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Authors: Elena Moreno

Tags: #Narrativa, novela

El salón de la embajada italiana (17 page)

BOOK: El salón de la embajada italiana
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De un lado Mateo desnudo, arropándome con su mirada..., entonces la barra se aflojaba. Quería que me dejaran sola para cerrar los ojos y trasladarme a la emoción de sus brazos. El recuerdo todavía me producía un cierto escalofrío. Mi piel se estremecía, recordando la suya. Me dejaba llevar. Inventaba guiones sobre los que deslizarme como una princesa de cuento. Unos instantes lejos, y de pronto, la realidad interrumpía mis fantasías. Veía a Ernesto buscando sus gafas o leyendo el suplemento salmón de los negocios. Mi hija me hablaba del dentista. Llamaba mi madre para pedirme que le recogiera algo de la tintorería. «¿Qué hay para cenar, ama?» El mundo construido por pequeñas cosas cotidianas no se sostenía sin mí. No podía gritar porque era yo quien lo creó, quien lo diseñó y era a mí a quien se me derrumbaba. La barra de hierro ocupaba su sitio y yo quería morirme. Lo normal en estos casos...

Recibí dos o tres llamadas en mi móvil de un número muy largo, que era el que Mateo me había dado para alguna urgencia. No lo cogí. Una vez porque Marina pelaba patatas a mi lado, otra porque mi hermana me acompañaba, y otra porque me sentía tan mal que creía que debía protegerme de aquel número, de su voz, de su veneno y de las ganas que tenía de trepar por él.

Me parecía que si lo hacía estallaría una guerra en algún punto entre mi corazón y la puerta de entrada de mi casa. Que se caería una pared, que la agenda de teléfonos se borraría como si hubiera caído en el mar, que la cocina olería a moho, y los armarios se vaciarían. Que mi vida construida como las casas de la avenida, para toda la vida, se desintegraría como un castillo de arena. Pero conocía aquel número de memoria aunque fuera largo y aunque nunca recuerde los demás números de mi vida.

Son curiosamente extrañas esas facultades que aparecen cuando eres un secreto con patas. Y yo desarrollaba facultades: estar en las nubes, no escuchar los ruidos de la vida, contestar sin saber lo que pronuncias, poner el piloto automático a la vida cotidiana para poder estar en la otra, sentirte como si te hubieras caído en una marmita de sustancias prohibidas que te generan emociones prohibidas.

Mi bandeja de entrada en el Hotmail (que le había dado y que no era mi cuenta de correo habitual) tenía tres o cuatro mensajes que me decían que me recordaban «intensamente» y «profundamente»... Y aquellas palabras «intensamente», «profundamente» hicieron que se detuviera el tiempo y que no contestara. Eran eufemismos, decir sin decir, porque la intensidad y la profundidad en materia de recuerdos pueden aplicarse a cualquier cosa. Yo recuerdo intensa y profundamente a mi profesor de historia, pero no lo amaba.

Leí y releí los cuatro mensajes. Descifré, interpreté, intuí, arriesgué significados para aquellas formales palabras que se volvieron locuaces, retóricas e imposibles y me comí el coco como una lerda. Me costó comprender que estaba perdiendo la cabeza y que tenía que esperar.

La tía Carmen me llamaba un día sí y otro también. Para invitarme a merendar. Para que me probara un jersey que le quedaba pequeño y era muy bueno. Para que la ayudara con unas maletas, que necesitaba subir al trastero. Estaba especialmente solícita y rara. Pero yo no estaba para nada. Le pedí a Ernesto que acudiera a sus requerimientos y le dijera que estaba muy, pero que muy ocupada. Me sobraba todo el mundo.

Juan volvió a Berlín. Diego con su novia a Londres. Ernesto a su silencio, su rabia y su mirada por el rabillo del ojo. Marina a llorar por la ferretería de su boca. Yo a leer un cuaderno manuscrito de Ángel Martínez-Lezo, que Mateo me había dejado para que conociera mejor a su padre a través de un texto en el que hablaba del amor con esa cadencia definitiva que poseen los poetas.

Probablemente, si hubiera sabido que iba a tener que renunciar a ella, nunca la habría amado como lo hice. Me hubiera dado la vuelta, en aquel hermoso salón de la embajada italiana en París, y hubiera comentado con Jacques que aquella mujer era una auténtica tentación. Pero la amé. La amé sin remedio desde el instante en que la vi.

Sentía mi plexo solar atascado y me obligaba a respirar despacito. ¿Escribiré algún día lo mismo? ¿Por qué Mateo no me había hablado de aquel amor?...

Decidí que le mandaría un e-mail para que me diera un poco de luz. No sería una mala cosa, dadas las circunstancias, esconderme entre lo profesional, no mostrar la bochornosa situación de mis fantasías, alejarme de aquellas dudas que no sabía por dónde agarrar y que me hacían sentirme como una señora mayor bailando rock en una discoteca. Le hablaría de la biografía, de la posibilidad de enfocarla desde aquel amor poco recomendable del que hablaba su padre. De aquella tentación que en ese momento entendía tan bien. Que me contara. El pulso narrativo sería perfecto porque yo, en aquel momento, podría ser su voz y su corazón.

De él, de Mateo, no sabía nada más. Sólo aquel número largo en el identificador de llamadas de mi teléfono. Ese número al que nunca contestaba. En la bandeja de entrada de mi correo electrónico se repetían los mensajes, que aludían veladamente a la intensidad. Cuando los abría y, sin poder evitar una cierta perplejidad, me preguntaba si lo tenía escrito, y de vez en cuando, le daba al repeat, para cumplir una formalidad amorosa. No me cuadraba, pero en Mateo nada cuadraba. Caía en aquella tentación de intérprete y como si fuera de la CIA, buscaba y rebuscaba códigos secretos en los que con claridad pudiera leer: «te quiero, muñeca», «no puedo vivir sin ti», «este amor es de verdad». Pero no los había.

Y entonces me cabreaba, y caminaba con ese garbo peligroso que mis hijos reconocen cuando voy a educarlos un poco. En la cabeza esos pensamientos: «soy una imbécil..., pero ¿cómo he sido capaz de caer?». Y en el pasillo, un vendaval con mis idas y venidas en busca de cosas que olvidaba tratando de anegar mi corazón. «Mateo no tiene ningún interés en mí. He sido un puñetero y tierno polvo.» Y pensar eso era condenadamente jorobado.

Luego, cansada de ir a ninguna parte, me sentaba en el sofá y escuchaba la soledad, revisaba el orden doméstico, oía los ruidos de los niños en la plaza y entonces..., entonces lloraba, lloraba hasta necesitar gafas y mentir a los míos diciendo que tenía conjuntivitis para justificar que me sentaba a la mesa con gafas de sol. No importaba que no viera nada, ni que no me vieran ver. Era un estado casi perfecto para atrincherarme en mi pena, penita, pena.

Leyendo un periódico digital americano lo vi en una foto, donde Kofi Annan daba la mano a los hijos de Coretta Scott King y Martin Luther King. Era el funeral de Coretta, y Mateo Martínez-Lezo sostenía un paraguas al lado del secretario de las Naciones Unidas. La foto era mala, demasiado gramaje, poca nitidez, pero estaba él. Apenas un perfil desdibujado. Pinché en todos los enlaces posibles, hasta que desemboqué en la página de las Naciones Unidas y me encontré buscando en la hemeroteca digital rastros gráficos de sus pasos.

Me avergüenza decir que guardé la página web de las Naciones Unidas en «Favoritos», no por que necesitara de ella, sino porque, de tiempo en tiempo, necesitaba mirar aquel perfil desdibujado como una adolescente.

Cuando me echaba la siesta en el sofá de mi salón, con el documental de la segunda cadena de televisión, que mostraba los leones caminando majestuosamente por la sabana africana, yo lo imaginaba paseando por la Quinta Avenida del brazo de una señora rubia que se parecía a Lauren Bacall, y esperaba mi sueño.

Comencé a escribir pausadamente, cuando enero desaparecía frío y azul. Escribía como una secretaria, a quien le encargan que redacte una carta para el presidente de la empresa, agradeciéndole la cesta de Navidad. Con disciplina y sintiéndome obligada. Escribía sin apetito, sin ganas de espabilar las palabras. Trabajaba con toda la información que había sacado de Internet, además de la que Mateo me había enviado. Me separaba mentalmente de todo lo que me atañía.

Escribía sin dudas, que eso no es escribir. Los folios iban acumulándose sobre la mesa. La impresora escupía capítulos de una vida que se me resistía. Porque una vida sin pliegues y sin secretos escondidos entre esos pliegues no es una vida: es un paseo marchito, que ha desaprovechado el riesgo de vivir. Por eso estaba segura de que cuando terminara de redactar aquel itinerario de los años fértiles de Ángel Martínez-Lezo, debería recomenzar a ponerles el alma que no les había puesto.

Una mañana llamaron a la puerta. Un chico de una empresa de mensajería me entregó un paquete. Miré el remitente. Parecía proceder de una editorial francesa con sede en París. Lo tomé con cuidado y lo puse en la mesa de la cocina. Hice un barrido mental de mis compromisos periodísticos. No fue difícil caer en la cuenta de que Mateo podía enviarme cualquier cosa desde cualquier país, y París no era una procedencia extraña. Pensé en los libros de poemas escritos por su padre. Se los había pedido y no había tenido noticias.

Abrí el paquete. Allí estaban. Eran tres libros usados, leídos, acariciados y probablemente sin la encuadernación original, puesto que traían las cubiertas de cuero muy bruñido y con cierta pátina. Algún encuadernador cuidadoso y con oficio le había puesto guardas hechas a mano y letras grabadas con hierros artesanos.

Daban ganas de acariciarlos. Los olí, los toqué y retoqué. Rebusqué entre los papeles en los que venían envueltos. Imaginaba que en ellos habría quedado una nota, unas líneas que aclararan la procedencia o la voluntad de aquel envío. No había nada. Miré todas las páginas. Nada.

Abrí al azar uno de ellos...

