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Authors: Miguel Delibes

El príncipe destronado (3 page)

BOOK: El príncipe destronado
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–No; ya eres un mozo.

–Atito —dijo Cris.

–¡Dice bonito! ¡La niña ha dicho bonito, Vito!

La Vítora tomó la aspiradora, el escobón, la bayeta y el recogedor y abrió la puerta:

–¡Ojo! –dijo asomando la cabeza despeinada por el hueco—. No hagáis barrabasadas.

Quico dio una vuelta completa sobre sí, gozándose en su independencia. Al cabo se dirigió a la rinconera, junto al fogón, y la abrió de un tirón. El resbalón hacía
clip
al abrirse el portillo, y
clap
al cerrarse, y Quico abrió y cerró dos docenas de veces escuchando atentamente y sonriendo. Cuando se cansó miró dentro y divisó los paños de cuadros blancos y rojos, amarillos y blancos, blancos y azules y, arriba, en el estante los frascos y botes de abrillantadores y detergentes. Cerró, se arrodilló y abrió la pequeña portilla, bajo el fogón:

–El garaje —dijo.

Cristina, sentada bajo la mesa, cogía minúsculas migas de pan y se las llevaba a la boca. Juan, inmóvil, pasaba las hojas sin pestañear.

–¡El garaje, Juan! –voceó Quico.

–Sí —dijo Juan mecánicamente.

Arriba estaba el gigantesco termo blanco —la bomba atómica— y, a la izquierda, la cocina eléctrica y, a su lado, el fogón de sintasol rojo y, más a la izquierda, la puerta encristalada del montacargas y, junto a la puerta, la fregadera empotrada y, sobre ella, el escurreplatos y, poco más allá, la pila, que hacía esquina con el corto pasillo, donde se abrían las puertas de la despensa y el aseo de servicio, y comunicaba con el cuarto de plancha. Y el grifo frío de la pila siempre goteaba y hacía
tip
y, al cabo de diez segundos, volvía a hacer
tip
, pero eso era cuando todos, niños y grandes callaban, y, alguna vez, Quico arrastraba junto a la pila su butaquita blanca de mimbre, se sentaba y jugaba a decir
tip
al mismo tiempo que la pila y cada vez que su
tip
coincidía con el
tip
del grifo frío, de modo que hiciera tiip, él palmoteaba y reía a carcajadas y llamaba a Cris para que fuese testigo.

Frente a la puerta del montacargas estaba la mesa blanca, con el tablero de mármol blanco y un armario blanco colgado donde la Vítora guardaba el frutero con las naranjas, las manzanas y los plátanos, el azucarero, el salero y la tila y el boldo que Papá tomaba por las noches, después de cenar. Y, luego, a la derecha de la puerta, que comunicaba con el resto de la casa, se alzaba la caldera de la calefacción, brillante de purpurina y una barrita de cristal encima llena de rayas minúsculas y de números y, atravesándola, un filamento rojo bermellón, que se estiraba y se encogía como la tripa de Jorge.

Quico accionó el picaporte poniéndose de puntillas y salió. Andaba mirando al suelo y, de repente, se agachó, tomó una chincheta con la punta oxidada y la cabeza verde y corrió hacia su cuarto:

–¡Mamá! –chilló—. Mira lo que he encontrado.

Mamá, aturdida con el motor de la aspiradora, recorría los rincones sin oírle. Le vio de pronto, en la puerta, en la corriente, y gritó:

–¡Vete de ahí! ¿No ves que te vas a enfriar?

Quico agitó el brazo con la chincheta verde en la punta de los dedos:

–Toma —dijo.

Mamá paró la aspiradora y se acercó a él. Tenía un cigarrillo en la mano derecha.

–¿Qué quieres? –preguntó.

–Mira lo que me he encontrado.

Mamá miró la chincheta herrumbrosa.

–Muy bien —dijo—. Has sido muy bueno. ¡Hala, ahora vete!

