El prisionero en el roble (16 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

BOOK: El prisionero en el roble
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—¿Ves? —susurró Cuervo.

—Calla, querida; es sólo una tormenta.

Y mientras lo decía se desató una lluvia torrencial: un viento frío entró en la habitación, ahogando las palabras. Morgana quedó en silencio, con los dedos enlazados a los de Cuervo. «Es sólo una tormenta», pensaba. Pero el terror de su amiga se le estaba contagiando; también ella se estremeció.

«Una tempestad que surgirá del Cielo para estrellarse contra Camelot, acabando con los años de paz que Arturo trajo a esta tierra.»

Trató de convocar la videncia, pero los truenos parecían sofocar los pensamientos; sólo pudo estarse quieta junto a Cuervo, repitiéndose una y otra vez: «Es sólo una tempestad: lluvia, viento y truenos. No es la ira de la Diosa.»

Después de largo rato pasó la tormenta. Morgana despertó a un mundo renovado, el cielo pálido y sin nubes, el agua destellando en cada hoja y en cada brizna de hierba, como si alguien hubiera sumergido el mundo en lluvia sin sacudirlo ni secarlo. Si de verdad la tormenta de Cuervo iba a estallar sobre Camelot, ¿dejaría al mundo así de bello a su paso? No, no lo creía.

Cuervo, al despertar, la miró con los ojos dilatados por el miedo.

—Iremos de inmediato en busca de Niniana —le dijo Morgana, serena y práctica como siempre—. Luego, al espejo, antes de que salga el sol. Si la ira de la Diosa está a punto de descender sobre nosotros, es preciso saber cómo y por qué.

Cuervo hizo un gesto de asentimiento. Pero cuando estaban ya vestidas y a punto de salir le tocó el brazo.

—Ve por Niniana —susurró—. Yo traeré… a Nimue. También forma parte de esto.

Por un momento Morgana, sorprendida, estuvo a punto de protestar. Luego echó una mirada al cielo claro de Levante y echó a andar. Tal vez Cuervo había visto, en el mal sueño de la profecía, el motivo por el que Nimue había sido llevada a la isla y mantenida en reclusión. Mientras cruzaba el huerto mojado, callada y sola, vio que no todo era bella calma: el viento había destrozado las flores, formando una capa blanca, como de nieve; ese otoño habría poca fruta. «Podemos arar el suelo y plantar la semilla, pero la cosecha sólo depende del favor de la Diosa… ¿Por qué me preocupo, pues? Será como ella desee.»

Niniana, arrancada al sueño, la miró como si la creyera loca. «¡No es una verdadera sacerdotisa!», pensó Morgana; «Merlín dijo la verdad: la escogieron sólo por ser pariente de Taliesin. Tal vez haya llegado el momento de ocupar mi puesto, dejando de fingir que es la Dama de Avalón.» No quería ofender a Niniana ni parecer deseosa de poder. Pero ninguna sacerdotisa escogida por la Diosa habría podido seguir durmiendo tras el grito de Cuervo. Sin embargo, esa mujer había pasado por las duras pruebas sacerdotales sin que la Diosa la rechazara; ¿qué papel le tenía destinado?

—Os digo, Niniana, que lo he visto, y también Cuervo. Tenemos que mirar dentro del espejo antes del amanecer.

—No doy mucha fe a esas cosas —musitó la Dama—. Lo que deba ser, será. Pero si es preciso os acompañaré.

Mudas, como manchas negras en el mundo blanco y acuoso, marcharon hacia el estanque. Morgana veía de soslayo la forma alta y silente de Cuervo, velada, y a Nimue, llena de flores pálidas como la mañana, La belleza de la muchacha era asombrosa; ni Ginebra en plena juventud había sido tan hermosa. Sintió una punzada de celos y angustia. «Yo no recibí ese don de la Diosa a cambio de todo lo que debí sacrificar.»

—Nimue es doncella —observó Niniana—. Es ella quien tiene que mirar en el espejo.

Las cuatro siluetas oscuras se reflejaban en la superficie clara del estanque, contra el pálido fondo del cielo, donde algunas vetas rosas anunciaban el amanecer. Nimue se acercó a la orilla, separándose la cabellera rubia con ambas manos. Morgana vio en su mente la superficie de un cuenco de plata y la cara hipnótica de Viviana.

—¿Qué deseáis que vea, madre? —preguntó Nimue, en voz baja y vacilante.

Morgana esperó a que Cuervo hablara, pero sólo hubo silencio. Por fin dijo:

—Si Avalón ha sido violada y víctima de traición. ¿Qué ha sido de la Regalía Sagrada?

Silencio. Sólo unos gorjeos en los árboles y el sonido del agua al caer del canal que formaba ese estanque. Más abajo, en la pendiente, se veían los parches blancos de los huertos malogrados; muy arriba, las siluetas pálidas de las piedras que circundaban el Tozal.

Silencio. Por fin Nimue se removió, susurrando:

—No puedo verle la cara.

Y el estanque onduló, y Morgana creyó ver una forma encorvada que se movía lentamente y con dificultad… el cuarto a donde ella había acompañado a Viviana y a Taliesin, el día en que pusieron a
Escalibur
en manos de Arturo. Oyó la voz imponente de Merlín: «No… tocar la Regalía Sagrada sin preparación equivale a la muerte…» Pero el tenía derecho: era Merlín de Britania. Retiró de su escondrijo la lanza, el cáliz y el plato y los ocultó bajo su manto; luego salió para cruzar el lago hacia el lugar donde
Escalibur
relumbraba en la oscuridad. La Regalía Sagrada ya estaba reunida.

—¡Merlín! —susurró Niniana—. Pero ¿porqué?

Morgana sintió la cara rígida.

—Una vez me habló de esto. Dijo que Avalón estaba ya fuera del mundo y que los objetos sagrados tenían que estar dentro del mundo, al servicio del hombre y de los dioses, comoquiera que se les llamara.

—Va a profanarlos —se acaloró la Dama—. Pero ¿por qué?

En el silencio Morgana oyó el cántico de los monjes. Luego la luz del sol tocó el espejo, y al fulgor del sol naciente fue como si el mundo ardiera a la luz de una cruz en llamas. Cerró los ojos, cubriéndose la cara con las manos.

—Déjalos ir, Morgana —susurró Cuervo—. La diosa cuidará de lo suyo.

Una vez más Morgana oyó el cántico de los monjes:
Kirie eleison, Christe eleison
… «Señor, ten piedad, Cristo, ten piedad…» La Regalía Sagrada sólo era un conjunto de símbolos. Si la Diosa había permitido que sucediera aquello era una señal de que Avalón ya no los necesitaba, de que tenían que pasar al mundo para estar al servicio de la humanidad.

La cruz en llamas seguía ardiendo ante sus ojos; se los cubrió, apartando la cara.

—Ni siquiera yo puedo abrogar el voto de Merlín. Pronunció un solemne juramento y celebró el gran matrimonio con la tierra en nombre del rey; ahora es perjuro y su vida está condenada. Pero antes de ajustar cuentas con el traidor tengo que ocuparme de la traición. La Regalía tiene que regresar a Avalón, aunque deba traerla con mis manos. Al amanecer partiré hacia Camelot.

Y de pronto un susurro de Nimue le reveló su plan completo:

—¿Tengo que ir yo también? ¿Me corresponde vengar a la Diosa?

Ella, Morgana, tenía que ocuparse de la Regalía Sagrada, que había sido puesta bajo su cuidado. Pero Nimue sería el instrumento del castigo para el traidor.

Kevin no conocía a Nimue, pues vivía recluida. Y como sucede siempre cuando la Diosa descarga su furia, serían las propias fortalezas mal defendidas de Merlín las que lo llevarían a su castigo.

