Aunque desconfiado, el rey dijo:
—Pide algo que yo pueda otorgar, señora, y será un placer satisfacerte.
—Habéis nombrado a mi hijo duque de Cornualles, pero aún es poco lo que sabe de aquellas tierras. He sabido que el duque Marco reclama todo el territorio. ¿Me acompañaríais a Tintagel para investigar el asunto?
Arturo se relajó. ¿Esperaba acaso que volviera sobre el tema de
Escalibur
«No, hermano. Cuando tienda la mano hacia esa espada lo haré en mi tierra y en nombre de la Diosa.»
—Ya no sé cuántos años llevo sin visitar Cornualles —respondió Arturo—, y no puedo partir hasta pasado el solsticio de verano. Pero si permanecéis en Camelot como huéspedes míos, iremos juntos a Tintagel. Y entonces veremos si el duque Marco u otro disputa nuestros derechos. —Se volvió hacia Kevin—. Y ahora, basta de asuntos elevados. No podría pedirte que cantaras ante toda mi corte, señor Merlín, pero te ruego una canción aquí, en mis habitaciones y sólo para mi familia.
—Será un placer —dijo Kevin—, si mi señora Ginebra no se opone.
Como la reina guardó silencio, acercó el arpa a su hombro para tocar.
Morgana escuchaba en silencio junto a Uriens. Gwydion también, cogiéndose las rodillas con las manos, hechizado Uriens prestaba una atención cortés. Por un momento Morgana buscó los ojos de Accolon, pensando: «De algún modo esta noche tengo que reunirme con él, aunque sea preciso dar algo a Uriens para que duerma. Tengo mucho que decirle.» Y luego bajó la vista: no era mejor que Ginebra.
Uriens le cogió la mano para acariciarle los dedos, tocando las moraduras que él mismo le había hecho. En medio del dolor sintió repugnancia. Tendría que ir a su lecho, si él la deseaba.
Arturo, Uriens, Kevin, todos la habían traicionado. Pero Accolon no le fallaría, Accolon gobernaría para Avalón; sería el rey que Viviana previera. Y después de él, Gwydion, rey y druida.
«Y detrás del rey, la reina, gobernando en nombre de la Diosa, como antaño…»
Kevin levantó la cabeza para mirarla a los ojos. Morgana se estremeció, sabiendo que tenía que disimular sus pensamientos. «También tiene el don de la videncia y responde a Arturo. A pesar de ser Merlín de Britania, es mi enemigo.»
Pero el arpista dijo mansamente:
—Puesto que ésta es una reunión familiar y a mí también me gustaría oír música, ¿puedo pedir, como retribución, que la señora Morgana cante?
Y ella fue a ocupar su sitio, sintiendo el poder del arpa en las manos. «Tengo que hechizarlos para que no piensen mal», se dijo. Y aplicó las manos a las cuerdas.
C
uando estuvieron solos en su alcoba, Uriens dijo:
—Ignoraba que tus derechos sobre Tintagel estuvieran nuevamente en disputa.
—Las cosas que ignoras, esposo mío, son tantas como las bellotas en una pradera —dijo, impaciente. Quería estar sola para analizar sus planes, para discutirlos con Accolon, y tenía que aplacar a ese anciano idiota.
—Tendría que saber lo que estás planeando. Me ofende que no me consultaras sobre lo que está pasando en Tintagel en vez de apelar a Arturo.
El tono mohíno de Uriens encerraba también un deje de celos. Morgana recordó entonces que había salido a relucir lo que tantos años había ocultado: la paternidad de su hijo. Todavía impaciente, dijo:
—Arturo está disgustado conmigo porque no le parece correcto que una mujer se le enfrente así. Por eso le pedí ayuda: para que no crea que me rebelo contra él.
No dijo nada más. Como sacerdotisa de Avalón no podía mentir, pero no había necesidad de revelar demasiado.
—¡Qué sagaz eres, Morgana! —ponderó Uriens, dándole unas palmaditas en la muñeca que él mismo había lesionado.
«Necesito a Accolon —pensó Morgana, sintiendo que le temblaban los labios—. Quiero estar en sus brazos, que me cuide y me consuele. Pero en este lugar ¿cómo haremos para reunimos en secreto?» Parpadeó para ahuyentar las lágrimas de ira. Ahora la fortaleza era su única garantía: fortaleza y disimulo.
Uriens, que había salido a orinar, volvió bostezando.
—Oí que el sereno anunciaba la medianoche. Tenemos que acostarnos, señora. —Y empezó a quitarse la ropa festiva—. ¿Estás muy cansada, querida?
Morgana no respondió, temiendo echarse a llorar. Uriens tomó su silencio por consentimiento y la atrajo hacia la cama Morgana lo toleró, tratando de recordar alguna hierba, algún encantamiento que pusiera fin a la virilidad del anciano, demasiado prolongada. Después quedó pensativa: ¿Por qué no se entregaba con indiferencia, sin pensar, como lo había hecho tan a menudo en aquellos largos años? ¿Por qué tenía que prestarle más atención que a un animal vagabundo que le olfateara las faldas?
Durmió sin sosiego; soñó con una criatura que había encontrado en algún sitio y que tenía que amamantar, aunque tenía los pechos secos y terriblemente doloridos. Al despertar aún le dolían. Uriens había salido de caza con algunos hombres de Arturo, tal como estaba acordado. Morgana se encontraba descompuesta y con náuseas. «No me extraña: comí lo que habitualmente ingiero en tres días.» Pero cuando fue a ponerse la túnica descubrió que tenía los pezones, no pardos y pequeños, sino rojizos e hinchados.
Se derrumbó en la cama como si se le hubieran roto las rodillas. Estaba segura de que era estéril; tras el nacimiento de Gwydion le habían dicho que probablemente no volvería a tener hijos, y en todos aquellos años no había concebido de nadie. Más aún: ya se aproximaba a los cuarenta y nueve años; sus menstruaciones se habían vuelto irregulares y solían faltar durante varios meses. Y a pesar de todo, estaba embarazada. Su primera reacción fue de miedo: al nacer Gwydion había estado muy cerca de morir.
Uriens sin duda quedaría encantado ante esa supuesta prueba de su virilidad. Pero en el momento de la concepción estaba muy enfermo de fiebre pulmonar; había muy pocas probabilidades de que la criatura fuera suya. ¿Habría sido engendrada por Accolon el día del eclipse? En ese caso era del Dios que se les había presentado en el bosque de avellanos.
«¿Qué haría con un recién nacido, vieja como soy? Pero tal vez sea una sacerdotisa para Avalón, para que gobierne después de mí cuando el traidor haya sido derribado del trono en que Viviana lo puso.»
El día era gris y lóbrego: lloviznaba. El campo de los torneos estaba lodoso, con estandartes y cintas pisoteadas en el cieno; uno o dos de los reyes vasallos se preparaban para salir a caballo; algunas fregonas, con las faldas recogidas hasta los muslos, marchaban hacia las orillas del lago, llevando paletas y sacos de ropa sucia.
Se oyó un golpe en la puerta y la voz de un criado, suave y respetuosa:
—Reina Morgana, la gran reina solicita que vos y la señora de Lothian vayáis a desayunar con ella. Y Merlín de Britania os pide que lo recibáis aquí a mediodía.
—Iré a reunirme con la reina — confirmó—. Dile al Merlín que lo recibiré. —Ambas confrontaciones la acobardaban, pero no se atrevía a negarse, especialmente ahora. Ginebra jamás sería otra cosa que su enemiga; era culpa suya que Arturo hubiera traicionado a Avalón. «Tal vez estoy planeando la caída de quien no corresponde; si lograra que Ginebra abandonara la corte, si huyera con Lanzarote, ahora que ha enviudado y puede desposarla legalmente…» Pero desechó la idea. «Arturo debe de haberle pedido que se reconcilie conmigo. Si Morgause se pusiera de mi parte, perdería a Uriens y a los hijos de Lot.»
Encontró a Morgause en la habitación de la reina; el olor acomida le despertó las náuseas otra vez, pero las dominó con férrea voluntad. Era bien sabido que nunca comía mucho, de modo que su falta de apetito no llamaría la atención. Cuando Ginebra se acercó a besarla, por un momento Morgana volvió a sentir una sincera ternura por ella. No era a Ginebra a quien odiaba, sino a los curas que tanta influencia tenían sobre la reina.
Ya a la mesa, sólo aceptó un trozo de pan con miel que no probó. Las damas de Ginebra, estúpidas devotas, la recibieron con miradas curiosas y aparente cordialidad.
—Vuestro hijo, el señor Mordret…, ¡qué brillante joven! ¡Qué orgullosa estaréis de él! —comentó una de ellas.
Morgana desmigó el pan, comentando sin alterarse que apenas lo había visto desde el destete y que era Morgause quien se envanecía de él como de un hijo propio.
—Me enorgullezco más de Uwaine, mi hijastro, pues lo crié desde que era pequeño.
Una de las muchachas soltó una risita aguda, diciendo que, en su lugar, prestaría más atención a ese otro hijastro, el apuesto Accolon. Morgana apretó los dientes, con ganas de matarla, Pero las señoras de la corte no tenían otra cosa que los chismes Pata pasar el tiempo.
—¿Es cierto que no es hijo de Lanzarote? — insistió Alais, a quien conocía de sus tiempos en la corte.
Morgana enarcó las cejas.
—¿Quién? ¿Accolon?
—Bien sabéis a quién me refiero. Lanzarote era hijo de Viviana y vos os criasteis junto a ella. ¿Quién podría criticaros?. Decidme la verdad, Morgana: ¿quién es el padre de ese apuesto mozo? No puede haber sido ningún otro, ¿cierto?
Morgause, riendo, trató de romper la tensión.
—Bueno, todas estamos enamoradas de Lanzarote, por supuesto. ¡Qué carga para él!
—No comes nada, Morgana —observó Ginebra—. Si esto no te agrada, puedo hacerte traer algo de las cocinas. ¿Una loncha de jamón, un vino mejor?
Morgana negó con la cabeza y se llevó un trozo de pan a la boca. Ante sus ojos bailaban puntos grises. Si la anciana reina de Gales del norte se desmayaba como una joven embarazada tendrían tema para animar muchos días aburridos. Se clavó las uñas en la palma de las manos para alejar el mareo.
—Anoche bebí demasiado. Bien sabéis que no tengo resistencia para el vino, Ginebra.
—¡Y qué buen vino era! —exclamó Morgause, chasqueando los labios.
Pero Morgana sintió su mirada interrogante fija en ella. Si algo no se podía ocultar era un embarazo. ¿Y por qué ocultarlo, si estaba legalmente casada? Habría risas si el anciano rey y su madura esposa tenían un hijo a esa avanzada edad, pero serían risas bonachonas. No obstante Morgana se sentía a punto de estallar por la fuerza de su cólera.
Cuando todas las damas se hubieron retirado, dejándola a solas con Ginebra, la reina le cogió la mano, diciendo en tono de disculpa:
—No tienes buen semblante, Morgana. Te convendría volver a la cama.
—Quizás —reconoció, mientras pensaba: «Ginebra no podría entender lo que me pasa. Si esto le sucediera a ella, aun ahora se alegraría.»
La reina enrojeció bajo su mirada furiosa.
—Lo siento. No pensé que mis damas te provocarían así. Tendría que haberlas acallado, querida.
—¿Crees que me importa lo que píen esos gorriones? —replicó Morgana, con un desprecio tan cegador como su jaqueca—. ¿Cuántas de tus damas saben quién engendró realmente a mi hijo?
Ginebra pareció asustarse.
—No creo que sean muchas… Las que estaban presentes anoche, cuando Arturo lo reconoció… y el obispo Patricio.
Morgana, al observarla, parpadeó. «¡Qué bien la tratan los «nos! Está cada vez más encantadora, mientras yo me marchito como un viejo escaramujo.»
—Pareces tan cansada, Morgana… —dijo Ginebra. Era sorprendente que, a pesar de la antigua enemistad, hubiera también amor entre ellas—. Ve a descansar, querida hermana.
«¿O es sólo porque ya quedamos tan pocas de las que pasamos juntas la juventud?»
Merlín también había envejecido y los años no lo trataban tan bien como a Ginebra; estaba más encorvado y caminaba con un bastón, arrastrando una pierna; los brazos musculosos parecían ramas de un vetusto roble. Sólo las manos conservaban los movimientos exactos y encantadores, pese a lo torcido e hinchado de los dedos. Rechazó parcamente el ofrecimiento de vino o un refrigerio y, siguiendo la vieja costumbre, se dejó caer en el asiento sin pedir licencia.
—Creo que os equivocáis, Morgana, al acosar a Arturo por
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—No contaba con vuestra aprobación, Kevin —dijo ella, con voz dura y maliciosa—. Sin duda estáis de acuerdo con cualquier uso que él quiera dar a la Regalía Sagrada.
—No le veo nada malo. Todos los dioses son uno, y si nos unimos al servicio de ese Uno…
—¡Pero si por eso peleo! —manifestó Morgana—. El Dios de ellos tiene que ser el Uno… y el único, eliminando toda mención de la Diosa a la que servimos. Escuchad, Kevin: ¿no veis que esto empequeñece el mundo? ¿Por qué no puede haber muchos caminos? Que los sajones sigan el suyo; nosotros, el nuestro, y los cristianos a su Cristo, sin restringir los otros cultos.
Kevin negó con la cabeza.
—No lo sé, querida. Los hombres parecen haber cambiado profundamente su manera de mirar el mundo, como si una verdad tuviera que suprimir a las otras.
—Pero la vida no es tan simple.
—Yo lo sé, vos lo sabéis y, con el tiempo, hasta los curas lo descubrirán.
—Pero ya será demasiado tarde, si por entonces han eliminado del mundo a las otras verdades.
Kevin suspiró.
—Existe un destino que nadie puede detener, Morgana, y creo que nos enfrentamos a ese día. —Le cogió la mano; ella nunca lo había oído hablar con tanta suavidad—. No soy vuestro enemigo. Os amo y sólo os deseo el bien. Nadie puede resistirse a las mareas o a los hados. Os aseguro, Morgana, que lo cristianos son como una marejada que barrerá a todos los hombres como a pajuelas.
—¿Y cuál es la solución?
Kevin inclinó la cabeza, como si quisiera apoyarla en su seno, buscando una Diosa Madre que calmara su miedo y su desesperación.
—Quizá no haya solución —musitó con voz ahogada— Quizá no hay Dios ni Diosa y estamos riñendo por palabras necias. No quiero pelear con vos, Morgana de Avalón, pero tampoco me quedaré cruzado de brazos mientras arrojáis nuevamente a este reino a la guerra y el caos, destruyendo la paz que Arturo nos ha dado. Os digo, Morgana, que he visto cerrarse la oscuridad Tal vez podamos conservar en Avalón la sabiduría secreta, pero ya no podremos extenderla nuevamente a todo el mundo. ¿Creéis que me asusta morir para que algo de Avalón pueda sobrevivir entre los hombres?
Lenta, hipnóticamente, Morgana alargó una mano para enjugarle las lágrimas, pero la retiró con súbito miedo. Su visión se empañó: había tocado una llorosa calavera y tuvo la impresión de que su propia mano era la esquelética mano de la Parca. Kevin también lo vio, por un momento la miró fijamente, horrorizado. Luego aquello desapareció. Morgana se oyó decir con dureza: