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Authors: Jack Vance

El Rey Estelar (4 page)

BOOK: El Rey Estelar
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Teehalt permanecía sentado mirando al fuego. Gersen, profundamente afectado, se preguntaba si todavía desearía decir algo más. Finalmente, se decidió a hablar.

—Y así dejé el planeta. No podía permanecer más tiempo. Para que viva allí una persona es preciso que, o se olvide de sí misma, entregada por completo a la belleza, disolviendo su identidad en ella... o bien dominándola, destrozándola, reduciéndola a un punto de apoyo para sus propios intereses. Yo pude hacer una de esas dos cosas y no haber vuelto nunca. Pero la memoria del lugar me ronda la mente a cada instante.

—¿A pesar de las avispas?

—Sí, desde luego —repuso Teehalt aprobando con un gesto de la cabeza—. Hice mal en mezclarme en aquello. Allí existe un ritmo vital especial, un equilibrio que yo fui a trastornar y a subvertir. He estado especulando durante días, sin haber logrado comprender el proceso. Las avispas nacen como frutos de los árboles, y los gusanos producen la semilla para una clase de árbol, esto es todo lo que sé. Sospecho que las dríades producen la semilla para los gigantes. El proceso vital se convierte en un gran ciclo, o quizá en una serie de encarnaciones, con los árboles gigantes como resultado final. Las dríades parecen escarbar y extraer los gusanos para tomar parte de su alimento, y las avispas devoran a las dríades. ¿De dónde proceden los gusanos? ¿Son las avispas su última fase? ¿Unas larvas volantes, por así decirlo? Creo que se trata de eso... aunque no puedo saberlo con certidumbre. De ser así, el ciclo vital es bello, en una forma que no encuentro palabras para describirlo. Algo ordenado, instituido, antiguo, como las mareas o la rotación de la galaxia. Si la pauta fuese distorsionada, si uno de esos eslabones se rompiera, la totalidad del proceso se colapsaría. Y sería cometer un gran crimen.

—Así, por tanto, usted no revelará la localización de ese mundo a su fletador, que usted supone es Malagate el Funesto.

—Yo sé que es Malagate.

—¿Y cómo lo descubrió?

—Es evidente que usted está muy interesado en Malagate —dijo Teehalt mirando de soslayo.

Gersen, temiendo descubrirse, repuso:

—Es cierto. Uno oye muchos cuentos extraños y fantásticos.

—Sí, pero yo no me cuido de documentarlos debidamente. ¿Y sabe usted por qué?

—No.

—He cambiado de idea respecto a usted. Ahora sospecho que es una comadreja.

—Si lo fuera —repuso Gersen sonriendo— apenas sí podría admitir todo eso. Los PCI tienen amigos en Más Allá.

—Me tiene sin cuidado... —dijo Teehalt—. Pero yo espero mejores tiempos si... cuando vuelva a casa. No me preocupa provocar a Malagate por identificarlo con una comadreja.

—Si yo lo fuera —dijo Gersen— ya se ha comprometido. Usted conoce lo que son las drogas de la verdad y los rayos hipnóticos.

—Sí. Y también sé cómo evitarlos. Pero no importa. Me preguntó usted cómo supe que Malagate era mi fletador. No tengo inconveniente en decírselo. Todo se debe a mi afición a la bebida. Caí por Brinktown. En la taberna de Sin-San hablé mucho, mucho más de lo que he hablado esta noche, pero ante una docena de entrenados oyentes. Sí, llamé su atención. —Y Teehalt sonrió amargamente—. En aquel momento me llamaron al teléfono. El hombre que había al otro extremo me dijo que su nombre era Hildemar Dasce. ¿Le conoce usted?

—No.

—Es curioso, ya que está usted tan interesado en Attel Malagate... En cualquier caso, Dasce me dijo que viniese a informarle aquí, a casa de Smade. Me dijo que encontraría a Malagate.

—¿Qué? —preguntó Gersen incapaz de controlar el tono de su voz—. ¿Aquí?

—Sí, aquí, en casa de Smade. Yo le pregunté qué me importaba eso a mí... Yo no tenía tratos con Malagate ni los deseaba. Pero me convenció. Y aquí estoy. No soy un hombre valiente. —Teehalt hizo un gesto vago de desamparo; recogió su vaso vacío mirando a su interior—. No sé qué hacer. Si permanezco en Más Allá...

Y Teehalt se encogió de hombros.

—Destruya la información —le dijo Gersen.

Teehalt sacudió la cabeza.

—Es la única posibilidad que me queda. Aunque más bien... —Se detuvo en su discurso con un gesto de alerta—. ¿No ha oído usted algo?

Gersen se levantó de su asiento. Era inútil disimular su nerviosismo.

—Sólo oigo la lluvia y los truenos de la tormenta.

—Pensé que se oían unos reactores. —Teehalt se levantó y se dirigió a la ventana—. Sí, alguien se acerca.

Gersen se le unió también en la ventana.

—No veo a nadie.

—Sí, una nave acaba de aterrizar en el campo —le dijo Teehalt—. Hay, o había sólo dos naves, la suya y la del Rey Estelar.

—¿Dónde está la suya?

—Tomé tierra en el valle, hacia el norte. No quiero que nadie interfiera mi monitor. —Y permaneció escuchando. Después, volviéndose hacia Gersen le miró fijamente—. Usted no es un prospector.

—No.

—Los prospectores son, en conjunto, una mala casta —dijo sacudiendo la cabeza despectivamente—. ¿No es usted tampoco de la PCI?

—Imagínese que simplemente soy un explorador.

—¿Querrá ayudarme?

Los entrenados conceptos de la mente de Gersen lucharon contra sus íntimos impulsos. Murmuró desmañadamente:

—Dentro de límites.... de límites muy estrechos.

—¿Cuáles son esos límites?

—Mis propios asuntos son muy urgentes. No puedo permitirme el lujo de ocuparme de otra cosa.

Teehalt no se mostró ni resentido ni fracasado. En realidad, nada mejor podía esperar de un extraño.

—Es curioso —continuó, repitiendo la misma expresión anterior que no conozca usted a Hildemar Dasce, a veces conocido por el Bello Dasce. Pero ahora vendrá. Me preguntará cómo lo sé. Es la lógica del miedo, lisa y llanamente.

—Pero usted podrá estar seguro mientras siga aquí, en el Refugio de Smade. Smade tiene sus propias leyes.

Cortésmente, Teehalt hizo un signo de reconocimiento por las molestias causadas a su interlocutor. Permanecieron unos instantes en silencio. El Rey Estelar se levantó y el fuego de la chimenea dibujó unos reflejos brillantes en los vivos colores de sus ropas. Se dirigió orgullosamente escalera arriba, sin mirar a derecha ni a izquierda.

Teehalt le siguió con la mirada.

—Una criatura impresionante... Comprendo que sólo los grandes tipos como ése puedan abandonar su planeta.

—Sí, eso he oído decir.

Teehalt se sentó junto al fuego. Gersen comenzó a hablar; pero se contuvo. Sentía una especie de exasperación frente a Teehalt por una clara y simple razón. Teehalt había despertado su simpatía, había entrado en sus sentimientos y en su mente y le había preocupado con sus propios problemas. Además, Gersen se sentía insatisfecho consigo mismo, por razones menos simples, de hecho por alguna razón que no sabía cómo catalogar. Más allá de todo argumento, sus propios asuntos eran de suprema importancia y no podía permitirse el lujo, bajo ningún concepto, de apartarse de su objetivo. Si la emoción y el sentimiento le trastornaban con tanta facilidad, ¿dónde irían a parar sus propósitos?

Y la insatisfacción, lejos de calmarse, creció en su interior con insistencia. Había una conexión, demasiado tenue para ser definida, con el mundo que Teehalt había descrito, una sensación de ansiedad indefinible... Gersen hizo un movimiento de súbita irritación, y trató de barrer de su mente todas las vacilaciones y dudas que le trastornaban.

