Morgana se inclinó hacia la marmita de hierbas humeantes, con las mejillas encendidas. Por dulce que le resultara aquella confianza, sentía la amargura de saberla inmerecida.
—Pero tendríais que ir a Cornualles cuando mi padre esté en condiciones de viajar —dijo Uwaine, muy serio—. Es preciso dejar claro que Marco no puede reclamar lo que os pertenece.
—No llegará a tanto —aseguró Uriens—. Pero en Pentecostés, si estoy repuesto, discutiré este asunto con Arturo.
—Y si Uwaine se casa con una mujer de Cornualles —agregó Morgana—, podría ser mi castellano.
—Nada me gustaría mas —dijo el joven—, salvo poder dormir esta noche sin dolor de muelas.
Morgana vertió en el vino el contenido de una pequeña redoma.
—Bebe esto y te prometo que dormirás.
Uwaine tragó el vino medicinal y llamó a uno de los escuderos para que le alumbrara el camino hasta su cuarto. Accolon entró para abrazar a su padre, diciendo:
—También voy a acostarme. ¿Tendré almohadas, señora? Después de tanto tiempo sin venir a casa, no me extrañaría encontrar palomas anidando en mi viejo cuarto.
—Maline estaba encargada de que tuvieras todo lo necesario —dijo Morgana—, pero iré a comprobarlo. —Se volvió hacia Uriens—. ¿Necesitarás de mí esta noche, mi señor, o puedo ir también a descansar?
Sólo le respondió un leve ronquido. El caballero Haw respondió:
—Id, señora Morgana. Yo lo cuidaré si despierta por la noche.
Mientras salían, Accolon preguntó:
—¿Qué aqueja a mi padre?
—Este invierno tuvo fiebre pulmonar. Y ya no es joven.
—Y vos habéis cargado con todo el peso de atenderlo. Pobre Morgana…
Le tocó la mano. Ella se mordió los labios ante la ternura de su voz. Algo duro y frío se fundía en su interior. Temiendo disolverse en llanto, inclinó la cabeza para no mirarlo.
—Y vos, Morgana…, ¿ni una palabra, ni una mirada para mí?
—Espera —respondió entre dientes.
Llamó a un criado para que llevara almohadas limpias y una o dos mantas.
—De haber sabido que vendrías habría hecho poner las mejores sábanas y paja fresca en la cama.
—No es paja fresca lo que quiero en mi lecho —susurró Accolon.
Pero Morgana rehusó mirarlo. Las criadas prepararon la cama, llevaron luz y agua caliente y colgaron la armadura y las prendas exteriores. Cuando todas habían salido, preguntó en voz muy baja:
—¿Puedo ir más tarde a vuestro cuarto, Morgana?
Ella negó con la cabeza.
—Yo vendré al tuyo. Desde la enfermedad de tu padre vienen a buscarme a menudo. No tienen que encontrarte allí. —Y le estrechó rápidamente los dedos. Fue como si la mano de Accolon la quemara. Luego recorrió el castillo con el chambelán para asegurarse de que todas las puertas estuvieran cerradas.
—Dios os conceda una buena noche, señora —le dijo antes de alejarse.
Morgana cruzó de puntillas el salón donde dormían los soldados y subió la escalera. Dejó atrás la habitación donde dormía Avalloch, con Maline y las niñas menores, y el cuarto que había ocupado Conn con su preceptor y sus hermanos adoptivos, antes de sucumbir a la fiebre pulmonar. En el ala opuesta estaba la alcoba de Uriens, la que ella ocupaba ahora, y otro cuarto reservado para huéspedes importantes. En el extremo más alejado, el dormitorio que había asignado a Accolon. Hacia allí fue, con la boca seca, esperando que hubiera tenido la precaución de dejar su puerta entornada; con aquellos muros tan gruesos, no había modo de que pudiera oírla cuando llegara.
Se encerró en su habitación y desordenó apresuradamente la ropa de cama. Su criada, la anciana Ruach. era sorda y estúpida, pero no tenía que ver el lecho intacto por la mañana. Ningún escándalo tenía que caer sobre su nombre; de lo contrario no lograría nada allí. Pero detestaba la necesidad de actuar en secreto, furtivamente.
Accolon había dejado la puerta entornada. Morgana entró con el corazón acelerado y se encontró envuelta en un abrazo anhelante, que le despertó en el cuerpo una vida feroz. Era corno si la desolación y el dolor de todo el invierno se estuvieran fundiendo como el hielo. Se apretó contra Accolon, esforzándose por no llorar.
Todo su convencimiento de que era sólo un sacerdote de la Diosa, de que no habría entre ellos ningún vínculo personal desaparecía en la nada. Había despreciado a Ginebra por escandalizar a la corte y poner en ridículo a su rey. Pero ahora en brazos de Accolon, olvidó su decisión y, hundiéndose en su abrazo, se dejó llevar a la cama.
E
staba ya muy avanzada la noche cuando Morgana deslizó los dedos por el pelo de Accolon, que dormía profundamente, y salió subrepticiamente. No había dormido, temiendo que el día la sorprendiera allí. Faltaba más de una hora para el amanecer. Se frotó los ojos irritados. Afuera ladraba un perro, un niño lloró y fue acallado, los pájaros gorjeaban en el jardín. Morgana miró hacia fuera por una tronera estrecha y se reclinó contra la pared, asaltada por recuerdos de la noche pasada.
«Nunca he sabido lo que significaba ser sólo una mujer —se dijo—. He tenido un hijo, he tenido amantes, llevo catorce años de matrimonio… Pero no sé nada, nada…»
De pronto sintió una mano ruda en el brazo.
—¿Qué haces deambulando por la casa a estas horas, muchacha? —dijo la voz ronca de Avalloch.
Obviamente, la había tomado por una de las criadas.
—Suéltame, Avalloch —dijo Morgana, mirando de frente a su hijastro mayor. Era gordo y blando, de ojos pequeños, sin la apostura de sus hermanos ni de su padre.
—¡Caramba, mi señora madre! —exclamó, retrocediendo un paso para hacerle una exagerada reverencia—. Repito: ¿qué estabais haciendo a estas horas?
No había retirado la mano de su brazo; ella se la apartó como si fuera una araña.
—¿Te tengo que dar explicaciones de mis movimientos? Esta es mi casa y puedo moverme por ella como quiera.
«Me tiene antipatía, casi tanta como yo a él», pensó.
—No juguéis conmigo, señora —dijo Avalloch—. ¿Creéis acaso que no sé en qué brazos pasasteis la noche?
—¿Ahora eres tú quien juega con la videncia? —inquirió Morgana, despectiva.
Avalloch bajó la voz, adoptando un tono engañoso:
—Comprendo que tiene que ser aburrido para vos estar casada con un hombre que podría ser vuestro padre… Pero no lo haré sufrir revelándole cómo pasa su esposa las noches, siempre que… siempre que vengáis a pasar algunas conmigo. —La rodeó con un brazo para acercarla por la fuerza hacia sí e inclinó la cabeza para mordisquearle el cuello.
Morgana se apartó, tratando de parecer alegre.
—¡Caramba, Avalloch! ¿Para qué perseguir a tu anciana madrastra cuando tienes a la Doncella de Primavera y a todas las jóvenes hermosas de la aldea?
—Pero siempre me habéis parecido una mujer hermosa. —Le deslizó una mano bajo la bata para acariciarle el hombro. Como ella volvió a apartarse, torció la cara en una mueca furiosa—. ¿Para qué fingir recato conmigo? ¿Fue Accolon o Uwaine? ¿O ambos a la vez?
Morgana lo miró fijamente.
—¡Uwaine es mi hijo!
—¿Y tengo que pensar que eso os detendría, señora? En la corte de Arturo se sabía de vuestros amores con Lanzarote, a quien tratabais de apartar de la reina, y con Kevin. Y que no oponíais reparos en mantener relaciones pecaminosas con vuestro hermano, razón por la cual el rey os apartó de su corte. ¿Os detendríais acaso ante vuestro hijastro? ¿Sabe Uriens qué clase de puta incestuosa tomó por consorte, señora?
—Uriens sabe de mí todo lo que tiene que saber —replicó Morgana, sorprendida de que su voz sonara tan serena—. En cuanto al Merlín, los dos éramos solteros y no nos incumbían las leyes cristianas. Nadie más que tu padre tiene derecho a quejarse de la conducta que he observado desde entonces, y cuando lo haga le contestaré. Pero no tengo por qué contestarte a ti, Avalloch. Ahora me retiraré a mi cuarto y te recomiendo que hagas lo mismo.
—Y ahora me arrojáis a la cara las leyes paganas de Avalón —gruñó Avalloch—. ¡Meretriz! ¿Cómo osáis proclamaros tan pura? —La sujetó para aplastarle los labios con la boca. Morgana le clavó en el vientre los dedos rígidos, obligándole a soltarla con una maldición.
—No proclamo nada. No tengo que darte explicaciones por mi conducta. Y si mencionas esto a Uriens, le diré que me has tocado de un modo indigno de un hijastro. Entonces veremos a quién cree.
Avalloch bramó:
—Permitidme deciros, señora, que podéis engañar a mi padre cuanto queráis. Pero es anciano. Y el día que yo asuma el trono de este país no habrá tolerancia para quienes siguen aquí sólo porque mi padre no puede olvidar que un día lució las serpientes.
—Oh, qué raro —se burló Morgana—. Primero haces proposiciones a la esposa de tu padre. Luego te jactas de lo buen cristiano que serás cuando sus tierras sean tuyas.
—¡Porque me hechizasteis, ramera!
Morgana no pudo contener la risa.
—¿Hechizarte? ¿A ti? ¿Y por qué? Si fueras el último hombre de la tierra, preferiría compartir mi lecho con un perro. Tu padre podría ser mi abuelo, pero prefiero yacer con él a hacerlo contigo. ¿Qué celos puede inspirarme Maline, que canta cuando bajas a la aldea para los festivales? Si te hechizara no sería para disfrutar de tu virilidad, sino para marchitarla. Y ahora aparta las manos de mí y vuelve junto a quien quiera aceptarte, porque si me tocas otra vez, aunque sea con la punta del dedo, haré que tu hombría reviente, ¡lo juro!
Que Avalloch la creía capaz de aquello fue evidente en su forma de retroceder. Pero el padre Ian se enteraría y querría interrogarles. Entonces volvería a importunar a Uriens para que talara el bosque sagrado y prohibiera los cultos antiguos.
«¡Odio a Avalloch!» La sorprendió que su ira fuera física, un dolor ardiente bajo el esternón, un estremecimiento en todo el cuerpo. Lloraba de ira al recordar las manos calientes en el brazo, en el pecho. Tarde o temprano sería acusada. Y aunque Uriens confiara en ella, se la vigilaría. «Ah, era feliz por primera vez en muchos años y ahora todo se ha echado a perder.»
Estaba asomando el sol y era preciso organizar las labores del día. Uriens tenía que guardar cama; era seguro que Avalloch no iría a molestarlo. ¿La habría acusado por meras suposiciones? Pero ¿de verdad se decía en la corte que había cometido incesto con Arturo'? «Frente a eso, ¿cómo podré hacer que Arturo reconozca a Gwydion, a la estirpe real de Avalón? No tiene que haber ningún otro escándalo sobre mí, mucho menos la sospecha de que he cometido incesto con mi hijastro.»
Por el momento no había nada que pudiera hacer. Bajó a la cocina a oír las quejas de la cocinera, porque ya no quedaba tocino y las alacenas estaban casi vacías. ¿Cómo iban a alimentar a los recién llegados?
—Bueno, tendremos que pedir a Avalloch que salga de caza —decidió Morgana.
Y detuvo a Maline, que subía con el vino caliente para su esposo.
—Anoche os vi charlar con mi esposo —dijo su nuera—.
¿Qué quería deciros?
Morgana respondió con sinceridad, pero también con deseo de no herir sus sentimientos, sabiendo que Maline le tenía miedo y resentimiento.
—Hablamos de Accolon y de Uwaine. Pero las alacenas están casi vacías. Es preciso que Avalloch salga a cazar cerdos salvajes.
En aquel momento se iluminó su mente y vio lo que tenía que hacer. Durante un instante permaneció petrificada, recordando las palabras de Niniana: «Accolon tiene que suceder a su padre», y su propia respuesta… Viendo que Maline aguardaba, se dominó rápidamente.
—Dile que tiene que salir en busca de cerdos salvajes hoy mismo, si es posible, a más tardar mañana. De lo contrario la harina se nos acabará muy pronto.
—Se lo diré, madre. Le gustará tener una excusa para salir.
Atribulada, recordó las palabras exactas de Avalloch: «El día que yo asuma el trono de este país no habrá tolerancia para quienes siguen aquí sólo porque mi padre no puede olvidar que un día lució las serpientes.»
Ésta era, pues, su misión: asegurarse de que Accolon sucediera a su padre, no por venganza ni por beneficio, sino por el antiguo culto que ambos habían devuelto a la región. Uriens era anciano: podía vivir un año más. cinco. Ahora que Avalloch estaba enterado de todo, trabajaría con el padre Ian para socavar cualquier influencia que ellos pudieran ejercer: así se perdería todo lo conseguido.
«¿Tengo que decírselo a Accolon y dejar que actúe llevado por la ira?» Atribulada, todavía insegura, subió en busca del joven, que estaba en el cuarto de su padre. Al entrar le oyó decir:
—Hoy Avalloch saldrá a cazar cerdos salvajes: la despensa está casi vacía. Iré con él. Hace mucho tiempo que no cazo en mis colinas.
—No —dijo Morgana, ásperamente—. Quédate con vuestro padre, que te necesitará. Avalloch tiene la ayuda de sus cazadores.
«De algún modo tengo que explicarle lo que voy a hacer», pensó. Y de pronto se detuvo. Si se enteraba de lo que estaba planeando no accedería jamás, salvo en el primer arrebato de cólera, al enterarse de lo que su hermano había dicho. «Y si es menos honorable de lo que creo, si aceptara participar en esto, caería sobre él la maldición de los fratricidas. Avalloch no es pariente mío, salvo por casamiento; no hay lazos de sangre que deshonrar, porque no he tenido hijos con su padre.»
—Uwaine puede quedarse con padre —dijo Accolon—. Si todavía le estáis aplicando cataplasmas en la herida, es quien debe quedarse junto al fuego.
«¿Cómo hacerle entender? Tiene que mantener las manos limpias y estar aquí cuando llegue la noticia. ¿Cómo darle a entender que esto es importante, quizá lo más importante que pueda pedirle jamás?» La urgencia y la imposibilidad de expresar sus pensamientos dieron a su voz un tono áspero.
—¿Quieres hacer lo que te pido sin discusiones, Accolon? Si he de atender la herida de Uwaine no tendré tiempo libre para tu padre, ¡y últimamente ha quedado en manos de los sirvientes con demasiada frecuencia! —«Y si la Diosa me acompaña, antes de que termine el día tu padre te necesitará más que nunca.» Volvió parcialmente la espalda a Uriens, a fin de que sólo Accolon pudiera verla, y se tocó la media luna azul de la frente, agregando—: Como madre te lo pido: obedéceme.
Él la miró, desconcertado, interrogante, con las cejas fruncidas:
—De acuerdo, si tanto lo deseáis. No es ningún sacrificio quedarme con mi padre.
A media mañana. Avalloch salió a caballo con cuatro cazadores. Mientras Maline estaba en el salón de abajo, Morgana se escabullo hasta la alcoba del matrimonio para buscar en el desorden de ropa infantil y pañales sin lavar. Por fin halló una pequeña ajorca de bronce que había visto usar a Avalloch. La criada de Maline la encontró allí.