–Si no, se la traga Cris, ¿verdad, mamá? –dijo Quico sin moverse.

Mamá se llevó el pitillo a los labios y tomó de nuevo el mango de la aspiradora con las dos manos.

–Claro —dijo suavemente—. Ahora vete.

–Y se muere, ¿verdad, mamá?

–Sí, sí, claro —levantó la voz.

–Como el Moro, ¿verdad, mamá?

Mamá saltó como cuando se oprime un resorte. Retiró el cigarrillo de la boca para chillar:

–¡Vamos! ¿Quieres marchar de una vez?

Quico penetró en la cocina con la cabeza gacha, el ceño fruncido y la niña le miró desde debajo de la mesa y dijo:
Ata-atata
, pero Quico no reparó en ella, cruzó hasta el retrete de servicio, se levantó dificultosamente una pernera del pantalón y lanzó un chorrito transparente y minúsculo. Luego se llegó al cuarto de plancha, hurgó unos segundos en la estantería del rincón y sacó de una caja de hojalata el Chupa-chups amarillo. Sonrió. Regresó a la cocina, quitó el papel del caramelo, y le dijo a Juan:

–Anda —dijo—, mira lo que tengo.

Juan, abstraído, leía:
Voy a tener el gusto de meterte un plomo entre las dos cejas, amiguito
.

–¡Juan! –repitió Quico flameando el Chupa-chups y haciéndolo girar sobre el palillo—. ¡Mira!

Juan levantó sus profundos ojos negros, que se iluminaron de súbito en un relámpago:

–¿De quién es? –dijo.

–Mío —dijo Quico.

–Dame un cacho.

–No.

La niña salió de debajo de la mesa como un perro que captara los vientos de una pieza y se puso dificultosamente de pie. Sujetó a Quico del jersey y tironeó de él hacia abajo:

–Atito —dijo.

–No —dijo Quico—. Un poquito, no.

–Dame un cacho, anda —repitió Juan.

–Es mío —dijo Quico.

Juan introdujo una mano en el bolsillo de su pantalón y sacó una sucia petaquilla de plástico, la abrió y le mostró el pequeño cabo de un lapicero de mina roja, un sucio pedacito de goma de borrar y dos monedas de diez céntimos.

–Te doy el lápiz si me das un cacho —dijo.

Pero Quico paladeaba ya el caramelo y, de vez en cuando, lo sacaba de la boca para desprender de él un pedacito de papel transparente. Cris, la niña, cansada de tirar de él, empezó a llorar.

–Te doy también la goma —dijo Juan.

Quico sonreía triunfalmente y, de nuevo, izó el Chupa-chups como una bandera y sonrió sacando la lengua y arrebañando con ella los restos de golosina que se pegaban a sus labios:

–Es mío —dijo—. Me lo dio el de la tienda.

De pronto, Juan, cuya garganta se movía lentamente, a intervalos, como si tragase algo, se llegó a él, le quitó el Chupa-chups de la mano, le propinó un mordisco y se lo devolvió. La esferita quedó truncada por unas estrías blanquecinas, como de hielo, y Quico, al verlo, se enfureció, arremetió contra su hermano a patadas, al tiempo que lloraba con rabia. La niña berreaba también, junto a él, levantando sus rollizos bracitos hacia el caramelo y, súbitamente, la puerta se abrió y penetró como un huracán la bata de flores rojas y verdes y una voz dijo, desde lo alto de la bata:

–¿Qué escándalo es éste? ¿Puede saberse qué pasa aquí?

Cris continuaba con las manitas en alto, mientras Quico y Juan se quitaban la palabra de la boca, se acusaban mutuamente y, por fin, una mano que emergió de la bata de flores, atrapó el Chupa-chups y dijo:

–Hala, para nadie; así todos contentos.

Al cerrarse la puerta hubo un silencio expectante, como una pausa, que Juan quebró, frotándose los nudillos de la mano con los de la otra y diciéndole a Quico:

–Anda chínchate.

