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Authors: Miguel Delibes

El príncipe destronado (14 page)

BOOK: El príncipe destronado
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–¡Vito!

Mas, a su grito, Longinos se puso en marcha y el Soldado se incorporó y Quico, aterrado, se cubrió cabeza y todo llorando a gritos y repitiendo histéricamente:
Vito, Vito, ven
, pero, nuevamente, acudió la Domi y dio la luz y se plantó a los pies de la cuna, los brazos cruzados sobre el pecho:

–¿Puede saberse qué tripa se te ha roto ahora? –preguntó acremente.

Longinos no era ya Longinos, ni remotamente, sino el costado de la librería con el jarrón encima y el Soldado tampoco era el Solado, sino la butaca de plástico, con su ropita minuciosamente doblada, y Quico dijo:

–Quiero pis.

–¿No te ha puesto la Vito?

–No.

Le incorporó y le arrimó el orinal de plástico verde. Aguardó pacientemente:

–Ya ves —dijo, al cabo— cuánto pis, cuatro gotas. Lo que hace falta es que no te mees la cama, marrano.

Quico volvió a tenderse y se tapó los ojos cerrados con el embozo, pero, apenas lo había hecho, cuando sintió sobre sí un frenético aleteo y chilló de nuevo:

–¡Domi!

La Domi abrió la puerta:

–Buena nos ha caído —rutó—. ¿Qué es lo que quieres ahora?

La voz de Quico era agresiva:

–¡Pues que no cierres!

La Domi dejó la puerta entornada, mas al sentir los pasos que se alejaban, Quico volvió a gritar:

–¡Domi!

–¿Qué?

–¡Pues que se acueste Pablo!

–Pablo tiene que cenar, de modo que ya lo sabes.

–¡Pues... pues... pues que venga mamá!

–Tu mamá está ocupada.

–¡Pues quiero que venga!

–A dormir —cerró la puerta.

–¡¡¡Mamá!!!

Oyó los tacones de Mamá a lo lejos, en el entarimado y la Domi abrió la puerta. Su voz se hizo meliflua, extrañamente acariciadora:

–Quico, hijo, ¿no ves que tu mamá tiene que cenar?

Los tacones de Mamá repicaban ahora en los baldosines del pasillo. Oyó su voz:

–¿Qué pasa?

–Ya ve, que no se quiere dormir —respondió la Domi.

Pero Mamá ya estaba junto a él y se sentó en la cama de Marcos y le decía suavemente:

–¿Qué pasa, Quico? ¿Tienes miedo?

–Sí —musitó Quico.

–¿Y a qué tiene miedo mi niño?

Quico sacó la mano por el embozo y, a tientas, buscó la de Mamá. Mamá se la oprimió entre las suyas y él notó en seguida el calor protector:

–Venía el Demonio cuando tú no estabas y me llevaba de los pelos al infierno, con el Moro, y luego Longinos me pinchaba y el Soldado iba con el puñal de dos filos, y el Fantasma...

–Huy, cuántas historias; ¿quién te cuenta esas historias, Quico?

La voz de Mamá amansaba sus nervios y, en la penumbra, todo tenía ahora su perfil normal. Dijo Quico:

–La Domi.

–Esa Domi... —dijo Mamá.

Descendía sobre él el sueño, un sueño pesado, irresistible, pero aún oprimió dos veces la mano de Mamá antes de que sus deditos se aflojaran y su respiración se acompasase. Mamá permaneció unos minutos a su lado y, luego, se incorporó quedamente, introdujo la mano de Quico bajo las ropas y abandonó la habitación andando de puntillas. Al llegar frente a la puerta de la cocina, la Domi le salió al paso:

–¿Qué quería el niño, señora?

–Mi mano —dijo Mamá.

–¿Su mano?

–Tenía miedo.

–¡Ah!

La Domi relajó su expresión y en sus ojos brilló una chispa de ternura:

–A saber qué tendrá la mano de una madre —dijo.

Mamá adoptó un gesto duro para replicar:

–Lo malo es luego —dijo—, el día que falta mamá o se dan cuenta de que mamá siente los mismos temores que sienten ellos. Y lo peor es que eso ya no tiene remedio.

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