Con los puños apretados, dijo lentamente:

—Irás a Camelot, Nimue. Eres prima de Ginebra e hija de Lanzarote. Rogarás a la reina que te permita vivir entre sus damas, sin decir a nadie, ni siquiera al rey Arturo, que has morado en Avalón. Si es preciso, finge que te has convertido al cristianismo. Allí conocerás al Merlín. Tiene una gran debilidad: cree que las mujeres lo desdeñan por ser feo y cojo. Por la mujer que no le tenga miedo ni repugnancia, por la que le devuelva la virilidad que quiere y teme, hará cualquier cosa, hasta dar la vida. —Miró directamente a los ojos asustados de la muchacha—. Lo seducirás para llevarlo a tu lecho, Nimue. Lo atarás a ti con un hechizo tal que será tu esclavo en cuerpo y alma.

—Y luego qué? —preguntó trémula—. ¿Tengo que matarlo?

Morgana iba a responder, pero Niniana se le adelantó.

—La muerte que pudieras darle sería demasiado rápida para un traidor como él. Tienes que traerlo a Avalón bajo un encantamiento, Nimue. Aquí recibirá la muerte maldita de los traidores, en el robledal.

Morgana recordó, estremecida, cuál era ese destino: lo despellejarían vivo y lo encerrarían en el hueco del roble, luego se cerraría la abertura con adobe de zarzas, dejando el espacio mínimo para que no le faltara aliento, a fin de que no muriera muy pronto. Inclinó la cabeza, tratando de disimular su temor. El reflejo cegador había desaparecido del agua; el cielo goteaba nubes pálidas. Niniana dijo:

—Aquí hemos terminado. Venid, madre…

Pero Morgana se desprendió.

—No, no hemos terminado. Yo también tengo que ir a Camelot. Tengo que saber qué uso ha dado el traidor a la Regalía Sagrada. —Y suspiró; había albergado la esperanza de no abandonar jamás las costas de Avalón, pero no había quien pudiera hacer su parte.

Cuervo alargó la mano. Temblaba tanto que parecía a punto de caer. Su voz malograda era sólo un murmullo lejano y cascado, como el viento entre las ramas secas.

—Yo también debo ir. Es mi sino: no podré descansar con los que me han precedido en el territorio encantado. Iré contigo, Morgana.

—No, no, Cuervo —protestó Morgana—. ¡Tú no! —En cincuenta años su compañera no había puesto un pie fuera de Avalón; ¡no podría sobrevivir al viaje! Pero nada pudo quebrar su decisión; aunque trémula de terror, fue inflexible: había visto su destino y tenía que acompañar a Morgana a cualquier precio.

—Pero no iré a Camelot como lo haría Niniana, con la pompa de las sacerdotisas —argumentó—. Iré disfrazada de anciana campesina, como solía hacerlo Viviana.

Cuervo negó con la cabeza, diciendo:

—Cualquier camino que tú puedas recorrer, también yo lo recorreré.

Morgana aún sentía un miedo mortal, no por sí misma, sino por su amiga. Pero aceptó y ambas se dispusieron a partir. Más tarde salieron de Avalón por las sendas secretas: Nimue, con la pompa correspondiente a una prima de la reina, por las carreteras principales; Morgana y Cuervo, a pie, envueltas en sombríos harapos de mendigas, por caminos secundarios.

Cuervo era más fuerte de lo que Morgana pensaba; a veces parecía ser la más fuerte de las dos. Mendigaban restos de comida a la puerta de las granjas o robaban algún trozo de pan arrojado a los perros. Una vez durmieron en una aldea desierta; otra, bajo un almiar. Y en esa última noche Cuervo habló por primera vez en todo el viaje.

—Morgana —dijo. Estaban acostadas codo a codo, envueltas en sus capas, bajo la sombra de la paja—. Mañana es Pascua en Camelot; tenemos que estar allí al amanecer.

Habría querido preguntarle por qué, pero sabía que Cuervo sólo podría darle una respuesta: que lo había visto en su sino.

—Entonces partiremos antes del alba. Estamos apenas a una hora de marcha. Si me lo hubieras dicho antes, habríamos continuado caminando y ahora dormiríamos a la sombra de Camelot.

