El prisionero en el roble (15 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

BOOK: El prisionero en el roble
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—Ah, no, querida, no es triunfo. Sólo hago lo que los dioses me han encomendado. También vos. Por cierto, si vuestro destino es presenciar el fin del mundo que hemos conocido, mi muy amada, que ese destino nos encuentre a cada uno en su sitio, cumpliendo con lo que nuestro Dios nos ha ordenado. A mí me corresponde convocaros a Avalón, Morgana, no sé por qué. Mi tarea sería más sencilla si allí sólo estuviera Niniana, pero vuestro sitio está en Avalón y el mío, donde los dioses decreten. Y en Avalón hallaréis cura.

—Cura —dije despectivamente—. No me interesa.

Kevin me miró con tristeza. «Mi muy amada», me había llamado. Sentí entonces que sólo él me conocía tal como era. Ante todos los demás, aun ante Arturo, había lucido una cara diferente, tratando siempre de fingirme distinta y mejor de lo que era. Sólo para Kevin era Morgana, simplemente. Siempre había pensado que el amor era otra cosa: el ardor que me inspiraran Lanzarote y Accolon. Por Kevin había sentido poco más que una compasión distante, amistad, tibieza; lo que le había dado no parecía gran cosa. Sin embargo… sin embargo, sólo él acudía a mí, sólo a él le importaba que no muriera allí de pena.

Pero ¿cómo se atrevía a irrumpir en mi paz, ahora que yo casi había alcanzado esa total quietud que está más allá de la vida ?

—No —dije, volviéndole la espalda. Si aceptaba vivir, volver a Avalón, tendría que entrar nuevamente en una lucha a muerte con Arturo, a quien amaba; tendría que ver a Lanzarote aún encerrado en la prisión de amor de Ginebra.

No. Allí tenía silencio y paz. No tardaría mucho tiempo en pasar a una paz aún más profunda. El mareo próximo a la muerte se acercaba cada vez más. Y Kevin, el traidor, ¿me haría regresar?

—No —dije otra vez. Y me cubrí la cara con las manos—. Déjame en paz, arpista Kevin. He venido aquí para morir. Déjame ya.

No se movió ni dijo nada. Permanecí muy quieta, con el velo sobre la cara. Después de un rato se iría, sin duda. Y yo— seguiría en mi asiento hasta que las mujeres me cargaran hasta el lecho, y ya no volvería a levantarme.

Y entonces, en el silencio, oí el suave sonido del arpa. Kevin tocaba. Después de un momento cantó.

Yo conocía una parte de la balada: la del antiguo bardo Orfeo, que sometía a las bestias con su música. Pero él continuó cantando otra parte, un misterio que yo nunca había oído. Contaba que Orfeo, al perder a su amada, había descendido al Otro mundo para rescatarla.

Su voz, hablaba desde el alma…, y oí que mi voz rogaba:

—No trates de rescatarme. En estas tierras eternas todo está en paz, no hay dolor ni lucha; aquí puedo olvidar tanto el amor como el pesar.

La habitación se borró a mi alrededor. Ya no sentía el olor del humo, el aliento glacial de la lluvia tras la ventana; ya no tenía conciencia de mi cuerpo, enfermo y mareado. Me pareció estar en un jardín, lleno de flores sin perfume y de paz eterna, donde sólo el son distante del arpa rompía el silencio, a desgana. Y el arpa cantaba para mí, sin que lo deseara.

Hablaba del viento de Avalón, de las flores del manzanar, del aroma a manzanas maduras. Me traía la frescura de la niebla sobre el lago, la carrera de los ciervos en el bosque, los brazos de Lanzarote rodeándome. Volví a sentir en el regazo a mi hijo, su pelo suave contra la cara… ¿O era Arturo que se aferraba a mí, tocándome la mejilla con sus manecitas? Una vez más, Viviana me tocó la frente en el gesto de la bendición y los vientos se arremolinaron en la oscuridad del eclipse, mientras la voz de Accolon pronunciaba mi nombre.

Y ya no era sólo el son del arpa, sino las voces de los muertos y los vivos, que me gritaban: «Regresa, la vida te llama con todo su placer y su dolor…» Y entonces de la voz del instrumento surgió una nota nueva.

—Soy yo quien te llama, Morgana de Avalón, sacerdotisa de la Madre…

Levanté la cabeza; ya no veía el cuerpo contrahecho de Kevin y sus facciones dolientes; su lugar estaba ocupado por Alguien, alto y magnífico, glorioso de sol el rostro; en sus manos, el Arpa y el Arco. Contuve el aliento ante el Dios, mientras la voz cantaba: «Vuelve a la vida, regresa a mí…»

Me esforcé por apartar la mirada.

—No es el Dios quien puede darme órdenes, sino la Diosa.

—Pero la Diosa eres tú —dijo la voz familiar, en el silencio de la eternidad— y soy yo quien te llama.

Y por un momento, como en las aguas serenas del espejo de Avalón, me vi ataviada y coronada con la alta diadema de la Señora de la Vida.

—Pero ya soy anciana. Ya no pertenezco a la vida, sino a la muerte —susurré.

Y en el silencio surgieron repentinamente, en los labios del Dios, las palabras rituales tantas veces oídas:

—Ella será vieja y joven según le plazca… —Y en el reflejo mi cara volvió a ser joven y bella. Aun anciana y yerma, la vida palpitaba en mí como en la tierra y la Dama. Di un paso: luego otro: trepaba, trepaba para salir de la oscuridad, siguiendo las notas lejanas del arpa que me hablaba de las verdes colinas de Avalón, de las aguas de vida… Y me encontré con las manos extendidas hacia Kevin… Y él dejó delicadamente el arpa y me sostuvo en los brazos, medio desmayada. Por un momento me quemaron las manos refulgentes del Dios…, pero era sólo la voz dulce, musical, medio burlona de Kevin la que decía:

—No puedo sosteneros, Morgana, como bien sabéis. —y me instaló delicadamente en mi silla—. ¿ Desde cuándo no coméis ?

—No lo recuerdo —confesé.

De pronto cobré conciencia de mi mortal debilidad. Kevin llamó a la criada y dijo, con la voz suave y autoritaria del druida y el sanador—: Trae a tu señora un poco de pan y leche caliente con miel.

Cuando regresó, Kevin mojó el pan en la leche y me lo fue dando.

—Basta —dijo—. Habéis ayunado demasiado tiempo. Pero antes de dormir beberéis un poco más de leche con un huevo batido. Tal vez pasado mañana estéis en condiciones de viajar.

Y de pronto me eché a llorar. Lloraba, al fin, por Accolon, amortajado; por Arturo, que ahora me odiaba; por Elaine, que había sido mi amiga; por Viviana, en su tumba cristiana; por él y por mí. Por mí, que había tenido que pasar por todas esas cosas. Y Kevin dijo otra vez: «Pobre Morgana, pobre niña», y me estrechó contra su pecho huesudo. Lloré y lloré hasta quedar en silencio, entonces llamó a mis criadas para que me acostaran.

Y por primera vez en muchos días, dormí. Y dos días después partí hacia Avalón.

Recuerdo poco de ese viaje al norte, enferma de cuerpo y mente. Ni siquiera me extrañó que Kevin no me acompañara hasta el lago. Llegué a sus orillas en el ocaso, cuando las aguas parecen tornarse carmesíes y el cielo es como un incendio; entre esas llamas apareció la barca, cubierta de colgaduras negras, con los remos silenciosos como un sueño. Por un momento me pareció que era la Barca sagrada de ese mar sin orillas del que no puedo hablar, y que la silueta oscura de la proa era Ella, como si de algún modo yo franqueara el vacío entre la tierra y el cielo… pero no sé sifué real o no. Luego las brumas cayeron sobre nosotros y sentí, en el fondo del alma, ese cambio indicativo de que, una vez más, estaba en mi hogar.

Niniana me recibió en la orilla con un abrazo, no como a la desconocida que sólo había visto dos veces, sino como recibe una hija a su madre después de no verla durante muchos años. Luego me llevó a la casa que había ocupado Viviana. Esta vez me atendió personalmente; me acostó en el cuarto interior y me dio agua del Pozo Sagrado. Al probarla supe que, aunque la curación sería larga, no estaba fuera de mi alcance.

Ya había conocido bastante del poder; me alegraba desprenderme de las cargas mundanas, dejarlas en manos de otros y permitir que mis hermanas me cuidaran. Poco a poco, en el silencio de Avalón, fui recobrando mis fuerzas. Allí pude llorar por Accolon, no ya por el fin de mis planes y esperanzas. Ahora comprendía que todo había sido una locura: yo no era reina, sino sacerdotisa de Avalón. Pero lloré por ese breve y amargo verano de nuestro amor, y por la criatura que no había llegado a nacer, y sufrí porque hubiera sido mi mano la que la enviara a las sombras.

Fue una larga temporada de duelo; a veces me preguntaba si alguna vez me libraría de él. Pero al fin pude recordar los días de amor sin que el dolor interminable ascendiera en forma de lágrimas desde el fondo de mi ser. No hay pesar como el recuerdo del amor que se ha ido para siempre. Pero un día comprendí que el tiempo del luto había terminado; mi amante y mi hijo estaban en la otra orilla; yo, viva y en Avalón. Y tenía como misión ser allí la Dama. No sé cuántos años viví en Avalón antes del final. Sólo recuerdo que flotaba en una paz vasta e innominada, entre el gozo y el pesar, conociendo sólo la serenidad y las pequeñas tareas de todos los días. Niniana estaba siempre a mi lado. También Nimue, que se había convertido en una doncella alta y rubia, silenciosa, tan bella como Elaine cuando nos conocimos.

Se convirtió en la hija que nunca tuve. Todos los días venía a mí y yo le enseñaba todo aquello que había aprendido de Viviana en los primeros años que pasara en Avalón.

En aquellos últimos días llegaban a Avalón, en gran número, quienes habían visto el Santo Espino en su primera floración para los seguidores de Cristo, escapando de los aseladores vientos de la persecución y el prejuicio. Patricio había establecido nuevas formas de culto, una visión del mundo donde no había lugar para la belleza y el misterio de las cosas naturales. De esos cristianos fugitivos que llegaban a nosotros aprendí, por fin, algo sobre el Nazareno, ese lujo de carpintero que alcanzara en vida la divinidad y predicara la tolerancia. Así comprendí que mi pelea no era contra él, sino contra la estrechez de miras de sus necios curas.

No sé si pasaron tres años, o cinco o diez, antes del final Los susurros del mundo exterior me llegaban como sombras, como ecos de las campanas que a veces se oían en nuestras costas. Supe de la muerte de Uriens, pero no lo lloré: para mí estaba muerto desde hacía muchos años. Espero que, al final, encontrase algún consuelo para sus dolores; para mí había sido tan bueno como le fue posible, y por eso lo dejé en paz.

De vez en cuando me llegaban rumores de las hazañas de Arturo y sus caballeros, pero en la serenidad de Avalón aquello parecía no tener importancia, como si fueran leyendas antiguas que hubiera oído mucho antes, en la infancia.

Y una primavera, cuando los manzanos de Avalón empezaban a blanquear con los primeros capullos, Cuervo rompió el silencio con un grito. Mi mente, por fuerza, volvió a las cosas mundanas que habría querido dejar atrás para siempre.

9

—L
a espada, la espada de los Misterios ha desaparecido… Mirad ahora el cáliz, mirad todo lo de la Regalía Sagrada… se ha ido, se ha ido, nos ha sido arrebatado…

El grito despertó a Morgana, pero cuando se acercó de puntillas hasta la puerta del cuarto donde dormía Cuervo, sola y callada como siempre, encontró dormidas a las mujeres que la atendían; no lo habían oído.

—Pero si todo está en silencio, señora —le dijeron—. ¿Estáis segura de que no fue un mal sueño?

—Si fue un mal sueño, también lo tuvo la sacerdotisa Cuervo —replicó Morgana, observando las caras despreocupadas de las muchachas. Cada año que pasaba, las doncellas de la Casa parecían más jóvenes y más aniñadas. ¿Cómo confiar las cosas sagradas a niñas de pechos incipientes?

Una vez más, el terrible grito resonó en todo Avalón, causando alarma por doquier. Pero cuando Morgana exclamó: «Otra vez, ¿lo oísteis?», ellas volvieron a mirarla con desconcierto, diciendo:

—¿Soñáis ahora con los ojos abiertos, señora?

Morgana cayó entonces en la cuenta de que ese alarido de terror y pena no había sido un sonido real.

—Entraré a verla —dijo.

Cuervo estaba incorporada en la cama, con la cabellera suelta en gran desaliño y los ojos enloquecidos de terror; por un momento Morgana pensó que, realmente, su mente había captado algún mal sueño. Pero Cuervo negó con la cabeza; ya estaba completamente despierta y sobria. Aspiró muy hondo, esforzándose por hablar, por superar sus años de silencio.

Por fin, temblando de pies a cabeza, dijo:

—Lo vi… lo vi… traición, Morgana, dentro de los lugar sagrados de la misma Avalón. No pude verle la cara, pero tenía en la mano la gran espada
Escalibur
.

Morgana alargó una mano para tranquilizarla, diciendo:

—Cuando salga el sol miraremos dentro del espejo. No te molestes en hablar, querida.

Cuervo aún temblaba. A la luz vacilante de la antorcha Morgana vio su mano arrugada, cubierta por las manchas oscuras de la edad, y los dedos de Cuervo, cuerdas retorcidas en torno a los huesos estrechos. «Somos dos ancianas —pensó— nosotras, que llegamos doncellas para atender a Viviana, Ah Diosa, cómo pasan los años…»

—Pero ahora tengo que hablar —susurró su compañera—. He guardado silencio demasiado tiempo… Guardé silencio aun temiendo que sucediera esto. Escucha el tronar… y la lluvia. Viene tormenta; la tempestad estallará sobre Avalón y la barrerá… inundación y oscuridad sobre la tierra…

—¡Calla, querida, calla! —susurró Morgana, abrazando a la mujer estremecida; se preguntaba si le habría fallado la mente, si todo era una ilusión, un delirio de la fiebre. No había truenos ni lluvia; la luna refulgía sobre Avalón y los huertos, blancos de flores bajo sus rayos—. No tengas miedo. Me quedaré aquí, contigo, y por la mañana miraremos dentro del espejo para ver si hay algo de realidad en todo esto.

Cuervo esbozó una sonrisa triste. Luego apagó la antorcha; en la súbita oscuridad Morgana pudo ver, por las ranuras de la madera, un súbito fulgor de relámpagos en la distancia. Silencio; luego, muy lejano, un trueno grave.

—No sueño, Morgana. Vendrá tormenta y tengo miedo. Tú eres más valerosa que yo. Has vivido en el mundo y conoces las penas de verdad. Pero ahora quizá deba romper el silencio para siempre… y tengo miedo…

Morgana se acostó a su lado, extendiendo la manta sobre ambas, y la cogió en sus brazos para calmar sus temblores. Mientras oía la respiración de su compañera recordó la noche en que llevara a Nimue: Cuervo había ido entonces a ella, para darle la bienvenida a Avalón. «¿Por qué me parece ahora que, de todos los amores que he conocido, éste es el más auténtico?» Pero se limitó a estrecharla con suavidad, reconfortándola. Después de largo rato las sobresaltó un gran redoblar de truenos.

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