Súbitamente, Quico arrancó hacia el cuarto de plancha y voceó:

–¡Pues ahora me muero!

–Ta-ta-ta-tá —dijo Juan, simulando apuntarle con una metralleta mientras su hermano corría, y Cristina le miró a Juan y remedó con extraño entusiasmo:

–Ata-ata-ata.

Y luego sonrió y, se le formaban en la carne prieta de las mejillas unos hoyuelos como los que tenía en los codos.

Las 12

Sintió detenerse el montacargas y salió de su rincón entre los dos armarios rojos y, justo en el momento que abría la puerta encristalada, Santines arrastraba el cajón con el pedido hasta el descansillo. Pero el cajón topó impensadamente con una baldosa desnivelada, coleó y atrapó dos dedos de Santines contra el enrejado. El chico se llevó instintivamente la mano dañada a la boca y dijo con rabia:

–¡Leche, me pillé!

Quico le miraba atentamente, poniendo el mismo gesto de dolor que veía en la cara del otro y cuando Santines se frotó los dedos lesionados contra el delantalón gris, él lo hizo también contra las blandas estrías de su pantalón de pana, aunque en forma apenas perceptible.

–Hola —dijo al cabo.

El otro preguntó:

–¿Está tu mamá en casa?

Quico asintió sin palabras. Juan le oyó desde dentro, abrió la puerta del pasillo y voceó:

–¡Mamá, el de la tienda!

Pero vino la Vítora y le dijo a Santines, malhumorada.

–Podías haber subido más tarde, espabilado. Mira la hora que es.

–No uso —respondió descaradamente el chico, mostrando su desnuda muñeca.

Y dijo la Vítora con segundas:

–No, ¿eh? Pues ya le diré a tu jefe que te merque uno, ¡no te amuela!

El chaval se puso en jarras.

–Oye —dijo—. Por si no lo sabes te diré que yo no he mandado a nadie al África.

Por un instante pareció que los ojos de la Vítora iban a escapar de las cuencas. Se llegó a él, levantó el antebrazo y dijo mordiendo las palabras:

–¡Calla la boca o te meto una así que te vas a acordar de la Vítora mientras vivas!

El chico, que instintivamente había alzado un brazo para protegerse, lo bajó al ver que la otra lo bajaba. Silbó.

–Bueno está el patio —dijo.

Cris, sentada en el suelo, hurgaba en el cajón, alineaba las cebollas y las naranjas en las baldosas, mientras Quico y Juan seguían el duelo dialéctico, moviendo alternativamente la cabeza, como una partida de tenis. La Vítora fue tomando las mercancías del cajón y amontonándolas sobre el fogón de sintasol rojo. Santines la miraba hacer, observaba sus manos torcidas, notoriamente agarrotadas, y, sin embargo, de movimientos ágiles.

–Vaya manos —murmuró—. ¿Dónde vas con esas manos?

La Vítora volvió a mirarle encolerizada:

–¿Qué se te da a ti de mis manos?, ¿eh? Di.

El otro se encogió de hombros:

–Eres gafa; sólo eso.

–Bueno, y a ti, ¿qué?

–Nada.

–Por eso.

Quico se fue acercando tímidamente a Santines y terminó por agarrarle del blusón gris y tirar de él hacia abajo:

–Oye —le dijo—. Hoy no me he hecho pis en la cama.

–¡Vaya!

–¿Verdad, Vito, que hoy no me he hecho pis en la cama?

–No, majo.

Quico, en vista de que no lograba hacer descender la atención de Santines, volvió a tirarle del mandil y cuando el chico le miró, le dijo:

–¿Tú no vas al colegio?

Santines rió en corto, con un deje como de aspereza y dijo:

–No, chaval; yo no voy al colegio.

–¿Porque estás malo?

Santines se golpeó el pecho con los dedos apiñados:

–¿Yo, malo? Yo estoy más bueno que Dios —dijo.

