El prisionero en el roble (12 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

BOOK: El prisionero en el roble
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«Entonces Lanzarote tendría a Ginebra y yo sería reina en Avalón… pero reina con un niño por consorte, y él caería a su vez ante el Macho rey…»

Esta vez Arturo no se apartaría de ella, horrorizado, ni ella lo arrojaría de sí con lágrimas infantiles. Por un momento el mundo pareció esperar, entre ecos, las palabras de Arturo.

Cuando habló, su voz resonó como un toque de difuntos por todo el mundo de las hadas; la misma trama del mundo pareció temblar. Cayó el peso de los años.

—Jesús y la Virgen me protejan de todo mal —clamó—. ¡Éste es algún perverso encantamiento forjado por mi hermana y sus brujerías! ¡Traedme mi espada!

Morgana sintió un desgarro en el corazón y tendió la mano hacia Accolon. Una vez más creyó verle en la frente la sombra de la cornamenta; una vez más llevaba a
Escalibur
ceñida a la cintura.

—Mira —dijo con voz serena—: le llevan una espada ni es como
Escalibur
; los herreros de las hadas la han forjado esta noche. Si puedes, deja que se vaya. Si no puedes… bueno, haz lo que sea preciso, amado mío. Que la Diosa te acompañe. Estaré esperando en Camelot tu llegada triunfal.

Y lo despidió con un beso.

Hasta ese momento no había sido plenamente consciente: uno de ellos tenía que morir, el hermano o el amante. «Cualquiera que sea el resultado de este día —pensó—, no volveré a tener un momento de felicidad, puesto que uno de los que amo debe morir.»

Arturo y Accolon habían ido hacia donde Morgana no podía seguirlos. Aún tenía que pensar en Uriens. Por un momento pensó abandonarlo en el reino de las hadas. Vagaría satisfecho por los bosques y los salones encantados hasta su muerte… «No: ya hubo demasiada muerte», pensó. Y concentró sus pensamientos en Uriens, que dormía y soñaba. Al acercarse se incorporó, alegremente borracho y aturdido.

—Este vino es demasiado fuerte para mí —dijo—. ¿Dónde has estado, querida, y dónde está Arturo?

—Arturo se nos ha adelantado —respondió Morgana con suavidad—. Ven, querido esposo; tenemos que regresar a Camelot.

Tal era el encantamiento del país de las hadas que él no hizo preguntas. Les llevaron los caballos y aquella gente alta y hermosa los acompañó hasta cierto lugar. Allí uno de ellos dijo:

—Desde aquí podréis hallar la salida.

—¡Qué pronto se ha ido el sol! —se quejó Uriens, en tanto una bruma gris de niebla y lluvia se condensaba súbitamente en torno a ellos—. ¿Cuánto tiempo pasamos en el país de la reina, Morgana? Tengo la sensación de haber estado enfermo de fiebres o vagando en un hechizo…

Ella no respondió. También Uriens tenía que haber retozado con las hadas, ¿y por qué no? Poco le importaba a ella cómo se divirtiera, mientras la dejara en paz.

Un agudo ataque de náuseas le recordó el embarazo que pesaba sobre ella. Justamente ahora, cuando todos estarían pendientes de su palabra, cuando Gwydion iba a asumir el trono y Accolon sería rey… Justamente ahora estaría descompuesta, pesada, grotesca. Y, además, era demasiado mayor para alumbrar sin riesgos. ¿Sería demasiado tarde para buscar las hierbas que la libraran de ese niño no deseado? Sin embargo, si daba un niño a Accolon estando en el trono, ¡cuánto más la apreciaría como consorte! ¿Podía sacrificar ese ascendiente sobre él?

«Un niño que pudiera conservar y tener en mis brazos, un bebé para amar…» Gwydion le había sido arrebatado; Uwaine tenía nueve años cuando aprendió a llamarla madre. Era un dolor agudo y una dulzura más allá del amor, tirándole del cuerpo: las ganas de tener otro hijo. Pero la razón le decía que, a su edad, no era posible sobrevivir al parto. No obstante, no soportaba la idea de que muriera antes de nacer.