—No pude —murmuró Cuervo. Y sollozó en la oscuridad—. ¡Tengo tanto miedo!

Morgana replicó bruscamente:

—¡Te dije que tenías que quedarte en Avalón!

—Pero tenía que trabajar para la Diosa —susurró su compañera—. He pasado todos estos años al amparo de Avalón; ahora nuestra Madre me lo exige todo a cambio de la seguridad que me dio. Pero tengo miedo, mucho miedo. Abrázame.

Morgana la estrechó con fuerza, meciéndola como a una criatura. Entraron juntas en un gran silencio, tocándose, juntos los cuerpos en una especie de frenesí. Morgana sintió que el mundo se estremecía en un extraño ritmo sacramental, en la tiniebla del lado oscuro de la luna: de mujer a mujer, afirmaban la vida a la sombra de la muerte, y la Diosa, en el silencio, les respondía.

Por fin se aquietaron los sollozos de Cuervo. Yacía inmóvil como un cadáver. Morgana pensó, mientras su corazón aminoraba el ritmo: «Tengo que dejarla ir, aun a las sombras de la muerte, si ésa es la voluntad de la Diosa.»

Y no pudo siquiera llorar.

En el tumulto que reinaba en las puertas de Camelot, esa mañana nadie prestó la menor atención a dos campesinas ya entradas en años Morgana estaba habituada a aquello; Cuervo, que hasta entonces había vivido recluida, se puso blanca como un hueso y trató de ocultarse bajo su chal harapiento. Morgana también se mantenía envuelta en el chal; alguien podía reconocerla, pese a los mechones blancos y el atuendo de aldeana.

Un boyero que cruzaba el patio con un ternero tropezó con Cuervo y, ante su expresión consternada, la maldijo. Morgana se apresuró a decir:

—Mi hermana es sordomuda.

El hombre mudó el semblante.

—Ah pobre Mirad, arriba están ofreciendo una buena comida a todos, en la parte baja del salón real. Podéis entrar por esa puerta para observarlos cuando entren. Para hoy el rey ha planeado algo grande con uno de sus curas. ¿Venís de lejos, que no conocéis la costumbre? Bueno, nunca se sienta al festín sin ofrecer alguna gran maravilla. Y hemos sabido que hoy habrá algo realmente portentoso.

«No lo dudo», pensó Morgana, desdeñosa. Pero se limito a darle las gracias, en el rudo dialecto campesino que estaba utilizando y se llevó a Cuervo hacia el salón, que se estaba llenando rápidamente. La generosidad del rey en días festivos era bien conocida; para muchos sería la mejor comida del ano. El que olía a carne asada, era el comentario goloso de quienes se empujaban a su alrededor. En Morgana solo despertaba nauseas, después de echar un vistazo a la cara demudada de Cuervo, decidió retirarse.

«No tendría que haberla traído. Cuando haya hecho lo que debo, ¿cómo haré para huir a Avalón con ella en estas condiciones.»

Encontró un rincón donde podrían verlo todo sin llamar atención En el extremo elevado del salón se veía la gran mesa redonda casi legendaria en los alrededores, con el estrado para la pareja real y los nombres de los caballeros pintados sobre los sitios de costumbre. En las paredes pendían coloridos estandartes. Después de pasar años en la austeridad de Avalón, todo aquello le pareció estridente y vulgar.

Después de un largo rato se produjo una conmoción; sonaron las trompetas y por la muchedumbre corrió un murmullo. Al ver que Cay abría las grandes puertas, Morgana se echó atrás: ¡él la reconocería con cualquier disfraz! Pero no tenía motivos para mirar en esa dirección.

¿Cuántos años había pasado en la serena deriva de Avalón? No tenía ni idea. Pero Arturo parecía aún más alto y majestuoso; su pelo era tan rubio que era imposible ver si tenía vetas plateadas en los rizos cuidadosamente peinados. También Ginebra, pese a los pechos caídos bajo el complejo vestido, se mantenía erguida y esbelta como siempre.

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