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Authors: Miguel Delibes

El príncipe destronado (12 page)

BOOK: El príncipe destronado
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–¡Jobar! Una punta así de larga.

–Me la ha sacado el médico, anda —dijo Quico.

El disco sonaba a todo volumen cuando se presentó la Domi con Cris en brazos. La puso en el suelo:

–Anda, bonita, échate un tui con el Quico —dijo.

La niña culeó desganadamente mientras Quico braceaba con todo entusiasmo, se encuclillaba, se incorporaba, procurando obedecer el compás. La Domi rezongaba:

–Me se duerme en los brazos. No se entretiene con nada, yo no sé qué le pasa.

La irrupción de Mamá les dejó paralizados:

–¿Están todos locos? ¿Es que no saben que el niño no se puede mover? ¡Quico, déjate de bailes y vente a sentar conmigo al salón!, ¿has oído?

Quico salió sumisamente tras ella seguido de Juan. Al llegar al salón, Mamá le entregó un montón de postales y le sentó en una silla, bajo la lámpara.

–Anda, míralas —dijo—. Y a ver si puedes parar quieto hasta que te acuesten.

Dijo Juan:

–¿Son las que pintan los pobres con los pies?

–Los pobres y los ricos —dijo Mamá—. Las pintan con los pies los que no tienen manos —les dejó solos.

Quico le miró de refilón:

–Con los pies, Juan —rió.

Las pasó una tras otra. Juan las contemplaba también por encima de su hombro. Al concluir de verlas Quico las barajó. Quedó en primera posición una vista de un riachuelo con un rústico puentecillo de madera. La cara de Quico se iluminó:

–¿Te acuerdas, Juan —inquirió—, cuando me caí a un río y no me picó nada? ¿Te acuerdas?

–Sí —respondió Juan.

Del cuarto de atrás llegaban ritmos de twist, y de madisson y de rock. Juan agarró una postal y la volvió:

–Voy a escribir a Mariloli —dijo.

Quico volvió otra, como hiciera su hermano:

–Y yo —dijo.

–Tú no sabes.

–Sí sé.

–A que no.

–Sí sé.

–No sabes porque eres un pequeñajo.

–¡No soy un pequeñajo!

–Sí.

–¡No! –gimió Quico.

–Un pequeñajo que ni va al cole ni nada.

–¡¡No!! –Quico prorrumpió en un llanto rabioso. Instantáneamente apareció Mamá alarmada:

–¿Qué es lo que pasa?

Quico se explicó entre sollozos:

–Juan dice que soy un pequeñajo y que no sé escribir a Mariloli y que...

Impulsivamente Mamá propinó dos cachetes a Juan. Tras el segundo se quedó con la mano en alto y musitó:
Otro príncipe destronado
—agitó la cabeza de un lado a otro y añadió como para sí, malhumorada—:
Yo no sé si esta casa acabará siendo el palacio real o un manicomio
. Le tendió un bolígrafo a Quico:

–Ten. ¡Escribe! –dijo.

La mejilla sonrosada de Quico casi rozaba la postal. Dibujaba con pulso inseguro, sonriente, palitos y aros bajo la inquisitiva, despectiva, mirada de Juan:

–Ésta es la O —dijo.

–¿Y la A? –inquirió Juan.

–Ésa no sé.

–Lo ves, pues es la O con un rabito; mira, así —le devolvió el bolígrafo.

–¿Así, Juan?

–Sí.

Trazó torpemente un palo vertical y le coronó con un punto:

–Ésta es la I —añadió.

Dibujó unos garabatos entre las letras y al entrar de nuevo Mamá, le mostró la postal orgulloso:

–Es para Mariloli —dijo.

–¡Qué bien! –dijo Mamá—. Escribes ya muy bien. –Retiró las tarjetas. Agregó con voz temblona depositando un plato en la mesita enana—: Ahora el niño es bueno y va a comerse unos espárragos, ¿verdad, mi vida?

Le subió a Quico hasta la garganta una irritación sorda:

–¡Pues que se callen!