«Ya tengo las manos manchadas por la sangre de alguien que amo… Ah, Diosa, ¿por qué me sometes a esta prueba?» Y creyó ver el rostro cambiante de la Diosa: ya como reina del pueblo de las hadas, ya como Cuervo, ya como la Gran Cerda que había arrancado la vida a Avalloch. Y comprendió que estaba al aborde del delirio y la locura.

«Lo decidiré más tarde. Ahora mi deber es llevar a Uriens a Camelot.» Se preguntó cuánto tiempo habrían pasado en el mundo de las hadas. No más de una luna, probablemente; de lo contrario el niño habría hecho sentir más su presencia. Tal vez sólo unos días. No tan pocos que Ginebra se extrañara de verlos regresar tan pronto, no tantos que no fuera posible hacer lo que era menester.

Llegaron a Camelot a media mañana. Afortunadamente, Ginebra no estaba a la vista. Cuando Cay preguntó por Arturo, Morgana mintió sin vacilar un momento, diciéndole que se había visto demorado en Tintagel. «Si soy capaz de matar, mentir no es tan gran pecado», pensó, distraída.

Llevó a Uriens a su cuarto, pues el anciano parecía muy cansado y confuso. «Ya está demasiado viejo para reinar. La muerte de Avalloch lo afectó más de lo que yo pensaba.»

—Acuéstate y descansa, esposo —dijo.

Pero Uriens se quejó.

—Tendría que partir hacia Gales. Accolon es demasiado joven para reinar solo. ¡Mi pueblo me necesita!

—Puede prescindir de ti un día más. Entonces estarás más fuerte.

—Mi ausencia ya dura demasiado —se inquietó Uriens—. ¿Y por qué no fuimos a Tintagel? ¡ No recuerdo por qué regresados, Morgana! ¿Estuvimos realmente en un país donde el sol nunca se ponía?

—Creo que lo soñaste —musitó Morgana—. ¿Por qué no duermes un poco? Puedo mandar que te traigan algo de comer. Me parece que esta mañana no desayunaste.

El olor de la comida, cuando la llevaron, volvió a darle náuseas. Se apartó rápidamente, tratando de disimular, pero Uriens la había visto.

—¿Qué pasa, Morgana?

—Nada —replicó enfadada—. Come y descansa.

Uriens le sonrió, alargando una mano para atraerla hacia la cama.

—No olvides que he tenido otras esposas. Sé lo que es una mujer grávida. —Obviamente, estaba encantado—. ¡Después de tantos años, Morgana! ¡Esto es maravilloso! He perdido aun hijo, pero tendré otro. Si es varón, ¿lo llamaremos Avalloch querida mía?

Morgana hizo una mueca.

—Olvidas lo anciana que soy —dijo, pétrea la cara—. No es probable que retenga esta criatura por el tiempo suficiente.

—Pero te cuidaremos bien —adujo Uriens—. Tienes que consultar a las parteras de la reina. Si el viaje conlleva riesgo de aborto, te quedarás aquí hasta que nazca la criatura.

«¿Qué te hace pensar que es tuyo, anciano? Es hijo de Accolon, seguro.» Pero no pudo descartar el súbito miedo de que fuera, en verdad, hijo de Uriens: el hijo de un anciano, débil y deforme. Un hijo de Accolon sería sano y fuerte, pero casi había dejado atrás la edad de procrear; ¿no tendría un monstruo?

No, no había esperanzas. De algún modo tenía que conseguir las hierbas. Tendría que recurrir a las parteras de la corte; tal vez pudiera sobornar a alguna para que mantuviera la boca cerrada. Le contaría lo difícil que había sido el alumbramiento de Gwydion y su miedo de tener otro hijo a su edad. Y en su bolsa tenía algunas hierbas que, mezcladas con una tercera, inofensiva por sí sola, causarían el efecto deseado. Pero tenía que hacerlo en secreto, porque Uriens no se lo perdonaría jamás… Oh, ¿qué importaba? Cuando el asunto surgiera a la luz ella reinaría junto a Accolon, y Uriens, en Gales, muerto o en el infierno.

Salió de puntillas, dejando al anciano dormido. Busco a una de las parteras de la reina y le pidió esa tercera hierba. Luego, en su cuarto, preparó la poción sobre el fuego. Sabía que la descomposición sería terrible, pero no había remedio. Bebió con una mueca la pócima, amarga como la hiel; luego lavo la taza y la guardó.

¡Si al menos hubiera podido saber lo que estaba sucediendo en el país de las hadas, ver cómo se desenvolvía su amante con
Escalibur
! Pese a las náuseas, estaba demasiado nerviosa para tenderse junto a Uriens; tenía miedo de las imágenes de muerte sangre que la atormentarían cuando cerrara los ojos.

Después de un rato cogió la rueca y bajó al salón de la reina, donde las mujeres estarían hilando y tejiendo. Nunca había perdido su aversión por el hilado, pero si la abría a la videncia, al menos podría saber qué era de sus dos hombres amados.

Ginebra la recibió con un abrazo glacial y la invitó a sentarse cerca del fuego.

—¿En qué estáis trabajando? —preguntó Morgana, examinando su fina labor.

La reina lo extendió orgullosamente.

—Es un tapiz para el altar. Aquí está la Virgen María, y el ángel que viene a anunciarle el nacimiento del Hijo… y aquí está José, muy asombrado, anciano y de barbas largas.

Ginebra continuó hablando, con la ingenuidad de una niña. Morgana, al borde de la histeria, cogió un puñado de lana cardada y comenzó a operar el huso. El movimiento le daba náuseas. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que sobrevinieran los desgarradores efectos de la droga? El cuarto olía a cerrado, sofocante como la existencia de esas mujeres, siempre hilando, tejiendo y cosiendo…

El huso giraba y giraba; la bobina descendía hacia el suelo, mientras retorcía delicadamente la hebra. Y de igual modo iba hilando la vida de los hombres. «Desde que el hombre viene al mundo tejemos su ropa infantil y, por fin, tejemos su mortaja. Sin nosotras, ¡qué desnuda sería su vida!»

Le pareció que, tal como en el reino de las hadas había visto dormir a Arturo por una gran abertura en la pared, así ahora se Aria un gran espacio, y mientras la bobina descendía al suelo, la hebra iba hilando la cara de Arturo, que vagaba espada en mano…, y ahora giraba hacia Accolon, que blandía a
Escalibur
… Ah, estaban combatiendo, ya no podía verles la cara ni oír las palabras que intercambiaban.

Con qué fogosidad combatían… y a Morgana, que los contemplaba mientras el huso giraba y giraba, le extrañó no oír el entrechocar de las grandes espadas… Arturo descargó un mandoble, pero Accolon lo paró con el escudo y tan sólo recibió una herida en la pierna, y la herida no sangró. Arturo recibió un tajo en el hombro, por el que súbitamente se derramó la sangre; le vio sobresaltado, temeroso, y llevó una mano hacia la vaina como para tranquilizarse, pero era la vaina falsa la que ondulaba ante la vista de Morgana. Ahora los dos estaban mortalmente trabados en combate, con las espadas cruzadas a la altura del pomo. Accolon acometió con fiereza y la falsa
Escalibur
de Arturo, hecha por encantamientos en una sola noche, se partió muy cerca de la empuñadura. Arturo giró desesperadamente para esquivar el mandoble mortal y dio un violento puntapié Accolon se dobló en dos, atormentado, y el rey le arrebató la verdadera
Escalibur
para arrojarla tan lejos como pudo. Luego saltó sobre el caído y le arrancó la vaina. En cuanto la tuvo en la mano, la herida de su hombro dejó de sangrar. En cambio, del muslo de Accolon brotó un chorro de sangre.

Un dolor insoportable atravesó todo el cuerpo de Morgana doblándola con su peso…

—¡Morgana! —exclamó ásperamente su tía. Luego clamó—: ¡La reina Morgana está enferma! ¡Venid a atenderla!

—¡Morgana! —gritó Ginebra—. ¿Qué pasa?

