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Authors: Miguel Delibes

El príncipe destronado (10 page)

BOOK: El príncipe destronado
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–Hijaaa —dijo Juan.

–Anda, majo.

Juan agarró el picaporte.

–Oye —le advirtió la Domi sobre la marcha—. Di que vas a beber agua, no te se ocurra decirles que te lo he dicho yo, ¿oyes?

–Bueno.

Mientras duró la ausencia de Juan, la Domi paseó a la niña de la mano por la habitación. Cris se detenía ante cada objeto que encontraba y decía inclinándose hacia él:
A-ta-ta
. Y la Domi, por no agacharse, corroboraba:
Caca, caca. Eso no se toca, ¿verdad, hija?
Al reaparecer Juan, la Domi inquirió con avidez:

–¿Qué?

–Se ha ido.

–¿Quién se ha ido?

–¿Quién va a ser? El Femio.

–¡Se ha ido el muy sinvergüenza sin decirme una palabra! Eso no se lo perdono. Vamos, que irse así. Pues no me dijo veces:
Para mí, señora Domi, usted como una madre
. ¡Ya ves qué madre! –Se inclinó hacia Juan—: Y la Vito, ¿qué hace, hijo?

–Llorar.

–A ver qué quieres que haga.

–Si yo no digo nada, Domi —aclaró Juan.

La Domi le entregó a Cristina.

–Mira un poco por la niña —dijo. Y salió después de dar la luz.

Juan reparó en la mesa haciendo ángulo con la butaca de plástico rameado, cogió las dos sillitas de mimbre y las colocó encima.

–Mira, Quico —dijo—. ¡La Cabaña!

–Sí —dijo Quico enardecido.

Juan condujo a la niña debajo:

–Nosotros éramos los guardias y Cris estaba en la cárcel.

Quico colocó una silla grande, tumbada, a modo de puerta. Después se escurrió hacia el interior por entre los palos. Dijo:

–Por aquí entran otros malos, Juan.

–No —dijo Juan—. No le enseñes eso que se va a escapar.

Cris le sonreía desde su encierro y decía todo el tiempo:
A-ta-ta, A-ta-ta.

Juan se arrodilló junto a la prisionera, en tanto Quico daba vueltas y más vueltas en torno a ella.

Tropezó con una silla:

–¡Ay! –dijo Cris.

–¿Ves? Ya la has pillado.

Se agachó Quico y divisó a la niña a través de la rejilla del asiento.

–¡Cris! –llamó—. Te veo.

–A-ta-ta.

–¿Estás presa, Cris?

–A-ta-ta.

La niña enredaba con un pájaro de baquelita que había encontrado en su prisión. Dijo Quico:

–Ese pájaro es mío. Me lo trajeron a mí los Reyes, ¿verdad, Juan?

Juan despojó de las faldas a la mesa-camilla y las depositó sobre la cabaña.

–Una casa con techo —dijo.

–Sí, ¡una casa con techo!

–No hay que mover la silla, si no se cae.

Cristina empezó a gatear entre la silla y la butaca. Chilló Quico enfáticamente:

–¡Que se escapa el ladrón!

–Ya no es un ladrón —dijo Juan.

Quico le miró desconcertado, se puso en cuclillas y se metió dentro. Se sentó junto a Cris y se acomodó en la silla tumbada:

–Mira, Cris, la ventana.

–A-ta-ta.

–Yo era un papá y tú una mamá.

–A-ta-ta.

–Están bonitas por fuera, están riquitas por dentro —canturreó Quico sacando la cabeza por entre los palitroques—. ¡Mira, Juan, que me escapo!

Juan se había sentado en la butaca de plástico y sostenía el álbum de
La Conquista del Oeste
sobre los muslos.

–Yo ya no juego —dijo sin levantar los ojos.

Quico retiró la silla y salió. Tendió una mano a Cristina. Una vez la niña a su lado le dijo:

–Cuando quieras pis lo pides, ¿eh?

Cris le miró sin comprenderle.

–Si te repasas te pego. –Se agachó y le tocó las bragas. Añadió—: ¡Huy, qué guapa es la niña! Juan, Cris no está hecha pis.

–Bueno, quita.

Quico tendió la vista en derredor suyo y como no hallara nada de interés se acercó a la puerta y salió. Cristina correteaba torpemente tras él. El montante de la puerta del ofice quebraba, al fondo, la obscuridad del pasillo. La casa estaba en silencio y apenas llegaba hasta ellos el murmullo de la conversación de la Domi con la Vítora a través del tabique. Dijo Quico, ahuecando la voz:

–Cris, el Coco.

–A-ta-ta —hizo la niña, atemorizada.

Quico dio la luz del cuarto de baño rosa y abrió las puertas del armario barnizado.

–Te voy a afeitar —dijo—. ¿Quieres que te afeite, Cris? –se arrodilló.

Buscó entre los trastos allí guardados. Su rostro resplandecía de felicidad. Tomó el tubo de dentífrico:

–Otro cañón —dijo como para sí—. Está cargado.

Había allí unas tijeras con las puntas arqueadas, un curlas, tres barras de labios, dos polveras, un desinfectante de la boca, un rollo de algodón, la botella de alcohol, seis cepillos de dientes —blanco, transparente, amarillo, azul y caramelo—, un cartón de horquillas, una jeringa, un cuentagotas, una caja de microsupos sedantes, una lima de uñas, un frasco de gotas para la nariz, un pulverizador, dos peras de goma, un jabón, dos rollos de vendas, una docena de rulos de plástico blando para el pelo, un cepillo de uñas, otro de cabeza, un espejo redondo; tubos de maquillaje, endurecedor de uñas, crema limpiadora y crema nutritiva; frascos de colonia, mercurocromo y sales de fruta; rímel, dos peines —negro y blanco—, laca, tres lápices —negro, verde y azulpara los ojos, un termómetro en su estuche metálico, una cajita plateada de chinchetas y un tubo azul claro de pomada antihemorroidal.

A Quico se le hizo la boca agua:

–Cuántas cosas, ¿eh, Cris?

La niña se situó junto a él. Cogió un rulo de plástico y lo arrojó al retrete.

–A-ta-ta —dijo.

Quico rió. Se sentía feliz en aquel paraíso.

–No, Cris, –le reprendió—. Eso es para hacer caca.

–Ca-ca —dijo Cris.

–¿Quieres caca? –dijo Quico, distraídamente.

Abrió el estuche del termómetro.

–Ven que te lo pongo —dijo.

Sentó a Cris en el suelo y le sujetó el termómetro en la ingle. Inmediatamente se lo quitó y lo miró al trasluz.

–Estás mala —dijo.

–A-ta-ta.

–¿Te pongo un supositorio?

Se sentó en la banquetita blanca, bajó las bragas a su hermana y cogió un microsupo sedante. Se lo introdujo en el trasero, pero el supositorio volvía a asomar como si estuviese vivo. Quico decía:

–No, Cris, no lo cagues.

A horcajadas sobre las piernas de Quico, Cris agitaba la caja de chinchetas. Finalmente admitió el supositorio.

–Así, la nena es buena —dijo Quico, subiéndole las bragas.

Volvió a encuclillarse frente al armario mágico y apenas oyó rodar la caja plateada de chinchetas por el inodoro. Denegó con la cabeza:

–Lo de afeitarse no está —dijo.

Cristina decía
no, no
con la cabeza y él añadió:

–Lo tiene papá guardado, ¿verdad?

La niña observaba seriamente cada uno de los movimientos. Quico tomó los lápices de los ojos y dijo:

–¿Te pinto como a mamá?

La niña no decía ni sí ni no.

–Cierra los ojos.

Cristina los cerró y Quico trazó varios garabatos sobre sus párpados, con pulso tan inestable que los rayones se le extendían por las sienes y el caballete de la nariz.

–Ahora la boca —dijo.

