El prisionero en el roble (32 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

BOOK: El prisionero en el roble
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¡Había fracasado! Había fallado a la Diosa, si en verdad existía alguna Diosa, aparte de mí; había fallado a Avalón, a Arturo, a mi hermano, a mi hijo, a mi amante. Cuanto había pretendido estaba en ruinas. En el cielo se encendía un débil rubor allí donde el sol no tardaría en asomar. Y supe que, más allá de las brumas de Avalón, Arturo y Gwydion se enfrentarían aquel día por última vez.

Mientras descendía a la orilla para invocar la barca, me pareció que las pequeñas gentes morenas me rodeaban por doquier; caminaba entre ellas como la sacerdotisa que había sido. Me encontré sola en la barca, pero segura de que había otras a mi lado: Morgana, la doncella, la que había enviado a Arturo contra el Macho rey; Morgana, la madre, desgarrada por el nacimiento de Gwydion; la reina de Gales del norte, invocando el eclipse para impeler a Accolon contra Arturo, y la reina Tenebrosa de las hadas… ¿ O era la Parca? Y mientras la barca se acercaba a la costa oí al último de los seguidores de Arturo.

—Mirad, mirad allí, la barca con las cuatro reinas en el amanecer, la barca encantada de Avalón…

Yacía allí, con el pelo pegajoso de sangre: mi Gwydion, mi amante, mi hermano… y a sus pies, muerto, Gwydion, mi hijo. Me incliné para cubrirle la cara con mi propio velo. Y supe que así terminaba una época. En tiempos pasados el ciervo joven había derribado al Macho rey para ocupar su puesto. Pero las cacerías habían terminado con los rebaños, el Macho rey acababa de matar al ciervo joven y ya nadie lo reemplazaría.

Y el Macho rey moriría a su vez… Me arrodillé a su lado.

—La espada, Arturo,
Escalibur
. Cógela y arrójala lejos, a las aguas del lago.

La Regalía Sagrada ya no estaba en este mundo; la última pieza, la
Escalibur
, tenía que ir tras el resto. Pero él protestó en susurros, aferrado a ella.

—No… Debo conservarla para quienes vengan después… La espada de Arturo, para convocarlos… —Luego miró a Lanzarote a los ojos—. Cógela, Galahad. ¿No oyes las trompetas de Camelot, que convocan a las legiones de Arturo? Cógela…, para los caballeros.

—No —dije delicadamente—. Esos tiempos han terminado. Nadie, después de ti, puede reclamar la espada de Arturo. —Le retiré delicadamente los dedos de la empuñadura—. Tómala, Lanzarote, pero arrójala a las aguas del lago. Que las brumas de Avalón la traguen para siempre.

Lanzarote me obedeció en silencio. No sé si me veía, ni por quién me tomaba. Luego acuné a Arturo contra mi pecho, sabiendo que su vida se esfumaba. Pero estaba más allá de las lágrimas.

—Morgana —susurró, con ojos desconcertados y llenos de dolor—. Morgana, ¿ todo esto fue por nada ? ¿Todo lo que hicimos, lo que intentamos hacer? ¿Por qué fallamos?

Era lo que yo también me preguntaba. Pero de algún sitio brotó la respuesta.

—Tú no fallaste, hermano, amor, hijo mío. Mantuviste el país en paz durante muchos años, para que los sajones no lo destruyeran. Alejaste las tinieblas durante toda una generación, hasta que se convirtieron en hombres civilizados, capaces de hacer música y de creer en Dios, y lucharán por salvar algo de los bellos tiempos pasados. Si a la muerte de Uther esta tierra hubiera caído en manos de los sajones, todo lo bello y lo bueno habría perecido para siempre en la Britania. Por eso digo que no fallaste, amor mío. Nadie sabe cómo hace la Diosa su voluntad, pero así ha de ser.

Aun entonces ignoraba si estaba diciendo la verdad o si sólo hablaba para reconfortarlo, como si fuera otra vez el niño que Igraine me había puesto en los brazos cuando yo misma era aún niña, diciéndome: «Morgana, cuida de tu hermano.» Y yo lo había hecho, lo haría siempre, aun más allá de la vida. ¿O acaso había sido la misma Diosa la que me pusiera a Arturo en los brazos?

Arturo presionó con dedos ya débiles la gran herida abierta en su pecho.

—Si al menos tuviera… la vaina que tú me hiciste, Morgana… no estaría aquí, desangrándome… Soñé, Morgana… y en mi sueño te llamaba, pero no podía abrazarte…

Lo estreché contra mí. Con la primera luz del sol naciente vi que Lanzarote levantaba la
Escalibur
para arrojarla lejos. Voló por el aire girando, sobre sí misma; el sol centelleaba en ella como en el ala de un pájaro blanco. Luego cayó. No vi más; tenía los ojos nublados por las lágrimas y la luz creciente.

Luego oí la voz de Lanzarote:

—Vi que una mano surgía del lago… La mano cogió la espada y la blandió tres veces en el aire. Luego se sumergió con ella.

Yo no había visto nada: sólo el reflejo de la luz en un pez que rompió la superficie del agua. Pero no dudo que él viera lo que dijo.

—Morgana —susurró Arturo—, ¿eres tú, en verdad? No te veo. Está tan oscuro… ¿Se ha puesto el sol? Llévame a Avalón, Morgana, para que puedas curarme esta herida. Llévame a casa…

Su cabeza pesaba contra mi pecho como el niño en mis brazos de niña; pesaba como el Macho rey que viniera triunfalmente a mí. «Morgana —había dicho mi madre, impaciente—, cuida del pequeño…» Yo cargué con él para siempre; lo estreché contra mí y le enjugué las lágrimas con mí velo. Y él me cogió la mano.

—Pero si eres tú —murmuró—, eres tú, Morgana… Has vuelto a mí…, y eres tan joven y bella… Siempre veré a la Diosa con tu rostro… Morgana, no volverás a abandonarme, ¿verdad?

—No volveré a abandonarte, hermano mío, mi pequeño, mi amor —le susurré.

Lo besé en los ojos. Y murió, precisamente cuando se despejaba la bruma y el sol brillaba en las costas de Avalón.

Epílogo

L
a primavera del año siguiente Morgana tuvo un sueño extraño.

Soñó que estaba en la antigua capilla cristiana de Avalón, construida por José de Arimatea. Y allí, ante el altar donde había muerto Galahad, vio a Lanzarote con vestiduras de sacerdote, solemne y diáfano el rostro. En el sueño, ella se aproximó para recibir el pan y el vino, y Lanzarote le acercó el cáliz a los labios. Luego se arrodilló a su vez, diciéndole: «Coge este cáliz, tú que has servido a la Diosa. Pues todos los dioses son un mismo Dios y todos somos Uno, al servicio del Único.»

Y al coger la copa en las manos para acercarla a los labios de Lanzarote, lo vio joven y hermoso como antaño. Y vio que la copa era el Grial. Entonces él gritó, como al ver a Galahad arrodillado: «Ah, la luz… la luz…» Y cayó al suelo, inmóvil.

Morgana despertó en la aislada vivienda de Avalón, con ese grito de éxtasis reseñándole en los oídos. Pero estaba sola.

Era muy temprano y la bruma se espesaba sobre Avalón. Se vistió en silencio con el atuendo oscuro de las sacerdotisas, pero se ató el velo de modo que la media luna tatuada fuera invisible en su frente.

Salió a la quietud del alba, para descender hacia el Pozo Sagrado. En el silencio imperante percibía silenciosas pisadas tras ella. Nunca estaba sola: las gentes pequeñas y morenas la acompañaban siempre, aunque rara vez las viera; ella era su madre y su sacerdotisa, jamás la abandonarían. Pero cuando se acercó a la sombra de la antigua capilla cristiana, las pisadas fueron quedando atrás: no la seguirían a ese territorio. Morgana se detuvo ante la puerta.

Dentro de la capilla había un resplandor: el de la luz votiva que conservaban en el santuario. Por un momento, el recuerdo de su sueño fue tan real que sintió la tentación de entrar… pero no. No tenía nada que hacer en aquel lugar. Y el Grial, si en verdad estaba allí, había quedado fuera de su alcance.

No obstante, el sueño no la abandonaba. ¿Habría sido una advertencia? Lanzarote era más joven que ella, pero ignoraba cómo corría el tiempo en el mundo exterior. Avalón se había hundido tanto en las brumas que podían pasar tres, cinco, siete años fuera mientras allí transcurría uno solo. Por eso tenía que actuar ahora, mientras aún podía moverse entre ambos mundos.

Se arrodilló ante el Santo Espino, pidiendo licencia al arbusto con una oración, y cortó un esqueje. No era el primero: en los últimos años, cada vez que alguien visitaba Avalón, fuera druida viajero o cristiano peregrino, ella le daba un brote del Santo Espino, para que éste aún pudiera florecer en el mundo exterior. Pero esto tenía que hacerlo con sus propias manos.

Nunca había pisado la otra isla, salvo para la coronación de Arturo, pero ahora invocó a la barca y, cuando estuvo en el centro del lago, la impulsó dentro de las nieblas. Cuando la embarcación se deslizó nuevamente hacia el sol, sobre las aguas se extendía la sombra larga de la iglesia. Se oía el suave tañer de una campana. Sus seguidores hicieron un gesto de miedo ante el sonido: tampoco allí la seguirían. Después de dejarla en tierra, sin ser vista, la barca se desvaneció nuevamente entre la bruma. Y entonces, con el cesto al brazo, como cualquier vendedora ambulante que llegara en peregrinaje, Morgana tomó el camino que ascendía desde la orilla.

«Hace apenas cien años, menos aún en Avalón, que estos mundos comenzaron a divergir, pero ya son diferentes.» Allí los árboles eran distintos, y también los caminos. Al pie de una pequeña colina se detuvo, desconcertada: en Avalón no había nada similar. Y entonces vio serpentear cuesta abajo, hacia la pequeña iglesia, una procesión de monjes que llevaban un cuerpo en un ataúd.

«Conque vi la verdad, aunque pareciera un sueño…» Los monjes lo dejaron en el suelo antes de llevarlo al interior de la iglesia. Entonces Morgana se adelantó para retirar el paño mortuorio que le cubría la cara.

Vio a Lanzarote, ojeroso y arrugado, mucho más viejo que la última vez. Pero fue sólo un instante. Luego vio solamente una dulce y maravillosa expresión de paz. Parecía sonreír, con la mirada mucho más allá. Y así supo en qué se habían posado sus ojos moribundos.

—Conque al fin hallaste tu Grial —susurró.

Uno de los monjes preguntó:

—¿Lo conocisteis en el mundo, hermana?

Y Morgana comprendió que, por su vestimenta oscura, la había tomado por una monja.

—Era… pariente mío.

«Primo, amante, amigo… Pero eso fue hace mucho tiempo. Al final fuimos sacerdote y sacerdotisa.»

—Eso me pareció —dijo el monje—. En la corte de Arturo lo llamaban Lanzarote, pero entre nosotros era Galahad. Estuvo con nosotros muchos años. Hace apenas unos días que se ordenó sacerdote.

«Conque viniste en busca de un Dios que no se burlara de ti, primo mío.»

Los monjes volvieron a levantar el ataúd. El que había hablado le dijo:

—Rezad por su alma, hermana.

Y Morgana inclinó la cabeza. No podía llorarlo tras haber visto en su rostro el reflejo de esa luz remota. Pero tampoco lo seguiría a la iglesia. «Aquí el velo es muy tenue. Aquí Galahad vio la luz del Grial, en la otra capilla, la de Avalón, y tocó el cáliz a través de los mundos, y así murió. Y aquí, por fin, Lanzarote ha seguido a su hijo.»

Morgana echó a andar lentamente por el sendero, medio decidida a abandonar su propósito. ¿Qué podía importar? Pero cuando se detuvo, vacilante, un anciano jardinero levantó la cabeza, arrodillado en un parterre de flores.

—No os conozco, hermana. No sois de las que viven aquí. ¿Venís en peregrinaje?

En cierto modo, así era.

—Busco la sepultura de una parienta mía, la Dama del Lago.

—Ah, sí, eso fue hace muchos años, durante el reinado de nuestro buen rey Arturo —dijo el hombre—. Se encuentra más allá, donde lo vean los peregrinos. Desde allí parte el sendero hacia el convento de las hermanas. Si tenéis hambre, allí os darán algo de comer.

«¿A eso hemos llegado? ¿Parezco una mendiga?» Pero el hombre no tenía mala intención, de modo que le dio las gracias y marchó en la dirección indicada.

Arturo había construido una noble tumba para Viviana, pero allí sólo había unos cuantos huesos que volvían lentamente a la tierra. ¿Por qué le había afectado tanto? Viviana no estaba allí. Sin embargo, al inclinar la cabeza ante el túmulo, se descubrió llorando.

Al cabo de un rato se le acercó una mujer de velo blanco y túnica oscura, no muy diferente a la suya.

—¿Por qué lloráis, hermana? La que aquí yace está en paz en manos de Dios; no necesita de lágrimas. ¿Quizás era parienta vuestra?

Morgana asintió con la cabeza.

—Siempre rezamos por ella —dijo la monja—. Aunque ignoro su nombre, dicen que fue amiga y benefactora de nuestro buen rey Arturo, en tiempos pasados.

Morgana también bajó la cabeza para murmurar una oración. Mientras rezaba resonaron las campanas y se echó atrás. ¿Sólo las campanadas y los salmos dolientes oía Viviana, en vez de las arpas de Avalón? Pero entonces recordó lo que había dicho Lanzarote en su sueño: «Coge este cáliz, tú que has servido a la Diosa, pues todos los dioses son un mismo Dios…»

—Acompañadme al claustro, hermana —dijo la monja, sonriendo—. Estaréis cansada y hambrienta.

Morgana llegó con ella hasta las puertas del convento, pero no quiso entrar.

—No tengo hambre —dijo—, pero si me dierais un poco de agua…

—Por supuesto. —La mujer de negro hizo una seña. Una muchacha llevó una jarra de agua y le sirvió una copa. Mientras Morgana se la llevaba a los labios, la monja explicó—: Sólo bebemos del pozo del cáliz. Es un lugar sagrado, ¿sabéis?

Fue como la voz de Viviana en sus oídos: «Las sacerdotisas sólo beben el agua del Pozo Sagrado.»

Sus dos compañeras inclinaron la cabeza ante una mujer que llegaba del claustro.

—Es nuestra abadesa —presentó la monja que la había guiado.

«La he visto antes», se dijo Morgana. Y mientras ese pensamiento cruzaba por su mente, la abadesa dijo:

—¿No me reconocéis, Morgana? Os creíamos muerta hace tiempo.

Ella le sonrió, preocupada.

—Lo siento…, es que no…

—No me recordáis, desde luego, pero os vi muchas veces en Camelot, cuando era mucho más joven. Soy Leonor, la esposa de Gareth; cuando mis hijos estuvieron criados vine a terminar mis días aquí. ¿Os trajo el funeral de Lanzarote? —Sonrió—. Tendría que decir «padre Galahad», pero me cuesta recordarlo. Y ahora que está en el cielo ya no tiene importancia. —Otra sonrisa—. Ya no sé quién reina ni si Camelot aún está en pie; hay guerra otra vez en el país, no como en los tiempos de Arturo. Todo aquello parece tan remoto…

—Vine a visitar la tumba de Viviana. Está sepultada aquí, ¿lo recordáis?

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