El prisionero en el roble (6 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

BOOK: El prisionero en el roble
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—Todos rezaremos por ti, Galahad —dijo—, para que seas un buen caballero y, algún día, un buen rey.

—Al pronunciar vuestros votos, Galahad —añadió Gwydion—, en cierto modo estaréis consumando el sagrado matrimonio con la tierra que celebraban los reyes de antaño aunque no seáis sometido a tan dura prueba.

El rubor subió a la cara del muchacho.

—Mi señor Arturo llegó al trono ya probado en la batalla primo; esa prueba ya no es posible.

—Yo podría buscar otra —musitó Morgana—. Y si vais a reinar tanto sobre Avalón como sobre las tierras cristianas, algún día tendréis que pasar también por eso, Galahad.

Éste afirmó los labios.

—Esperemos que ese día esté muy lejos. Viviréis por muchos años, mi señor, y entonces los pueblos paganos habrán desaparecido.

—Confío en que no. —Accolon hablaba por primera vez—. Los bosques sagrados siguen en pie y en ellos se adora a la Diosa, como desde los comienzos del mundo.

Galahad dio un respingo.

—¡Pero vivimos en un país cristiano! El obispo Patricio me dijo que todos los bosques sagrados habían sido talados.

—No es así —afirmó Accolon—, ni lo será mientras vivamos mi padre y yo.

Morgana abrió la boca para hablar, pero Ginebra notó que Accolon le tocaba la muñeca. Ella le sonrió y no dijo nada. Fue Gwydion quien añadió:

—Ni en Avalón, mientras viva la Diosa. Los reyes pasan, pero la Diosa perdurará por siempre.

«¡Qué pena que este apuesto joven sea pagano! —pensó Ginebra—. Bueno, Galahad es un joven piadoso y será buen rey cristiano.» Pero mientras se consolaba con ese pensamiento la recorrió un vago escalofrío. Como si los pensamientos de su esposa lo hubieran perturbado, Arturo se inclinó hacia Gwydion con expresión preocupada

—¿Vienes a la corte para unirte a mis caballeros, Gwydion? No tengo que decirte que el hijo de mi hermana es bienvenido.

—Admito que para eso lo traje —intervino Morgause—, pero ignoraba que ésta fuera la gran ceremonia de Galahad. No quiero restar lustre a esta ocasión. Será en cualquier otro momento.

—No me molestaría compartir la vigilia y los votos con mi primo —aseguró el muchacho, ingenuamente.

Gwydion se echó a reír.

—Sois demasiado generoso, pariente, pero no conocéis el oficio de rey. Si Arturo nos armara a ambos al mismo tiempo, siendo yo mayor y más parecido a Lanzarote, vuestra ceremonia quedaría empañada. La mía no, ciertamente. Y otra cosa: no tengo la intención de velar mis armas en una iglesia cristiana. Soy de Avalón. Si Arturo quiere admitirme entre sus caballeros tal como soy, bien. Si no, lo mismo da.

Uriens levantó los brazos nudosos para enseñar las descoloridas serpientes.

—Yo me siento a la mesa redonda sin haber pronunciado los votos cristianos, hijastro.

—También yo —añadió Gawaine—. En aquellos tiempos ganábamos el título combatiendo, sin necesidad de ceremonias.

—Yo mismo tendría reparos en pronunciar esos votos —se sumó Lanzarote—, pecador como soy. Pero pertenezco a Arturo en la vida y en la muerte, y él lo sabe.

Arturo le sonrió con profundo afecto.

—Vos y Gawaine sois los pilares de mi reinado. Si os perdiera a alguno, creo que mi trono caería desde lo alto de Camelot.

Una puerta se abrió en el extremo del salón, dando paso a un sacerdote acompañado de dos hombres jóvenes, todos vestidos de blanco. Galahad se levantó deprisa.

—Con vuestra licencia, mi señor.

Arturo también se levantó para abrazarlo.

—Dios te bendiga. Ve a guardar tu vigilia.

El joven se volvió para abrazar a su padre. Ginebra le dio la mano a besar.

—Dadme vuestra bendición, señora.

—Siempre, Galahad.

Y Arturo añadió:

—Te acompañaremos un trecho.

—Me hacéis un gran honor, rey mío. ¿Hubo vigilia cuando fuisteis coronado?

—La hubo, por cierto —dijo Morgana, sonriente—, pero he muy diferente.

Mientras todo el grupo caminaba hacia la iglesia, Gwydion aminoró el paso hasta quedar junto a Morgana. Ella levantó los ojos; no tenía la estatura de los Pendragones, pero a su lado parecía alto.

—No esperaba verte aquí, Gwydion.

—Nadie aquí me esperaba, señora.

—Supe que combatiste en la guerra entre los aliados sajones. Ignoraba que fueras guerrero.

Gwydion se encogió de hombros.

—No habéis tenido muchas oportunidades de conocerme

Abruptamente, sin pensar, Morgana preguntó:

—¿Me odias por haberte abandonado, hijo mío?

Él vaciló.

—Quizá…, durante un tiempo, cuando era muy joven —dijo al fin—. Pero soy hijo de la Diosa y, al no contar con padres terrenales, me vi obligado a serlo de verdad. Ya no os guardo rencor, Dama del Lago.

Por un momento el sendero se volvió borroso ante los ojos de Morgana; era como si el joven Lanzarote estuviera a su lado. Su hijo la sostuvo delicadamente.

—Tened cuidado. El camino no es muy llano.

—¿Cómo está todo en Avalón? —preguntó Morgana.

—Niniana está bien. Con los demás mantengo ahora pocos vínculos.

—¿Has visto allí a la hermana de Galahad, la doncella Nimue? —Frunció el entrecejo, tratando de calcular qué edad tendría la niña: catorce, al menos; era casi una mujer.

—No la conozco —dijo Gwydion—. La anciana sacerdotisa de los oráculos, Cuervo, la mantiene en silencio y reclusión. Nadie puede ver su rostro.

«¿Porqué será?» Morgana sintió un brusco escalofrío, pero se limitó a preguntar:

—¿Cómo está Cuervo? ¿Bien?

—Supongo que sí —dijo Gwydion—, aunque la última vez que la vi en los ritos parecía más anciana que los mismos robles. Sin embargo, mantiene la voz dulce y joven. Pero nunca he hablado con ella en privado.

—No lo ha hecho casi nadie, Gwydion. Yo pasé allí doce años y apenas oí su voz cinco o seis veces. —Para no pensar en Avalón, Morgana añadió, tratando de que su tono fuera normal—: ¿Así que has combatido junto a los sajones?

—Sí, en la Britania gala. Pasé un tiempo en la corte de Lionel. Me creía hijo de Lanzarote y no hice nada por desmentirlo. A Lanzarote no le vendrá mal que lo crean capaz de engendrar uno o dos bastardos. Y los sajones me dieron un apodo: Mordret; en su idioma significa algo así como «consejo mortal» o «consejo maligno»… ¡Y no creo que fuera un cumplido!

—No hace falta mucho para ser más astuto que los sajones —comentó Morgana—. Pero dime: ¿qué te impulsó a venir antes de lo que yo había decidido?

Gwydion se encogió de hombros.

—Quise ver a mi rival.

Morgana echó un vistazo temeroso alrededor.

—¡No lo digas en voz alta!

—No tengo motivos para temer a Galahad —dijo serenamente—. No creo que viva lo suficiente para ocupar el trono.

—¿Eso es videncia?

—No necesito de la videncia para saber que se requiere de alguien más fuerte para el trono del Pendragón. Pero si eso os tranquiliza, señora, os juro por el Pozo Sagrado que Galahad no morirá a mis manos. Ni a las vuestras —añadió un instante después, al ver que Morgana se estremecía—. Si la Diosa no lo quiere en el trono de la nueva Avalón, creo que podemos dejarlo por su cuenta.

Apoyó la mano sobre la de Morgana; pese a lo suave del contacto, ella volvió a estremecerse.

—Venid —dijo. A Morgana su voz le sonó tan compasiva como la de un cura al dar la absolución—. Acompañemos a mi primo. No es justo que alguien le estropee este gran momento. Tal vez no tenga muchos más.

5

P
or mucho que Morgause visitara Camelot, nunca se cansaba de todo aquel boato. En la iglesia se sentó junto a Morgana. Galahad estaba arrodillado junto a Arturo y Ginebra, pálido, serio y radiante de entusiasmo.

El obispo Patricio había llegado de Glastonbury para celebrar personalmente la misa de Pentecostés y allí estaba, con sus vestiduras blancas, entonando: «A vos ofrecemos este pan, el cuerpo de…» Morgause sofocó un bostezo. Las ceremonias cristianas no eran tan interesantes como los ritos de Avalón, pero desde los catorce años pensaba que todos los dioses y todas las religiones eran el juego de cada ser humano con su mente, sin relación alguna con la vida real. Aun así, cuando iba a Camelot asistía a misa para complacer a Ginebra; después de todo, era su anfitriona, gran reina y pariente cercana. Como todos los de la familia real, se adelantó para recibir la comunión. Morgana fue la única que no lo hizo, la muy necia. Así no sólo se distanciaba de la gente común, sino que los más devotos de la casa real la tildaban de bruja, hechicera y cosas peores. Y después de todo, ¿qué importaba? Cualquier religión daba igual. El rey Uriens, en cambio, tenía más sentido de lo conveniente, aunque no fuera más religioso que el gato de Ginebra.

Pero cuando llegó el momento de la oración final, que incluía una plegaria por los muertos, se descubrió lagrimeando. Echaba de menos a Lot, con su cínica alegría y su lealtad; después de todo, le había dado cuatro hermosos hijos varones. Dos de ellos estaban allí. Gawaine, cerca de Arturo, como siempre; Gareth, junto a su joven amigo Uwaine, el hijastro de Morgana. Nunca habría creído a su sobrina capaz de tan sincero amor maternal.

Con un susurro de telas y repiquetear de espadas envainadas, la gente se levantó para salir al atrio. Ginebra, aunque algo ojerosa, estaba muy bella con las largas trenzas doradas sobre los hombros. Arturo también estaba espléndido;
Escalibur
pendía de su costado con la vieja vaina de terciopelo rojo. Ginebra habría podido bordarle una más bonita.

Galahad se arrodilló ante el rey. Arturo cogió una buena espada de manos de Gawaine y le dijo:

—Esto es para ti, mi querido sobrino e hijo adoptivo.

Gawaine la sujetó a la fina cintura del muchacho, que levantó la cara con una sonrisa juvenil, diciendo con claridad:

—Os doy las gracias, mi rey. Quiera Dios que sólo la utilice para serviros.

Arturo le puso las manos en la cabeza.

—Te recibo de buen grado entre mis caballeros, Galahad, y en la orden de la caballería. Sé siempre justo y fiel; sirve al trono y a la causa del bien.

Y levantó al muchacho con un abrazo y un beso. Ginebra también lo besó. Luego el grupo real salió hacia el enorme patio, seguido por los demás.

Morgause se descubrió caminando entre Morgana y Gwydion; los seguían Uriens, Accolon y Uwaine. El patio había sido decorado con estacas verdes adornadas con cintas y estandartes. Lanzarote abrazó a Galahad y le entregó un sencillo escudo blanco.

—¿Lanzarote va a combatir? —preguntó Morgause.

—Creo que no —respondió Accolon—. Ha ganado tantas veces que hoy será el arbitro de las justas. Entre nosotros, ya no es tan joven y no conviene a su dignidad que algún joven lo desmonte. Dicen que Gareth y Lamorak lo han derrotado más de una vez.

Morgause sonrió:

—Admiro a Lamorak por no haberse jactado de esa victoria. ¡Son pocos los que no se ufanarían de haber vencido a Lanzarote, aunque sólo fuera en un juego!

—No —corrigió Morgana en voz baja—. Creo que la mayoría de los jóvenes lamentaría que su héroe ya no fuera el rey de las justas.

Gwydion rió entre dientes.

—¿Pensáis que los ciervos jóvenes se abstendrían de desafiar al Macho rey?

—Yo no lo haría —confirmó Uwaine—. Todos los caballeros de esta corte aman a Lanzarote y no lo avergonzarían en Pentecostés. No sé si sería capaz de vencerlo, pero por lo que a mí concierne puede seguir siendo el campeón mientras viva.

—Desafiadlo, algún día —propuso Accolon, riendo—. Yo lo hice y me quitó la vanidad en un momento. A pesar de sus años conserva toda la habilidad y la fuerza. —Después de instalar a Morgana y a su padre en los asientos que les estaban resé vados, dijo—: Con vuestra licencia, quiero ir a inscribirme antes de que sea demasiado tarde.

—Y yo. —Uwaine se volvió hacia Morgana—. No tengo señora, madre. ¿Me daríais una para llevar a las justas?

Con una sonrisa indulgente, Morgana le dio una cinta de su manga, que él se ató al brazo, diciendo:

—Voy a desafiar a Gawaine.

Gwydion esbozó su encantadora sonrisa:

—Caramba, señora, haríais bien en retirarle vuestro favor antes de que os deshonre.

Morgana rió, radiante. Morgause, que la observaba, se dijo: «Uwaine es mucho más hijo suyo que Gwydion: pero Accolon es mucho más que eso, está a la vista. ¿Lo sabe el anciano rey y no le importa?»

Lamorak se acercaba; aunque había muchas señoras hermosas, se inclinó ante Morgause frente a toda Camelot.

—¿Me daríais una prenda para llevar al combate, mi señora?

—Con gusto, querido. —Le dio la rosa del ramillete que le adornaba el seno, consciente de que su joven caballero era uno de los más apuestos entre los presentes.

—Parece que tenéis encantado a Lamorak —comentó Morgana.

Morgause se ruborizó un poco.

—¿Creéis que necesito de encantamientos, sobrina?

—Tendría que haber usado otra palabra —rió Morgana—. En general, los jóvenes sólo buscan una cara hermosa.

—También vos tenéis a Accolon tan cautivado que no busca mujeres más jóvenes ni más hermosas. No os lo reprocho, querida. Os casaron contra vuestra voluntad con alguien que podía ser vuestro abuelo.

Su sobrina se encogió de hombros.

—A veces creo que Uriens lo sabe. Tal vez se alegra de que haya escogido a un amante que no me induzca a abandonarlo.

Algo vacilante, pues nunca le había preguntado nada personal desde el nacimiento de Gwydion. Morgause dijo:

—¿Qué opináis de Gwydion?

—Me asusta. Pero sería difícil resistirse a su encanto.

—¿Qué esperabais? Tiene la belleza de Lanzarote y vuestro poder mental. Además, es ambicioso.

—Es extraño, pero conocéis a mi hijo mejor que yo.

Había mucha amargura en esas palabras. Morgause contuvo su impulso de replicar con aspereza y le dio una palmadita en la mano.

—Oh, querida, en cuanto un hijo varón abandona el regazo, cualquiera lo conoce mejor que su madre. ¡Yo misma, lo confieso francamente, no entiendo a Gwydion!

La única respuesta de Morgana fue una sonrisa intranquila. Luego se volvió hacia el espectáculo, que ya estaba comenzando con las ridículas cabriolas de los bufones.

Uno de los heraldos anunció que la primera justa sería entre el señor Lanzarote del Lago, campeón de la reina, y el señor Gawaine de Lothian y las Islas, por el rey. Hubo aplausos tumultuosos al aparecer el primero, aún tan apuesto.

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