Pasaron algunos minutos. Teehalt comenzó a buscar algo en los bolsillos de su chaqueta, sacando finalmente un sobre.

—Aquí tiene unas fotografías que puede examinar a su gusto.

Gersen las tomó sin el menor comentario.

La puerta se abrió. Tres figuras sombrías aparecieron en el umbral del Refugio, mirando hacia el interior. Smade tronó desde detrás de la barra:

—¡Entren o quédense fuera! ¿Tendré que caldear todo este maldito planeta?

—Ahí tiene usted al Bello Dasce —dijo Teehalt con un gesto asustado.

El personaje indicado entró en la amplia planta baja del Refugio. Dasce medía un metro ochenta de estatura. Su torso era como un tubo, con la misma anchura desde las rodillas hasta los hombros, y los brazos delgados y largos terminaban en unas muñecas huesudas y unas enormes manos. La cabeza era alta y redonda, recubierta de una gruesa mata de cabellos rojos y la barbilla parecía descansarle en la clavícula. Dasce se había teñido el cuello y el rostro de color rojo brillante, excepto en las mejillas, que aparecían como lunares de un azul vivo, como dos naranjas atacadas de roya. En alguna época de su vida le habían partido la nariz por la mitad —ahora dos protuberancias cartilaginosas— y arrancado los párpados; para humedecer sus córneas llevaba dos inyectores conectados con un pequeño tanque de fluido que cada pocos segundos descargaba una película húmeda dentro de sus ojos. Llevaba, además, un par de párpados artificiales, en aquel momento levantados, que podían bajarse para cubrir los ojos y protegerlos de la luz, de forma que pareciese que miraban, como si fueran los originales.

Por contra, los otros dos hombres que había a sus espaldas correspondían al tipo vulgar y corriente, ambos de piel oscura, de aspecto duro, con aire de competencia y mirada rápida y vivaz.

Dasce hizo una brusca señal a Smade, que le observaba impasible desde el bar.

—Tres habitaciones, si es usted tan amable. Queremos comer ahora mismo.

—Muy bien.

—El nombre es Hildemar Dasce.

—Muy bien, señor Dasce.

Dasce cruzó la habitación hacia el lugar en que se encontraban sentados Teehalt y Gersen. Su mirada aviesa fue de uno al otro.

—Puesto que somos viajeros y huéspedes del señor Smade, omitamos el protocolo —dijo con entonación cortés—. Mi nombre es Hildemar Dasce. ¿Puedo saber el de ustedes?

—El mío es Kirth Gersen.

—Yo soy Keelen Tannas.

Los labios de Dasce, de un pálido púrpura gris en contraste con el rojo de su piel, se distendieron en una sonrisa.

—Pues se parece usted muchísimo a un tal Lugo Teehalt a quien esperaba encontrar aquí.

—Piense de mí lo que quiera. Ya le he dicho mi nombre.

—Es una lástima, tengo un importante negocio que discutir con Lugo Teehalt...

—Es inútil, por tanto, hacerlo conmigo.

—Como quiera. Pero sospecho fundadamente que el negocio de Lugo Teehalt interesa muchísimo a Keelen Tannas. ¿Tendría la bondad, durante unos momentos, de charlar en privado conmigo?

—No. No tengo el menor interés. Mi amigo conoce mi nombre; es, como ya le he dicho, Keelen Tannas.

—¿Su amigo? —Dasce volvió su atención a Gersen—. ¿Conoce usted bien a este hombre?

—Tan bien como conozco a cualquier otra persona.

—¿Y su nombre es Keelen Tannas?

—Es el nombre que le ha dicho a usted; sugiero que debería aceptarlo como cierto.

Sin otro comentario, Dasce se volvió y se alejó. Se fue hacia una mesa situada en el extremo opuesto, con sus hombres, donde comieron.

—Me conoce bastante bien —dijo Teehalt con voz ahogada.

Gersen sintió un nuevo espasmo de irritación. ¿Por qué Teehalt tenía que embrollar a un extraño en sus apuros, si su identidad ya era conocida? Teehalt se lo explicó.

—Desde que mordí el anzuelo, él cree que ya me ha atrapado, cosa que le divierte.

—¿Y qué hay de Malagate? Pensé que había venido aquí para verle.

—Será mejor que vuelva a Alphanor y me entreviste con él. Le devolveré su dinero; pero no permitiré que vaya al planeta.

Al fondo del salón, Dasce y sus hombres fueron servidos con suculentos platos de la cocina de Smade. Gersen les observó durante unos momentos.

—Parece que se han desentendido del asunto...

—Piensan que trataré con Malagate; pero no con ellos... Trataré de escapar. Dasce no sabe que he aterrizado sobre la colina. Quizá suponga que su nave es la mía.

—¿Quiénes son esos dos hombres que le acompañan?

—Asesinos. Me conocen muy bien, de un garito de Brinktown. Tristano es un terrestre. Mata con el simple toque de sus manos. El otro es un envenenador, Sarkoy. Conoce el secreto de preparar venenos con arena y agua. Los tres son unos locos criminales. Pero Dasce es el peor de todos. Conoce todos los horrores que pueden existir.

En aquel momento Dasce consultó su reloj. Limpiándose la boca con el dorso de la mano, se levantó, cruzó la habitación y se inclinó sobre Teehalt.

—Attel Malagate le espera a usted ahí afuera. Quiere verle ahora mismo —dijo con un murmullo.

Teehalt le miró con la mandíbula inferior temblando de pánico. Dasce volvió hacia su mesa.

Teehalt se restregó las mejillas con dedos temblorosos y se volvió hacia Gersen.

—Puedo escaparme todavía de esos criminales, perdiéndome en la oscuridad. Cuándo empiece a correr hacia la puerta, ¿querrá usted detener a esos tres tipos?

—¿Cómo sugiere que lo haga? —preguntó Gersen.

—Pues... no lo sé —repuso Teehalt vacilante y nervioso.

—Ni yo tampoco, aunque quisiera.

Teehalt hizo un gesto triste con la cabeza.

—Muy bien, pues. Me las arreglaré por mí mismo. Hasta la vista, señor Gersen.

Se levantó y se dirigió hacia el bar. Dasce le miró detenidamente sin perderle de vista, aunque aparentaba no tener el menor interés en él. Buscó una posición junto al bar para quedar fuera del alcance de su mirada y desde allí se precipitó en la cocina, desapareciendo de la vista de todos. Smade le miró perplejo durante un instante y después continuó ocupado en sus asuntos.

Dasce y los dos asesinos continuaron impertérritos, mientras terminaban de comer. Gersen observaba cualquier detalle con la mayor atención. ¿Por qué continuarían sentados, aparentando la mayor indiferencia? La artimaña de Teehalt resultaba, sin duda, lastimosamente inútil. Todos sus nervios comenzaron a ponerse en tensión y tamborileó con los dedos sobre la mesa. A despecho de su resolución, se levantó y se dirigió hacia la entrada del gran salón. Empujó los paneles de entrada y salió.

La noche era oscura, sólo brillaban las estrellas. El viento, por un puro azar, se había calmado totalmente; pero el mar, revuelto y movido, enviaba hasta sus oídos un monótono y sordo rumor. Se oyó un corto gemido en la parte trasera del refugio. Gersen abandonó su postura y se dirigió resueltamente hacia allí. De pronto sintió que una garra de acero le sujetaba el brazo, destrozándole los tendones, y otra mano le aferraba el cuello. Gersen se dejó caer, haciendo inútil la llave que le maniataba. Rodó sobre su cuerpo y se incorporó, lanzándose a gatas hacia adelante. Frente a él sonreía siniestramente Tristano el terrestre.

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