–¿Que se calle quién? –preguntó Mamá pacientemente.

–¡Pues que no bailen!

–Anda, Juan —dijo Mamá—, dile a Merche y a sus amigas que dejen el tocadiscos.

–¡Pues que venga la Vito! –añadió el niño.

–Y dile a la Vito que venga —voceó Mamá a Juan que ya alcanzaba la puerta.

–¡Pues... pues...!

Mamá le metió un espárrago en la boca. Quico mordisqueó la punta. Dijo entonces Mamá suavemente:

–Eso son mañas de niño chico, Quico. Anda, come.

Tardó en tragar. Apareció la Vítora. La música había cesado ya:

–A ver, majo; a ver cómo te comes todo el plato como un hombre —dijo la Vítora.

La Domi llegó detrás, con Cristina recostada sobre su pecho, seguida de Juan:

–Señora —dijo—, yo no sé qué hacer con esta cría; me se duerme toda, no hago vida de ella.

Cris cerraba pesadamente los párpados y no conseguía enderezar su negra cabecita. Tan pronto la Domi lo intentaba, la niña se recostaba en ella. Dijo Mamá:

–Déle un vaso de leche y acuéstela. Durmió poca siesta, ¿verdad?

La Domi señaló para el Quico con encono:

–Éstos la despertaron, como siempre.

Mamá animaba incansablemente a Quico, pero Quico cambiaba las hebras estoposas de un lado a otro de la boca y cada vez que intentaba tragar aquella bola áspera, se le amorataba el bigote, le lloraban los ojos y le sobrevenía una arcada:

–No me gusta —dijo tras un esfuerzo.

—Pues lo tienes que comer, tanto si te gusta como si no —replicó Mamá impaciente.

Intervino Juan:

–Los hilos, ¿son para atar el clavo?

–Eso —dijo Mamá—. ¡Vamos, traga!

Quico amenazaba volverse del revés cada vez que dejaba resbalar la bola hasta la glotis y de un golpe de tos la devolvía a la boca y continuaba masticándola, triturándola incansablemente. Y Mamá musitaba:
Dios mío, qué castigo
y, más tarde,
Vamos, traga
, y más tarde,
Te doy una peseta por cada bola que tragues, Quico
. Mas Quico no lo conseguía y al sonar el timbre y entrar la tía Concha se sintió liberado, se tiró de la silla y corrió hacia ella:

–Tía Cuqui —dijo—, ¿me traes la pistola?

La tía Cuqui abrió los brazos para recibirle en ellos y se lamentó:

–Pobre Quico, a la tía Cuqui se le ha olvidado la pistola; la tía Cuqui tiene muy mala cabeza. –Le dejó en el suelo y besó a Mamá—. Hola, guapa —y luego a Juan—. ¿Ya estás bueno? –y, mientras, Quico hurgaba en el bolsillo y decía:

–No importa, como ya tengo otra pistola, ¿verdad, tía?

–¿Tienes otra pistola?

–Sí, mira.

Extrajo el tubo de dentífrico del bolsillo y, al volver el forro, la punta cayó sobre la alfombra verde claro y Mamá chilló:

–¡La punta!

Y Quico miraba el clavo brillante sin pestañear, la bola de estopa inflándole un moflete, paralizado, como un pointer ante la pieza. Mamá insistió:
¡La punta, es la punta!
—se agachó y la examinó—:
Claro que es la punta
—repitió—, y la tía Cuqui dijo:
¿Qué ocurre con la punta, mujer?
, y terció Juan:
Decía que se la había tragado y le han llevado al médico y es mentira
.

Mamá hacía extraños visajes con los ojos y sonreía y apretaba los labios alternativamente y, como colofón, zamarreó a Quico con violencia al tiempo que le decía:

–Era para matarte. ¿No te das cuenta de que has dado a mamá un susto de muerte?

La tía Cuqui sonreía con una expresión piadosa:

–Es pequeño —dijo—. No se da cuenta.

Juan salió corriendo del salón y a los pocos segundos regresó seguido de Merche, Teté, Marcos y la Vítora. Dijo Merche:

–¿Es verdad que es mentira que Quico se había tragado el clavo?

–Mira —dijo Mamá mostrándoselo.

Quico continuaba impasible en el centro del círculo acusador y tan sólo los párpados subiendo y bajando denotaban vida en su rostro.

–¡Jobar, vaya cara! –dijo Marcos.

La Vítora se arrodilló junto a Quico y le miró a los ojos. Sus palabras eran medio caricias, medio reconvención:

–¡Huy, qué chico! –dijo— ¿Por qué dices que te has tragado la punta, di, si la tienes en el bolsillo?

Quico levantó los hombros y adelantó el labio inferior en señal de protesta. Se sentía acosado. Respondió débilmente:

–El médico me la ha sacado, Vito.

Tía Cuqui rió. Merche rió y dijo riendo:

–¡Qué mentiroso es!

También la Vítora rió nerviosamente:

–Para todo encuentra salida este crío —añadió.

Quico daba vueltas y más vueltas al tubo de dentífrico con los ojos bajos. Intervino la tía Cuqui y le tendió una mano:

–Déjale —dijo—; el niño ya va a ser bueno. ¿verdad que ya eres bueno, Quico?

A Mamá le estallaba dentro la alegría, pero se fingía contrariada. Le dijo a la tía Cuqui:

–Me ha dado un susto de muerte, mujer; no puedes imaginarte qué tarde he pasado; y lo peor es qué le digo yo ahora a Emilio después de asegurarle que he visto cómo se la tragaba —volvió los ojos a Merche—: Llama a tu padre y dile que ha aparecido la punta, que todo ha sido una falsa alarma. –Se sentó en el sillón frente a la tía Cuqui y añadió—: Vítora, llévese esos espárragos.

Quico la miró implorante:

–¿Puedo escupir la bola? –preguntó.

Mamá le puso bajo la barbilla un cenicero de plata:

–Sí anda, échala.

Quico la echó. Entonces la tía Cuqui preguntó a Mamá si Papá aún no había regresado y Mamá aclaró:
tiene una junta
, pero se la veía incómoda, como si también ella necesitase escupir la bola, y, finalmente, dijo:

–Nos hemos peleado.

–¿Otra vez? –inquirió la tía Cuqui.

A Mamá empezaron a brillarle los ojos:

–Es insufrible, te lo aseguro.

La tía Cuqui meneó la cabeza varias veces, de un lado a otro:

–Yo con mi hermano no hubiera podido vivir ni dos días —confesó—. Es un carácter el de Pablo que me puede, me saca de quicio, lo reconozco.

Habían marchado todos y Quico miraba las manos pequeñas, nerviosas, limpias de todo adorno, de la tía; Merche se asomó a la puerta seguida de Teté y de Marcos:

–Que bueno —dijo—. Dice Papá que bueno, ¿podemos poner el tocadiscos?

–Sí —respondió Mamá y, cuando salieron corriendo, añadió bajando la voz—: Siempre apunta donde sabe que hace daño. Si sólo fuera discutir, no me importaría, pero Pablo tira golpes bajos a sabiendas, con el mayor encono.

–Siempre ha sido así —admitió la tía Cuqui—. Yo con Pablo no hubiera podido vivir ni dos días.

Mamá carraspeó. Parecía que encerraba más bolas dentro. Dijo con un hilo de voz:

–Lo nuestro hace años que ha terminado —señaló a Quico con la barbilla—. Pero están éstos y hay que fingir. Mi vida es una comedia.

La tía Cuqui se encampanó:

–Eso no —dijo—. El matrimonio se hace y se deshace entre dos. Tuvisteis unas relaciones lo suficientemente prolongadas para conoceros. El matrimonio no se rompe si uno no quiere. Y puesta a hacer comedia, ¿por qué no lo tomas más arriba y finges con tu marido?

