Authors: Larry Niven
Pero él no había sido siempre así.
Al nacer, Truesdale había heredado un fideicomiso suficiente como para mantenerlo —si no con lujo— cómodamente durante el resto de su vida. Pero deseaba más. A la edad de veinticinco había convencido a su padre de liberar el dinero para hacer algunas inversiones. Por como sonaba el negocio, debió haberse enriquecido…, pero había resultado una complicada estafa. En alguna parte de la Tierra o el Cinturón, un hombre que podía o no llamarse Lawrence St. John McGee estaba viviendo en el lujo, gracias al dinero de Truesdale. No podía habérselo gastado todo aun, ni siquiera con su modo de vivir.
Posiblemente Truesdale había reaccionado en forma exagerada, pero él no tenía verdaderos talentos; no podía contar consigo mismo como seguridad. Sabía eso ahora. Actualmente era vendedor en una tienda de zapatos. Antes de eso trabajó en una estación de servicio, cambiando las baterías de los autos que pasaban, y revisando el motor y las turbinas. Era un hombre ordinario. Se mantenía en forma porque todos lo hacían; la gordura y los músculos flojos eran vistos como descuido personal. Había renunciado a su barba, una muy buena barba, luego de que Lawrence St. John McGee había huido con su fortuna. Un hombre que trabaja no tiene tiempo para mantener una buena barba.
Dos mil al año de por vida. No podía rechazar ese dinero.
Ahora estaba en una trampa, encerrado por su propia falta de carácter. Maldito Vandervecken. Y él debía de haber cooperado, vendiéndose a sí mismo: la cinta estaba grabada con su voz. Espera… Puede que no hubiera ningún dinero, sólo una falsa promesa para proporcionarle a Vandervecken unas horas y enviarlo a él unos cientos de kilómetros al sur.
Truesdale llamó a su casa. Había cuatro meses de mensajes almacenados en su teléfono. Tecleó Barrett, Hubbard y Wu, y esperó el proceso de selección. El mensaje estaba allí. Lo oyó completo. Decía lo que él había esperado.
Llamó a la Oficina de Mejores Negocios. Sí, tenían información acerca de Barret, Hubbard y Wu. Era una firma conocida; hasta donde podían decirle, se especializaba en ley corporativa. En Informaciones consiguió el número.
Barrett era una mujer de mediana edad, prolijamente vestida. Sus maneras eran competentes y bruscas. Se resistía a decirle nada en absoluto, aún después de que él se identificó.
—Todo lo que deseo saber —le dijo— es si su firma está segura respecto de los fondos. Este Vandervecken me ha prometido quinientos marcos por trimestre. Si él les cortara los fondos, eso me dejaría sin lo mío, ¿verdad? Sin importar si yo he cumplido o no con los términos del acuerdo.
—No es así, Sr. Truesdale —le contestó ella, severamente—. El Sr. Vandervecken ha comprado para usted una anualidad. Si usted viola los términos del acuerdo, la anualidad pasará a… déjeme ver… a Estudios de Rehabilitación Criminal, por el resto de la vida de usted.
—Oh. Y los términos son que yo no debo tratar de averiguar quien es el Sr. Vandervecken.
—En líneas generales, sí. Está todo explicado en un mensaje que…
—Lo tengo.
Colgó y reflexionó. Dos mil al año, de por vida. Y era cierto. No era como para salvarse, pero sería una excelente adición a su salario. Ya había estado pensado en media docena de usos para los primeros cheques. Podría buscarse un trabajo diferente…
Dos mil al año, y para siempre. Era un precio exorbitante por cuatro meses de trabajo. Para la mayor parte de los trabajos. ¿Qué había él hecho durante esos cuatro meses?
Y ¿cómo había sabido Vandervecken que la cifra sería suficiente?
Probablemente se lo dije yo mismo, pensó amargamente. Auto traición. Bueno, al menos no había mentido. Quinientos cada tres meses, para poner unos toques de lujo… aunque se preguntaría por el resto de su vida por qué le estaban pagando. Pero no iría a la policía. No podía recordar haber sufrido nunca un caso tal de emociones mezcladas.
Pronto comenzó a escuchar los otros mensajes de su teléfono.
—Pero usted vino a la policía —dijo el teniente del MRA—. Usted está aquí.
Era un hombre musculoso, de mandíbula cuadrada y ojos incrédulos. Una mirada fija de esos ojos y cualquiera dudaría de lo que hubiera estado diciendo. Truesdale se estremeció.
—¿Qué lo hizo cambiar de idea? —preguntó el teniente.
—Fue otra vez el dinero. Comencé a recorrer los mensajes de mi teléfono. Había otro mensaje, de una firma legal diferente. ¿Conoce usted a la Sra. Jacob Randall?
—No. Espere un minuto… ¿Estela Randall? Fue presidenta del Club Struldbrugs hasta… eh…
—Ella era mi abuela en cuarta generación.
—Murió hace un mes, lo recuerdo. Mis condolencias.
—Gracias. Yo… yo… Mire, yo no veía a mi abuela Estela muy frecuentemente. Sólo dos veces al año, una en su fiesta de cumpleaños, otra en su aniversario de bautizo o algo así. Recuerdo haber almorzado con ella pocos días después de que perdí todo mi dinero. Ella estaba en verdad enojada. Ofreció financiarme, pero no se lo permití.
—¿Por orgullo? Lo suyo pudo pasarle a cualquiera. Lawrence St. John McGee practica una antigua y muy perfeccionada profesión.
—Lo sé.
—Era la mujer más vieja del mundo —comentó el hombre de la MRA.
La presidencia del Club Struldbrugs recaía en el miembro de mayor edad. Era un título honorario; el Presidente Actuante hacía usualmente el trabajo.
—Ella tenía ciento setenta y tres años cuando yo nací. La cosa es que ninguno de nosotros esperaba que muriera alguna vez. ¿Se supone que eso suena tonto?
—No. ¿Cuánta gente muere a los doscientos diez?
—Bien, escuché un mensaje de Becket y Hollingsbrooke: me informaban de su deceso, y que yo había heredado cerca de medio millón de marcos; una tal fortuna que es increíble. Ella tenía suficientes nietos del enésimo grado como para invadir cualquier nación en el mundo. Tendría usted que haber visto las fiestas de cumpleaños.
—Entiendo —los ojos del MRA miraron profundamente en él—. Así que no necesita el dinero de Vandervecken ahora. Dos mil al año son como maníes para usted.
—Y el hijo de perra me hizo perder su último cumpleaños.
El MRA se reclinó.
—Es una extraña historia. Nunca había oído de una amnesia que no deje ningún recuerdo en absoluto.
—Ni yo tampoco. Es como si me hubiera ido a dormir y despertara cuatro meses después.
—Pero ni siquiera recuerda haber ido a dormir.
—Exacto.
—Un arma de aturdimiento podría hacer eso… Bien; lo pondremos en hipnosis profunda y veremos qué conseguimos. Supongo que no tiene objeciones. Deberá llenar algunos formularios de permiso…
—De acuerdo.
—A usted… uh, podría no gustarle lo que encontremos.
—Lo sé.
Truesdale estaba armándose contra lo que pudieran encontrar. La voz grabada había sido la suya. ¿Qué habría temido recordar acerca de sí mismo?
—Si usted cometió algún crimen durante el período que no puede recordar, deberá pagar la pena. Eso no puede usarse como coartada.
—Me arriesgaré.
—Bueno…
—¿Usted piensa que estoy falseando esto?
—Eso pasó por mi mente, no lo negaré. Ya veremos.
—Está bien, ya puede salir —dijo una voz.
Truesdale salió de su ensueño como un hombre despertado demasiado pronto, con los sueños muriendo en su mente. La voz era de la doctora Micaela Shorter, una mujer negra de anchos hombros que vestía un jumper de negocios azul y suelto.
—¿Cómo se siente? —le preguntó.
—Bien —dijo Truesdale— ¿Hubo suerte?
—Es muy peculiar. No sólo no recuerda nada durante esos cuatro meses; ni siquiera sintió el paso del tiempo. No soñó.
El teniente del MRA estaba a un costado; Truesdale no lo notó hasta que comenzó a hablar.
—¿Conoce alguna droga que pueda hacer eso?
La mujer sacudió su cabeza.
—La doctora Shorter es una experta en medicina forense —dijo el teniente a Truesdale—. Esto suena como si alguien hubiera hallado algo nuevo —se dirigió a la doctora Shorter—. Podría realmente ser algo nuevo. ¿Hará algo de trabajo de computadora?
—Lo hice —respondió brevemente ella—. De todos modos, ninguna droga puede ser tan selectiva. Es como si lo hubieran desmayado, para luego almacenarlo en frío por cuatro meses. Pero esto mostraría efectos médicos de descongelación: rupturas de células por los cristales de hielo y cosas así —miró agudamente a Truesdale—. No deje que mi voz lo vuelva a hipnotizar.
—No lo estaba haciendo —Truesdale se puso de pie—. Lo que me hayan hecho requirió un laboratorio, ¿verdad? Si es tan novedoso, eso debería estrechar la búsqueda un poco. ¿Qué opina?
—Debería —dijo la doctora—. Habrá que buscar algún subproducto de la investigación genética. Algo que descomponga el ARN.
El teniente del MRA gruñó.
—Uno pensaría que secuestrarlo de una montaña dejaría algunos rastros también, pero no lo hizo. Un auto hubiera sido detectado por el radar. Vandervecken debe haberlo llevado a usted al estacionamiento en una camilla, alrededor de… uh, las cuatro de la mañana, cuando no hubiera nadie alrededor.
—Eso puede ser terriblemente peligroso, en esos senderos.
—Lo sé. ¿Tiene una mejor respuesta?
—¿No han averiguado nada aún?
—El dinero. Su auto quedó en el mismo sitio porque la tasa del estacionamiento fue pagada por adelantado, como su anualidad. Todo desde una cuenta registrada a nombre de Vandervecken. Una cuenta nueva, que ahora está cerrada.
—Parece una pantalla.
—¿El nombre significa algo para usted?
—No. Probablemente sea holandés.
El MRA asintió para sí mismo. Se puso de pie. La doctora Shorter estaba impaciente por volver a su cuarto de exámenes.
Medio millón de marcos era un montón de dinero. Truesdale jugó con la idea de decirle a su jefe que se fuera al infierno… pero, a pesar de la tradición, Jeromy Link no merecía esa clase de trato. No valía la pena molestarse con él, ni obligarlo a un reemplazo de emergencia. Truesdale dio a Jeromy un mes de preaviso.
Como era temporario, su trabajo se volvió más agradable. Ser vendedor de zapatos no es gran cosa, pero se conocía alguna gente interesante. Un día pudo echar una buena mirada a la maquinaria que moldeaba zapatos alrededor de los pies humanos. Notable, admirable mecanismo. Nunca se había dado cuenta antes.
En sus horas libres planeaba unas vacaciones panorámicas.
Reanudó el trato con sus innumerables parientes cuando se leyó el testamento de la Abuela Estela. Algunos lo habían extrañado en su funeral, así como en la última fiesta de cumpleaños. ¿Dónde había estado?
—Es lo más extraño… —decía Truesdale, y entonces comenzaba a contar la historia. Media docena de veces esa tarde, pero sentía un perverso placer al hacerlo: Vandervecken no había deseado publicidad.
Su gozo se pinchó cuando un primo segundo político dijo:
—Así que te han robado de nuevo. Pareces ser propenso a los robos, Roy.
—Ya no más. Esta vez voy a pescar al hijo de perra —dijo Truesdale.
El día anterior a comenzar su viaje de mochilero, se detuvo en los Cuarteles Generales de la MRA. Tenía inconvenientes en recordar el nombre del musculoso teniente. Robinson, ese era el nombre. Robinson lo saludó desde un escritorio en forma de bumerang.
—Pase; ¿está disfrutando la vida?
—Un poco. ¿Qué resultados tienen?
Truesdale tomó asiento. La oficina era pequeña pero confortable, con grifos de té y café en el escritorio. Robinson se recostó como si estuviera agradecido por la interrupción.
—En su mayor parte negativos. Todavía no sabemos quien lo secuestró. No podemos seguir el dinero a ninguna parte, pero estamos seguros de que no vino de usted —miró a su visitante—. No parece sorprendido.
—Estaba seguro de que me investigarían.
—Ahá. Bien, asumamos por un momento que alguien llamado Vandervecken tiene un medicamento específico que causa amnesia. Puede andar por ahí vendiéndoselo a gente que desea cometer un crimen. Como matar a un pariente por su herencia, por ejemplo.
—Yo no le haría eso a la abuelita Estela.
—Es indiferente, porque usted no le pagó a nadie. Al contrario, Vandervecken le pagó a usted; y una gran suma de dinero, además. La idea es ridícula. Además, hemos encontrado otros dos casos de amnesia selectiva como la suya.
Había una terminal de computadora en el escritorio. El MRA la usó.
—Primero fue una tal Mari Boethals, que desapareció por cuatro meses en 2220. Ella no lo informó. La MRA se interesó en ella porque dejó de asistir al tratamiento por una enfermedad del riñón. Se sospechaba que hubiera recibido un transplante de un contrabandista de órganos, pero ella contó una historia muy diferente, parecida a la suya, incluyendo la anualidad.
»Luego hubo un tal Charles Mow, desaparecido en 2241, vuelto cuatro meses después. Él tuvo una anualidad también, pero se cortó por un desfalco en Seguros Norn. Eso hizo que Mow se enojara lo suficiente como para venir a nosotros. Naturalmente, la MRA trató de encontrar otros casos, pero no apareció ninguno. Así fue por otros cien años, hasta que usted se mostró.
—Y mi anualidad también está desaparecida ahora.
—Correcto. Ahora bien, en los dos casos anteriores, el dinero fue a parar a la investigación en prótesis. No había rehabilitación criminal hace cien años. Todos los criminales iban a los bancos de órganos.
—Sí.
—Fuera de eso, los tres casos son muy similares. Así que parece como si estuviéramos buscando a un Strudlbrug. El tiempo se ajusta: el primer caso fue hace ciento veinte años. El nombre Vandervecken se ajusta. El interés en las prótesis se ajusta.
Truesdale pensó acerca de eso. No había demasiados Strudlbrugs por ahí. La edad mínima de admisión al más exclusivo de los clubes se había congelado en ciento ochenta y un años.
—¿Algún sospechoso en particular?
—Aunque lo hubiera, yo no podría decírselo. Pero lo cierto es que no lo hay. La señora Randall murió de causas naturales, y definitivamente no era Vandervecken. Si acaso tenía una conexión con él, no hemos podido encontrarla.
—¿Han controlado con el Cinturón?
Robinson lo miró de cerca.
—No. ¿Por qué?
—Sólo es una idea. ¿Distancia en el tiempo es igual a distancia en el espacio?
—Bien, podemos preguntar. Ellos pueden haber tenido algunos casos similares. Personalmente, no sé por dónde seguir. No sabemos por qué lo hizo, y de hecho siquiera sabemos qué hizo.