«Esta noche. Esta noche, amada mía. Esta noche.»
«Ah, Diosa, cómo puedo hacer esto a un hombre que me ama, que ha puesto toda su alma en mis manos… Pero he jurado y tengo que respetar mi juramento; de lo contrario sería tan traidora como él.»
Mientras las damas de la reina iban hacia sus habitaciones, los dos se cruzaron en el salón inferior.
—He escondido tu caballo y el mío en los bosques, más allá de la puerta —le dijo, en voz muy baja y rápida—. Después te llevaré adonde quieras.
«No imaginas dónde será.» Pero era demasiado tarde para echarse atrás. Sin poder dominar las lágrimas, respondió:
—Ah, Kevin… Te amo. —Y era cierto. Se había enredado hasta tal punto en el corazón de Merlín que no concebía separarse de él. El aire de la noche parecía lleno de magia.
Los demás tenían que pensar que Nimue se había ausentado con algún recado. Dijo a las damas con las que compartía el dormitorio que había prometido un remedio para el dolor de muelas a una de las mujeres y que tardaría varias horas en regresar. Luego se escabulló, abrigada con su capa más gruesa y oscura y la pequeña hoz de su iniciación en una bolsa atada a la cintura; pasara lo que pasare, Kevin no tenía que verla.
Tinieblas. No había siquiera sombras en el patio sin luna. Descubrió que temblaba al caminar con cautela, a la débil luz de las estrellas. Más allá la oscuridad se hizo más intensa; entonces oyó el murmullo apagado y ronco:
—¿Nimue?
—Soy yo, amado mío.
«¿Cuál es la falsedad mayor: faltar a mi juramento a Avalón o mentir así a Kevin? ¿Existe acaso una mentira buena?»
Cuando la cogió del brazo, el contacto de su mano caliente le hizo arder la sangre. Ahora los dos estaban profundamente enredados en la magia de la hora. Ya fuera de la puerta, descendieron la empinada cuesta que elevaba el antiguo fuerte de Camelot, sobre las colinas circundantes. En invierno aquello se convertía en un río pantanoso; ahora estaba seco, cubierto por la vegetación maloliente de las tierras húmedas; Kevin la condujo a un bosquecillo.
«Ah, Diosa, siempre supe que perdería mi doncellez en un bosquecillo… pero no sospechaba que sería con todo el embrujo de la luna nueva.»
Kevin la estrechó contra sí para besarla. Todo su cuerpo parecía arder. Tendió las dos capas en la hierba y la acostó. Sus manos contrahechas temblaban tanto entre los cordones del vestido que ella misma tuvo que desatarlos.
—Me alegro de que esté oscuro —dijo él, con un hilo de voz—. De ese modo no te horrorizarás de mi cuerpo deforme.
—Nada tuyo podría asustarme, amor mío —susurró ella, alargando las manos.
En ese momento lo decía con toda sinceridad, envuelta en el hechizo que también a ella la había atrapado. A pesar de la magia, la falta de experiencia hizo que se apartara, con auténtico miedo, ante el contacto de su virilidad enhiesta. Él la calmó con besos y caricias. Nimue percibía el ardor de la marea baja, la densa lobreguez de la hora arcana. En el momento en que llegaba a su culminación lo atrajo hacia ella, sabiendo que, si se demoraba hasta que la luna nueva apareciera en el cielo, perdería gran parte de su poder.
—Nimue, Nimue —murmuró él, notando que temblaba—, pequeña mía, eres doncella… Si quieres, podemos… damos mutuamente placer sin que yo tome tu virginidad…
Ante su ofrecimiento sintió deseos de llorar: que él, aun enloquecido por el deseo, esa cosa pesada que se retorcía entre ambos, pudiera ser tan considerado. Pero exclamó:
—¡No, no! Te deseo.
Y lo estrechó fogosamente contra ella, guiándolo con las manos. Recibió casi con gozo el dolor súbito, la sangre, la culminación del frenético deseo de Kevin, y se aferró a él, jadeando, alentándolo con exclamaciones apasionadas. En el último instante lo apartó de sí, sofocado y suplicante.
