—He visto la tumba —dijo la abadesa—, pero aquello pasó antes de que yo llegara a Camelot.
—Tengo que pediros un favor —Morgana tocó el cesto que llevaba al brazo—. Esto es del Santo Espino que crece en las colinas de Avalón; se dice que brotó del cayado que el padre adoptivo de Cristo clavó en la tierra. Me gustaría plantar un esqueje de esa planta en la tumba de Viviana.
—Plantadla, si queréis —dijo Leonor—. No creo que nadie se oponga. Me parece justo que esté aquí, en el mundo, y no escondido en Avalón. —Luego miró a Morgana, consternada—. ¡Avalón! ¿Venís desde esa tierra pecaminosa?
«En otra época me habría enfadado con ella», pensó Morgana.
—No es pecaminosa, pese a lo que digan los curas, Leonor —aclaró delicadamente—. ¿Creéis que el padre adoptivo de Cristo habría clavado allí su cayado, si la tierra le pareciera maligna? ¿Acaso el Espíritu Santo no está en todas partes?
La mujer bajó la cabeza.
—Tenéis razón. Mandaré que algunas novicias os ayuden a plantarlo.
Habría preferido estar sola, pero sabía que era un gesto de amabilidad. Siempre había creído que las monjas de los conventos eran tristes y dolientes, pero las novicias eran criaturas inocentes y alegres como petirrojos. Le hablaron con animación de su nueva capilla y hasta le aconsejaron que descansara las piernas mientras cavaban el hoyo para el esqueje.
—¿Y es de vuestra familia, la que está sepultada aquí? —preguntó una de las muchachas—. ¿Sabéis leer lo que dice? Yo nunca imaginé que aprendería a leer, pues mi madre decía que no era adecuado, pero aquí me enseñaron a leer el libro de oraciones en latín. Mirad —dijo, orgullosa. Y leyó—: «El rey Arturo hizo este sepulcro para su tía y benefactora, la Dama del Lago, muerta a traición en su corte de Camelot.» No puedo leer la fecha, pero fue hace mucho tiempo.
—Debió de ser muy santa —comentó otra—, pues se dice que Arturo fue el mejor y más cristiano de los reyes. ¡No habría enterrado aquí a ninguna mujer que no fuera una santa!
Morgana sonrió. Le hacían pensar en las muchachas de la Casa de las doncellas.
—Yo la amaba, aunque no la consideraría una santa. En vida, fue considerada por algunos una perversa hechicera.
—El rey Arturo no habría enterrado a una hechicera perversa entre gente santa —aseguró la niña—. En cuanto a las brujerías… bueno, en todas partes hay ignorantes que están dispuestos a creer bruja a quien sepa un poco más que ellos. ¿Vais a tomar los hábitos aquí, madre? —preguntó.
Morgana se sorprendió ante esa palabra; luego comprendió que se dirigían a ella con el mismo respeto que las doncellas de Avalón, como si ocupara entre ellas un grado superior.
—He hecho mis votos en otro lugar, hija mía.
—¿Vuestro convento es tan bonito como éste? La madre Leonor es bondadosa y aquí todas somos muy felices. Una vez hubo entre nosotras una mujer que fue reina. Se me ocurrió que os gustaría quedaros para rezar por el alma de vuestra parienta. —La muchacha se levantó para sacudirse la túnica oscura—. Ya podéis plantar vuestro esqueje, madre… ¿O preferís que yo lo ponga en la tierra?
—No, lo haré yo —dijo Morgana. Y se arrodilló para presionar la tierra blanda en torno a las raíces.
Mientras ella se levantaba, la muchacha dijo:
—Si queréis, madre, os prometo venir a rezar por ella todos los domingos.
Por algún motivo absurdo, Morgana sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas.
—Rezar siempre es bueno. Te estoy agradecida, hija mía.
—Y vos, en vuestro convento, rezad también por mí —añadió simplemente la joven, cogiéndole la mano para ayudarla a levantarse—. Dejad que os sacuda la túnica, madre. Ahora tenéis que conocer nuestra capilla.
Morgana iba a protestar. Al abandonar la corte de Arturo había jurado no pisar nunca más una iglesia cristiana. Pero esa niña se parecía tanto a sus jóvenes sacerdotisas que se dejó llevar a la iglesia.
«En este mismo sitio, en aquel otro mundo, debe de estar la iglesia en la que rinden culto los cristianos antiguos; algo del carácter sagrado de Avalón parece haberse filtrado entre los mundos, a través de las brumas», pensó. No se arrodilló ni hizo la señal de la cruz, pero inclinó la cabeza ante, el altar, hasta que la muchacha le tiró delicadamente de la mano.
—Venid a nuestra capilla, la de las hermanas. Venid, madre.
Morgana la siguió hasta la pequeña capilla lateral. Allí había flores: brazadas de flores de manzano, ante una estatua que representaba a una mujer velada y coronada por un halo de luz, con un niño en los brazos. Morgana aspiró una trémula bocanada de aire e inclinó la cabeza ante la Diosa.
—Aquí tenemos a la Madre de Cristo —dijo la muchacha—. María, sin pecado concebida. Dios es tan grande y terrible que siempre tengo miedo delante de su altar, pero aquí podemos venir como a nuestra Madre. Y tenemos estatuillas de nuestras santas: Magdalena, que amaba a Jesús y le secó los pies con su cabello, y Marta, que cocinó para él. Y aquí, una estatua muy antigua que nos dio nuestro obispo; es una santa de su tierra natal, llamada Brígida…
Al observar la estatua de Brígida, Morgana percibió el poder que manaba de ella, grandes oleadas que impregnaban la capilla.
«Pero Brígida no es una santa cristiana —pensó, inclinando la cabeza—, aunque así lo crea Patricio. Ésta es la Diosa tal como la adoran en Irlanda. Estas mujeres, aunque piensen otra cosa, sienten el poder de la Inmortal. Por mucho que la destierren, Ella prevalecerá. La Diosa jamás se apartará de la humanidad.»
Y Morgana, con la cabeza gacha, susurró la primera oración sincera que había pronunciado en una iglesia cristiana.
—Oh, mirad —dijo la novicia, cuando salieron nuevamente a la luz del día—, aquí también tenemos espinos santos, aunque no es el que plantasteis en la tumba de vuestra parienta.
«¿Y yo creí que podía mediar en esto?», se dijo Morgana. Así como todo lo consagrado se mudaba de Avalón al mundo de los hombres, donde era más necesario, así había llegado esa planta sagrada.
—Sí, tenéis el Santo Espino. Y en días venideros, mientras perdure este país, todas las reinas lo recibirán en Navidad, como prenda de quien reina tanto en el Cielo como en Avalón.
—No sé de qué estáis hablando, madre, pero os agradezco la bendición —dijo la joven novicia—. La abadesa os espera en la casa de huéspedes para desayunar con vos. Pero tal vez queráis rezar un rato en la capilla de la Señora. A veces la Santa madre puede aclararnos las cosas, si una está sola con Ella.
Morgana asintió sin poder hablar.
—Muy bien —dijo la muchacha—. Cuando estéis dispuesta, no tenéis más que ir a la casa de huéspedes.
Morgana volvió a la capilla y, con la cabeza inclinada, se dejó caer finalmente de rodillas.
—Perdóname, Madre —susurró—, por haber creído que tenía que hacer lo que, ahora bien lo veo, puedes obrar por ti misma. La Diosa está dentro de nosotros, sí, pero ahora sé que también estás en el mundo, ahora y siempre, así como en Avalón y en el corazón de todos los hombres y mujeres. Vive ahora también en mí y guíame: dime cuándo tengo que dejar que sólo se haga tu voluntad.
Pasó largo rato en silencio, de rodillas, con la cabeza inclinada. Por fin levantó la mirada, como si algo la obligara. Tal como la había visto en el altar de la antigua hermandad cristiana de Avalón, tal como la viera entre sus manos en el salón de Arturo, divisó una luz en el altar, y en las manos de la Señora… y la sombra, sólo la sombra de un cáliz.
«Está en Avalón, pero también aquí. Está en todas partes. Y quienes necesiten de un signo en este mundo lo verán siempre.»
Percibió un dulce perfume que no provenía de las flores. Y por un instante le pareció oír la voz de Igraine que le susurraba…, pero no distinguió las palabras… Y eran las manos de Igraine las que le tocaban la cabeza. Al levantarse, cegada por las lágrimas, cayó súbitamente sobre ella algo parecido a un torrente de luz:
«No, no fracasamos. Lo que dije a Arturo para consolarlo en su agonía era la verdad. Yo ejecuté la obra de la Madre en Avalón, hasta que quienes llegaron después de nosotros pudieron, por fin, traerla a este mundo. No fracasé: hice lo que Ella me había asignado. No fue Ella, sino yo, en mi orgullo, quien creí que podría haber hecho más.»
