Read El redentor Online

Authors: Jo Nesbø

Tags: #Policíaco

El redentor (13 page)

BOOK: El redentor
13.44Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Harry se imaginaba lo que vendría a continuación.

—Comprendo que probablemente llegaran a Rangún, jefe.

—Efectivamente. Todos llegaron. Porque hicieron lo que les ordenaron. Acabo de enterarme de que has sacado las llaves del apartamento de Tom Waaler. ¿Es correcto, Hole?

—He ido a echar un vistazo, jefe. Por razones terapéuticas.

—Eso espero. Ese asunto está enterrado. Ir a husmear al apartamento de Waaler no solo es una pérdida de tiempo, sino que además va contra las órdenes que el comisario jefe de la policía judicial te dio en su momento, y contra las que yo te doy ahora. No creo que deba entrar en detalles en cuanto a las consecuencias del incumplimiento de una orden, solo digo que los oficiales japoneses le pegaron un tiro a uno de sus soldados por beber agua fuera del horario. No por sadismo, sino porque la disciplina procura cortar los tumores malignos de raíz. ¿Está claro, Hole?

—Claro como… Bueno, claro como algo que está muy claro, jefe.

—Eso es todo por ahora, Hole. —Hagen se sentó en la silla, cogió un papel del cajón y empezó a leer con verdadera dedicación, como si Harry ya hubiese salido del despacho. Cuando levantó la cabeza y vio que Harry seguía sentado delante de él, se mostró sorprendido—. ¿Algo más, Hole?

—Bueno, me preguntaba una cosa. ¿No es verdad que los japoneses perdieron la guerra?

Gunnar Hagen se quedó mirando el papel, sin fijar la vista, un buen rato después de que Harry se hubiese marchado.

El restaurante estaba medio lleno. Exactamente como el día anterior. Un camarero joven y bien parecido, con los ojos azules y el pelo rubio lo recibió en la puerta. Se parecía tanto a Giorgi que se lo quedó mirando un instante. Y supo que lo habían pillado en cuanto el camarero esbozó una amplia sonrisa. Mientras dejaba el abrigo y el chubasquero en el guardarropa notó la mirada del camarero.


Your name
? —preguntó el camarero, y él murmuró su respuesta.

El camarero pasó un dedo largo y delgado por la página del libro de reservas antes de detenerse en seco.


I got my finger on you now
—dijo el camarero que mantuvo la mirada de ojos azules hasta que él tuvo la sensación de que se sonrojaba.

No parecía un restaurante muy exquisito, pero si los cálculos que hacía no le fallaban, los precios de la carta eran desorbitados. Pidió pasta y un vaso de agua. Tenía hambre. El corazón le latía a ritmo constante y apacible. El resto de la clientela hablaba, sonreía y se divertía, como si nada malo pudiera pasarles. Siempre le había extrañado el hecho de pasar desapercibido, de no tener una aureola negra, que de su cuerpo no manara frío o un hedor a putrefacción.

O mejor dicho, que
nadie más
se diera cuenta.

Fuera, el reloj del Ayuntamiento tocaba sus tres notas hasta seis veces.

—Un lugar agradable —dijo Thea mirando a su alrededor. El restaurante estaba bien ubicado; su mesa tenía vistas a la calle. De unos altavoces ocultos surgía el murmullo casi imperceptible de música meditativa New Age.

—Quería que fuese algo especial —contestó Jon mirando la carta—. ¿Qué quieres comer?

La mirada de Thea iba bajando al tuntún por la página de la carta.

—Antes tengo que beber un poco de agua.

Thea bebió mucha agua. Jon sabía que tenía que ver con la diabetes y los riñones.

—No es fácil decidirse —dijo la joven—. Todo parece muy rico.

—Pero no puedes comerte todo lo que hay en la carta.

—No…

Jon tragó saliva. Las palabras se le habían escapado sin querer. Alzó la mirada. Por lo visto, Thea no se había dado cuenta.

De repente, ella levantó la cabeza.

—¿Qué has querido decir con eso?