—¿Eres mío? ¡Júramelo!
—¡Lo juro! Ah, no soporto… no puedo… deja que…
—¡Espera! ¡Júralo! ¿Eres mío? ¡Dilo!
—Lo juro, lo juro por mi alma.
—Por tercera vez: eres mío.
—¡Soy tuyo! ¡Lo juro!
Y Nimue percibió su brusco espasmo de miedo al comprender lo que había sucedido. Pero ahora era prisionero de su frenesí; se movía sobre ella como desesperado, boqueando, gimiendo como en un tormento insoportable. En el momento exacto de la marea más baja, cuando la magia del hechizo descendió sobre ellos, Kevin lanzó un grito y cayó pesadamente sobre su cuerpo. Quedó inmóvil, como si estuviera muerto, y ella se estremeció. No encontraba en aquello el placer del que le habían hablado, pero sí algo más satisfactorio: un triunfo enorme. Pues el embrujo los rodeaba densamente y ella era dueña de su espíritu, su alma, su esencia. En el instante en que se invertía la marea, buscó con los dedos el esperma mezclado con la sangre de su doncellez; con eso marcó la frente de Kevin. El contacto obró el hechizo; él se incorporó, laxo y sin vida.
—Kevin —le indicó—. Monta a caballo.
Él se levantó con movimientos de plomo y se volvió hacia el caballo.
—Primero vístete —especificó Nimue.
Mecánicamente él se puso la túnica y la ciñó a la cintura, con gestos rígidos. A la luz de las estrellas Nimue vio el brillo de sus ojos: ahora sabía, bajo el dominio del embrujo, que lo había traicionado. Con la garganta anudada por la angustia y una salvaje ternura, sintió el impulso de atraerlo otra vez hacia sí, romper el hechizo, cubrirle la cara de besos y llorar por la traición de ese amor.
«Pero yo también he jurado y así lo manda el destino.»
Se puso la túnica y montó. Ambos tomaron silenciosamente el camino de Avalón. Al amanecer, la barca los estaría esperando en la orilla.
Unas horas antes del alba Morgana despertó de un sueño inquieto, presintiendo que Nimue había cumplido su misión. Después de vestirse en silencio, despertó a Niniana y a las sacerdotisas que la asistían. El cortejo descendió lentamente a la orilla, con vestimentas oscuras, las cabelleras peinadas una sola trenza y las hoces de mangos negros atadas a la cintura. En silencio, las mujeres aguardaron a que el cielo empezará a encenderse con el matiz rosado de la primera luz; entonces Morgana ordenó por señas que la barca partiera y la vio desaparecer entre la bruma.
Esperaron. La luz se hizo más fuerte. En el momento en que asomaba el sol, la barca volvió a surgir de entre la niebla Morgana vio a Nimue en la proa, alta y erguida, pero con la cara oculta por la sombra de la capucha. En el fondo de la embarcación había un bulto caído.
«¿Qué le ha hecho? ¿Lo trae muerto o embrujado?» Morgana se descubrió deseando que estuviera muerto, que se hubiera quitado la vida por desesperación o terror. Dos veces había imprecado a Kevin, tachándolo de traidor a Avalón; sobre su tercera traición no había dudas: retirar la Regalía Sagrada de su escondite. Oh, merecía la muerte, sí, incluso la muerte que sufriría esa mañana. Todos los druidas habían confirmado que tenía que morir en el robledal, sin la prontitud de la misericordia. Traición como la suya no se conocía en toda la Britania desde los tiempos de Eilan, la que había divulgado falsos oráculos para impedir que las Tribus se alzaran contra los romanos.
Dos miembros de la tripulación ayudaron al Merlín a levantarse. Iba a medio vestir, con la túnica mal puesta, ocultando apenas su desnudez. Estaba desaliñado y pálido… ¿Drogado o embrujado? Trató de caminar, pero al faltarle sus bastones se tambaleó y tuvo que aferrarse a lo que encontró a mano. Nimue permanecía inmóvil, sin mirarlo, con el rostro escondido en el manto. Pero al elevarse los primeros rayos del sol se echó la capucha atrás; en aquel momento el encantamiento abandonó a Kevin y a sus ojos asomó la conciencia: sabía dónde estaba y qué había sucedido.
Morgana vio que miraba a Nimue, parpadeando al reconocer la barca de Avalón. De pronto fue plenamente consciente de la traición; entonces bajó la cabeza, con horror y vergüenza.
Luego miró a Nimue. La muchacha estaba pálida y débil, despeinada, aunque había intentado trenzarse el pelo apresuradamente. Con labios trémulos, se apresuró a apartar la mirada.
«Ella también lo amaba —pensó Morgana—. Debí prever que un hechizo tan poderoso afectaría a quien lo utilizara.»
Pero Nimue se inclinó profundamente, como lo exigía la costumbre de Avalón.
—Señora y madre —dijo, inexpresivamente—, os he traído al perjuro que entregó la Regalía Sagrada.
Morgana se adelantó para abrazarla, aunque la muchacha rehuyó el gesto.
—Celebro tu regreso a nosotras, Nimue, sacerdotisa y hermana.
Y le dio un beso en la mejilla húmeda. La angustia de Nimue era perceptible en todo su cuerpo. «Ah, Diosa, ¿esto la ha destruido a ella también? En tal caso, hemos comprado la vida de Kevin a un precio demasiado alto.»
—Ya puedes irte, Nimue —añadió, compasiva—. Deja que te lleven a la Casa de las doncellas; tu misión está cumplida. No es necesario que presencies lo que ha de suceder. Has hecho tu parte y sufrido lo suficiente.
Nimue susurró:
—¿Qué será de… de él?
Morgana la estrechó con fuerza.
—Hija, hija, no tienes por qué preocuparte por eso. Has cumplido tu parte con valor y fortaleza. Con eso basta.
La muchacha contuvo el aliento como si estuviera al borde del llanto. Miró a Kevin, pero él no alzó los ojos. Por fin, temblando tanto que apenas podía caminar, se dejó llevar por dos de las sacerdotisas, a las que Morgana dijo en voz baja:
—No la atormentéis con preguntas. Dejadla en paz.
Luego se volvió hacia Kevin. Al mirarlo a los ojos la asaltó el dolor. Ese hombre había sido su amante, pero más que eso: fue el único que nunca trató de enredarla en maniobras políticas; nunca intentó utilizarla por su nacimiento ni su posición elevada; tampoco le había pedido nada, salvo amor. En Tintagel la había arrancado del infierno, presentándose a ella como el Dios. La suya bien podía ser la única amistad que hizo en toda su vida.
Forzó el paso de las palabras por el tremendo nudo de su garganta.
—Y bien, arpista Kevin, falso Merlín, Mensajero perjuro, ¿tienes algo que decir antes de enfrentarte a la condena de la Diosa?
Él negó con la cabeza.
—Nada que podáis considerar importante, Dama del Lago.
Morgana recordó, en un fogonazo de dolor, que había sido el primero en darle ese título.
—Sea. —Su cara parecía de piedra—. Llevadlo a su condena.
Kevin dio un paso vacilante entre sus captores, pero de in mediato echó la cabeza atrás, desafiante.
—No, esperad —dijo—. Creo que tengo algo que deciros Morgana de Avalón, pese a todo. Una vez os dije que mi vida era poca cosa para comprometer ante la Madre. Tenéis que saber que por Ella he obrado así.
—¿Estáis diciendo que por la Diosa entregasteis la Regalía Sagrada a los curas? —Acusó Niniana, con la voz cortante de desprecio—. ¡Entonces no sois sólo perjuro, sino también loco! ¡Llevaos a ese traidor!
Pero Morgana hizo un gesto.
—Escuchémosle.
—Es precisamente así —dijo Kevin—. Como os dije cierta vez, señora: los días de Avalón han terminado. El Nazareno ha vencido: tendremos que adentrarnos más y más en las brumas, hasta no ser más que una leyenda y un sueño. ¿Queréis llevaros la Regalía Sagrada a esa tiniebla, protegiéndola cuidadosamente para el amanecer de otro día que jamás llegará? Aunque Avalón perezca, creo que los objetos sacros tienen que permanecer en el mundo, al servicio de lo divino, cualquiera que sea el nombre que se dé a los dioses. Y por lo que he hecho la Diosa se ha manifestado, al menos una vez, en ese otro mundo, de un modo que jamás será olvidado. El paso del Grial será recordado, Morgana mía, cuando vos y yo seamos sólo leyendas para contar junto al fuego. No creo que eso sea en vano. Tampoco tendríais que pensarlo vos, que llevasteis ese cáliz. Y ahora haced conmigo lo que queráis.
Morgana inclinó la cabeza. El recuerdo de ese momento de éxtasis y revelación, en que había ofrecido el Grial bajo la forma de la Diosa, la acompañaría hasta la muerte; para quienes habían experimentado esa visión la vida ya no volvería a ser la misma. Pero ahora tenía que enfrentarse a Kevin como Diosa vengadora, la Parca, la Cerda furiosa capaz de devorar a su cría, el Gran Cuervo, la Destructora…
No obstante, la Diosa había recibido mucho de él. Le tendió la mano… y se detuvo, pues bajo los dedos vio otra vez lo que había visto antes: una calavera.
«Está condenado y ve su muerte. Yo la veo también… Pero no ha de sufrir ni será torturado. Dijo la verdad: ha hecho lo que la Diosa le ordenó y yo debo hacer lo mismo.»
Afirmó la voz antes de hablar. Se oyeron truenos lejanos.
—La Diosa es misericordiosa. Llevadlo al robledal, corno ha sido ordenado, pero allí matadlo con celeridad, de un solo golpe. Enterradlo debajo del roble grande, que en adelante será evitado por todos los hombres. Kevin, último de los Mensajeros de la Diosa, te maldigo condenándote a olvidarlo todo, a renacer sin sacerdocio y sin iluminación; que todo lo que hayas hecho en tus vidas anteriores quede borrado; que tu alma regrese a los que sólo han nacido una vez. Cien veces volverás, arpista Kevin, siempre buscando a la Diosa sin hallarla. Pero te digo que, finalmente, si Ella quiere volverá a encontrarte.
Kevin la miró a los ojos, esbozando esa sonrisa dulce y extraña; luego dijo, casi en un susurro:
—Adiós, pues, Dama del Lago. Decid a Nimue que la amé… O tal vez se lo diga yo mismo. Pues creo que pasará mucho tiempo antes de que vos y yo nos reencontremos, Morgana.
Otra vez un trueno lejano subrayó sus palabras. Morgana, estremecida, lo vio alejarse cojeando, sin mirar atrás, apoyado en los brazos de sus custodios.
«¿Por qué me siento avergonzada? Fui misericordiosa. Podría haberlo hecho torturar. También a mí me considerarán débil y traidora por no haberlo hecho pedir a gritos la muerte… ¿Soy débil por no permitir que torturaran al hombre que una vez amé? ¿Será su muerte tan fácil que la Diosa busque venganza contra mí? Sea, aunque yo deba enfrentarme a la muerte que no ordené para él.»
Y contempló las nubes de tormenta con una mueca de dolor. «Kevin ha sufrido toda la vida. No sumaré a su destino otra cosa que la muerte.» En el cielo estalló un relámpago. Morgana se estremeció… ¿O era solo el viento frío que se levantaba con la tormenta? «Así perece el último de los grandes Merlines, con la tempestad que ahora se abate sobre Avalón», pensó.
Hizo un gesto hacia Niniana.