El Rey Estelar (3 page)

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Authors: Jack Vance

BOOK: El Rey Estelar
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Las dríades vieron a Teehalt y se dirigieron hacia él, con un interés casi humano, después se detuvieron a quince metros de distancia, agitando suavemente sus miembros; las hojas coloreadas de sus penachos brillaban al sol. Las dríades examinaron a Teehalt y éste a ellas; sin abrigar el menor temor. Teehalt sintió la más fascinante experiencia que jamás hubiera podido vivir.

Recordó más tarde los días que siguieron con una calma idílica. Había una tal majestad en el ambiente, una claridad y una cualidad trascendental en aquel planeta que le afectaban como una sensación religiosa, hasta llegar a la conclusión de que debía abandonarlo cuanto antes o sucumbir en él, entregándose por completo a aquel mundo de ensueño. El conocimiento le afligía con una tristeza casi insoportable, porque interiormente sabía, de algún modo, que jamás volvería a contemplarlo de nuevo.

Durante aquel tiempo observó a las dríades moverse a placer por el valle, lleno de curiosidad por su naturaleza y sus hábitos. ¿Serían inteligentes? Teehalt nunca pudo hallar una respuesta satisfactoria a la pregunta. Al menos, eran seres vivos y prudentes, de aquello no cabía la menor duda. Su metabolismo le tuvo perplejo al igual que la naturaleza de su ciclo vital, aunque poco a poco fue adquiriendo una cierta experiencia. Llegó a la conclusión, como resumen, que derivaban de un cierto grado de energía producido por la fotosíntesis.

Después, una mañana, mientras Teehalt contemplaba un grupo de dríades inmóviles en una gran y extensa pradera encharcada, una criatura alada de grandes dimensiones, parecida a un halcón, se dejó caer y golpeó brutalmente a una dríade en un costado. Conforme caía al suelo, Teehalt vio que dos largos apéndices surgidos del extremo suave y grisáceo de sus piernas vegetales se extendían hasta el suelo y se retraían al caer.

El pájaro pareció ignorar a su víctima; pero siguió escarbando en el hoyo que momentos antes habían taladrado los apéndices retráctiles de la dríade hasta sacar fuera un enorme gusano blanco. Teehalt siguió observando con mayor interés aún. La dríade, en apariencia, había localizado al gusano en el subsuelo y lo había traspasado con sus trompas retráctiles insertas en las piernas, presumiblemente para chupar la sustancia de que estuviera compuesto. Teehalt no pudo disimular una cierta vergüenza y decepción. Las dríades, no eran, pues, tan inocentes como parecían, ni tan etéreas como las había imaginado.

El enorme pájaro salió volando y graznando de extraña forma, alejándose del lugar. Teehalt, lleno de curiosidad, se aproximó, fijándose en el gusano abandonado en el suelo. Había poco que ver, excepto una serie de tiras de piel pálida, un flujo viscoso amarillento y una bola oscura del tamaño de un coco. Mientras continuaba mirando, las dríades se aproximaron y Teehalt se retiró. Desde cierta distancia, observó cómo se reunían alrededor del gusano destrozado y a Teehalt le pareció que entre todas acababan de destrozarlo todavía más. Pero con sus miembros inferiores recogieron la negra pelota y una de ellas se la puso sobre sus ramas superiores. Teehalt la siguió a distancia, vigiló fascinado la operación, y vio finalmente que en un lugar cercano al boscaje más próximo, de esbeltos árboles de blancas ramas, las dríades enterraban aquel bulto negro parecido a una pelota.

Considerándolo retrospectivamente, Teehalt se preguntó por qué no había intentado comunicarse con ellas. Una o dos veces, durante su estancia en el maravilloso planeta, había pensado en tal idea, que acabó desechando después, quizá porque se sintiera a sí mismo como un intruso y una criatura ruda y desagradable. Las dríades, a cambio, le habían tratado con lo que se podría llamar un educado desinterés.

Tres días después de haber sido enterrado el bulto negro en forma de vaina vegetal, Teehalt tuvo ocasión de volver por el boscaje y, ante su estupefacción, observó que surgía de la tierra un pálido tallo. En la parte superior, unas hojitas verdes se mostraban ya a la brillante luz del día. Teehalt volvió a estudiar todo aquel paisaje con creciente interés. ¿Se habría originado cada uno de aquellos árboles en una vaina procedente del cuerpo de un gusano subterráneo? Examinó asimismo el follaje y los tallos, al igual que la corteza, y no advirtió nada que pudiera sugerir tal origen.

Recorrió con la mirada el valle hasta donde se levantaban los gigantes del bosque: ¿serían similares ambas variedades? Los gigantes crecían majestuosos, con troncos que medían 60 metros hasta el primer ramaje. Los árboles que crecían de las vainas negras resultaban mucho más débiles y el follaje era de un color verde mucho más claro... Pero, evidentemente, sus especies tenían una íntima correlación. La forma de las hojas y la estructura eran casi idénticas, así como su apariencia general y la corteza, suave y consistente; pero la corteza de los gigantes era mucho más dura y espesa. La mente de Teehalt se perdió en inútiles especulaciones.

Más tarde, aquel mismo día, subió por la montaña valle arriba y, cruzando la cresta, descendió sobre una cañada sembrada de rocas escarpadas. Un riachuelo se precipitaba garganta abajo entre macizos de musgo y plantas parecidas a líquenes, cayendo de un charco al siguiente. Aproximándose al filo de las rocas, se encontró al nivel del alto follaje de los gigantes, que crecían junto al escarpado. Descubrió unas grandes bolsas verdes que crecían como frutos entre las hojas. Estirándose, a riesgo de precipitarse por el escarpado, Teehalt consiguió hacerse con uno de aquellos sacos verdes. Se lo llevó de vuelta hacia la nave y al pasar junto a un grupo de dríades observó que aquéllas se quedaban mirando fijamente el objeto que llevaba bajo el brazo. Repentinamente todas se dirigieron hacia él, agitando sus abanicos de hojas en una evidente demostración de disgusto. Ante la duda, Teehalt buscó el refugio seguro de la nave, sintiéndose cohibido y culpable de alguna mala acción que aún no adivinaba. Procedió, sin más demora, a abrir el saco verde. La vaina tenía un aspecto correoso y seco, y en el interior, ensartadas a lo largo de un tallo, se hallaban una serie de semillas del tamaño de un garbanzo de una gran complejidad. Teehalt examinó una de las semillas con el amplificador visual. Pudo apreciar una sorprendente similitud con pequeños escarabajos o avispas. Con cuidado y utilizando la punta de un fino cuchillo y una hoja de papel, fue separando lo que claramente eran alas, tórax y mandíbulas pequeñas: no había duda alguna, era un insecto.

Durante un buen rato estudió aquellos insectos que crecían en el árbol, como fruto natural, y consideró el curioso término análogo de los tallos que crecían de una vaina negra tomada del cuerpo de un gusano.

El crepúsculo coloreó el cielo, las partes alejadas del valle se fueron borrando. Oscureció y llegó la noche, salpicada de relucientes estrellas como lámparas temblorosas.

Aquella larga noche pasó al fin. Al amanecer, cuando Teehalt emergió de la nave, se dio cuenta de que la hora de partir era inminente. ¿Cómo? ¿Por qué? No tenía respuesta adecuada. La necesidad era real, tenía que salir y marcharse de allí, sabiendo que jamás retornaría a aquel paraíso natural. Cuando consideró la madreperla del cielo, la suave curva y el verdor de las colinas, las hermosas praderas y los bosques, el suave río de aguas cristalinas y el aire perfumado y acariciador, sus ojos se humedecieron de lágrimas. Era un mundo demasiado bello para dejarlo, y demasiado hermoso para permanecer en él. Algo inexplicable y turbador crecía en su interior. Una fuerza cada vez más poderosa le impelía a abandonar la nave, las ropas y todo el resto, a fundirse, a envolver y a ser envuelto, a inmolarse en un éxtasis de identificación con la belleza y la grandeza... Sí, tenía que marcharse cuanto antes. «Si continúo aquí —pensó— pronto me veré llevando hojas sobre la cabeza como una dríade.»

Todavía caminó algún tiempo por el valle; se detuvo a observar cómo salía el sol por el horizonte. Volvió a saltar hasta el escarpado, mirando hacia el este a través de una ondulante sucesión de verdes colinas, bosques y praderas, que se erguían finalmente en una cresta de elevadas montañas. Hacia el oeste y el sur pudo captar el murmullo del agua, hacia el norte se extendía una enorme extensión plana, y a lo lejos y en la misma dirección, unos bloques pétreos daban la impresión de ser las ruinas de una vieja ciudad abandonada.

De regreso al valle, Teehalt pasó bajo los árboles gigantes. Comprobó que todas las vainas se habían abierto, colgando vacías de las ramas. Mientras observaba, oyó el zumbido de un enjambre de pequeñas alas de insectos. Uno se estrelló como una bala contra su mejilla, donde quedó un instante colgado, picándole.

Teehalt lo aplastó, sorprendido por el fuerte dolor. Vio a otros muchos, una multitud, zumbando de un lado a otro. A toda prisa volvió a la nave para vestirse con un traje de una sola pieza y un casco protegido por una finísima película transparente. Tenía la mejilla amoratada y sintió una rabia irracional. El ataque de la avispa había estropeado el placer de su último día en el valle y, de hecho, le había causado el primer dolor en su estancia en aquel bello mundo. Era mucho esperar, reflexionó amargamente, que tal paraíso pudiera existir sin una serpiente. Se puso en el bolsillo un frasco de repelente contra insectos, sin saber si valdría o no para alejarlos, siendo como eran mitad vegetales, mitad animales.

Salió de la nave y enfiló nuevamente el valle, con la picadura del insecto doliéndole todavía intensamente. Al acercarse al bosque presenció una escena extraña: un grupo de dríades rodeadas por un ruidoso enjambre de avispas. Se aproximó curioso. Las dríades sufrían un ataque de los insectos voladores y era patente su absoluta indefensión. Conforme las avispas picaban las zonas de su corteza pintadas de plata, las dríades agitaban las hojas y las patas, deshaciéndose de ellas como podían.

Teehalt se lanzó hacia ellas con una rabia terrible. Una de las dríades más próximas parecía desfallecer. Por un agujero abierto en su piel goteaba un líquido espeso. Entonces, la totalidad del enjambre se lanzó al boquete abierto y la pobre dríade se balanceó y cayó, mientras que el resto se retiraba lentamente.

El prospector, impulsado por el disgusto, sacó del bolsillo el frasco de insecticida y roció el enjambre entero. Aquello actuó con una dramática efectividad. Las avispas se volvieron blancas, temblaron como atacadas de epilepsia y cayeron a racimos sobre el terreno; en menos de un minuto la abultada masa compacta del enjambre yacía por el suelo deshecha. La dríade que había sido atacada también yacía muerta, casi despellejada. Las que habían escapado volvieron entonces furiosas, según creyó ver Teehalt. Sus ramas subían nerviosas, se agitaban por encima de sus cabezas y marchaban sobre él con manifiesta hostilidad. Teehalt retrocedió y se marchó hacia la nave.

Con ayuda de unos binoculares vigiló a las dríades. Permanecieron junto a su camarada muerta, en un estado de ansiedad irresoluta. Aparentemente —o al menos así lo creyó el prospector—, su angustia parecía mayor a causa de la matanza de las avispas que por la dríade muerta.

Se agruparon en círculo sobre el cuerpo caído. Teehalt no pudo observar muy bien lo que hicieron; pero en aquellos instantes la levantaron del suelo junto con una lustrosa pelota negra. Y continuó mirándolas hasta que se adentraron en el bosque de los árboles gigantes.

Capitulo 2

«He examinado las formas originales de vida de casi dos mil planetas. He notado muchos ejemplos de evolución convergente; pero muchas más de divergente.»

Vida, volumen 11, de UNSPIEK, BARON BODISSEY.

«Es esencial que comprendamos el significado exacto de lo que llamamos “evolución convergente". Especialmente hay que tener en cuenta el no confundir la probabilidad estadística con algunas fuerzas trascendentales absolutamente inevitables. Considerar la clase de todos los posibles objetos, cuyo número es naturalmente grandísimo, ciertamente casi infinito, a menos que no impongamos un límite superior e inferior de masa y ciertas otras calificaciones físicas. Imponiéndolo y calificándolo así encontraremos que sólo una fracción infinitesimal de esta clase de objetos pueden ser considerados formas de vida. Antes de que hayamos comenzado la investigación, hemos ejercido una selección muy reducida de objetos, que por su misma definición mostrarán similaridades básicas.

»Para concretar: hay un número limitado de métodos de locomoción. Si encontramos un cuadrúpedo en el planeta "A" y otro parecido en el planeta "B", ¿implica esto una evolución convergente? No. Ello implica simplemente evolución, o quizá el solo hecho de que una criatura con cuatro patas pueda efectivamente sostenerse sin caer, y caminar sin problemas. En mi opinión, por lo tanto, la expresión "evolución convergente" es tautológica.»

... Ibídem.

De «El salario del pecado», de Stridenko, Cosmópolis, mayo de 1404:

«¡Brinktown! ¡Qué ciudad! En tiempos el punto de arranque, el último puesto fronterizo, el portal hacia el Infinito... y ahora sólo otro establecimiento del Norte del Medio Este. Pero ¿es "otro"? ¿Es ésta una definición justa? Decididamente, no. Brinktown necesita ser creída, y aun entonces el esfuerzo para creerla resulta insuficiente. Las casas surgen a lo largo de sombreadas avenidas, como torres de vigilancia, mostrando sus palmeras y "scalmettos" y no hay edificio, por mediano que sea, que no sobresalga por encima de la copa de los árboles. La planta baja es un simple zaguán, en donde se alza un pabellón para cambiarse de ropa, ya que los hábitos locales ordenan el uso de capas y zapatillas de papel. Pero por encima: ¡qué explosión de fatuidad arquitectónica, qué torres y agujas, campanarios y cúpulas! ¡Qué elaborada magnificencia, qué grabados tan inspirados, qué intrincadas aplicaciones, maravillosas y fantásticas, de los materiales, para lo verosímil y lo inverosímil! ¿En qué otro sitio pueden encontrarse balaustradas de conchas de tortuga, tachonadas con cabezas de pescado recubiertas con panes de oro? ¿En qué otro lugar se pueden encontrar las ninfas de marfil suspendidas de los cabellos, sus rostros expresando una dulce bendición? ¿Dónde, sino allí, puede un hombre de éxito ser medido por la suntuosidad de su propia tumba, que él mismo diseña en vida y que instala en el patio de la casa, completándola con el panegírico del epitafio? Y, realmente, ¿dónde, sino en Brinktown, es el éxito algo tan ambiguo, que depende sólo de una recomendación? Pocos de los habitantes, ciertamente, se atreven a mostrarse a sí mismos dentro del Oikumene. Los magistrados son asesinos, los agentes de la Guardia Civil provocadores de incendios, opresores y bandidos, y los miembros del Consejo, propietarios de burdeles. Pero los asuntos civiles proceden con un estilo exterior digno de las Grandes Sesiones de Borugstone, o de una Coronación en la Torre de Londres. La prisión de Brinktown es una de las más ingeniosas jamás producidas por las autoridades cívicas. Es preciso recordar que Brinktown ocupa la superficie de un volcán, desde el que se divisa una jungla de matorrales raquíticos, cenizas, barro reseco y matas espinosas. Un simple camino conduce desde la ciudad hasta la jungla; el prisionero es encerrado fuera de la ciudad. Escapar de ella está a su alcance de la forma más sencilla, sólo tiene que caminar a través de la jungla... Pero ningún detenido se atreverá a hacerlo ni se aventurará más allá de las puertas, y cuando se requiere su presencia, basta con abrir la puerta y llamarlo por su nombre.»

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