Morgana tragó la bebida agridulce, con la vista borrosa por las lágrimas. Por un momento le pareció que era otra vez una niña, que Igraine la consolaba.
—Madre… —dijo. Y mientras hablaba supo que era el delirio, que ya no era niña ni doncella, sino una mujer anciana, demasiado anciana para encontrarse yaciendo así, tan cerca de la muerte.
—No, majestad, no sabéis lo que decís… Bueno, bueno querida, quedaos tranquila y tratad de dormir. Os hemos puesto ladrillos calientes en los pies; enseguida entraréis en calor.
Aliviada, Morgana flotó hacia el sueño. Ahora volvía a ser niña en Avalón, en la Casa de las doncellas, y Viviana le decía algo que no lograba recordar, algo sobre la Diosa que hila la vida de los hombres. Y le entregaba un huso para que hilara pero la hebra salía enredada y llena de nudos. Por fin Viviana le dijo, enfadada: «Dame eso…» Le entregó el huso y las hebras desiguales, pero ya no era Viviana, sino la Diosa, amenazante la cara, y ella era muy pequeña, muy pequeña.
Recobró la conciencia uno o dos días después, con la cabeza despejada, pero con un vacío dolorido en el cuerpo. Apoyó las manos sobre el vientre, pensando: «Podría haberme ahorrado el sufrimiento; debí comprender que, de cualquier modo, iba a abortar. Bueno, lo hecho, hecho está; ahora tengo que prepararme para la noticia de que Arturo ha muerto. Tengo que pensar qué haré cuando regrese Accolon. Ginebra ingresará en un monasterio; si desea ir con Lanzarote a la baja Britania, no los detendré…»
Se levantó para vestirse y embellecerse.
—Tendrías que quedarte en cama, Morgana; todavía estás muy pálida —dijo Uriens.
—No. Se avecinan noticias extrañas, esposo, y tenemos que prepararnos para recibirlas. —Y continuó trenzándose la cabellera con piedras preciosas y cintas escarlata.
Uriens, delante de la ventana, dijo:
—Mira: los caballeros están haciendo ejercicios militares. Creo que Uwaine es el mejor jinete. ¿Verdad que cabalga tan bien como Gawaine, querida? Y el que va a su lado es Galahad. No llores por la criatura perdida, Morgana. Para Uwaine siempre serás su madre. Cuando nos casamos te dije que nunca te reprocharía la esterilidad. Me habría gustado tener otro hijo, pero si no ha de ser… bueno, no hay nada que lamentar. —Le cogió tímidamente la mano—. Tal vez sea mejor así; no me di cuenta de lo cerca que estaba de perderte.
En la ventana, con el brazo de Uriens rodeándole la cintura, sintió al mismo tiempo repugnancia y gratitud por su bondad. No tenía por qué saber jamás que el niño había sido de Accolon. Que se enorgulleciera de poder engendrar a su edad.
—Mira —dijo Uriens estirando el cuello para ver mejor— ¿qué es lo que entra por la puerta?
Un jinete, acompañando a un monje de hábito oscuro montado en una mula, y un caballo que cargaba un cuerpo.
—Ven —dijo Morgana, tirándole de la mano—. Tenemos que bajar.
Pálida y silenciosa, salió con él al patio, sintiéndose alta e imponente como corresponde a una reina.
El tiempo pareció detenerse, como si estuvieran otra vez en el país de las hadas. ¿Por qué no llegaba Arturo con ellos, si había salido vencedor? Pero si el cadáver era de Arturo, ¿dónde estaba la ceremonia y la pompa que caracterizan la muerte de un rey? Uriens alargó un brazo para sostenerla, pero Morgana, rechazándolo, se aferró al marco de la puerta. El monje echó el capuchón atrás, diciendo:
—¿Sois la reina Morgana de Gales? —Sí —contestó.
—Traigo un mensaje para vos. Vuestro hermano Arturo yace herido en Glastonbury, atendido por las hermanas del convento, pero se repondrá. Y os envía esto como regalo. —Señaló con la mano la silueta amortajada a lomos del caballo—. Y me encomendó deciros que la espada
Escalibur
y la vaina están en su poder.
