupo semicircular, enfrentados directamente a Sir Geoffrey con su escritorio de por medio, yo y mamá, con los sirvientes detrás de nosotros. Frente a todos nosotros, de pie, con los brazos cruzados, protagonista del momento, Henry dominaba el acontecimiento.
No hubo sorpresas. La herencia principal de Henry, por supuesto, no dependía del testamento de mi padre, ni tampoco los derechos hereditarios de propiedad. Pero aún quedaban bienes raíces de los cuales disponer, portafolios de acciones, cantidades de dinero y de objetos de valor y, lo más importante, derechos de posesión, de ocupación.
A mamá se le ofreció entre ocupar el ala más importante de la casa principal por el resto de su vida, o bien ocupar toda la casa entera. A mí se me permitía permanecer en mis habitaciones actuales hasta que terminara mi educación o alcanzara la mayoría de edad, después de lo cual mi destino sería decidido por Henry. El destino de nuestros sirvientes personales está sujeto al nuestro; el resto del personal del hogar se quedará o será despedido, según Henry lo considere necesario.