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Authors: Miguel Delibes

El príncipe destronado (9 page)

BOOK: El príncipe destronado
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Quico le miraba según hablaba y las palabras de Femio salían de su boca monótonamente, como empastadas. Atacó la Vítora:

–Oye, majo, ¿es que quieres que a los cuatro años la criatura tenga bigote?

El soldado levantó los hombros tres veces seguidas, como si fuese a caballo sin controlar la cabalgadura:

–Yo no digo nada —dijo—. A mí que me registren.

Quico continuaba examinándole maravillado. Le dolió que Femio no le prestase una atención más próxima y se plantó delante de él:

–Me voy a cortar el pito —dijo, abriendo las piernas.

Femio le señaló con el pulgar.

–¡Vaya un prójimo! Apunta clase el chavea —hizo un cómico visaje—: No creas —añadió—, a lo mejor no es mala solución.

–Con una cuchilla de papá —añadió Quico.

–¿Estás tonto? Y te mueres —dijo la Vítora, sofocada.

–Déjale —dijo Femio—. No quiere problemas.

La Vítora se puso en jarras:

–Si vienes a malmeter a la criatura —dijo—, ya te estás largando.

Femio adelantó las dos manos:

–Calma —dijo—, calma. Ante todo quiero que sepas que si yo me voy allá no es por voluntario. Y otra cosa: que si tú tienes hoy mala leche, yo la tengo peor.

La Vítora se dobló hacia él. Le hablaba a gritos:

–No enseñes esas cosas a la criatura, ¿oyes? ¡No hables así que no estás en la cantina!

Femio calló. La Vítora fue dejándose resbalar poco a poco hasta quedar sentada en la otra silla, muy rígida. Quico observaba al soldado con atención creciente. Dijo de pronto:

–¿No tienes puñal?

–No, majo.

–¿Y vas a África?

–¡Qué remedio!

–Y cuando vuelvas, ¿matarás a la Vito?

Femio se revolvió en la silla.

–¡Qué jodío chico! –dijo—. No piensa más que en matar, parece un general.

La Vítora seguía en silencio. Femio tarareó una canción tamborileando acompasadamente en un botón con los dedos y procuró un armisticio:

–¿Y es el más chico éste?

–El quinto es —dijo la Vítora.

–¡Mira, como yo!

Terció Quico:

–¿Soy como tú?

–A ver.

–Pero yo no tengo vestido.

–¿Vestido? ¿Qué vestido?

El niño acercó reverentemente un dedo hasta rozar el caqui.

–Más te vale —dijo el Femio.

Volvió los ojos hacia la Vítora—: Parla como una persona mayor. Vaya pico que se gasta. ¿Y es el más chico?

–La niña está —dijo la Vítora.

–Seis —añadió el Femio y ladeó la cabeza—. No está mal.

–Y lo que venga —dijo la Vítora.

–¡Madre! Claro que mejor puede él con dos docenas que yo con uno.

–¿Y qué sabes tú?

Con el pulgar, Femio señaló la puerta de comunicación:

–¿El andoba? –dijo—. No se ahorca por cien millones, ya ves tú.

–Muchos millones son ésos.

Femio echó los brazos por alto:

–A ver —dijo—. Ahora, que tú estés aquí a gusto por siete reales, ése es otro cantar.

Quico no se movía, pero cuando Femio acabó de hablar dijo:

–¿Tampoco tienes pistola?

–Tampoco.

–A mí me va a traer una la tía Cuqui.

–Mira, pues ya tienes más que yo.

La Vítora parecía decepcionada. Apoyó un codo en la mesa y recostó la cabeza sobre la mano:

–Y el Abelardo, ¿qué?

–Se queda. Pero ya se las canté; tenía ganas de cantárselas.

–¿No la habréis liado?