Mientras hablaba apartó el paño mortuorio que cubría el cadáver. Morgana vio los ojos de Accolon, ciegamente clavados en el cielo, y sintió que todas las energías de su cuerpo se le escurrían como agua.
Uriens lanzó un tremendo grito y cayó sobre el cuerpo de su hijo. Uwaine se abrió paso entre el gentío que rodeaba los peldaños, a tiempo para sujetarlo.
—¡Padre, padre querido! ¡Ah, buen Dios, Accolon! —exclamó, dando un paso hacia el caballo que cargaba el cadáver—. Gawaine, hermano, dadle el brazo. Tengo que atender a mi madre. Se desmaya…
—No —dijo Morgana—. No.
Oyó su voz como un eco, sin saber siquiera qué trataba de negar. Quería correr hacia Accolon, arrojarse sobre él, gritar de dolor y desesperación, pero Uwaine la sujetaba con fuerza.
Ginebra apareció en la escalinata; alguien, en susurros, le explicó la situación. Entonces bajó para observar a Accolon.
—Murió en rebelión contra el gran rey —dijo claramente—. ¡Que no haya ritos cristianos para él! ¡Que su cuerpo sea Arrojadlo a los cuervos y su cabeza, colgada en la muralla, como corresponde a los traidores!
—¡No! ¡Ah, no! —gritó Uriens, gemebundo—. Os lo ruego, os lo imploro, reina Ginebra. Sabéis que soy uno de vuestros súbditos más leales. Y mi pobre muchacho ya ha pagado por su crimen. Os lo ruego, señora, por Jesús que también murió entre dos ladrones… Tened la misericordia que él habría tenido.
Ginebra parecía no oír.
—¿Cómo está mi señor Arturo?
—Se está recuperando, señora, pero ha perdido mucha sangre —dijo el monje desconocido—. Pero os manda decir que no temáis. Se repondrá.
Ginebra suspiró.
—Rey Uriens —dijo—: por nuestro buen caballero Uwaine haré lo que deseas. Que el cuerpo de Accolon sea llevado a la capilla con toda la pompa.
Morgana recobró la voz para protestar:
—¡No, Ginebra! Enterradlo decentemente, si vuestro buen corazón lo permite. Pero que no haya ritos cristianos; él no lo era. Uriens está tan apesadumbrado que no sabe lo que dice.
—Callad, madre —protestó Uwaine, apretándole el hombro—. Por mi bien y el de mi padre, no causéis más escándalo. Si Accolon no servía a Cristo, tanto más necesita la misericordia de Dios contra la muerte de traidor que tendría que haber recibido.
Morgana quiso protestar, pero la voz no la obedecía. Dejó que el joven la llevara dentro, pero una vez allí se desprendió de su brazo para caminar sola. Se sentía helada y sin vida. Parecían haber pasado unas cuantas horas desde que yaciera en brazos de Accolon, en el país de las hadas. Ahora se encontraba hundida hasta las rodillas en una marea implacable que le arrebataba todo otra vez, y el mundo se llenaba con las miradas acusadoras de Uwaine y su padre.
—Sí, sé que fuisteis vos quien planeó esta traición —dijo Uwaine—. Pero no siento piedad por Accolon, que se dejó conducir al mal por una mujer. Tened la decencia de no envolver más a mi padre en vuestras malvadas maquinaciones contra nuestro rey. —Después de echarle una mirada fulminante se volvió hacia Uriens, que se aferraba a un mueble, como aturdido; lo sentó en una silla y se arrodilló para besarle la mano—. Querido padre, aún estoy yo a vuestro lado…
—Oh, mi hijo, mi hijo… —gritó Uriens, desesperado.
—Descansad, padre. Tenéis que ser fuerte. Pero ahora dejadme atender a mi madre, que también está enferma.
—¡De madre la tratas! —clamó el anciano, irguiéndose para mirar a Morgana con ira implacable—. ¡No quiero oírte jamás llamar madre a esa mujer abominable! ¡A ella, que con sus brujerías indujo a mi buen hijo a rebelarse contra su rey! Y ahora pienso que también fue su maligna hechicería la que causó la muerte de Avalloch… Sí, y la de ese otro hijo que habría tenido que darme. ¡Tres hijos míos ha enviado a la muerte! Cuida que no trate de seducirte, llevándote a la muerte y a la destrucción. ¡No, no es tu madre!
—¡Padre! ¡Señor! —protestó Uwaine. Y ofreció una mano a Morgana—. Perdonadlo; no sabe lo que dice. Ambos estáis enloquecidos de dolor. En el nombre de Dios, os ruego que tengáis calma. Demasiado pesar hemos sufrido ya en este día.
Pero Morgana apenas lo oía. Ese hombre, ese esposo que ella no había querido, era lo único que quedaba entre la ruina de sus planes. Tendría que haberlo dejado morir en el país de las hadas, pero allí estaba, chocheando en la plenitud de su inútil vejez. Accolon había muerto: Accolon, el que trataba de recuperar todo lo que su padre había traicionado, todo lo que Arturo había traicionado… y ahora sólo quedaba ese anciano chocho.
Cogió bruscamente de su cinturón la hoz de Avalón y, apartando los brazos de Uwaine, que intentaba retenerla, se lanzó hacia delante con la daga en alto. Apenas sabía lo que pensaba hacer.
Un puño de hierro le sujetó la muñeca, arrancándole la hoz.
—No. Soltad… ¡Madre! —suplicó Uwaine—. ¿Estáis endemoniada? Mirad, madre, es sólo mi padre… Ah, Dios, ¿no tendréis un poco de piedad por su dolor? No sabe lo que dice. Yo tampoco os acuso. Madre, madre, escuchad, dadme esa daga…
Por fin, las exclamaciones repetidas, el amor y la angustia de la voz, atravesaron la bruma que nublaba los ojos y la mente de Morgana. Se dejó arrebatar el pequeño puñal. Como si lo viera desde mil leguas de distancia, notó que tenía un corte sangrante en los dedos. Uwaine también se había cortado.
—Querido padre, perdonadla —suplicó el joven, inclinándose hacia Uriens, que estaba pálido como la muerte—. Está afligida; también amaba a mi hermano. Y recordad lo enferma que ha estado. Permitid, madre, que os haga llevar de nuevo a la cama. Coged, coged esto. —Le puso la hoz de nuevo en la mano—. Sé que era de vuestra madre tutelar. Ah, pobre madre…
Morgana sintió las lágrimas calientes de Uwaine en su frente. Ella también habría querido llorar, dejar correr todo el dolor, la terrible desesperación. Uriens también sollozaba, pero ella estaba fría, sin una lágrima. Todo cuanto veía adoptaba forma gigantesca y amenazadora, pero también muy lejana.
Las mujeres alzaron su cuerpo rígido para llevarla a la cama; le quitaron la corona y la túnica que se había puesto para celebrar su triunfo, pero ya no importaba. Mucho rato después volvió en sí; lavada y con una camisa limpia, descansaba junto a Uriens, con una de sus mujeres dormitando en un banquillo. Se incorporó para contemplar al anciano; dormía con la cara demacrada, enrojecida por el llanto. Fue como observar a un extraño.
La había tratado bien, sí. «Pero todo eso ha quedado atrás, mi obra en sus tierras está hecha. Jamás volveré a verlo mientras viva.»
Accolon había muerto y sus planes fracasado. Arturo aún tenía la espada
Escalibur
y la vaina encantada que lo protegía; puesto que su amante había fallado en la tarea, ella misma tendría que ser la mano de Avalón que lo derribara.