—¿Con qué? —preguntó en voz baja.

—Con eso de «todo lo que hay en la carta». Insinúas algo. Te conozco, Jon. ¿Qué pasa?

Él se encogió de hombros.

—Antes de comprometernos, acordamos que nos lo contaríamos todo, ¿verdad?

—¿Sí?

—¿Estás segura de que me lo has contado… todo?

Ella suspiró, desalentada.

—Estoy segura, Jon. No he estado con nadie. No, de
esa
manera.

Pero él notó algo en la mirada, advirtió en su cara algo que no había visto antes. Un músculo que se contrajo junto a la boca, algo que le ensombrecía los ojos, como la abertura de un diafragma que se cierra. Y no pudo evitarlo.

—¿Con Robert, tampoco?

—¿Qué?

—Robert. Recuerdo que coqueteasteis el primer verano que estuvimos en Østgård.

—¡Yo tenía catorce años, Jon!

—¿Y qué?

Primero lo miró con incredulidad, que fue remitiendo hasta apagarse y perderse. Jon le cogió la mano, se inclinó hacia delante y le susurró:

—Perdona, perdona, Thea. No sé qué me ha pasado. Yo… ¿Podemos olvidar lo que te he preguntado?

—¿Os habéis decidido ya?

Ambos miraron al camarero.

—Espárragos frescos de primero —dijo Thea, entregándole la carta.

—Chateaubriand con setas de calabaza de segundo.

—Buena elección. ¿Me permitís que os recomiende un buen tinto que acabamos de recibir a un buen precio?

—Por supuesto que te lo permitimos, pero bastará con que nos pongas agua —dijo con una amplia sonrisa—. Mucha agua.

Jon la miró. Admiraba su capacidad para ocultar lo que sentía.

Cuando el camarero se retiró, Thea volvió a dirigir la atención hacia Jon.

—¿Has terminado con el interrogatorio? ¿Qué te pasa?

Jon sonrió y negó con la cabeza.

—Tú nunca tuviste novia —observó Thea—. Ni siquiera en Østgård.

—¿Y sabes por qué? —preguntó Jon poniendo la mano sobre la de ella.

Ella negó con la cabeza.

—Porque ese verano me enamoré de una chica —dijo Jon, mirándola de nuevo a los ojos—. Solo tenía catorce años. Y desde entonces, sigo enamorado de ella.

Él sonrió, ella le devolvió la sonrisa, y Jon pudo percibir que Thea salía de su escondite para encontrarse con él.

—La sopa está deliciosa —dijo el ministro de Sanidad y Política Social dirigiéndose al comisionado David Eckhoff, pero lo suficientemente alto como para que también lo oyeran los representantes de la prensa allí presentes.

—Nuestra propia receta —repuso el comisionado—. Sacamos un libro de recetas hace un par de años y pensamos que quizás al ministro…

El comisionado hizo una señal, Martine se acercó a la mesa y puso el libro junto al plato de sopa del ministro.

—… podría interesarle que le preparasen una comida rica y nutritiva en su apartamento.

Los pocos periodistas y fotógrafos que se habían presentado en la cafetería de Fyrlyset reían entre dientes. En realidad, había poca gente, solo un par de ancianos del Heimen, una señora cabizbaja con abrigo, y un drogadicto con una herida sangrante en la frente, que temblaba porque le daba miedo subir al Feltpleien, la enfermería del segundo piso. No era de extrañar que hubiese tan poca gente. En condiciones normales, Fyrlyset no estaba abierto a aquellas horas del día. Pero, por desgracia, la visita matutina no encajaba con el calendario del ministro, que no pudo comprobar lo lleno que solía estar entonces, tal como se lo explicó el comisionado. Así como lo bien que funcionaba todo y cuánto dinero se gastaba. El ministro de Política Social asentía todo el rato con la cabeza, mientras, por compromiso, se llevaba una cucharada de sopa a la boca.

Martine miró el reloj. Las siete menos cuarto. El secretario del ministro les había dicho que a las siete en punto. A esa hora tendrían que irse.