Llegaba, muy acolchada, la voz de Hayley Mills, cantando
America the beautiful
y Quico, al oírlo, salió disparado hacia el cuarto de jugar. Marcos, Teté, Merche y Juan rodeaban al tocadiscos. Teté marcaba el compás con el pie, mientras Juan se hurgaba en la nariz. Había varias fundas desparramadas sobre la mesa, bajo el Ángel de la Guarda, y Quico las curioseó una por una. Ante la efigie de Gelu se detuvo y señaló con la uña negra el pequeño recuadro de la Voz de su Amo:

–¡Merche! –chilló—. ¿Por qué se pone ahí el perro? Le va a matar.

Respondió Merche:

–¡Ay!, Quiquín, cada día que pasa eres más pequeñajo y entiendes menos las cosas; eso no es una escopeta, ¿sabes?, es la trompa de un gramófono del tiempo de Maricastaña.

Teté sacó de su funda el
Speedy Gonzales
, de Ennio Sangiusto, y se lo alargó a Merche:


Speedy
, Merche —dijo—; es que me chifla.

Juan se puso en pie súbitamente:

–¿Qué hora es? –preguntó.

–Las ocho y media.

–Quico. ¡El Conejo! –voceó Juan.

Salieron los dos, pero Mamá hablaba por teléfono y decía:
Ya... ya... ya... el príncipe destronado... ya... vais a tener razón... sí... claro... no había forma... gracias a Dios....
Quico la interrumpió:

–Mamá, ¿nos dejas subir a ver el Conejo a la tele de la tía Cuqui?

–¡Calla! –le conminó Mamá y sonrió al auricular—: Perdona... es el niño que no me deja oír... precisamente... lo siento... tú dirás... ya... se lo diré... a buena parte vas...

Quico y Juan esperaban anhelantes el fin de la conversación. Mamá reía ahora nerviosamente, como suelen reír las colegialas de dieciséis años la primera vez que se les acerca un muchacho:

–Sí... ya hablaremos... no me atrevo... cualquier otro sitio... sí... ya... claro... sí... de acuerdo... de acuerdo... están aquí... no puedo ahora... también yo tengo ganas... sí, ya lo sabes... lo sabes de requetesobra... bueno... eres tonto... de acuerdo... adiós.

Colgó sin cesar de sonreír y Quico se precipitó:

–¿Nos dejas subir a ver el Conejo?

Mamá no le dejó terminar:

–Andad —dijo, y añadió apresuradamente porque Quico se escapaba tan rápido como se lo permitían sus pequeñas piernas—: ¡Dice el médico que a ver si no le damos más sustos!

Sonó el estampido de la puerta de la calle. Juan y Quico trepaban por las escaleras aceleradamente. Juan chillaba:

–¡Delicioooso! ¡Refrescaaante!

Y Quico salmodiaba:

–Están bonitas por fuera, están riquitas por dentro.

Les abrió la Valen:

–¿Ya estáis aquí? –dijo malhumorada—. La tía ha salido, de modo que ya os estáis largando los dos.

Juan levantó sus ojos oscuros, ribeteados de ojeras, implorantes:

–Valen —dijo—, ¿nos dejas ver el Conejo?

–Sí, ¿verdad?, y luego me ponéis unos suelos que dan miedo. ¿Y quién tiene que limpiarlos? ¡La Valen!

–Nos quitamos las zapatillas, anda.

Vaciló la Valen. Al cabo dijo:

–Pasar, pero quitaros las calzas, ¿eh? No os lo digo dos veces.

Los dos niños se descalzaron. Los muebles de la tía Cuqui brillaban como si tuvieran cristal. En la caldera de cobre deslumbraba la luz del vestíbulo. El orden, la pulcritud reinaban en la casa. En el cuarto de la tele la tarima resplandecía como el diente de oro del Fantasma. Los dos niños se sentaron en el suelo tímidamente y la Valen conectó el receptor.

El cuadro se adelantó hasta enmarcar el Conejo:

–Ya ha empezado —dijo Juan.

El rostro de Quico se abrió en una sonrisa:

–Mira Porky, Juan.

Y el Conejo le dijo a Porky:

–Estos gandules siempre se nos adelantan.

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