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Authors: Miguel Delibes

El príncipe destronado (2 page)

BOOK: El príncipe destronado
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El niño enroscaba y desenroscaba maquinalmente el tubo estrujado de dentífrico. Sus ojos azules parecían ausentes. Dijo:

–Juan dice que los demonios tienen alas, Vito. ¿Es verdad que los demonios tienen alas?

–A ver.

–¿Cómo los ángeles?

–A ver.

–¿Y se llevarán al Moro al infierno?

La Vítora le consideró con una suerte de lejana compasión. Dijo como para sí:
Qué cosas tiene esta criatura
. Y alzó la voz para decirle:

–Los gatos no van al cielo ni al infierno, para que lo sepas.

–Pero si es negro —dijo el niño, obstinadamente.

–Aunque sea negro. Los gatos van a la basura y sanseacabó.

Quico se arrodilló de improviso en las baldosas rojas, incrustadas de pequeños baldosines blancos, y arrastró un trecho el tubo de dentífrico haciendo
buuuuuuum
y, de vez en cuando,
piii-piii
, hasta que el tubo tropezó con un botón negro y, entonces, el niño abandonó aquél en el suelo, tomó el botón, lo examinó detenidamente por los dos lados, sonrió y se dijo:
Un disco; es un disco
. Y, torpemente, lo introdujo en el bolso de su pantaloncillo de pana; tomó, después, el tubo de dentífrico y lo guardó también. De repente se puso en pie y agarró el vuelo de la bata listada de azul:

–Vamos a por la leche, Vito.

–Aguarda.

–Dijiste que si no lloraba, me bajabas.

–¡Huy, madre, qué chico éste!

Atravesó el breve pasillo que la separaba del cuarto de plancha y regresó con un abrigo a cuadros y una bufanda y una caperuza rojos y se los colocó al niño rápidamente, sin que la notoria gafedad de sus manos dificultase sus movimientos.

–Anda, vamos —dijo.

–¿En zapatillas? –advirtió el niño.

Ella tomó la cesta:

–Mira, como vamos tan lejos.

El niño bajaba las escaleras primero con el pie izquierdo y, seguidamente, juntaba el izquierdo con el derecho en el mismo escalón, pero lo hacía rápido, casi automáticamente, a fin de no retrasar el apresurado descenso de la Vítora. La tienda estaba tres casas más allá y el niño, de la mano de la chica, recorrió la distancia, restregando su dedo anular por la línea de edificios. En la tienda olía a chocolate, a jabón y a la tierra de las patatas. Avelino distribuía el género en rejillas de aluminio y Quico recorrió con los ojos los casilleros coloreados con alcachofas, zanahorias, cebollas, patatas, lechugas y, por encima, los paquetes sugestivos de chocolate, galletas, cubanitos, macarrones y, más arriba aún, las botellas de vino negro y las de vino rojo y las de vino blanco y, a mano derecha, los tarros con los caramelos.

El señor Avelino divisó su caperuza roja por encima del mostrador:

–Mucho has madrugado tú hoy, ¿eh, Quico?

–Sí —dijo el niño.

La señora Delia salió de la rebotica y, al verle, dijo:

–¿Qué dice el mozo? Mucho has madrugado.

Pero Quico, encuclillado, se metía entre las piernas de la parroquia y bajo el mostrador, y bajo los tarros de caramelos, y no oía a nadie. Absorto buscaba las chapas de las botellas de Coca-Cola y de Pepsi-Cola y de Kas y las iba guardando en el bolsillo del pantalón, junto al botón negro y el tubo dentífrico y la Vítora le dijo al señor Avelino:

–¿Dónde anda el Santines?

El señor Avelino echó una mirada fugaz al reloj enmarcado de azul pálido. Dijo:

–No creo que tarde, ya hace rato que salió.

La Vítora se impacientó:

–Tengo mucha tela que cortar; déme la leche y luego el Santines que me suba esto. –Le tendió un papel al señor Avelino.

En el extremo del mostrador, una muchachita con abrigo marrón levantó una vocecita destemplada:

–¡Qué frescura! –dijo—. Todas tenemos tela que cortar, señor Avelino. Y llevo aquí de plantón más de un cuarto de hora, para que se entere. Y si cada una que llega se salta la vez...

La Vítora se volvió a ella, desencajada:

–¿Y para qué quieres la boca, hija?

Quico apareció por entre las piernas de la parroquia, mirando atemorizado a la Vítora que voceaba. El señor Avelino dijo:

–Calma, hay para todas. –Guiñó un ojo a la Vítora—: Cómo se nota que te han dejado viudita, ¿eh?

La Vítora sonrió tristemente.

–Mañana —dijo—. No me lo recuerde, señor Avelino, no sea usted malo.

El Quico ya estaba junto a ella. Dijo tomando la mano de la Vítora y bajando la voz:

–Es malo el señor Avelino, ¿verdad, Vito?

–¡Calla tú la boca!

El señor Avelino se dirigió a los tarros de caramelos y le alargó uno a Quico:

–Toma, pequeño, un chupa-chups.

La Vítora llevaba en la cesta las botellas de leche y le dijo al señor Avelino desde la puerta:

–A ver si aviva el Santines.

–Descuida.

Quico miraba ahora el redondo caramelo amarillo y lo hacía girar y girar por el palito incrustado y cuando le tomaron por la barbilla y le obligaron a levantar la cabeza experimentó una viva irritación contra el mundo. La Señora le sonreía desde su altura, entre las pieles, dulcemente, estúpidamente, y, al cabo, le dijo a la Vito:

–¿No es ésta, por casualidad, la nena del señor Infante, el de Tapiosa?

–Sí, señorita, pero es nene.

La señora acentuó su sonrisa:

–Claro —dijo—, a esta edad. Le ve una tan rubio y con esos ojos...

Quico se había puesto serio, casi furioso:

–Soy un machote —dijo.

Ella rió, ya en alta voz, divertida:

–¿Así que eres un machote? –preguntó.

A Quico le dolía la nuca y la estatura de ella y su condescendencia y experimentó uno de sus súbitos arrebatos. Chilló:

–¡Mierda, cagao, culo...!

La sonrisa de la Señora se cerró instantáneamente, mecánicamente, como un esfínter.

Le regañó:

–Eso está muy feo. Los niños buenos no dicen esas cosas.

La Vítora se puso seria y le zarandeó:

–No le haga usted caso —le dijo a la Señora—. Desde que ha venido la hermanita tiene unos prontos que qué sé yo.

Dijo el abrigo de pieles:

–¿Qué número hace?

–¿Éste? El quinto. Y dicen que no hay quinto malo, ya ve.

Luego, en el montacargas, la Vítora rezongaba:

–Se lo voy a decir a tu mamá, para que lo sepas. ¿Tú crees que son esas maneras de contestar a una señora? La Vito es demasiado de buena, pero un día se va a cansar y no te va a querer.

El niño tenía ahora, al mirarla, los ojos lánguidos, como con mucho blanco, por debajo de las pupilas.

–¿Es pecado, Vito? –dijo.

–¿Pecado? ¡Y de los gordos! Si te agarran ahora los demonios no paran hasta dejarte en los infiernos.

Al apearse en el descansillo del montacargas, Quico tenía una expresión sombría. De reojo miró al otro lado de la rejilla y divisó la madeja desmayada del Moro negreando lastimosamente entre las basuras. La Vítora dio dos golpes en el cristal. Le dijo:

–Mira, ya está tu mamá bañando a la Cristina.

Él entró sonriente, triunfal, levantando el chupa-chups por encima de su cabeza. Reparó, de pronto, en el vientre abombado, liso, de su hermana y dijo:

–Cris no tiene pito, ¿verdad, mamá?

–No —respondió Mamá evasivamente.

–¿Y tú? ¿Tienes tú pito, mamá?

–Tampoco; eso sólo lo tienen los niños.

A Quico se le redondearon los ojos azules y exclamó:

–Entonces, papá ¿tampoco tiene pito?

Las 11

–Mira, Juan, un avión —dijo Quico.

Giraba sobre sí mismo sosteniendo el tubo de dentífrico entre dos dedos e imitando con la boca el zumbido de un motor y, al cabo de un rato, cesó de dar vueltas, arrastró el tubo por el fogón rojo de sintasol durante un trecho y le detuvo.

–Mira, Juan —dijo—, ha aterrizado.

La Vítora examinó un momento a Juan, levemente descolorido, sus ojos concentrados, profundos y negros ribeteados de ojeras:

–Ha adelgazado este chico —dijo—. Se le nota.

Voceó Quico:

–¡Mira, Juan, ha aterrizado!

Mamá envolvió a la niña en la toalla fresa y dijo:

–Mañana irá al colegio. Ayer ya no tuvo fiebre.

Quico tomó el tubo y giró de nuevo sobre sí remedando el zumbido de un motor.

–Mira, Juan —dijo—: ¡qué alto vuela!

–Déjame —dijo Juan.

Los ojos negros de Juan recorrían ávidamente los carteles de la historieta y sus labios se movían imperceptiblemente:
Nuestro héroe recibe un golpe en la nuca al entrar en una de las celdas y cae de bruces al suelo
. Quico guardó el tubo de dentífrico en el bolso del pantalón y se aproximó reverentemente a su hermano:

–¿Es bonito? –dijo.

–Sí —respondió Juan, maquinalmente.

Quico estiró un dedo y lo fue arrimando poco a poco hasta tocar el papel:

–¿Quién es ése? –preguntó.

–El Cosaco verde —respondió Juan.

–¿Es malo?

–No; es bueno.

–¿Y ése?

–Ése es Tang; ése sí que es malo. Es el jefe de los piratas.

Quico extrajo del bolsillo el tubo de dentífrico, lo destapó y dijo:

–Le voy a matar con mi cañón.

–Quita —dijo Juan sin alzar los ojos del tebeo, apartando a Quico ásperamente con la pierna.

–¿Por qué no quieres que lo mate con mi cañón, si es malo?

Juan no le oía. Leía ávidamente:
Si intentas alguna traición dispararé contra ti. ¡Haz que tus hombres arrojen las armas!

La Vítora vertía la leche en una cazuela y, al hacerlo, derramó unas gotas en la superficie de sintasol. Depositó la cazuela sobre el hornillo y suspiró hondo.

Dijo Mamá:

–Y de Seve, ¿no se sabe nada?

–Digo yo que su madre seguirá igual, cuando no viene —respondió la Vítora y suspiró más hondo aún.

–¿Ya? –dijo Mamá.

–Mañana, ya ve. Para el caso...

Quico se encaramó en la butaquita de mimbre y, con el dedo, extendió sobre el sintasol las blancas gotas de leche. Ladeaba la cabeza como buscando una perspectiva y una vez que consiguió una madeja inextricable voceó gozosamente:

–¡Vito, Juan, San Sebas!

Juan arrojó el tebeo al suelo y se acercó a él desganado. Miró el jeroglífico, frunciendo el ceño y dijo despectivamente:

–¿Es la playa eso?

Quico había enrojecido de entusiasmo al tiempo que exclamó:

–¡Mira, unos señores que van nadando y otro señor que toma el sol y...!

Juan encogió los hombros y de su rostro irradió un profundo desencanto.

–No se parece nada —dijo.

La Vítora se dirigía ahora a Mamá:

–Cinco de cada ciento van al África y le va a tocar a él. ¿Qué le parece?

–Mujer —dijo Mamá—. Alguno había de ir.

–¡Concho!, eso digo yo, pero ¿por qué todo lo malo tiene que tocarla a una? ¿No hay más gente en el mundo?

–¿Y el de la Paqui?

–¿Quién, el Abelardo? ¡Huy, madre! Ése ha nacido de pie, como digo yo. Yo no sé cómo se las arregla esa chica que todo le sale a derechas. El sábado va y la toca el cupón y, el lunes, sortean y el novio aquí, ¿qué la parece?

La niña palmoteaba y decía:

–Atata, atata.

Quico se llegó a ella, le tomó las manos y la hizo palmotear con más fuerza y la niña reía a carcajadas y el niño rompió a reír también y la niña volvió a decir:

–Atata.

Quico tiró de la bata de flores rojas y verdes:

–¡Dice patata! ¡Mamá, Cris ha dicho patata!

Y Mamá decía:

–... y, después de todo, eso no es ninguna desgracia.

La Vítora se enfurruñó:

–Según se mire. La Paqui, ya ve, me sale ahora con que lo mismo el Femio se lía allá con una negra.

–Tonterías —dijo Mamá.

–A saber. Y el Abelardo lo mismo, que tal como están ahora los negros, cualquier cosa.

Quico volvió a tirar de la bata de flores rojas y verdes:

–Mamá, Cris ha dicho patata.

Mamá le apartó sin miramientos:

–Hijo, por Dios, déjame, qué pesado, me tienes aburrida.

La Vítora echó leche en un tazón y el resto de la cazuela lo distribuyó entre dos platos, abrió un bote con la efigie de un bebé sonriente y sirvió en cada plato una gran cucharada con copete de polvos amarillos.

–Hala, a desayunar —dijo revolviendo, alternativamente, los dos platos.

Sentó a Quico en una silla blanca, arrimó otra a la mesa para Juan y ella acomodó a la niña en su regazo. La niña ingería la papilla sin rechistar y, a cada cucharada, se le formaba en torno a los húmedos labios un ribete amarillento. Juan colocó el Capitán Trueno ante sus ojos, utilizando el azucarero por atril, y al tiempo que migaba un bollo en el Colacao, devoraba la historieta:
Pagaréis cara vuestra osadía. ¡Aaaag!. Adelante, compañeros, que ya son nuestros. ¡Toma, canalla; ahora te toca a ti!
En tanto, Quico golpeaba rítmicamente el mármol blanco con la cuchara y la Vítora le dijo:

–Vamos, Quico, come. ¡Ay, qué criatura, madre!

Quico introdujo torpemente la cuchara en la papilla y la revolvió y los surcos se marcaron profundamente en el plato. Miró y tornó a revolver.

–Te se va a quedar fría, come.

Quico canturreó:
Están riquitas por dentro; están bonitas por fuera
. La niña concluía ya su desayuno y la Vítora se alborotó toda:

–¡Mira que llamo a tu mamá, Quico!

Quico se llevó desganadamente a la boca una cucharada de papilla y la paladeó con repugnancia:

–¡Qué asco! –dijo.

Juan leyó con los ojos abiertos como platos:
Pero basta ya de charla; ¡vas a morir!
La Vítora dejó a la niña en el suelo y quitó la cucharilla de la mano a Quico:

–Trae acá; pareces un niño pequeño.

–¡No soy un niño pequeño!

–Sí, un pequeñajo; eso eres tú.

–¡No soy un pequeñajo!

–¡Pues come! Así te harás grande como tu papá, que si no...

Quico abrió la boca, cerró los ojos y tragó. Quico abrió la boca, cerró los ojos y tragó. Quico abrió la boca, cerró los ojos y tragó; parecía un pavo:

–Ya no más, Vito —dijo con los ojos anegados, implorante.

La Vítora le pasó dos veces el babero por los labios, cogió el plato con los restos de la papilla, arrojó éstos al cubo de la basura y, luego, tomó cuidadosamente unas mondas de patatas y los cubrió. Juan le dijo a Quico:

–Quita.

Dijo Quico:

–No me he hecho pis en la cama, Juan. ¿Verdad, Vito que no me he hecho pis en la cama?

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