—Gracias por esta comida —dijo el ministro de Política Social—. ¿Nos da tiempo de saludar a algunos invitados?

El secretario de Estado asintió con la cabeza.

Coquetería, pensó Martine. Por supuesto que les daba tiempo a una ronda de saludos, ese era el motivo de su presencia allí. No era para donar dinero, eso podían haberlo hecho por teléfono, sino para invitar a la prensa y alardear de un ministro que se mueve entre los necesitados, que come la sopa de los necesitados, estrecha la mano de los drogadictos y los escucha con empatía y compromiso.

La portavoz de prensa hizo una señal a los fotógrafos indicando que podían sacar fotos. O mejor dicho, que quería que sacasen fotos.

El ministro de Política Social se levantó y se abrochó la chaqueta mientras miraba a su alrededor. Martine intentaba adivinar cómo sopesaría sus tres alternativas. Los dos hombres mayores parecían inquilinos normales de una residencia de ancianos y no le servirían para su propósito: así saluda el ministro a los drogadictos y así a las prostitutas. El drogadicto lesionado tenía pinta de no ser responsable de sus actos y, de todas formas, saludarlo era pasarse. Pero la mujer… Ella parecía una ciudadana cualquiera, una persona con la que todo el mundo podría identificarse, a la que ayudarían con mucho gusto, preferiblemente, después de escuchar su desgarradora historia.

—Dígame, ¿cómo valora el hecho de venir aquí? —preguntó el ministro tendiéndole la mano.

La mujer lo miró. El ministro se presentó diciéndole su nombre.

—Pernille… —comenzó la mujer, pero el ministro la interrumpió.

—El nombre de pila es suficiente, Pernille. La prensa está presente, ¿sabes? Quieren sacar una foto. ¿Te parece bien?

—Holmen —remató la mujer lloriqueando con el pañuelo en la boca—. Pernille Holmen. —Señaló con el dedo la mesa donde había una vela encendida ante una de las fotografías—. He venido a honrar la memoria de mi hijo. ¿Podrían dejarme en paz, por favor?

Martine se quedó de pie junto a la mesa de la mujer mientras el ministro y su séquito se retiraban a toda prisa. Se dio cuenta de que, finalmente, se decantaban por los dos hombres mayores.

—Siento mucho lo que le pasó a Per —dijo Martine bajito.

La mujer la miró con la cara hinchada de tanto llorar. Y de tanta pastilla, pensó Martine.

—¿Conocías a Per? —susurró.

Martine prefería decir la verdad. Por duro que fuese… No por educación, sino porque se había dado cuenta de que, a la larga, hacía la vida más fácil. Pero, en la voz ahogada por el llanto, advirtió una súplica. La súplica de que alguien dijera que su hijo no había sido un drogadicto más, una carga de la que la sociedad ya se había librado, sino un ser humano del que alguien pudiera decir que lo había conocido, que lo había tenido como amigo, incluso que lo había querido.

—Señora Holmen —dijo Martine y tragó saliva—. Yo lo conocía. Y era un buen chico.

Pernille Holmen parpadeó sorprendida sin mediar palabra. Intentó sonreír, pero no alcanzó sino a esbozar una mueca. Apenas logró susurrar un «gracias» antes de que las lágrimas empezasen a rodarle por las mejillas.

Martine vio que el comisionado la llamaba con un gesto desde la mesa, pero ella se sentó.

—Ellos… Ellos también se llevaron a mi marido —sollozó Pernille Holmen.

—¿Cómo?

—La policía. Dicen que fue él.

Cuando Martine dejó a Pernille Holmen, pensó en el agente de policía alto y rubio. Le había parecido muy sincero cuando dijo que estaba preocupado. Se sintió ultrajada. Pero también desconcertada. No entendía por qué se enfadaba con alguien a quien no conocía. Miró el reloj. Las siete menos cinco.

