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Authors: Miguel Delibes

El príncipe destronado (4 page)

BOOK: El príncipe destronado
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–¿Tiene alas el demonio, Juan?

–Claro.

–¿Y vuela muy de prisa, muy de prisa?

–Claro.

–Y si soy malo, ¿viene el demonio volando y me lleva al infierno?

–Claro.

–¿Y el demonio tiene cuernos?

–Sí.

–¿Y mocha?

Juan levantó los hombros, sorprendido.

–Eso no sé —confesó.

La Vítora manipulaba en la cocina y el fogón y había sobre un hornillo una cazuela de aluminio que humeaba y ella colocó, sobre el hornillo grande, otra cazuela, y en éstas llamaron a la puerta. La Vítora ladeó ligeramente la cabeza.

–Abre, Quico —dijo—. Es Domi.

Juan se abalanzó a la puerta.

Voceó Quico:

–¡Me ha dicho a mí!

Añadió la Vítora:

–Dila
buenos días, Domi
.

Los dos niños se peleaban por abrir la puerta y cuando la Domi apareció en el umbral, con el cuello del abrigo subido, dijo Quico.

–Buenos días, Domi.

Rutó la vieja:

–¿No vino la Seve?

–Nada, ya ve —respondió la Vítora.

–Buenas vacaciones —gruñó la vieja, contrariada, y agregó—: ¡Madre qué día más perro!

Traía la nariz y la parte superior de las mejillas arreboladas. Se desembarazó del abrigo. Quico tiraba de ella y le decía:

–¿Un perro? ¿Qué perro, Domi?

–Vamos, quita —dijo la Domi de mal talante—. ¡Qué chico éste! No la deja a una ni a sol ni a sombra.

Se llegó al cuarto de plancha, guardó el abrigo en uno de los armarios rojos y regresó a la cocina. Hizo un gesto con el dedo pulgar hacia la puerta de comunicación. Preguntó a la Vítora:

–¿Está mosca?

–A ver.

Quico terció, mirando a los altos, girando la cabecita rubia hacia todas partes:

–¿Dónde está la mosca, Domi?

–¡Vamos, calla la boca tú!

Entró súbitamente la bata de flores rojas y verdes. La Domi adoptó una actitud compungida; apretó fuertemente los párpados hasta que en uno de los ángulos de los ojos surgió una lágrima. La bata se aplacó:

–¿Ocurre algo, Domi?

Ella suspiró:

–¿Qué va a ser, señora? Lo de siempre.

–¿Le han recluido?

–Eso quisieran, pero ya ve, ni sitio.

–¿No hay sitio?

–Lo que dice mi Pepe, ahora hasta para entrar en el manicomio hace falta recomendación.

Suspiró hondo y, al fin, la lágrima resbaló mejilla abajo y, ya en la comisura de los labios, la atajó con el envés de la mano. Dijo Quico, a sus pies, alzando la cabeza:

–Domi, hoy no me he hecho pis en la cama.

La Domi le acarició la rubia cabeza.

–Madre, ¡qué mozo! –dijo.

La Vítora corroboró:

–No se crea que es broma, señora Domi; el Quico no se ha meado hoy en la cama; ni se ha repasado tampoco.

La niña levantaba los bracitos hacia la Domi y la vieja se inclinó y la cogió y roció su carita de ruidosos, frenéticos besos. Dijo la bata:

–Yo le hablaré al señor; a lo mejor él puede hacer algo.

La Domi dijo muy bajo, como si rezase,
Dios se lo pague
, y, después, tan pronto la bata salió le dijo a la Vítora, cambiando la expresión de su cara:

–Arrima un poco de leche a la lumbre, tú.

La Vito suspiró. La asaltó repentinamente una idea, se volvió al armario blanco, abrió una de las puertas, tomó un transistor, envuelto en una desgastada funda color tabaco, y lo conectó. La voz salió un poco áspera, un poco gangosa, un poco rutinaria:
A Genuino Álvarez
—dijo—,
por haberle tocado a África, de quien él sabe, oirán ustedes Cuando salí de mi tierra
. Saltó la canción un poco áspera, un poco empastada, un poco agria, pero Vítora se llevó las manos al pecho y dijo:

–¡Ay, madre, se me pone un hueco así!

Quico se acercó a ella:

–¿Es Femio, Vito?

–¿Quién, hijo?

–El que canta.

–No, majo, pero como si lo fuera.

La Domi se levantó y tomó un plátano del frutero. Vestía toda de negro, vestido, medias y zapatos negros y, en casa, se ataba a la cintura un delantal blanco. Volvió a sentarse y cogió a la niña en el regazo. Dijo con la boca llena:

–Peor estoy yo, mira. El mío ya no vuelve.

La Vítora se excitó toda:

–Ande, señora Domi, para eso es usted vieja.

–¿Vieja yo?

–Ande, a ver.

Se llegó Quico a ella. Juan había vuelto a enfrascarse en la lectura de
El Cosaco Verde
. Dijo Quico:

–¿Eres vieja y te vas a morir pronto, Domi?

–Anda, quita de ahí. ¡Qué criatura más apestosa, madre! ¿No quieres hacer pis?

–No, Domi.

–Como te hagas una gota te corto el pito, ya lo sabes.

–Sí, Domi.

De pronto se le aclaró la mirada a Quico.

–¿Sabes que se ha muerto el Moro, Domi? –dijo.

–¿El Moro? ¿El gato?

–Sí.

La Domi se dirigió ahora a la Vítora:

–¡Madre, cómo estará la bruja!

–Mire.

Dijo Quico:

–¿Qué bruja, Vito? ¿Dónde hay una bruja?

–Vamos, quita de ahí. Es que no la deja a una ni respirar, ¿eh? –Volvió a dirigirse a la Vítora—: Habrá que oírla.

Cristina empezó a lloriquear y la Domi movió acompasadamente las piernas y canturreó:
Arre, borriquito, vamos a Belén...
y la niña se recostó en su pecho y cerró los ojos. Dijo:

–Esta criatura está muerta de sueño.

La radio dijo:

A Ezequielín Gutiérrez, de sus papás, al cumplir los dos añitos con cariño. Oirán ustedes La Violetera.

La Vítora iba del fogón a la cocina, de la cocina al escurreplatos, del escurreplatos al armario, del armario a la despensa, de la despensa a la caldera y de la caldera al fogón de sintasol rojo otra vez. De cuando en cuando suspiraba y decía:
Ay, madre
. Y desde que empezó la música los suspiros eran más profundos y frecuentes. Quico la miraba cada vez y, una de ellas, le dijo:

–¿Sabes, Vito que la tía Cuqui va a traerme una pistola?

–¿Una pistola?

El niño asintió sonriendo y mordiéndose el labio inferior. Añadió la Vítora:

–¿Y para qué quieres tú una pistola?

–Para matar a todos —dijo el niño.

–¡Jesús! ¿Y a la Vito también?

Quico asintió de nuevo con la cabeza, sin cesar de morderse el labio.

Intervino la Domi:

–Si le das palique a éste ya vas arreglada.

Cristina lloriqueó y forcejeó luego por zafarse de los brazos de Domi y escurrirse hasta el suelo. La vieja se incorporó rutando:
Coña de cría, ¿qué demonios querrá ahora?
Quico se dirigió de nuevo a ella:

–Domi, ¿sabes que hemos visto al demonio?

–Sí, ¿verdad?

–Sí, en la calefacción, ¿verdad, Vito?

Dijo el transistor:

–A Julio Argos, al marchar a África, de sus amigos de la peña. Oirán ustedes El pájaro chogüí.

La Vítora tomó el receptor y amplió el volumen.

–Me pirro por esta copla —explicó—. ¡Y anda que el Femio!

La Domi se disponía a contestarle cuando Quico interpuso su rubia cabeza y dijo:

–Sí, Domi; era el demonio y era negro y tenía alas y cuernos y...

La vieja se irritó:

–¡Anda, quita del medio que te doy un...!

Se abrió la puerta y penetró la bata de flores rojas y verdes y la Domi sonrió y le acarició al niño la rubia cabeza con la mano, que ya tenía levantada, y dijo.

–Ya ve qué cosas tiene el Quico. Ahora sale con que ha visto al demonio. Pues no, majo; el demonio está en los infiernos y no viene a llevarse a los niños buenos como tú.

La 1

La habitación se hallaba limpia, ordenada, el suelo brillante, como si nunca hubiera sido utilizada. La librería de escalerillas metálicas dividía la estancia en dos y bajo la ventana se tendía una mesa alargada, con la pantalla de sube y baja encima —el Ángel de la Guarda— donde los chicos hacían sus deberes al regresar del colegio. En los rincones del fondo estaban las camas de Pablo y Marcos, cubiertas de colchas de cretona y, entre ellas, la amplia cuna de Quico con los costados de barrotes, como una cárcel. Al penetrar en la habitación, Mamá le advirtió:

–Cuando quieras pis, dilo.

Quico abrió las piernas y se miró los bajos de los pantalones y, como si aquel examen no le convenciera, se pasó por ellos, primero la mano izquierda, luego la derecha y, al concluir, dijo:

–Toca; ni gota.

Domi se retrasaba y entonces dijo Juan:

–¿Quieres que veamos el Arco Iris?

–Sí, el Arco Iris —respondió Quico.

Juan entrecerró los cuarterones, tomó de la mano a Quico y con precaución, en la penumbra, se desplazaron hasta los pies de la cuna. Los dos niños levantaron simultáneamente la cabeza hasta el tercer estante. Un rayo de luz resbalaba por los lomos de los libros y arrancaba destellos versicolores y Quico dijo:

–Es bonito, ¿eh, Juan?

Juan meneó la cabeza de un lado a otro.

–Es más bonito cuando hace sol —dijo.

Quico se lanzó, de pronto.

–¿Por qué no haces el Ángel de la Guarda, Juan? –preguntó.

–Espera —dijo Juan.

Quico sonreía anhelante mientras Juan se encaramó en la silla, levantó la pantalla de amplias alas cuanto le dio de sí el brazo y la soltó de repente. La pantalla empezó a pendulear en amplios arcos y Juan se arrojó de la silla de un salto y se colocó al lado de su hermano y Quico le miró sonriente y volvió a mirar a la lámpara y dijo:

–El ángel es bonito, ¿eh, Juan?

Juan entornó los párpados para reforzar la imaginación:

–¡Dios! –dijo de pronto—, si no es un ángel; es un demonio, ¿no lo ves?

Quico se apretó contra él:

–No es un demonio, Juan —dijo.

–Sí —agregó Juan—. ¿No le ves las alas y los cuernos y que vuela muy de prisa?

Quico le agarró por el jersey:

–No es un demonio, ¿verdad, Juan?

Juan fruncía la cara para subrayar sus palabras.

–¿No le ves —dijo— qué furioso está?

Quico se pegó a él.

–Abre, Juan —dijo con voz trémula—. Es un demonio. Y hay una bruja también. Domi lo dijo.

Pero Juan no abría la ventana y decía, por el contrario:

–Es el demonio que viene a por ti para llevarte de los pelos a los infiernos, ¡mírale!

Quico temblaba. Gimió agarrando a su hermano por la cintura:

–¡Abre, Juan, anda!

–¡Y mira la bruja! –chilló Juan señalando la sombra de la pantalla en la pared.

Quico pateó el suelo nerviosamente y comenzó a llorar.

–¡Abre! –gritó—. ¡Juan, abre!

Entró la Domi con la niña de la mano.

–¿Se puede saber por qué demontres cerráis las ventanas para jugar? –inquirió.

Quico se precipitó hacia ella:

–Hay un demonio y una bruja, Domi. Y el demonio quería llevarme de los pelos al infierno.

La Domi abrió los cuarterones con la mano libre.

–No empieces con tus pamplinas —advirtió—. Que tú eres muy pamplinero.

Juan se había sentado junto a los bajos de la librería, impulsó la corredera y sus ojos profundos se abismaron en aquella barahúnda polícroma y desconcertante. Sacó primero el pelotón de colores y lo hizo botar un rato sin levantarse. Después tomó la caja de pinturas, con la tapa rota, y la cambió de sitio. En el fondo había un fuerte, quebrado en una esquina, en la empalizada, y Juan lo consideró un momento y, al cabo de un instante, se volvió a Quico:

–¿No hay indios, Quico? –dijo.

–No.

Quico se fue aproximando lentamente a su hermano y, al llegar a su lado, propinó un puntapié al pelotón de colores:

–¡Gol! –dijo.

Juan se incorporó de un salto.

–¡Venga! –dijo—. Yo soy Diestéfano.

Se cambiaba el balón de pie y Quico le cerraba el paso, torpe, inútilmente. Correteaba tras él sin esperanza y, a duras penas, lograba, de tarde en tarde, tocar el pelotón. En su forcejeo tropezaban en las sillas, se enredaban en el triciclo rojo, chillaban. La Domi levantaba a la niña a la altura de los cristales y le decía:
Mira cómo corren los coches. ¡Huy, cuántos coches!
Y Cris replicaba con sus labios gordezuelos, siempre húmedos:
A-ta-ta
.

El grito les dejó paralizados y aguardaron a que la puerta se abriera en posición de firmes. Mamá ya no era una bata de flores rojas y verdes, sino un jersey a rayas blancas y azules y una falda gris y unas zapatillas de cuero en chancletas y un cigarrillo, con una hebra de humo azul, entre los dedos delgados y largos. Mas la voz era igual a la de la bata.

Les reprendió:

–Os he dicho más de veinte veces que en casa no se juega a la pelota. –Se volvió a la Domi—: Y usted, ¿para qué está ahí?

Dijo la Domi:

–Mire, señora, ¿usted cree que hacen caso?

Mamá se agachó y adoptó una actitud de extrema energía.

–No os lo digo más veces, ¿me oís? –dijo— A la próxima os quedáis sin propina.

Quico merodeó durante cinco minutos por la habitación sin saber qué hacer. Juan se sentó en una silla después de tomar un gran álbum de la librería. En la portada decía:
La Conquista del Oeste
. Lo abrió y sus ojos, atentos, se concentraron en el primer cromo y sorbió el texto como un licor estimulante:
Hace unos ciento treinta años, el oeste era una misteriosa palabra en boca de los hombres blancos...

Quico se encaramó en el triciclo rojo e hizo con la boca:
Ferren-ferren-ferren
y pedaleó hacia atrás con gran agilidad y, luego, salió disparado pasillo adelante. Frente a la puerta de la cocina dio vuelta al manillar y así, con él del revés, desanduvo el camino andado. De nuevo en el cuarto, tomó el fuerte astillado, buscó un cordel, lo amarró al asiento, se subió al sillín y pedaleó briosamente por el pasillo. El fuerte, al trompicar en el suelo, hacía
boom, booombooom, booooom
, mientras la rueda delantera, al girar sobre el eje reseco, hacía
güi-güiiii-güi
y Quico dijo para sí:
La música
. Volvía la rubia cara sonriente para admitir los saltos del fuerte amarrado y los retumbos y voceó con fuerza:

–¡Juan, un camión con remolque!

Súbitamente descubrió la aspiradora tras las cortinas del vestíbulo y se apeó, tomó el tubo de goma y subió de nuevo al triciclo. En su habitación desató el fuerte y se dijo:
Ahora hay que echar gasolina
; se encaramó una vez más y con el tubo en la mano entró en el cuarto de baño rosa. Se apeó, forcejeó un rato tratando de meter el grifo por el tubo y, como no lo consiguiera, abrió el grifo y apretó el tubo contra la boca. Parte del agua salía despedida en abanico y le mojaba el jersey rojo y la cara y la cabeza, pero Quico no lo advertía porque sus ojos se concentraban en el otro extremo del tubo por donde escurría un hilillo de agua que caía sobre la parte trasera del triciclo:

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