El prisionero en el roble (5 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

BOOK: El prisionero en el roble
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Uriens, en cambio, no tenía esa mágica inmunidad al tiempo. Por fin parecía realmente viejo; tenía el pelo completamente blanco, aunque se mantenía erguido y fuerte. Le oyó explicar que se acababa de reponer de una fiebre pulmonar y que en primavera había enterrado a su primogénito, atacado por un cerdo salvaje. Arturo comentó:

—¿Conque algún día serás rey de Gales del norte, Accolon? Bueno, así sea.

Uriens iba a inclinarse hacia la mano de Ginebra, pero ella le dio un beso en la mejilla. El anciano llevaba un bonito manto verde y pardo.

—Nuestra reina parece cada vez más joven —dijo, sonriendo de buen humor—. Cualquiera diría que moráis en el país de las hadas, señora.

Ella se echó a reír.

—Entonces tendría que pintarme arrugas en la cara, no vayan los sacerdotes a pensar que he aprendido cosas indignas de una cristiana. ¡Vaya, Morgana! —Por una vez podía saludar a su cuñada con una broma—. Pareces más joven que yo, aunque sé que eres mayor. ¿Qué magia es ésa?

—No hay magia —respondió Morgana, con voz grave y musical—. Sólo que en mi país, tan lejos del mundo, tengo poco en que ocupar la mente y siento que el tiempo no pasa.

Cuando Ginebra la miró mejor, vio en su cara los pequeños rastros de los años: su tez seguía siendo suave, pero había pequeñas arrugas en torno a los ojos y tenía pequeñas bolsas bajo los párpados.

Lanzarote saludó primero a Morgana. Ginebra no esperaba sentirse desgarrada por esa rabiosa pasión de celos. «Elaine ha muerto…, y Uriens es tan anciano que difícilmente vivirá hasta la próxima Navidad.» Oyó el cumplido risueño del caballero y la dulce risa de su cuñada. «Pero no mira a Lanzarote como enamorada… Sus ojos buscan al príncipe Accolon, que también es apuesto.» Y Ginebra sintió una punzada de escandalizada desaprobación.

—Tendríamos que sentarnos a la mesa —dijo, haciendo señas a Cay—. Galahad tendrá que retirarse a medianoche para velar sus armas; quizá quiera descansar antes un poco, para no adormilarse.

—No voy a adormilarme, señora —aseguró el joven.

Ginebra volvió a sentir aquel dolor. ¡Cuánto le habría gustado que el bello mozo fuera hijo suyo! Era alto y de anchas espaldas, a diferencia de Lanzarote; su cara limpia parecía relucir de serena felicidad.

—Esto es muy nuevo para mí. Camelot es tan bella que no parece real. —Galahad se inclinó cortésmente ante Morgana—. Os recuerdo, señora. Vinisteis para llevaros a Nimue y mi madre lloraba. ¿Está bien mi hermana, señora?

—Hace algunos años que no la veo —respondió—, pero si no estuviera bien me habrían informado.

—Sólo recuerdo que me enfadé con vos por decirme que estaba errado en todo.

—Sin duda tu madre os dijo que yo era una maligna hechicera. —Morgana sonrió. «Ufana como un gato», pensó Ginebra.

—¿Y lo sois, señora? —preguntó el muchacho sin rodeos.

—Bueno, vuestra madre tenía motivos para creerlo. Ahora que se ha ido puedo decirlo. ¿Sabíais, Lanzarote, que Elaine me imploró un ensalmo para atraer vuestras miradas?

Él la miró con la cara tensa de dolor.

—¿Por qué bromear sobre días tan lejanos, prima?

—Oh, pero si no bromeo. —Durante un momento Morgana alzó los ojos hacia los de Ginebra—. Me pareció que era hora de impedir que siguierais rompiendo corazones en Britania y la Galia. Por eso amañé esa boda. Y no lo lamento, pues ahora tenéis un hermoso hijo que heredará el reino de mi hermano. Si no me hubiera entrometido, a estas horas aún estaríais soltero y destrozándonos el corazón a todas. ¿Verdad, Ginebra? —Añadió con audacia.

«Lo sabía, pero no esperaba que lo confesara tan abiertamente.» Ginebra aprovechó el privilegio real de cambiar de tema.

—¿Cómo está mi pequeña tocaya? —preguntó.

—La hemos prometido en matrimonio al hijo de Lionel —respondió Lanzarote—. Algún día será reina de la baja Britania. Por ahora sólo tiene nueve años, de modo que la boda tendrá que esperar seis más.

—¿Y tu hija mayor? —preguntó Arturo.

—Está en un convento, sire.

—¿Eso es lo que Elaine os dijo? —preguntó Morgana, con otro destello malicioso en la mirada—. Está en Avalón, en la Casa de vuestra madre, Lanzarote. ¿No lo sabíais?

—Es lo mismo —replicó él, pacíficamente—. En la Casa de las doncellas, las sacerdotisas viven en castidad y oración, como las monjas de la Santa Iglesia, y sirven a Dios a su modo. —Se volvió rápidamente hacia la reina Morgause, que se acercaba—. Caramba, tía, no puedo decir que el tiempo no nos haya cambiado, pero en verdad a vos os trata con bondad.

Morgause era una mujer alta y corpulenta; conservaba el pelo rojo y abundante sobre la vasta extensión de seda verde. Ginebra le abrió los brazos, diciendo:

—¡Cuánto te pareces a Igraine, reina Morgause! Yo la amaba mucho y aún pienso en ella con frecuencia.

—En mi juventud eso me habría enloquecido de celos, Ginebra; me enfurecía que mi hermana fuera más hermosa y amable que yo. Ahora me alegra parecerme a ella.

Y abrazó a Morgana, quien se perdió entre sus brazos. «¿Cómo he podido tenerle miedo?», se dijo Ginebra, al verlo. «Morgana es insignificante, reina de un país sin importancia.» Su cuñada vestía de lana oscura, sin más adorno que un collar de plata al cuello y un brazalete del mismo metal en los brazos. Una trenza de pelo oscuro y denso le rodeaba la cabeza.

Arturo se acercó para abrazar a su hermana y a su tía. Ginebra cogió de la mano al joven Galahad.

—Te sentarás a mi lado, sobrino. —«Ah, sí, éste es el hijo que yo tendría que haber tenido con Lanzarote… o con Arturo.» Y mientras se sentaban añadió—: Ahora que conoces mejor a tu padre, ¿has descubierto que no es un santo, como decía tu madre, sino un hombre muy digno de amor?

—¿Y qué otra cosa es un santo? —observó Galahad, con ojos refulgentes—. Dichoso el hombre que tiene a su padre por héroe.

—Espero, pues, que lo consideres siempre un héroe sin mácula.

Ginebra lo había sentado entre ella y su esposo, como corresponde al heredero del reino. Arturo instaló en el otro lado a Morgause; después, a Gawaine, con su amigo y protegido Uwaine.

En la mesa vecina estaban Morgana y su esposo con otros invitados, pero Ginebra no llegaba a verlos con claridad; alargó el cuello, entornando los ojos para ver mejor, y de pronto se preguntó si su antiguo miedo a los espacios abiertos no era consecuencia de su miopía. ¿Acaso sentía miedo del mundo porque no llegaba a verlo?

—¿Invitaste a Kevin? —preguntó a su esposo.

—Sí, pero mandó decir que no podría estar presente. Invité también al obispo Patricio, pero guarda la vigilia de Pentecostés en la iglesia; te espera allí a medianoche, Galahad. No exijo de mis caballeros que sean religiosos, pero sí que sean buenas personas.

Lanzarote comentó:

—Ojalá estos jóvenes puedan vivir en un mundo donde resulte más fácil ser bueno. —Y Ginebra tuvo la sensación de que lo decía con tristeza—. En ninguna parte se come tan bien como en vuestra mesa, mi reina.

—Demasiado bien —dijo alegremente Arturo, palpándose el vientre—. Y mañana, en Pentecostés, otro festín. ¡No sé cómo se las compone!