–Tanto como eso, pero vamos. De que salimos de la Caja va y me dice:
Tú eres un desgraciado
. Y lo que yo le dije:
Oye, oye, padre y madre tengo, cinco dedos en cada mano y lo otro, así que de eso nada
. El gicho quitó hierro y va y me dice:
Yo... no iba por ahí. Tú todo te lo tomas por donde quema
. Y lo que yo le dije:
Mira, Abelardo, antes de hablar, avisa la dirección para evitar equívocos
. ¡Qué te parece!

Femio levantó la cabeza y curioseó la pieza. Luego se puso en pie. Iba afianzándose. Quico le consideraba en toda su estatura. Femio se desabotonó un bolso de la guerrera y sacó un
Celta
. Al prenderlo, ladeó la cabeza y entrecerró los ojos. Dijo, tras una fumada profunda:

–Ya está curioso esto, ya.

Se recostaba en el fogón de sintasol rojo y apuntó con el cigarrillo para el termo:

–¿Y esto?

–Para fregar con agua caliente —dijo la Vítora.

Sonrió el Femio.

–Hay que ver —dijo—. A todo lujo.

Quico le tiró tímidamente del vuelo del pantalón:

–Femio —preguntó—, ¿vas a matar muchos malos?

–No, majo —se encorvó hacia el niño—. Yo no gasto.

–Mi papá mató cien.

–Tu papá apunta por lo fino.

De pronto, sin que nadie lo sospechara, la Vítora rompió a llorar, con los ojos aplastados contra el antebrazo:

El Femio se aproximó a ella.

–Tampoco te lo tomes así —dijo.

La Vítora hipaba, sollozaba, murmuraba palabras ininteligibles. El niño le abrazó las piernas.

—No llores, Vito —dijo.

Añadió el Femio:

–¿Puede saberse qué mala idea te ha dado? Allá, por no haber, ni mujeres, de modo que ya lo sabes.

La Vítora alzó la cara anegada en lágrimas:

–¿Y las negras? –preguntó.

El Femio hizo una mueca displicente:

–¿Son mujeres las negras?

A la Vítora se le cortó el llanto de repente.

–Mira —dijo—. Para lo que vosotros andáis buscando, sobran.

El Femio le pasó el brazo por la espalda y deslizó la mano por el escote:

–A mí me gusta lo blanco, ya lo sabes; cuanto más blanco, mejor.

La Vítora le apartó la mano.

–Vamos, quita —dijo. Sonrió entre las lágrimas—. No veo el momento —agregó— de verme otra vez contigo en el guateque del señor Macario, fíjate.

–¿Ahí? –dijo el Femio—. Ni amarrado, después de lo del domingo.

–¡Anda! ¿Y qué va a hacerle él?

–Ponerse en regla, que es lo que debe. ¿Tú crees que es plan aflojar ocho barbos para pasarse la tarde saltando por la ventana cada vez que asoma la poli?

–Vamos, no digas, que yo me meé de risa.

Quico se acercó a ella:

–¿Te has repasado, Vito? –dijo.

La Vítora se puso en pie de un salto:

–¡Quita esa mano, vamos!

El Femio lanzó la colilla al suelo:

–Mira si se gasta picardía el chaval.

La Vítora se ofuscó.

–No te creas que lo hace con malicia —dijo.

Estaban de pie el uno junto al otro.

–Yo no creo nada —la sujetó por la cintura.

Quico tironeó de nuevo el vuelo de sus pantalones:

–¿Por qué no duermes aquí, Femio?

La Vítora se separó del soldado.

–No hay cama, majo.

–Sí —dijo Quico.

–¿Dónde, a ver?

El niño señaló el cuarto de plancha:

–Ahí, en la de Seve, contigo.

La Vítora se llevó las manos al rostro.

–¡Válgame Dios! –dijo—. ¿Quieres callar la boca?

–Como papá y mamá —dijo Quico.

El Femio reía, levemente acobardado:

–¿Sabes que aquí, para ser tan joven, no tiene malas ideas?

Le miraba al chico socarronamente, sacó otro
Celta
y lo encendió entornando los ojos y haciendo pantalla con las manos. Dijo Quico:

–¿Está lejos África, Femio?