Cogió una barra y le echó el aliento y la aplicó insistentemente a los labios húmedos y gordezuelos de la niña. Cristina sacaba la lengua y la chupaba. Quico reía con toda su alma:

–No, Cris, si no es de comer.

Los berretes rojos le alcanzaban hasta las orejas y Quico dijo, después de mirarla:

–Pareces un indio de la tele.

Súbitamente sonaron los tacones de Mamá, allá lejos, en el entarimado, y Quico se asustó, quiso guardar todo al mismo tiempo, pero su antebrazo topó contra el suelo. Mamá decía:
Domi, Domi, ¿cómo están tan callados los niños?
La Domi salió a su encuentro, desde la cocina, y decía:
Ahí están, señora, tan entretenidos
. Y Mamá:
Hay luz en el baño, Domi
. Y Domi:
No sé
, pero los pasos avanzaban inexorables por el pasillo y Quico tomó de la mano a Cristina y dijo en voz alta:

–Eso no se hace, Cris; mamá da azotes a la nena.

Y Cris, con la cara tiznada, le miraba indiferente. Añadió Quico, agachándose, al oído de la niña:

–A ti no te pegan, Cris.

Pero antes de concluir, Mamá ya estaba chillando horrorizada y Quico decía con ojos de inocencia:

–Se escapó.

Y Mamá aupó a la niña y se encaró con la Domi y le decía:
Dígame, ¿con qué confianza voy a dejarle a los niños?
Juan apareció en la puerta del cuarto de jugar.

–¡Ahí va! –dijo—. Parece un piel roja.

Y dijo la Domi:

–Pues ya ve, en un momento que he ido a la cocina.

Mamá perdió la cabeza y le dijo que qué pintaba ella en la cocina y que parecía que lo hacía aposta y que un día los niños se iban a envenenar y que con qué confianza iba ella a dejarle a los niños y que qué pintaba en la cocina y que parecía que lo hacía aposta, hasta que, al fin, la Domi se cansó y dijo:

–Mire, señora, pues si no está contenta, ya sabe.

Mamá se encaró con ella.

–Pues, no, Domi —dijo—. No estoy contenta. Así que decida.

Mamá, con Cris en brazos, taconeó pasillo adelante y Quico corría tras ellas y le decía a Mamá:

–¿No le pegas a Cris?

Mamá le respondió en el mismo tono con que hablaba a la Domi minutos antes:

–No, es chiquitina. Ella no tiene la culpa. De pegar a alguien, tendría que pegar a otras que tienen la culpa. Ella es chiquitina y no sabe lo que hace.

Las 7

La Domi tenía los ojos enramados, un pañuelito blanco en la mano y parecía mucho más vieja. La Vítora conectó el transistor para matar el silencio. Sus ojos estaban también hinchados y se desenvolvía en la cocina con apática desgana. Dijo la Domi:

–Encima lo del Femio. ¿Crees que yo merezco que se porte así conmigo, él que decía
para mí, usted como una madre, señora Domi
. ¡Ya ves qué madre! ¡Y que no es para un día ni para dos!

La Vítora se cuadró ante ella:

–Ya está bien, señora Domi, ¿no? No me dé más la murga. Si no me lo ha dicho usted veinte veces, no me lo ha dicho ninguna. Y ¿qué quiere que yo le haga?

–No te pongas así; tampoco es para que te pongas así, creo yo.

Una voz grave, henchida, dijo por el transistor:
La niña abandonada es ya una mujercita, María Piedad, y una mañana de crudo invierno llega a pedir colocación en casa de la señora Marquesa
.

Añadió la Vítora, moviendo la cabeza hacia el aparato:

–Ya verá como va a resultar que es su hija.

Quico trajinaba sobre los baldosines y cuando volvió el silencio, de forma que sólo se sentía la voz meliflua, levemente nasal, de María Piedad, se incorporó y le dijo a la Domi:

–No te marches, Domi; yo no quiero que te marches.

La Domi le apartó bruscamente:

–Tú tienes la culpa. Si me marcho es por ti, de manera que ya lo sabes.

–No, Domi.

–No, Domi; no, Domi, ¿y quién ha pintado a la Cris?

–Ella.

–Ella, ella; ¿te crees tú que la Domi se chupa el dedo?

–Yo no me chupo el dedo, Domi.

–Bueno —dijo la vieja—. No contestes encima.

Los ojos de Quico se entristecieron:

–Domi —dijo—, eso no es contestar, eso es hablar.

El transistor decía:
La señora Marquesa llegó a considerar a la joven María Piedad como una pieza insustituible en palacio. Una tarde de primavera le dijo: «María Piedad, eres hermosa y discreta...»
.

Quico salió de la cocina cariacontecido y cuando cerró la puerta, la señora Marquesa cerró la boca. El cuarto, a mano derecha, permanecía en tinieblas y él dobló a la izquierda y penetró en el salón.

Mamá tejía un ovillo gris bajo la lámpara y tras ella, tendida en la alfombra verde claro, jugaba Cristina con el gigantesco encendedor de plata. Juan se sentaba —
La Conquista del Oeste
entre sus manos— frente a Mamá, que parecía muy agitada, pero era como si su nerviosismo escapase por las puntas de las agujas cada vez que entrechocaban. Quico se aproximó a ella. Dijo Mamá sin mirarle:

–No pongas las manos ahí.

Quico retiró las manos de los brazos del sillón y quedó con ellas en el aire, sin osar moverse, temeroso de provocar un nuevo conflicto. Dijo en voz baja:

–Mamá, yo no quiero que se marche Domi.

–Que lo diga —dijo Mamá.

Quico aguardó un rato antes de hablar:

–Si se va Domi —dijo—. ¿Ya no vuelve nunca, nunca?

–Otra vendrá —dijo Mamá.

–Yo no quiero que venga otra.

Se sentó en el borde del sillón y sacó del bolsillo la punta y el tubo de dentífrico. Tomó aquélla entre dos dedos, sujetándola por los extremos y la hizo girar:

–¿Qué tienes ahí? –preguntó Mamá.

–Un clavo —se lo alargó—; toma, para que no se pinche Cris.

Pero Mamá contaba los puntos y murmuró:
Un momento
y mientras Mamá producía un bisbiseo como el de las viejas al rezar, Quico sintió las ganas y cruzó las piernas y se sofocó todo y cuando Mamá le dijo:
Trae
, él respondió:
¿Cuál?
y Mamá levantó los ojos y dijo:
La punta, ¿dónde la has puesto?
Y entonces le vio congestionado y levantó la voz:
¿Dónde has puesto la punta? ¿Te la has tragado?
Quico asintió, sin valor para contradecirla. Mamá se levantó y le cogió la cabeza con las dos manos:

–Vamos, habla, ¿te has tragado la punta?

–Sí —dijo Quico tímidamente.

–Levanta, ¡anda, levanta! –chilló Mamá y Juan dejó el álbum sobre la mesita enana y miró envidiosamente para su hermano, mientras Mamá buscaba por la mesa, y por el sillón, y por el suelo y decía:
¡Dios mío, Dios mío, qué chico! Es de la piel de Barrabás
. Y levantaba la alfombra y le dijo a Juan:
Ayúdame
, y los dos se pusieron a revolver todo.
No está, no está en ninguna parte —dijo Mamá—, ¿será posible?
Le incorporó y le cogió por la cintura agachándose:

–¿Te la has tragado, verdad que sí?

Quico asintió. Añadió Mamá toda alborotada:

–¡Dios santo, qué disgusto! –Volvía a mirar bajo el sillón, en la mesita enana—: Si hace un momento la tenía en la mano; el niño la tenía en la mano y me la quiso dar.

Mamá estaba a punto de llorar. Quico marchó a la cocina y al empinarse y abrir la puerta oyó la voz sollozante de la señora Marquesa:

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