Ginebra se encendió de orgullo.

—Ya están asándose los terneros. Mi señor Uriens, no te veo comer carne.

El anciano negó con la cabeza.

—Uno de esos alones, quizá. Desde que murió mi hijo he jurado no volver a probar la carne de cerdo.

—¿Y tu reina comparte ese voto? —observó Arturo—. Parece que Morgana esté ayunando. ¡No me extraña que estés tan delgada, hermana!

—No comer carnes rojas no es privación para mí.

—¿Conservas tu dulce voz, hermana? Puesto que Kevin no ha podido venir, quizá quieras cantar o tocar.

—Si me lo hubierais dicho antes no habría comido tanto. Ahora no puedo cantar. Tal vez más tarde.

—¿Y tú, Lanzarote? —preguntó Arturo.

El caballero, con un encogimiento de hombros, pidió por señas la lira.

—Siempre dije que no me gustaba la música sajona, pero el año pasado, mientras vivía entre ellos, oí esta canción y lloré al escucharla. A mi manera, he tratado de traducirla a nuestra lengua. Es para vos, mi rey —añadió, abandonando el asiento para coger la pequeña arpa—, pues habla de la pena que sentía al morar lejos de la corte y de mi señor.

Empezó a tocar una melodía suave y plañidera; aunque sus dedos no eran tan hábiles como los de Merlín, la triste canción tenía un poder que los acalló gradualmente a todos.

¿Qué dolor se compara al dolor del que solo está?

Antes moraba junto al rey que tanto amo,

pero hoy tengo el corazón vacío.

Ginebra inclinó la cabeza para disimular las lágrimas. Arturo se había cubierto los ojos con las manos. Morgana tenía la mirada perdida en el vacío y la cara surcada de lágrimas. El rey rodeó la mesa para abrazar a Lanzarote, diciendo con voz vacilante:

—Pero ya estás otra vez con tu amigo y señor, Galahad.

Un antiguo rencor apuñaló el corazón de Ginebra. «Su amor por mí nunca fue sino parte de su amor por Arturo», pensó, cerrando los ojos para no verlos abrazados.

—Ha sido muy bello —comentó Morgause delicadamente—. ¿Quién habría pensado que los brutales sajones podían componer así?

Una voz, muy parecida a la de Lanzarote, dijo delicadamente:

—Entre los sajones no hay sólo guerreros, sino también músicos y poetas, mi señora.

Ginebra se volvió. Quien hablaba era un joven esbelto, de pelo negro y ropa oscura, apenas un borrón ante sus ojos. Arturo le pidió por señas que se adelantara.

—Hay en esta reunión familiar alguien a quien no conozco; eso no está bien. ¿Reina Morgause…?

Ella se levantó.

—Quería presentároslo antes de pasar a la mesa, rey mío. Pero estabais hablando con viejos amigos. He aquí al hijo de Morgana, que se crió en mi corte: Gwydion.

El joven se adelantó con una reverencia.

—Rey Arturo —dijo, con voz cálida, que era como un eco de la de Lanzarote. Por un momento Ginebra sintió un júbilo embriagador: no podía ser hijo de Arturo, sino de Lanzarote, sin duda. Luego recordó que su campeón era hijo de Viviana, la tía de Morgana.

El rey lo abrazó y dijo, con voz tan trémula que no se oyó a tres pasos de distancia:

—El hijo de mi amada hermana será recibido en mi corte como si fuera mío. Ven a mi lado. Gwydion.

Ginebra miró a Morgana. Tenía manchas carmesíes en la mejilla y se mordisqueaba el labio inferior. Obviamente, Morgause no la había preparado para ver la presentación del muchacho a su padre… No: al rey. Probablemente no tenía idea de quién era su padre, aunque si se había mirado al espejo, sin duda se creía hijo de Lanzarote.

En realidad, no era un muchacho, sino un hombre: ya debía de tener casi veinticinco años.

—Tu primo, Galahad —presentó Arturo.

El joven le tendió impulsivamente la mano.

—Vuestro parentesco con el rey es más estrecho que el mío, primo; tenéis más derecho que yo a ocupar mi puesto —dijo, con juvenil espontaneidad—. Me maravilla que no me odiéis.

Gwydion sonrió.

—¿Cómo sabéis que no os odio, primo?

Ginebra dio un respingo; luego lo vio sonreír. Era hijo de Morgana, sin duda; tenía la misma sonrisa felina. Galahad parpadeó, pero acabó por llegar a la conclusión que la pregunta era una broma. La reina podía seguir sus transparentes pensamientos: «¿Será hijo de mi padre, un bastardo habido de la reina Morgana?» Parecía apenado como el cachorro a quien se ha rechazado un juguetón ofrecimiento de amistad.

—No, primo —dijo Gwydion—: lo que estáis pensando no es cierto.

Y hasta tenía la sonrisa deslumbrante y repentina de Lanzarote; su cara, muy sombría, adquiría un fulgor apabullante, como transformada por un rayo de sol.

Galahad dijo, a la defensiva:

—Yo no estaba…, no dije…

—No —reconoció Gwydion, amablemente—: no dijisteis nada, pero lo que pensabais es muy obvio: lo mismo que han de estar pensando todos los presentes. —Alzó un poco la voz—. En Avalón, primo, la estirpe se hereda por vía materna. Yo pertenezco a la antigua realeza de Avalón; con eso me basta. Claro que, como casi todos, me gustaría saber quién fue mi padre. No podría contar cuántos han señalado mi parecido con el señor Lanzarote, pero de todos los hombres de este reino que pudieron haberme engendrado, sé que él no fue. Por eso tengo que informaros de que el nuestro es sólo un parecido de familia. No somos hermanos, Galahad, sino primos.

Galahad parecía confundido.

—No me habría molestado que fuéramos hermanos, Gwydion.

—Pero en ese caso el heredero del rey habría sido yo —apuntó el otro, sonriente. Y Ginebra tuvo la súbita impresión de que disfrutaba con la incomodidad de los presentes. En ese toque de maldad se parecía a Morgana.

Ésta dijo, con esa voz grave que se oía con claridad sin ser potente:

—Tampoco a mí me habría disgustado que Lanzarote fuera tu padre, Gwydion.

Uriens intervino:

—Creo que cualquiera estaría orgulloso de un hijo así, joven Gwydion. Es vuestro padre quien ha salido perdiendo al no reclamaros, quienquiera que sea.

—Oh, no lo creo —replicó el joven.

Y Ginebra, al percibir el fugaz desvío de su mirada hacia Arturo, pensó: «Aunque por algún motivo niegue saber quién es su padre, está mintiendo.» Sin saber por qué, eso la inquietó. Pero mucho peor habría sido que se enfrentara a Arturo para inquirir por qué, siendo su hijo, no era también su heredero. ¡Avalón, maldito lugar! ¿Por qué no se hundía en el mar de una vez para siempre?

—Pero esta noche el homenajeado es Galahad —advirtió Gwydion— y yo le estoy robando atención. ¿Vais a velar vuestras armas, primo?

El muchacho hizo un gesto afirmativo:

—Como es costumbre entre los caballeros de Arturo.

—¿Preferiríais que os armara vuestro padre, Galahad? —preguntó el rey.

Este inclinó la cabeza.

—Es mi señor quien tiene que decidirlo. Pero me parece que el título de caballero proviene de Dios y poco importa quién lo otorgue.

Arturo asintió lentamente.

—Comprendo lo que queréis decir, muchacho. Lo mismo sucede con el rey: cuando jura gobernar a su pueblo, no lo hace ante éste, sino ante Dios.

—O ante la Diosa —apuntó Morgana—, símbolo de la tierra sobre la que ha de reinar.

Miraba directamente a Arturo, que desvió los ojos. Ginebra se mordió los labios: así recordaba a Arturo que había jurad lealtad a Avalón… ¡Maldita mujer! Pero aquello había pasado, Arturo era un rey cristiano y sobre él no había más autoridad que la de Dios.

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