La Vítora le tendió el cajón:

–Toma, anda, lárgate y así revientes.

Santines hizo un gesto burlón:

–¿Tan mal me quieres?

La Vítora cerró de golpe la puerta de cristales. Gritó:

–Yo no te quiero ni bien ni mal, para que te enteres.

Santines, con el cajón a la espalda, le hacía muecas tras los cristales con la mano izquierda remedando su gafedad y reía descaradamente. Dijo la Vito.

–Un día le voy a romper los morros a ése o no sé lo que voy a hacer.

Luego abrió la trampilla de bajo el fogón, arrimó un cubo y lo llenó de carbón con el cogedor.

–¿Vas a encender la calefacción, Vito? –preguntó Quico.

Los movimientos de la Vítora eran bruscos, de un malhumor reprimido. La bata de flores rojas y verdes entró, de repente, en la cocina.

–¿No vino Domi todavía? –dijo.

–Ya ve.

–¿No son las doce?

–Ya hace rato que dieron.

Quico se acercó a la caldera de la calefacción e intentó abrirla. No lo consiguió y, entonces, sujetó el tirador con ambas manos e impulsó hacia arriba con fuerza. El portillo saltó y le cogió un dedo contra la silla. Instintivamente el niño se llevó la mano a la boca. Chilló:

–¡Leche, me pillé!

La bata de flores rojas y verdes se inclinó implacable sobre él:

–¿Qué has dicho? –dijo—; ¿no sabes que eso no se dice, que es un pecado muy gordo?

La Vítora, acuclillada junto a la caldera, le miró entre compasiva y socarrona. Dijo.

–¡Qué chico éste! ¿Dónde aprenderá esas perrerías?

La bata de flores se había enderezado, mientras Quico se aplastaba contra la mesa, junto a Juan. Dijo la bata:

–Eso digo yo. ¿Quién le enseñará esas cosas?

La Vítora alzó su mirada sumisa, unos ojos garzos levemente irritados.

–Si va por mí —dijo—, se equivoca.

Juan se agachó un poco y le dijo a Quico al oído:
Ji, leche
y Quico le miró en cómplice y rió también y tomó la mano de su hermana que hacía corro con ellos en torno a la caldera. La Vítora estrujó el periódico de la víspera, colocó unos palillos encima y, finalmente, procurando no aplastar el papel, introdujo unas astillas, rascó un fósforo y le prendió fuego. Las llamas ascendieron, zumbando y caracoleando y Juan dijo:

–El infierno.

Quico le miró, escéptico.

–¿Es eso el infierno? –preguntó.

Salió la bata de flores rojas y verdes y la Vítora le dijo:

–Así, sólo que más grande. Ahí vas a ir tú si te repasas o dices esas cosas.

Quico frunció las cejas.

–¿Voy al infierno —preguntó— si digo leche?

–Eso.

–¿Y si me repaso, Vito?

–También.

Agachó la cabeza y se miró los pantalones, entre las piernas, y se pasó primero una mano y luego la otra.

–Toca, Vito —dijo—. Ni gota.

–A ver lo que dura —dijo la Vito.

El fuego se incrementaba, silbaba; era como si la Vítora tratara de enlatar un huracán:

–¡El demonio! –chilló Juan de pronto—. ¿No viste saltar al demonio, Quico?

–No —dijo Quico decepcionado.

Los tres niños miraban el fuego como hipnotizados. Las pupilas de Quico estaban empañadas por una sombra de terror. Dijo la Vítora compadecida:

–No era el demonio; era humo.

Quico vaciló.

–¿No era el Moro? –dijo.

–¿A qué ton el Moro?

–Como es negro.

La Vítora cargó la paleta de carbón y la arrojó sobre las llamas, que empezaron a palidecer y a desparramarse y, poco a poco, con el rojo resplandor, decreció la expectación de los niños. La Vítora concluyó de cargar la caldera y cerró el portillo. Dijo Quico a Juan:

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