–Lejos.

–¿Más que el estanque de los patos?

–Más.

–¿Más que la feria?

–Más.

Quico meditó unos segundos:

–¿Y más que la otra casa de papá?

–Más.

Quico agitó los dedos de la mano derecha:

–¡Jobar! –dijo.

La Vítora estaba todavía trastornada. Dijo:

–El crío este tiene cada cacho salida.

–No es tonto, no —el Femio se acercó a la Vítora—: Así que tan amigos.

Ella le miró tiernamente:

–A ver, qué remedio.

–¿Y no vuelves a llorar?

La Vítora denegó con la cabeza. Estaban frente a frente, sin obstáculos por medio y él se aproximó aún más, la enlazó por el talle y la besó en la boca. La mano de la Vítora se engarabitaba sobre la espalda del muchacho, junto al fuelle de la guerrera. Y, como no ofreciera resistencia, el Femio la volvió a besar ahincadamente, con los labios entreabiertos, ocultando los de la muchacha entre los suyos, un poco atornillados. Quico les miraba, los ojos atónitos, y, como aquello se prolongara, empezó a golpear la pierna del Femio y a gritar:

–¡No la muerdas, tú!

Pero ni la Vítora ni el Femio le oían y él le golpeó de nuevo y de nuevo voceó.

–¡No la muerdas, tú!

Mas como el Femio no le hiciera caso, se puso de puntillas, abrió la puerta y salió corriendo por el pasillo, diciendo a voces:

–¡Mamá, Domi, Juan, venir! ¡Femio está mordiendo a la Vito!

Las 6

Al entrar Mamá, con la Domi detrás, el Femio estaba como cuadrado, los tacones juntos, las punteras de las botas separadas, pero agachaba la cabeza como si le interesaran mucho las vueltas que daba a la gorra entre sus fuertes manazas. La Vítora, a tres metros de él, se recostaba en el mármol de la mesa, con una sonrisa violenta entre los labios, a los que rodeaba un salpullido tan rojo como los labios mismos. Quico precedía a Mamá cogida de la mano, como conduciéndola, y al ver a la Vítora y al Femio cada uno por su lado, se desmoronó:

–Ya no —dijo.

Dijo Mamá:

–Me asusté. Pensé que regañaban.

La Vítora fingía naturalidad, pero cada gesto suyo, cada movimiento, era una autoacusación:

–Cosas del Quico —dijo riendo forzadamente.

La Domi, con la niña en brazos, le guiñó un ojo y reforzó:

–Este chico lo que no ve, lo inventa.

Mamá estaba como un espantapájaros, inmóvil, en el centro de la cocina.

–Perdonen —repitió.

La Vítora se adelantó de golpe:

–Bueno —dijo—, que no he hecho las presentaciones. Aquí, mi señora. Aquí, él.

Mamá tendió la mano al Femio:

–Mucho gusto —dijo.

–A la señora Domi, ya la conoces.

–¿Qué tal, señora Domi? –preguntó el Femio.

–Ya ves, hijo —dijo la Domi—. Aquí andamos.

El Femio continuaba girando la gorra cuando Mamá le dijo:

–¿Así que se va usted?

–Mañana, ya ve.

Mamá movió lentamente la cabeza.

–Antes de que lo piense estará de vuelta —dijo—. El tiempo se va volando. –Volvió a tenderle la mano—: Vaya, pues, mucho gusto y que tenga suerte.

Al llegar a la puerta se volvió, tomó a Quico de la mano y le sacó de la cocina. Le dijo en voz baja, pero enérgica:

–¡Vamos! Tú siempre metiendo la nariz en lo que no te importa. –Se dirigió a la Domi—: Lléveles al cuarto.

Por las tardes las pisadas de Mamá sonaban más que por las mañanas. La Vítora decía:
Lo que más me gusta de tu mamá es cómo pisa
. Su taconeo era firme y rápido cuando se dirigió al salón. Quico pareó su paso al de Juan y se encaminó al cuarto de jugar:

–¡Los soldados! –dijo alegremente cuando logró acompasar su paso al de su hermano.

La Domi cerró cuidadosamente la puerta después de pasar los niños e hizo sentar a Quico junto a ella. Afiló mucho los ojos para preguntarle:

–Di, hijo, ¿dónde le mordía el Femio?

–Aquí.

–¿En la boca?

–Sí.

–¡Huy, madre! ¿Y fuerte?

–Muy fuerte y más tiempo.

–¿Mucho tiempo?

–¡Muchísimo! –dijo Quico.

Juan se acercó a la mesa—camilla. Terció:

–¿Le hizo sangre?

–Vamos, calla tú la boca, ¿no ves que estoy hablando yo? –Se volvió a Quico—: Di, hijo, y ¿qué decía la Vito, qué decía?

Intervino Juan:

–¿Cómo va a hablar, Domi, si el Femio le mordía la boca?

–¡Te quieres callar!

Quico se echó al suelo y amontonó las chapas de Coca-Cola y de Kas y dijo:

–Yo vendía ruedas.

Dijo la Domi.

–Ven acá, majo.

Quico obedeció:

–¿Qué quieres?

Tenía una chapa en cada mano y se le veía impaciente. La Domi inquirió:

–Dime, hijo, dime: ¿qué dijo la Vito antes de be..., antes de morderla el Femio?

–Ya no me acuerdo —dijo Quico.

–¿No te acuerdas? ¿No habrían regañado?

–¡Qué va!

–Oye, majo, ¿y estaban en la cocina o en... en el cuarto cuando la mordió?

–¡Ya no sé más cosas, Domi, déjame! –chilló de pronto, Quico.

La Domi levantó la mano:

–Te metía un testarazo así —dijo—. Anda, que cuando quieres, buen pico te gastas.

Quico se agachó junto a las chapas. Repitió:

–Claro, si ya te he dicho todas las cosas, Domi.

La mirada de la Domi encerraba ahora un brillo maligno:

–¿No quieres orinar?

–No.

–Si te repasas otra vez te corto el pito, ya estás enterado.

Movió la pierna en que se sentaba la niña y dijo:
Arre, caballito, vamos a Belén, a ver a la Virgen y al niño también
. Cris palmoteaba.

Quico colocaba una chapa sobre otra y cada vez que colocaba la séptima, la torre se le venía abajo. Empezó a desesperarse:
Ayyy
, decía, pero sus manos eran cada vez más torpes e ineficaces. De pronto, bajo la butaca de plástico rameada, distinguió un lápiz. Abandonó las chapas, agarró el lapicero, se incorporó y revolvió en la librería de sus hermanos. No encontraba un papel y, entonces, tomó un libro del estante y arrancó, sin más, la primera hoja. Se tumbó en el suelo y empezó a pintar. Cada vez que trazaba un borratajo sus labios se entreabrían en una complicada sonrisa. Sonorizaba el grabado conforme nacía de su mano:

–Y aquí había un señor y aquí iba un tren con muchas ruedas, fafafafafafa-piiiiiiiii, y le pillaba y el señor iba a su casa y luego un coche que estaba estropeado y el otro señor...

Al concluir se puso rápidamente en pie. Se aproximó a Juan:

–Mira, Juan —sonreía.

Juan examinó el papel atentamente.

–No lo entiendo —dijo.

–¿No lo entiendes?

–No, ¿qué es esto?

–Un señor del tren.

–¿Y esto?

–El sol, y eso, otro señor del coche.

Observaba a su hermano esperando su adhesión entusiasta, pero Juan repitió otra vez más:
No lo entiendo
.

La Domi se levantó dos veces de la silla, entreabrió la puerta y escuchó. No se oía nada. Al cabo de diez minutos le dijo a Juan:

–Juanito, hijo, llégate a la cocina y mira a ver qué hacen la Vito y el Femio.

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