Con movimientos tan silenciosos que no habrían despertado a un pájaro dormido, se puso la ropa y ató la daga de Avalón a su cintura. Dejando allí los finos vestidos y las joyas que Uriens le había dado, se envolvió en su más sencilla túnica, no muy diferente de las que usaban las sacerdotisas. Buscó su bolsa de hierbas y medicinas; en la oscuridad, al tacto, se pintó en la frente la luna oscura. Luego, cubierta con la capa de una criada, bajó la escalera sin hacer ruido.
Desde la capilla llegaban los cánticos que Uwaine había organizado para su hermano. Ya no importaba: Accolon era libre. Ya nada importaba, salvo recuperar la espada de Avalón. Morgana volvió la espalda a la capilla. Algún día hallaría tiempo para llorarlo; ahora tenía que cumplir donde él había fracasado.
Fue a la cuadra en busca de su caballo y logró ensillarlo con mano torpe. Mareada como estaba, casi no pudo subir a la montura. Por un momento se tambaleó y pensó que iba a caer. Luego susurró una orden al caballo, que partió al trote. Desde el pie de la colina se volvió para echar una última mirada a Camelot.
«Sólo volveré aquí una vez en mi vida. Y entonces ya no existirá un Camelot al que pueda volver.» Y mientras susurraba las palabras se preguntó qué significaban.
Pese a haber ido a Avalón con frecuencia, sólo una vez había pisado la isla de los Sacerdotes. La abadía de Glastonbury era un destino más extraño para Morgana que el cruce de las brumas hacia las tierras ocultas. Allí había un remero, al que entregó una moneda para que la llevara al otro lado del lago.
A aquella hora, poco antes del amanecer, el aire era fresco y límpido. Las campanas sonaban con claridad; Morgana vio una larga fila de siluetas vestidas de gris que avanzaban lentamente hacia la iglesia: los hermanos, que se levantaban temprano para rezar y cantar sus himnos. Durante un momento Morgana oyó en silencio: allí estaban sepultadas su madre y Viviana. Por un momento las lágrimas le quemaron los ojos. «Dejadlo estar. Que haya paz entre vosotros, hijos.» Parecía ser la voz olvidada de Igraine la que así le murmuraba.
Todas las siluetas grises estaban ya dentro de la iglesia. A cierta distancia de la abadía vivían las monjas, bajo el voto de ser vírgenes del Cristo hasta su muerte. Morgana no creía, como algunas de sus compañeras de Avalón, que monjes y monjas se limitaran a fingir castidad para impresionar a los campesinos, mientras se permitían todos los caprichos tras las puertas cerradas de los monasterios. Eso le habría parecido despreciable; la hipocresía era repugnante. Pero la idea de que una fuerza presuntamente divina prefiriera la infecundidad a la fructificación… era una terrible traición contra las mismas fuerzas que daban vida al mundo.
Volvió la espalda a las campanas para caminar sigilosamente hacia la casa de huéspedes, proyectando la mente, invocando la videncia para que la condujera hacia Arturo.
En la casa de huéspedes había tres mujeres: una dormitaba junto a la puerta; otra revolvía una cacerola de gachas en la cocina, en la parte trasera; había una tercera a la puerta del cuarto donde ella percibía, muy vagamente, la presencia de Arturo, profundamente dormido. Una de ellas se levantó para atenderla, preguntando en un susurro:
—¿Quién sois y por qué venís a estas horas?
—Soy la reina Morgana de Gales del norte y Cornualles —respondió, en voz baja y autoritaria—. He venido para ver a mi hermano. ¿Osaríais prohibírmelo?
Mirándola a los ojos, movió la mano en el más simple de los hechizos que le habían enseñado para dominar; la mujer se echó atrás, sin poder hablar ni detenerla. Más tarde hablaría de encantamientos y de miedos, pero no había sido más que el simple imperio de una voluntad poderosa sobre otra que se había entregado deliberadamente a la sumisión.
Dentro de la habitación ardía una luz tenue que le permitió ver a Arturo: ojeroso, con la barba crecida y el pelo rubio oscurecido por el sudor. La vaina yacía a los pies de la cama, como si él, anticipándose a sus intenciones, la mantuviera a su alcance Y en la mano sostenía el pomo de
Escalibur
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