«Aunque los dos nos condenemos —pensó—, jamás lo rechazaré. Dios es un Dios de amor.» ¿Cómo podía, pues, condenar lo único de su vida que había nacido del amor? Y si lo hacía (pensó, aterrorizada por su blasfemia) no era el Dios que ella había adorado siempre y poco importaba lo que pudiera pensar.
A
quel verano hubo guerra otra vez; los nórdicos invadieron las costas occidentales y las legiones de Arturo salieron a presentar batalla; los seguían los reyes sajones del país del sur: Ceardig y sus hombres. La reina Morgause permaneció en Camelot: era peligroso que fuera sola a Lothian y no se podía prescindir de nadie para que la escoltara.
Regresaron ya avanzado el verano. Cuando se oyeron las trompetas, Morgause estaba en el salón de las mujeres, con Ginebra y sus damas.
—¡Es Arturo, que regresa! —exclamó la reina levantándose del asiento.
Inmediatamente todas las mujeres dejaron caer el huso para agolparse a su alrededor.
—¿Cómo lo sabéis?
Ginebra se echó a reír.
—Un mensajero me trajo anoche la noticia —dijo—. ¿Creéis que me dedico a las hechicerías, a mi edad?
Paseó la vista entre las muchachas entusiasmadas; a menudo Morgause tenía la sensación de que todas sus damas eran niñas de catorce o quince años, que aprovechaban la menor excusa para abandonar las labores.
La reina preguntó, indulgente:
—¿Subimos a verlos desde lo alto?
Entre parloteos y risitas, en pequeños grupos, partieron corriendo. Ginebra, de buen talante, llamó a una de las criadas para que ordenara el cuarto y las siguió a un paso más digno, acompañada por Morgause. Desde la cumbre de la colina se veía el ancho camino que conducía a Camelot.
—Mirad, allí está el rey…
—Y el señor Mordret, a su lado…
—Y allí va el señor Lanzarote… Oh, tiene la cabeza vendada y un brazo en cabestrillo.
—Dejadme ver —ordenó Ginebra, apartándolas a un lado. Morgause reconoció a Gwydion, que cabalgaba junto a Arturo; no parecía herido, según vio con un suspiro de alivio. También vio a Cormac, igualmente indemne. Gareth era fácil de reconocer, pues era el más alto de cuantos acompañaban a Arturo, y su pelo rubio refulgía como un halo. Gawaine, siempre detrás de Arturo, se mantenía muy erguido en la silla, pero cuando estuvieron más cerca vio que tenía la cara amoratada y la boca tumefacta, como si hubiera perdido uno o dos dientes.
—¡Qué apuesto es el señor Mordret! —comentó una de las niñas—. La reina dice que es igual que el señor Lanzarote en su juventud.
Dio un codazo a su vecina y ambas rieron infantilmente. Morgause suspiró, celosa de verlas tan jóvenes y hermosas, susurrando sobre este caballero o aquel otro.
—Todos los caballeros sajones llevan barba. ¿Por qué les gusta ser tan peludos, como los perros?
—Es una moda —dijo Morgause—. Cuando yo era joven, cristianos y paganos se afeitaban por igual. Ahora la moda ha cambiado. Gwydion también se dejará la barba, un día de éstos. ¿Te gustaría menos así, Niniana?
La joven sonrió.
—No, prima. Con barba o afeitado, me da igual. Ah, mirad, allí viene el rey Ceardig con los suyos. ¿Habrá que hospedarlos a todos en Camelot? ¿Tengo que dar aviso a los mayordomos, señora?
—Ve, querida, por favor —dijo Ginebra. Y Niniana se alejo hacia el salón. Las niñas se empujaban unas a otras para vez mejor—. Bueno, bueno… Volved a la rueca. No es decoroso mirar así a los hombres. Entrad ya, que los veréis esta noche, en el salón grande. Tendremos un festín, y eso significa que hay trabajo para todas.
Aunque mohínas, volvieron al salón. Ginebra las siguió con Morgause, suspirando.