La visión había desaparecido. Por mucho que lo intentara ya no veía a los dos hombres: no sabía cuál había vencido, cuál de los dos yacía muerto; era como si una gran cortina oscura se hubiera cerrado sobre ellos con el doblar de las campanas. En el último instante de la visión había visto dos literas que se llevaban a los heridos a la abadía de Glastonbury, donde no podía seguirlos. Se aferró a los bordes de la silla mientras Ginebra se acercaba con una de sus damas, que se arrodilló para sostenerle la cabeza.

—¡Tienes la túnica empapada de sangre! No es una hemorragia normal.

—No —susurró Morgana, con la boca seca por la descomposición—; estaba embarazada y he perdido al niño. Uriens se enfadará conmigo…

Una de las mujeres, rolliza y saludable, más o menos de su misma edad, chasqueó la lengua:

—¿Conque su señoría de Gales se enfadará? Bueno, bueno, ¿y quién lo ha nombrado Dios? Tendríais que haber mantenido a ese viejo cabrón fuera de vuestro lecho, señora; a vuestra edad los abortos son peligrosos. ¡Ese viejo libertino tendría que avergonzarse de arriesgaros así! ¿Y es él quien va a enfadarse?

Ginebra, olvidando su hostilidad, acompañó a su cuñada, frotándole las manos mientras se la llevaban, toda compasión.

—Oh, pobre Morgana, qué cosa tan triste, ahora que tenías otra vez esperanzas… Demasiado bien sé lo terrible que es, pobre hermana —repetía. Y cuando vomitó le sostuvo la cabeza trémula—. He mandado por Broca, que es la más hábil de nuestras parteras. Ella te atenderá, pobre Morgana.

La solidaridad de Ginebra acabaría por sofocarla. La desgarraban dolores repetidos y torturadores, como si una espada atravesara sus entrañas; aun así, peor había sido el nacimiento de Gwydion. Entre arcadas y escalofríos, trató de aferrarse a la conciencia. Era demasiado pronto para que la droga hubiera hecho efecto; tal vez había estado ya a punto de abortar. Broca la examinó y, después de olfatear el vómito, enarcó las cejas con aire sapiente.

—Tendríais que haber puesto más cuidado, señora —musitó—; esas drogas pueden envenenaros. Tengo una poción que habría causado el mismo efecto con más celeridad y menos daño. No os preocupéis, no diré nada a Uriens. No le hará mal ignorar esto, si tiene tan poco tino para hacer un hijo con una mujer de vuestra edad.

Morgana se dejó llevar por la náusea. Comprendió que estaba peor de lo que pensaba cuando Ginebra le preguntó si no se decidía a hablar con un cura. Cerró los ojos y negó con la cabeza, callada y rebelde, sin que le importara ya vivir o morir. «Si Accolon tiene que ir a las sombras, que lo haga con el espíritu de su hijo para que lo asista», pensó, con lágrimas en la cara. Desde lejos le llegó la voz de la anciana Broca:

—Sí, se acabó. Lo siento, majestad, pero sabéis tan bien como yo que ya no está en edad de tener hijos. Sí, mi señor, pasad a verla. —La voz se cargó de aspereza—. Los hombres nunca piensan en lo que hacen, en la carnicería que nos cuesta su placer a las mujeres. No, era demasiado pronto para saber si iba a ser varón.

—Morgana, queridísima, mírame —rogó Uriens—. Siento mucho que estés enferma, pero no sufras, querida. Aún tengo dos hijos varones. No te culpo.

—Ah, no, qué bien —exclamó la anciana partera con virulencia—. Será mejor que no le habléis de culpa, majestad; todavía está muy débil y enferma. Haremos poner otra cama aquí para que duerma en paz hasta que se reponga. Veamos… —Morgana sintió un consolador brazo de mujer bajo la cabeza; le acercaron a los labios una reconfortante bebida caliente—. Bebed, querida; tiene miel y remedios para impedir que sigáis sangrando. Sé que tenéis náuseas, pero tratad de beberlo como una niña buena…

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