El prisionero en el roble (26 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

BOOK: El prisionero en el roble
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No obstante, hundida en el abatimiento, se preguntó si Gwydion se molestaría siquiera en presentarle sus respetos como lo había hecho Gareth. Y una vez más presintió que el viaje a Camelot había sido un error.

14

D
urante muchos años Ginebra había tenido la sensación de que, en presencia de los caballeros de la mesa redonda, Arturo no le pertenecía. Esa intromisión le producía resentimiento; a menudo pensaba que, de no estar rodeados por la corte, quizá podrían haber llevado una vida más feliz.

Sin embargo, durante el año de la búsqueda del Grial, empezó a comprender que, después de todo, había sido afortunada, pues con la partida de los caballeros Camelot era como una aldea de fantasmas y Arturo, el espectro que la rondaba, paseándose calladamente por el castillo desierto.

No se podía decir que la compañía de su esposo no le agradara, ahora que por fin era totalmente suyo. Pero sólo entonces llegó a entender cuánto había puesto él de sí en sus legiones y en la construcción de Camelot. La trataba siempre con generosa amabilidad, pero se habría dicho que una parte de él estaba ausente, con sus caballeros, y sólo una pequeña fracción del hombre que era estaba con ella. Ahora Ginebra se percataba de que quedaba disminuido sin la función de rey a la que había dedicado una parte tan grande de su vida. Y se avergonzaba de notarlo.

De los ausentes nunca se hablaba. Durante el año de la búsqueda vivieron tranquilos y en paz, día tras día, charlando sólo de cosas cotidianas: el pan y la carne, las frutas del huerto o el vino de las bodegas, una capa nueva o la hebilla de un zapato. Cierta vez, recorriendo con la mirada el salón desierto, Arturo dijo:

—¿No tendríamos que guardar la mesa redonda hasta que regresen, amor mío? Aun en esta gran sala deja poco espacio para moverse, y ahora que está tan vacía…

—No —dijo Ginebra rápidamente—. No, querido, déjala. Este salón fue construido para la mesa redonda. Sin ella parecería un granero abandonado.

Arturo sonrió como si la respuesta lo alegrara.

—Y cuando los caballeros regresen de la búsqueda podremos celebrar otro gran festín —dijo.

Pero luego quedó en silencio. Ginebra adivinó que se preguntaba cuántos regresarían.

Aún tenían a Cay, al anciano Lucano y a dos o tres de los caballeros que estaban envejecidos, enfermos o afectados por viejas heridas. Y Gwydion, ahora Mordret, que era como un hijo ya adulto. A menudo Ginebra, al mirarlo, pensaba: «Éste es el hijo que podría haber tenido con Lanzarote», y un calor ardoroso le recorría el cuerpo entero, cubriéndola de sudor al pensar en la noche en que el mismo Arturo la había arrojado a los brazos de su campeón. En realidad, esos calores iban y venían a menudo; jamás sabía si la habitación estaba caldeada o si provenía de su interior. Gwydion la trataba con gentileza y deferencia; la llamaba «mi señora»; a veces, tímidamente, «tía». Era como Lanzarote, pero más callado, menos despreocupado. Lanzarote tenía siempre a mano un chiste o un juego de palabras; Gwydion, en cambio, sonreía y dejaba caer una frase ingeniosa que era como un golpe o un aguijonazo. Su humor era perverso, pero ante sus chistes crueles ella no podía menos que reír.

Una noche, mientras cenaban con su reducida corte, Arturo dijo:

—Hasta el regreso de Lanzarote, sobrino, me gustaría que ocuparas su puesto como capitán de caballería.

Gwydion rió entre dientes.

—Será una tarea liviana, tío y señor: ahora quedan pocos caballos en la cuadra. Vuestros caballeros se llevaron los mejores. ¡Y quién sabe si ha de ser algún caballo el que encuentre ese buscado Grial!

—Oh, calla —protestó Ginebra—. No te burles de su búsqueda.

—¿Por qué no, tía? Hasta un viejo y maltrecho caballo de combate puede buscar, al fin, el reposo espiritual.

Arturo rió, incómodo.

—¿Necesitaremos otra vez de los caballos de guerra? Desde Monte Badon, gracias a Dios, hemos tenido paz en esta tierra.

—Exceptuando lo de Lucio —indicó Gwydion—. Y si algo he aprendido en mi vida, es que la paz nunca dura. A la costa están llegando naves con forma de dragón de las que desembarcan nórdicos salvajes. Y cuando los hombres claman por la ayuda de las legiones de Arturo, sólo se les responde que los caballeros han partido en busca de la paz espiritual. Entonces piden ayuda a los reyes sajones del sur. Pero cuando la búsqueda termine llamarán otra vez a Arturo… Y me parece que, llegado ese día, los caballos de combate pueden escasear.

—Bueno, te he dicho que tienes que ocuparte de eso —dijo Arturo. Ginebra notó que hablaba con irritación de anciano, sin la energía de antaño—. Como capitán de caballería tienes autoridad para conseguir corceles en mi nombre. Lanzarote solía tratar con comerciantes del sur.

—Y lo mismo haré yo —aseveró Gwydion—. Antes no había caballos mejores que los de España, pero ahora, tío y señor, los mejores vienen del África, según he sabido por un caballero español llamado Palomides.

—Conocí a Palomides —dijo Arturo—. Tenía una espada de acero español; en nuestro país no las hay con ese filo de navaja. Los nórdicos no tienen buenas armas.

—Pero son combatientes fogosos —señaló Gwydion—. Se dejan arrastrar por la fiebre de la batalla e incluso arrojan los escudos en mitad del combate… No, mi rey: quizá tengamos paz por un tiempo, pero ya tenemos nórdicos e irlandeses salvajes en nuestras costas. Pero la guerra con los sajones benefició a este país.

—¿Que lo benefició? —Arturo miró al joven con estupefacción—. ¿Qué dices, sobrino?

—Cuando los romanos nos dejaron, mi señor Arturo, estábamos aislados en el fin del mundo, solos con Tribus medio salvajes. La guerra con los sajones nos obligó a comerciar con otros países y a construir nuevas ciudades. Por no mencionar la actuación de los sacerdotes, que ahora han convertido a los sajones en gente civilizada, con reyes que os rinden tributo. Sin la guerra contra los sajones, el reinado de Uther habría quedado en el olvido, como el de Máximo.

Arturo dijo con humor:

—Sin duda piensas que estos veinte años de paz han puesto en peligro a Camelot, que necesitamos más luchas para volver al mundo. Se nota que no eres guerrero, joven. ¡Yo no tengo esa visión romántica de la guerra!

Gwydion le devolvió la sonrisa.

—¿Qué os hace pensar que no soy guerrero, mi señor? Combatí contra Lucio con vuestros hombres y tuve tiempo sobrado para analizar las guerras y su valor. Sin ellas seríais menos importante que esos reyezuelos de Gales e Irlanda. ¿Quién recuerda ya a los gobernantes de Tara?

—¿Y tú crees que con Camelot podría suceder lo mismo?

—Ah, tío y rey mío, ¿queréis la sapiencia del druida o los halagos del cortesano?

Arturo se echó a reír.

—Oigamos el astuto consejo del Mordret.

—El cortesano os diría, señor, que el reinado de Arturo vivirá para siempre en el mundo. Y el druida, que todos los hombres perecen, junto con su sabiduría y sus glorias, como sucedió con la Atlántida hundida bajo las olas. Sólo perduran los dioses.

—¿Y qué diría mi sobrino y amigo?

—Vuestro sobrino —dio a la palabra el énfasis suficiente para que Ginebra percibiera que tendría que haber sido «vuestro hijo»— os diría, señor, que vivimos para el día de hoy, no para lo que la historia pueda decir de nosotros dentro de un milenio. Y así, vuestro sobrino os aconsejaría llenar vuestras cuadras, para que vuelvan a reflejar los tiempos nobles en que Arturo y sus combatientes eran temidos por todos. Que nadie diga que el rey envejece y ya no se ocupa de mantener en forma a sus hombres.

Arturo le dio una amistosa palmada en el hombro.

—Sea, querido muchacho. Confío en tu juicio. Compra los mejores caballos y ocúpate de hacerlos adiestrar.

—Para eso tendré que buscar sajones —advirtió Gwydion—. ¿Estáis dispuesto a que aprendan los secretos del combate a caballo, ahora que son nuestros aliados?

El rey puso cara de preocupación.

—Temo que tendré que dejar también eso en tus manos.

—Haré lo que pueda —prometió Gwydion—. Pero nos hemos entretenido mucho en esta conversación, mi señor, y las damas están cansadas. —Se inclinó hacia Ginebra con una sonrisa conquistadora—. ¿Queréis música? No dudo que la señora Niniana estará encantada de traer su arpa y de cantar para vos, mi rey y señor.

—Siempre me alegra oír la música de mi parienta —dijo gravemente Arturo—, si a mi señora le complace.

Ginebra hizo un gesto afirmativo a Niniana, que fue en busca de su arpa y cantó para ellos. La reina escuchó con placer; Niniana tocaba bien y su voz era melodiosa, aunque no tan pura ni tan potente como la de Morgana. Pero mientras observaba a Gwydion, que no apartaba la vista de la hija de Taliesin, pensó: «¿Por qué será que en esta corte cristiana tiene que haber siempre una de esas damiselas del lago?» Eso la preocupaba, aunque tanto Gwydion como Niniana parecían buenos cristianos e iban a misa todos los domingos. Ginebra, que tema muy buenos recuerdos de Taliesin, había recibido con gusto a su hija entre sus damas, a petición de Gwydion, pero ahora le parecía que Niniana, sin llamar la atención, había asumido el primer puesto entre las mujeres. Arturo siempre la trataba con deferencia y a menudo le pedía que cantara. A veces, observándolos, Ginebra se preguntaba si acaso la consideraba algo más que un familiar.

Pero no, seguramente no. Si Niniana tenía un amante en la corte, con toda probabilidad era el mismo Gwydion. Aun así, le dolía el corazón al verla tan hermosa, mientras que ella envejecía: su pelo se apagaba, sus mejillas perdían el color, sus carnes cedían… Por eso, cuando Niniana recogió el instrumento para retirarse, Ginebra arrugó el entrecejo. Arturo, que se acercaba para salir con ella del salón, preguntó:

—Estás ceñuda, querida esposa. ¿Qué te molesta?

—Gwydion dijo que estabas viejo.

—Hace treinta y un años que ocupo el trono de Britania contigo a mi lado, Ginebra. ¿Hay alguien en este reino que todavía pueda considerarnos jóvenes? Tendrías que sentirte complacida de que Gwydion no me halagara con falsas palabras. Habla con franqueza y por eso lo aprecio. Ojalá…

—Ya sé —lo interrumpió Ginebra, enfadada—. Querrías poder reconocerlo como hijo, para que fuera él y no Galahad quien heredara el trono.

Arturo enrojeció.

—¿Es preciso que nos tratemos con acritud cada vez que tocamos ese tema? Los curas no lo queman por rey. No hay más que decir.

—No puedo olvidar de quién es hijo…

—Y yo no puedo olvidar que es mi hijo —repuso Arturo delicadamente.

—No confío en Morgana. Tú mismo has descubierto que…

Viendo que Arturo endurecía la cara, comprendió que no quería hablar de la cuestión.

—Mi hijo fue criado por la reina de Lothian, cuyos hijos han sido el puntal de mi reinado. Ahora Gwydion apunta a ser como Gareth y Gawaine: los mejores de mis amigos y caballeros. Y no puedo pensar mal de él por haberse quedado conmigo mientras los demás me abandonaban por la búsqueda.

Ginebra no quería reñir con él.

—Créeme, mi señor: te amo más que a nada de esta tierra.

—Desde luego, amor mío, te creo. Como dicen los sajones: «Bienaventurado el hombre que tiene un buen amigo, una buena esposa y una buena espada.» Y yo lo tengo todo, Ginebra. No era mi intención sacar a relucir viejos pesares, pero entre Morgana y yo el daño se produjo hace años. —Por una vez había pronunciado el nombre de su hermana sin una fría tensión en las facciones—. ¿No cabe agradecer que, cometido el pecado y sin manera de recuperar la inocencia, Dios me haya dado un buen hijo a cambio de ese mal? Morgana y yo no nos separamos como amigos y no sé qué ha sido de ella, pero su hijo es ahora el puntal de mi trono. ¿Tengo que desconfiar de él por la madre que lo dio a luz?

Ginebra habría querido decir: «No confío en él porque se educó en Avalón», pero calló. No obstante, cuando Arturo le preguntó delicadamente, a la puerta de su cuarto, si quería que pasaran la noche juntos, ella esquivó su mirada, diciendo:

—No… No, estoy fatigada. —Y trató de no ver su expresión de alivio. Se preguntó si acaso compartiría su lecho con Niniana o con alguna otra, pero no estaba dispuesta a rebajarse interrogando al chambelán. «Si no es conmigo, ¿qué puede importarme con quién sea?»

El año continuó hasta las tinieblas del invierno y después rumbo a la primavera. Un día Ginebra dijo, apasionadamente:

—¡Ojalá terminara esa búsqueda y los caballeros volvieran de una vez, con el Grial o sin él!

—Oh, querida, lo han jurado —observó Arturo.

Pero ese mismo día un caballero subió por el sendero de Camelot. Era Gawaine.

—¿Eres tú, primo? —Arturo lo besó en ambas mejillas—. No tenía esperanzas de verte hasta que hubiera acabado el año.

¿No juraste ir tras el Grial durante un año y un día?

—Así fue —respondió Gawaine—. Pero no falto a mi juramento. La última vez que vi el Grial fue en este mismo castillo, Arturo; es tan probable que vuelva a verlo aquí como en cualquier otro rincón del mundo. He cabalgado de un lado a otro sin saber de él. Un día se me ocurrió que podía buscarlo donde ya lo había visto: en Camelot y en la presencia de mi rey, aunque sea en el altar de la misa todos los domingos.

Arturo lo abrazó con una sonrisa. Tenía los ojos húmedos.

—Pasa, primo —dijo, simplemente—. Bienvenido a casa.

Y unos días después también regresó Gareth.

—Tuve una visión, y creo que fue Dios quien me la envió —contó durante la comida—. Soñé que veía el Grial descubierto y bello ante mí. Luego, una voz me habló desde la luz que lo rodeaba, diciendo: «Gareth, caballero de Arturo, esto es todo lo que volverás a ver del Grial en esta vida. ¿Para qué buscar nuevas glorias, cuando tu rey te necesita en Camelot?» Por eso inicié el regreso. En el camino me encontré con Lanzarote y le pedí que hiciera lo mismo.

—¿Crees que en verdad visteis el Grial? —preguntó Gwydion.

Gareth se echó a reír.

—Puede que el Grial sea sólo un sueño. Y cuando soñé con él, me ordenó cumplir con mi obligación ante mi rey y señor.

—Supongo que pronto tendremos a Lanzarote entre nosotros.

—Espero que se decida a volver —dijo Gawaine—, pues en verdad nos hace falta. Pero pronto será la Pascua; entonces podremos tenerlos a todos aquí.

Más tarde, Gareth pidió a Gwydion que llevara su arpa y cantara. A Ginebra no le habría extrañado que él dejara la música a cargo de Niniana, pero el joven llevó un instrumento que ella reconoció.

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