Y por fin, recuerdo

la forma de negarme tu abrazo

extendiéndome los brazos

para no tocarme

cuando de memoria sabía

cada uno de los pliegues de tu piel.

Y por fin, recuerdo

tu perfil al volver la cara

para no quererme

para existir sin mí.

por fin, recuerdo

mi empeño en recordar

tu blusa de seda verde,

tu bolso infinito

y la forma que tenías de irte

encima de aquellos tacones que no te compré yo

El amor engrasa la sabiduría y te desliza rodando hacia los lugares que no se exploran sin permiso de ese sentimiento del que nunca se acaba de decir todo.

Miré la fecha de la edición. El primero de ellos —los tres eran libros de poemas— estaba editado en París en 1965. Era una primera edición hecha en una imprenta llamada L'ímprimerie Tassigny y se llamaba
Café para la dama.

En la primera página, con elegante caligrafía y trazo de pluma fina y tinta azul, Ángel Martínez-Lezo había escrito:

Yo no seré el primero en olvidar

Ángel Martínez-Lezo

¿Para quién habría sido esta dedicatoria? ¿Para la misma mujer tentación del salón de la embajada italiana?, pensé sintiendo el peso de aquella promesa.

La curiosidad es algo que no se pierde así como así. No se te cae del bolsillo de las intenciones aunque se dé la vuelta el abrigo. Puede despistarse, desorientarse ante cualquier otra emoción, pero subsiste como una bacteria alojada en un pliegue de nuestro ser. ¿Era una promesa o quizás una amenaza? «Yo no seré el primero en olvidar»...

El segundo de los volúmenes era de un tamaño algo mayor y, probablemente, había sido menos trajinado. Leí con interés algunas de sus páginas, comprendiendo en seguida que muchos de los poemas tenían un contenido social. La palabra libertad, o la palabra esperanza, asomaban por las esquinas de los versos. Para algunos poetas de aquella generación, aprisionados entre guerras, dictaduras o exilio, la poesía había sido el único desahogo. La orfandad bailaba entre las páginas. Los versos iban y venían por esa sutil desesperación de quien se sabe derrotado.

Su título era
El abrazo lejano
y hablaba de una tierra amada, lejana que sin duda sería la España franquista y de una mujer también amada, lejana, quizás extrajera. Una fusión curiosa en la que apenas se distinguía la frontera entre la tierra y la amada. Los amores funden los deseos. Los versos eran sentidos y dolorosos y recordé el cuaderno manuscrito que había leído. Esa mujer... ¿Era la madre de Mateo?... ¿O había vivido un único amor al que había tenido que renunciar?

No tengo más patria que la que encuentro

en la memoria de tu mirada.

Mis fronteras empiezan

donde mi caricia no encuentra

el abismo infinito de tu blanca piel

Había sido editado en 1968 por Didier Editeurs.

Decididamente, mi biografía necesitaría mucha más alma de la que tenían las páginas escritas bajo los efectos del huracán de mi vida. Aquellas líneas me unieron a Ángel Martínez-Lezo de una manera inexplicable.

La espera es una plaza sin niños ni juegos,

una primavera agostada por el hielo de un invierno que no cesa.

La espera tiene paredes de cristal y está habitada por todos los destinos.

La espera se romperá con una sonrisa tuya,

con el guiño de tus ojos,

con el sonido de tus pulseras al abrazarme,

con esas ganas de no ser

que nunca me confiesas a quien te escucha con el corazón

Coloqué sobre mi mesa aquellos tres volúmenes desiguales. Volé con la imaginación a París, a aquellos años fértiles de cambios y revoluciones estudiantiles. Los Beatles daban un concierto en l'Odeon, y los estudiantes de la Sorbona pedían lo imposible buscando debajo de mis queridos adoquines. Ángel Martínez-Lezo publicaba poemas de amor dedicados a una mujer esquiva cuyo nombre nadie sabía... Sería su amante, y como tal no podría tener un nombre. Así era la vida... Yo quería seguir con la mía, pero el recuerdo de la intensidad de un abrazo que también me convertía en amante me alejaba de todo menos de aquella ausencia de voluntad.

Estaba enajenada, dolorosamente enajenada.

Retomé con desgana mi vida, disciplinando las fantasías de mis siestas. Acudí a los llamados de la tía Carmen, que quería que fuera a un salón de belleza a que me hicieran un tratamiento, compartiendo camilla y pinta de monstruo pringoso con ella. Acepté extrañada y más aún por aquel sigilo que me hizo prometer. Acepté también una tarde de rebajas con un poco más de extrañeza. Se mostraba muy espléndida y empecé a pensar que volvía a perder la cabeza. Lo aceptaba todo con la resignación de quien sabe que el único deseo que tiene no puede ser satisfecho.

Durante los días que compartimos aquellos pequeños lujos me hablaba sin parar de sus viajes alrededor del mundo, de las ciudades que había conocido y de aquel verano que habíamos pasado juntas y que de alguna manera quería emular. Yo no ofrecía resistencia. Una leve anestesia corría por mis venas.

BOOK: El salón de la embajada italiana
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