Harry había preparado sopa de pescado. Una bolsa de Findus que había mezclado con leche y que completó con unos trozos de pudin de pescado. Y una baguete. Todo ello comprado en Niazi, la pequeña tienda de comestibles de su calle, que regentaba la vecina de abajo junto con su hermano. Al lado del plato de sopa que tenía en la mesa del salón había un vaso de medio litro con agua.

Harry metió un CD en el reproductor y subió el volumen. Dejó la mente en blanco, se concentró en la música y en la sopa. Sonido y sabor. Solo eso.

Con el plato a medio terminar y a la tercera canción, sonó el teléfono. Sopesó la posibilidad de dejarlo sonar. Pero se levantó al octavo tono y bajó el volumen.

—Harry.

Era Astrid.

—¿Qué haces? —Hablaba bajo pero su voz resonaba un poco. Pensó que quizá se había encerrado en el baño de su casa.

—Estoy comiendo. Y escuchando música.

—Voy a dar una vuelta. Cerca de tu casa. ¿Tienes planes para el resto de la noche?

—Sí.

—¿Y cuáles son?

—Escuchar más música.

—Ya. Parece que no tienes ganas de compañía.

—Bueno.

Pausa. Ella dejó escapar un suspiro.

—Avísame si cambias de idea, ¿vale?

—¿Astrid?

—¿Sí?

—No eres tú, ¿vale? Soy yo.

—No tienes que disculparte, Harry. Lo digo por si estuvieras en el error de creer que esto es cuestión de vida o muerte para cualquiera de los dos. Solo pensé que podía ser agradable.

—En otra ocasión, quizá.

—¿Como cuándo?

—Como en otra ocasión.

—¿En una ocasión totalmente diferente?

—Algo así.

—De acuerdo. Pero me gustas, Harry. No lo olvides.

Después de colgar, Harry se quedó allí plantado, inconsciente del silencio repentino. Estaba demasiado sorprendido. Al oír la voz de Astrid, había visto una cara en su interior. No le sorprendió la cara en sí, sino el hecho de que no fuese la de Rakel. Ni tampoco la de Astrid. Se desplomó en la silla y decidió no pensar más en aquel asunto. Si aquello significaba que la medicina del tiempo había empezado a surtir efecto y que Rakel estaba desapareciendo de su sistema, eran buenas noticias. Tan buenas que no quería complicar el proceso.

Subió el volumen del equipo de música. Y dejó la mente en blanco.

Pagó la cuenta. Dejó el palillo en el cenicero y miró el reloj. Las siete menos tres minutos. La funda del hombro le rozaba el pectoral. Sacó la foto del bolsillo interior y le echó un vistazo. Había llegado la hora.

Ninguno de los clientes del restaurante, incluida la pareja de la mesa vecina, le prestó atención cuando se levantó y se fue a los servicios. Se encerró en uno de los lavabos, esperó un minuto; logró resistir la tentación de comprobar que la pistola estaba cargada. Lo había aprendido de Bobo. Si uno se acostumbraba al lujo de comprobar las cosas dos veces, podía bajar la guardia en cualquier momento.

Los minutos pasaron. Se acercó al guardarropa, se puso el chubasquero, se ató el pañuelo rojo al cuello y se encajó el gorro hasta las orejas. Abrió la puerta y salió a la calle Karl Johan.

Se dirigió a buen paso hasta el punto más alto de la calle. No porque tuviera prisa, sino porque era la velocidad que había observado que utilizaba la gente, la velocidad que te permitía no llamar la atención. Pasó por delante de la farola donde estaba el cubo de basura en el que había tirado la pistola el día anterior, cuando regresaba, en medio de una calle peatonal repleta de gente. La policía la encontraría, pero no importaba. Lo importante era que no lo atrapasen con ella encima.

BOOK: El redentor
13.44Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Katharine of Aragon by Jean Plaidy
The Undertakers Gift by Baxendale, Trevor
The Dragon Engine by Andy Remic
Protect and Serve by Gwyneth Bolton
'Til Dice Do Us Part by Oust, Gail
Good Day to Die by Stephen Solomita
STEP (The Senses) by Paterson, Cindy
Los asesinatos e Manhattan by Lincoln Child Douglas Preston