Fuera de la capilla el sol calentaba la tierra y había un fresco aroma de primavera en el aire. Cuando la brisa matinal movió los manzanos, Morgana vio que las flores darían fruta a su tiempo.
Volvió la cara hacia la casa de huéspedes. ¿Tenía que ir a desayunar con las monjas, hablar quizá de los viejos tiempos en Camelot? Morgana sonrió ligeramente. No; le despertaban la misma ternura que los manzanos en flor, pero aquel tiempo había pasado. Volvió la espalda al convento y descendió hacia el lago por el viejo camino de la costa. Por allí había un sitio donde el velo que separaba ambos mundos se volvía más sutil. Ya no necesitaba invocar la barca: le bastaba con cruzar aquellas brumas para entrar en Avalón. Su obra había concluido.
MARION ZIMMER BRADLEY, (3 de junio de 1930 - 25 de septiembre de 1999) fue una prolífica escritora de novelas de fantasía y ciencia ficción como
Las Nieblas de Avalón
o la saga de
Darkover
, con frecuencia con una perspectiva feminista.
Nacida en una granja en Albany, Nueva York, durante la Gran Depresión, empezó a escribir en 1949 y vendió su primera historia a Vortex, en 1952. Se casó con Robert Alden Bradley en octubre de 1949 hasta su divorcio el 19 de mayo de 1964. Tuvieron un hijo, David Robert Bradley (1950 - 2008). Durante los años 50 se introdujo en un grupo de lesbianas culturales, Las Hijas de Bilitis. Después de su divorcio, se casó rápidamente con Walter Breen en junio de 1964. Tuvieron una hija, Moira Breen. Se separaron en 1979 aunque continuaron casados y mantuvieron una relación de negocios y vivieron en la misma calle alrededor de una década. Se divorciaron oficialmente el 9 de mayo de 1990, el año en que Breen fue detenido por cargos de abuso de menores.
En 1965 Bradley se graduó con una Licenciatura en Artes en la Hardin Simmons University en Abilene, Texas. Después, se mudó a Berkeley, California, para cursar estudios de posgrado en la Universidad de California, Berkeley, entre 1965 y 1967. En 1966, ayudó a fundar la Society for Creative Anachronism y estuvo involucrada en el desarrollo de varios grupos locales, incluso en Nueva York después de su traslado a Staten Island.
Su salud fue declinando hasta que murió en el Alta Bates Medical Center en Berkley. Sus cenizas fueron esparcidas en Glastonbury Tor, en Somerset, Inglaterra.
Su primer hijo David Bradley y su hermano Paul Zimmer han publicado obras de fantasía y ciencia ficción, en su misma línea. Su hija Moira Breen es artista y cantante profesional.
Fue editora de la larga serie
La Espada y las Hechiceras (Sword and Sorceress)
. Animó a varios autores a escribir en sus historias heroínas no tradicionales y animó sobre todo a autoras que no se atrevían a incluir mujeres en sus antologías. Mercedes Lackey fue, justamente una de los muchos autores que primero aparecieron en sus antologías. Mantuvo una larga serie de escritores en su hogar de Berkley. Bradley editó el final una semana antes de su muerte.
Creó el planeta
Darkover
como marco de la saga de
Darkover
, escribiendo una gran número de novelas e historias cortas, primero ella sola y después en colaboración con otros autores, de fantasía y ciencia ficción.
Aparte de las series, sus novelas más conocidas son
"Las Nieblas de Avalón"
recreación de la leyenda artúrica desde el punto de vista femenino (en el que la narración corre a cargo de Morgana le Fay) y
"La antorcha"
historia de la guerra de Troya narrada por Cassandra (siempre sus protagonistas femeninas fuera del considerado rol de la mujer). En 1990, junto con Julian May y André Norton, escribió
"El Trillium Negro"
, novela en la que tres princesas deben encontrar la mágica flor del trillium negro. Con los seudónimos de Morgan Ives, Miriam Gardner, John Dexter y Lee Chapman, produjo en los años 60 una serie de novelas de tema gay y lésbico, que llegó incluso a ser considerado pornográfico. En el año 2000 le fue otorgado póstumamente el World Fantasy Award por el conjunto de su carrera.