—Cielo santo, ¿cuándo hubo semejante tropel de niñas díscolas? Y tengo que arreglármelas para guiarlas y conservarlas castas. Me avergüenza ver mi corte tan llena de locuelas insolentes.
—Oh, vamos, querida —adujo Morgause, perezosa—, vos también tuvisteis quince años. ¿Nunca espiasteis a un joven apuesto, imaginando cómo sería besarlo?
—No sé qué hacías tú a los quince años —le espetó la reina—, pero yo estaba en un convento. ¡Me parece que sería buen lugar para todas estas descocadas!
La otra reía.
—A los catorce años se me iban los ojos detrás todo lo que llevara pantalones. Igraine lo sabía bien, pues cuando se casó con Uther, su primera medida fue casarme con Lot, para tenerme lejos de la corte. Decid la verdad, Ginebra: aun tras los muros de vuestro convento, ¿nunca mirasteis a ningún caballero joven y gallardo?
La reina bajó la mirada a sus sandalias.
—Hace tanto tiempo… —luego se dominó—. Anoche los cazadores trajeron un ciervo. Voy a ordenar que lo asen para la cena. Y tal vez convenga matar uno o dos cerdos, si vamos a hospedar a todos esos sajones. También hay que poner paja fresca en las habitaciones donde duerman, porque no tenemos camas suficientes.
—Encomendadlo a vuestras doncellas —sugirió Morgause—. Deben aprender a desenvolverse con huéspedes en un gran salón; ¿para qué, si no, las ponen bajo vuestro cuidado? Además, el deber de la reina es dar la bienvenida a su señor cuando regresa de la guerra.
—Tienes razón.
Ginebra encargó a su paje que diera las órdenes y ambas se dirigieron a las grandes puertas de Camelot. Morgause pensó: «Caramba, es como si hubiéramos sido siempre amigas. Pero quedamos tan pocas de aquella época…»
La misma sensación tuvo por la noche, al ver el gran salón decorado y refulgente de ropa fina. Era casi como en los grandes tiempos de Camelot. Sin embargo, eran muchos los antiguos caballeros que ya no volverían, caídos en las guerras o en la búsqueda del Grial. No era frecuente que Morgause recordara sus años y eso la asustó. La mitad de los asientos de la mesa redonda estaban ocupados por sajones de grandes barbas y toscas capas, o por jóvenes que apenas parecían tener edad suficiente para sostener un arma. Hasta su pequeño Gareth era uno de los caballeros de más edad, a quien los más recientes trataban con asombroso respeto. En cuanto a Gwydion (aunque la mayoría lo llamaba señor Mordret) parecía todo un líder entre los más jóvenes.
Las damas y los mayordomos habían hecho un buen trabajo: había carne asada y hervida en abundancia y grandes pasteles de carne con salsa, bandejas de manzanas tempranas y uvas, pan caliente y gachas de lentejas. En la mesa redonda, acabado el festín, los sajones continuaron bebiendo y entreteniéndose con sus acertijos favoritos, mientras Arturo llamaba a Niniana para que cantara. Ginebra tenía a su lado a Lanzarote, que había sido herido por un hacha de combate y no podía mover el brazo. Le estaba cortando la carne, pero Morgause notó que nadie prestaba la menor atención.
Gareth y Gawaine se habían sentado algo más allá; Gwydion, muy cerca de ellos, compartía un plato con Niniana; se había bañado y peinado con rizos, pero tenía una pierna vendada y apoyada en un taburete. Morgause se acercó a saludarlos.
—¿Estás herido, hijo mío?
—No es nada —dijo Gwydion—. Ya soy mayor para correr a vuestro regazo cuando me golpeo el dedo gordo, madre.
—No parece tan poca cosa —señaló Morgause, observando el vendaje y la sangre seca de los bordes—. Pero si lo prefieres, te dejaré en paz. ¿Y esa nueva túnica?
Era del estilo de la que usaban muchos sajones, con mangas tan largas que cubrían la mano hasta los nudillos. La de Gwydion era de paño azul con bordados carmesíes.
—Es un regalo de Ceardig. Como él dijo, resulta conveniente en una corte cristiana, pues oculta las serpientes de Avalón. —Torció la boca—. ¡Tendría que regalar una así a mi señor Arturo, para Año Nuevo!
—Dudo que nadie notara la diferencia —dijo Gawaine—. Ya nadie piensa en Avalón, y los tatuajes de Arturo están tan descoloridos que ni se ven.
Morgause observó la cara y los ojos amoratados de su hijo mayor. En efecto, había perdido más de un diente; también tenía cortes y cardenales en las manos.
—¿Y tú también fuiste herido, hijo?
—No por el enemigo —gruñó Gawaine—. Esto lo recibí de un amigo sajón. ¡Malditos sean todos esos cretinos sin educación! ¡Me gustaban más cuando eran enemigos!
—¿Te peleaste con uno?
—Sí, y lo haría otra vez si se atreviera a pronunciar una palabra contra mi rey —aseguró Gawaine, furioso—. Y tampoco necesitaba que mi hermano menor viniera a rescatarme.
—Te doblaba en tamaño —adujo Gareth—, te había derribado y estaba a punto de quebrarte las costillas o la columna. ¿Iba yo a quedarme cruzado de brazos mientras ese deslenguado maltrataba a mi hermano y calumniaba a mi primo? Ahora lo pensará dos veces antes de hablar.
—Aun así —objetó Gwydion, en voz baja—, no puedes acallar a todo el ejército sajón, Gareth, sobre todo si lo que dicen es verdad. Cuando un hombre permite que otro ocupe su lugar en el lecho conyugal, eso tiene un nombre, y no es bonito.
—¡Cómo te atreves! —Gareth se levantó a medias y aferró a Gwydion por el cuello de la túnica sajona. Éste levantó las manos para desasirse.
—¡Tranquilo, hermano! ¿Vas a tratarme como al sajón, sólo porque digo la verdad aquí, en familia? ¿O quieres que haga como toda esta corte, que ve a la reina con su amante y no dice nada?
Gareth lo soltó lentamente.
—Si Arturo no tiene quejas sobre la conducta de su señora, ¿quién soy yo para decir nada?
—¡Maldita sea esa mujer! —murmuró Gawaine—. ¡Lamento que Arturo no la repudiase cuando todavía estaba a tiempo! No me gusta esta corte, tan cristiana y llena de sajones. Cuando Arturo me armó caballero no había en todo el país un sajón que supiera de religión lo que un cerdo en su porqueriza.
Gwydion dejó escapar una exclamación despectiva. Gawaine se volvió hacia él.
—Los conozco mejor que tú. Ya combatía contra los sajones cuando tú aún mojabas pañales. ¿Vamos a gobernar la corte según nos indiquen esas bestias peludas?
—No conoces a los sajones ni la mitad que yo —aseveró Gwydion—. Tratar a un hombre con un hacha de combate en la mano no es manera de conocerlo. Yo he vivido en sus cortes, me he embriagado con ellos y cortejado a sus mujeres. Y están en lo cierto al decir que Arturo y su corte son corruptos, demasiado paganos.
—Buenos son ellos para hablar —resopló Gawaine.
—De cualquier modo —observó Gwydion—, no es motivo de risa que estos hombres tilden a Arturo de corrupto sin que se les reproche.
—¡Me parece que Gawaine y yo se lo reprochamos un poco! —gruñó Gareth —¿Vais a pelear con toda la corte sajona? Sería mejor corregir el motivo de la calumnia —objetó Gwydion—. ¿Acaso Arturo no puede manejar mejor a su esposa?
Gawaine aseveró:
—No seré yo quien hable mal de Ginebra ante las barbas de Arturo.
—Pero es preciso, Arturo no puede reinar sobre todos estos hombres si es su hazmerreír. ¿Cómo van a jurar seguirlo en la paz y en la guerra, si lo tienen por cornudo? Es preciso que corrija la corrupción de esta corte. Podría meter a su mujer en un convento, alejar a Lanzarote…
Gawaine echó una mirada nerviosa a su alrededor.
—¡Bájala voz, por todos los santos! —dijo—. ¡No son cosas que se puedan siquiera susurrar en público!
—Es mejor susurrarlas entre nosotros y no que circulen por todo el país —advirtió Gwydion—. ¡Por Dios, si los tiene sentados junto a él y les sonríe! ¿Acaso Camelot va a convertirse en una broma y la mesa redonda en un burdel?
—Cierra esa sucia boca si no quieres que te la cierre yo —bramó Gawaine, aferrándolo por los hombros con dedos de hierro.
—Si lo que digo fuera mentira, bien podrías tratar de cerrarme la boca, pero ¿puedes detener la verdad con los puños? ¿O persistes en afirmar que Ginebra y Lanzarote son inocentes? De ti, Gareth, que siempre has sido su mascota, podría justificar que no puedas pensar mal de tu amigo…
Gareth rechinó los dientes.
—Yo también desearía que esa mujer estuviera en el fondo del mar o tras los muros del convento más inaccesible. Pero mientras Arturo no hable, yo mantendré la boca cerrada. Y ya están en edad de ser discretos. Todos sabemos desde hace años que él siempre fue su paladín.
—Si yo tuviera pruebas, quizá lograra que Arturo me escuchara —dijo Gwydion.
—¡Ten la certeza de que Arturo sabe todo lo que hace falta, maldito seas! Pero a él le corresponde permitirlo u oponerse… Y no quiere oír una sola palabra contra ninguno de los dos. —Gawaine tragó saliva—. Lanzarote es mi primo y amigo, pero…, maldito seas, ¿crees que no lo he intentado?
—¿Y qué dijo Arturo?
—Que la reina estaba por encima de mis críticas y que cuanto ella hiciera estaba bien. Fue cortés, pero me di cuenta de que me estaba advirtiendo que no me entrometiera.
—Pero si el asunto despertara su atención de modo que ya no pudiera ignorarlo… —propuso Gwydion en voz baja, pensativo.
Luego alzó la mano en una señal. Niniana, que estaba sentada a los pies de Arturo, tocando el arpa, pidió autorización al rey y se levantó para acercarse.
—Mi señora —dijo Gwydion, inclinando delicadamente la cabeza en dirección a Ginebra—, ¿no es cierto que ella suele alejar a sus damas durante la noche?
La joven respondió en voz baja:
—No lo ha hecho desde que la legión partió de Camelot.
—Al menos sabemos que la señora es leal —observó Gwydion, cínicamente—. No distribuye sus favores a diestra y siniestra.
—Nadie la ha acusado de libertinaje —protestó Gareth, furioso—. Y a su edad… Los dos son mayores que tú, Gawaine. Lo que hagan ya no puede ser perjudicial para nadie.
—Hablo en serio —afirmó Gwydion, con igual apasionamiento—. Si Arturo ha de seguir siendo gran rey…
—¿No querrás decir: «Cuando yo sea gran rey después de Arturo…»?
—¿Qué preferirías, hermano? ¿Que, al desaparecer Arturo, yo entregara este país a los sajones?
Ambos tenían las cabezas juntas y discutían en susurros furiosos. Morgause comprendió que se habían olvidado hasta de su existencia.
—¡Caramba, pensaba que tenías mucho aprecio a los sajones! —exclamó Gareth, desdeñoso y furibundo—. ¿No te gustaría que mandaran ellos?
—Escúchame —protestó Gwydion, iracundo.
Pero Gareth lo aferró otra vez.
—Te oirá toda la corte, si no bajas la voz. Arturo te está mirando; le llamó la atención que Niniana viniera hacia aquí. ¡Tal vez no sea el único que deba vigilar a su señora!
—¡Calla! —Gwydion se liberó de sus manos.
Arturo alzó la voz.
—¡Qué! ¿Mis leales primos de Lothian riñen entre ellos? ¡Quiero paz en mi salón, parientes! Ven, Gawaine; el rey Ceardig pregunta si quieres jugar a los acertijos con él. Gawaine se levantó, pero Gwydion musitó: