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Authors: Elena Moreno

Tags: #Narrativa, novela

El salón de la embajada italiana (12 page)

BOOK: El salón de la embajada italiana
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Y volvió a ponerme la mano en el culo.

A las doce de la noche seguían todos en el salón. Le pedí al primo Braulio que se llevara a las chicas Farinelli. Sabía que en cuanto una pidiera la chaqueta, se iniciaría la procesión. En la familia siempre hace falta que alguien comience a despedirse, les cuesta, pero luego todo viene rodado.

Ernesto y yo abrimos las ventanas, recogimos las copas, vaciamos los ceniceros, pusimos las butacas en su lugar. Todo, seguidos de Marina, con la que tropezábamos sin querer mientras iba relatándonos todos sus regalos, sus emociones, sin que apenas pudiéramos responder.

—¡Jo, ama, los zapatos son una pasada! La tía se ha pasado. Con esos tacones voy a parecer una modelo. ¿Quieres que me los pruebe?

—Vale, pruébatelos...

Y sigo recogiendo. Ella hace su aparición como si estuviera suspendida de un trapecio de circo. Hago gestos, pongo caras, muevo las manos y al pasar junto a ella le planto un beso.

—¡Impresionante, mi amor. No va a haber quien te tosa con esa altura!...

Y luego iniciamos el despliegue de recogida y puesta a punto del hogar. Son gestos automáticos. En mi casa se han celebrado tantas cosas que hemos desarrollado un método para que todo vuelva a quedar más o menos en su sitio. El más eficaz, el más rapido para irnos a la cama. La familia da mucho trabajo. Los lazos que nos unen son a veces frágiles y estas celebraciones sirven para que todo se mantenga articulado y flexible. Las Farinelli lo sabían. Nos enseñaron a hacerlo. Yo he enseñado a mis hijos y ellos enseñarán a los suyos, y benedetta sia la tua famiglia, que decía la abuela Luchía.

Diego era el encargado del reciclaje. En la cocina se le oía farfullar. Nunca fue mañoso. Su hermano Juan sí lo es. A mi segundo hijo se le resisten todos los nudos de esta vida. Es un hombre «velero». Metía las botellas en una bolsa que Ernesto le había dado y el nudo se deshacía una y otra vez.

—¡Mierda de bolsa! ¡Qué manía tenéis de no comprar bolsas de basura! Pues ahí se queda. —Diego dejó caer la bolsa malhumorado. La bolsa se abrió y las botellas se desperdigaron haciendo mucho ruido.

—Diego. Por favor. Reparte el peso en dos bolsas. Deja de protestar y no hagas tanto ruido —se lo dije utilizando un tono templado pero expeditivo.

Diego se arrodilló y empezó a recoger las botellas siguiendo mis instrucciones.

—¡Joder lo que bebéis! ¡Qué asco! ¡Luego decís del botellón! Los viejos sois los peores. Fuma que te fuma, bebe que te bebe.

—Cariño, si dejaras de decir tonterías, te lo agradecería..., mañana trae todos los papeles del máster ese de Londres. ¿Estamos a tiempo? —le pregunté.

Estaba harta de oírle aquella disertación sobre lo que bebían los viejos. Me hacía gracia la forma en que aprovechaba cualquier momento para rebelarse. Hablarle del máster le devolvió a su realidad.

—¿En serio, ama? ¡Joder!

—Sí.

—¿Es verdad?... —Diego soltó las bolsas y me dio un abrazo—. ¿Te ha salido otro encargo? Con lo del cumple de Marina se me había olvidado preguntarte. No sé si estoy a tiempo. Sé que el plazo terminaba un día de estos.

—Seguro que sí. Cuesta mucho dinero y no creo que se pongan tontos por un par de días. Lo primero que tienes que hacer mañana es enterarte, coger todos los papeles... yo no me ocupo de trámites, y tu padre tampoco. Eso es cosa tuya. ¿De acuerdo?

Diego asintió y volvió a las bolsas.

—¿Cuándo empieza? —pregunté pensando en los preparativos.

—El mes que viene.

Diego volvió a abrazarme prometiendo no protestar más. Lo vi salir cargado de bolsas. Había crecido y de pronto tuve uno de esos momentos en los que miramos a alguien a quien vemos diariamente sin mirarlo y advertimos que no es el mismo, que ha cambiado. Mi hijo se había hecho un hombre y aquellas hechuras de espalda que advertí me revelaron un hombre nuevo. Después de contemplarlo durante unos instantes, me pregunté por qué tenía tanto interés en ir a Londres.

Y mientras los hombres guardaban las copas, subían las sillas plegables al trastero, Ernesto le daba consejos sobre el trato a los ingleses. Marina hablaba sin parar sobre sus regalos, persiguiendo al que estuviera más dispuesto a poner la oreja. Me escabullí al despacho y marqué el número de Juan.

—Cariño, soy ama. ¿Estás en la cama? Te llamaba para contarte cómo ha ido todo. ¿Has felicitado a tu hermana?

Y hablé con mi hijo mayor y le conté lo que habíamos comido, lo que habíamos bebido, lo que habíamos reído. Se lo conté lo mejor que pude para que no estuviera tan lejos, para que supiera que siempre tenía un lugar en la mesa. No hay nada más terrible que creer que te han olvidado. Luego cedí el auricular a sus hermanos. Cerré la puerta y tecleé en la página de Google el nombre Ángel Martínez-Lezo.

Encontré muchos enlaces a otras páginas. Abrí alguna. Necesitaba tener la certeza de que aquel hombre existía más allá del amor de su hijo. Necesitaba saber que tenía una vida, que había dejado la necesaria huella por la que podría deslizarme y realizar el trabajo, aunque no fuera en las condiciones habituales. Y la había. Varias páginas. Enlaces con publicaciones donde había colaborado. Obituarios sobre su muerte. Restos de noticias sobre un homenaje en México a raíz de su muerte, con documento multimedia en el que se veía a su hijo sentado en una mesa de conferenciante entre otras personas. Había publicado varios libros, tenía en su haber algunos premios, y había participado en un acto de recuerdo a los excombatientes de la resistencia francesa. Había páginas en francés, en inglés y en español. Suspiré agradecida a Nuestra Señora de Google y a las nuevas tecnologías. Quizás no fuera tan difícil.

Apagué el ordenador cuando oí que se extinguía el ruido de la casa. Marina se lavaba los dientes al otro lado del tabique. No cerraba el grifo como le pedía que lo hiciera. Cerré la persiana. Entré en el baño sin llamar, dándole un susto a Marina, que en ese momento ensayaba sonrisas frente al espejo, y le dije que cerrará el grifo. Me puso cara de pocos amigos. Al pasar por la habitación de Diego le oí que hablaba por teléfono. Di con los nudillos en la puerta y le advertí...

—Es casi la una de la mañana, no se habla por teléfono a estas horas.

—¡Es un momento!

Y siempre era un momento. Porque lo cotidiano siempre es un momento, y educar a un hijo también es un momento, un momento tras otro. Toda una vida de momentos para que luego pueda recogerse en una biografía de cuatrocientas páginas, donde jamás se hace mención a las horas que necesitaron sus padres para poner en la calle a un ciudadano decente.

Después de un día cansado la cama es un oasis. Soy de las que midan la casa, de las que hacen hogar con esas cosas inútiles y cálidas. Me gusta que las sábanas huelan a limpio. Que las luces iluminen en su justa medida. Que haya flores y colores vivos... La casa, por lo menos en ese momento, era mi refugio y el abrazo de Ernesto, a pesar de los pesares, seguía siendo un lugar acogedor después de haber pasado el día todos juntos.

Hablamos de la familia, de cómo se vestía la tía Carmen, de la mala cara que tenía la tía Benita, de la salud inquebrantable de mi madre, del primo Luis y sus millones de estupideces, de nuestros hijos, del trabajo, del máster, de Inglaterra y del viaje que haríamos a verlo; aunque todavía no se hubiera ido. Pasamos repaso a nuestro día, como si se tratara de cosas que aunque cambiarían siempre iban a estar ahí.

Estábamos aquella noche muy lejos de imaginar que la vida iba a desencadenar la fuerza de todas las tormentas justo encima de nuestras cabezas. Pero nos dormimos abrazados porque a nuestra manera nos amábamos, y entre otras cosas, ignorábamos nuestro destino.

IV

FRÍO SIN TI

Pasó aquel otoño arrastrando muchas dichas y algunas desdichas. Ernesto trabajaba todas las horas del día, y algunas de la noche, en la empresa cuya balanza exigía cada vez más beneficios, más gente joven y más ambición. Volvía a casa muy tarde, derrotado, envuelto en un silencio pegajoso y árido del que era muy difícil sacarlo. Se alejaba de nosotros poco a poco. Rehuía cualquier acto social. Se mostraba irascible sin motivo alguno. Ya no me acompañaba al cine, exposiciones o salidas con amigos. Al principio intenté comprender, ponerme de su lado, caminar en la misma dirección, pero habíamos perdido el compás. Empecé a acostumbrarme a su desidia y dejé de pelear a su lado. Porque el tiempo teje sobre los hombres que lo ignoran una cota de malla por donde se niega a entrar la esperanza. Mi marido nunca contó con el tiempo. Él dejaba pasar los días, ignorándolos. Yo aún tenía ganas de descubrir lo que había a ambos lados de todas las orillas.

Mi hijo Diego se fue a Londres a hacer el máster que tanto deseaba. La casa se iba vaciando poco a poco. El espacio de los que se iban se rellenaba con nuestros silencios. Yo mandaba por SEUR croquetas y chorizo a esos dos países donde se acuestan tan pronto (entre otras cosas porque trabajan mucho) y comen tan mal.

Enviaba también esas cartas, que ahora eran mensajes o mails, que escribía de noche y que ya no escriben las madres, pero que sigo redactando porque si no lo hago creo que me he saltado una asignatura vital. Lo hacía con todas las letras. No empleaba la «k» para la «q» ni abreviaba besos poniendo «bs». En ellas seguía acuñando aquella terminología de cuna y mantita. Descolgaba un «tesoro, si te duele la muela, vete al dentista», o un «mi amor, tú sabes cuánto le gusta a tu hermana que le cuentes», porque saber que hay una madre por el mundo que es tuya, que escribe con todas las letras los besos y que te llama tesoro es algo que me parece importante.

Un día me encontré a uno de los amigos de Diego por la calle y supe que una chica que le interesaba mucho también estaba en Londres. Entendí el entusiasmo y la tenacidad que había tenido mi hijo para conseguir aquel máster. El amor siempre ha complicado el destino, lo ha mareado y sacado de sus casillas, el amor siempre ha facilitado los idiomas, el turismo, y los posgrados, que parecían inútiles, se revelaron interesantes, precisamente porque aquella chica vivía en Londres.

El amor navegaría por el Támesis de mi hijo y le haría muy feliz. Dejé de mandar croquetas y cartas, aunque seguí colando algún «cariño mío» en las conversaciones vía Skype una vez a la semana para comentarnos el tiempo que hacía, las ganas que tenía de comer unos txipirones en su tinta y sus problemas con los ingleses. Apenas le interesábamos porque, como todos los hijos bien alimentados y bien amados, no imaginan que nada en su sólido hogar pueda venirse abajo mientras ellos están empeñados en descubrir que el mundo está hecho a su medida. La tecnología hacía que sintiera tan cerca a mis hijos que no los echaba de menos. El síndrome del nido vacío se ha ido a tomar vientos con Internet. Pero ninguno de los míos me sobraba, y aunque la casa a veces estuviera silenciosa y me pareciera tan grande, tenía la certeza de que volverían.

A Marina le cambiaron el aparato de ortodoncia de la boca y le instalaron una ferretería disuasoria de cualquier erotismo adolescente. Lloró por los rincones de la casa, marcando el territorio de su desesperación. Yo la perseguía en silencio hasta alcanzarla en un abrazo, que aunque no remediaba las frustraciones ni las pupas, atenuaba su soledad de adolescente. Cocinaba como una posesa cosas blanditas y la recibía poniéndole el hombro para que llorara un ratito antes de comer, antes de cenar y antes de cualquier cosa. Le prometía el sueño de una dentadura de Cinemascope. Todavía no tenía edad de soñarse, así que aquello no era consuelo. Ante mi compasión imposible de disimular, me arrastraba muchos sábados por los centros comerciales en busca de esa prenda imprescindible que hacía que desapareciera como por arte de magia la penitencia de aquella ferretería de su boca.

Recibí el contrato de confidencialidad de Mateo Martínez-Lezo unas semanas después. Lo firmé tras una lectura rápida y desatendida, sin comprender del todo aquellos términos jurídicos tan farragosos y protocolarios. No tenía ninguna intención de contar las interioridades —si las había— de Ángel Martínez-Lezo. Mi cliente parecía alguien que había explorado el mundo a conciencia, uno de tantos grandes hombres que dejaban tras de sí unas líneas en la enciclopedia británica, algunos libros, muchos links en páginas de Internet y sabe Dios qué recuerdos.

Imaginé que aquel rigor contractual obedecía a la personalidad de su hijo, que, educado en los Estados Unidos, se curaba en salud con aquellos epígrafes jurídicos que probablemente encerraran catástrofes, condenas y costas si no cumplía los términos. Me fijé en los esenciales, a saber:

Terminar la biografía lo más tardar en marzo de 2008.

No vulnerar el honor y la decencia de Ángel Martínez-Lezo.

No publicar documento alguno, parcial o totalmente, de cuantos formaran parte del documento final.

Y así seguía la letra pequeña, la grande y la mediana de ocho pliegos que Ernesto me aconsejó leer detenidamente y que yo ignoré y firmé encomendándome, como siempre lo hago, a Nuestra Señora del Azar y de los Milagros.

Todos los domingos recibía una batería de e-mails procedentes del servidor de Mateo Martínez-Lezo, en los que me desgranaba pequeños detalles, anécdotas de la cotidianeidad que había compartido con su padre y que nunca sabía ni cómo, ni dónde archivar. Sus informaciones no obedecían a ningún método riguroso. Adolecían de un cierto caos y en ocasiones, aquel hombre repetía datos que me había dado una semana atrás. De vez en cuando había un documento adjunto, escaneado, un billete de tren, la factura de un restaurante... Me extrañaba y desorientaba aquella actitud, aquella falta de método.

Empecé a pensar en Mateo como en alguien que pasaba los domingos en un apartamento frío y sin flores, mandando información de cualquier papelito o recuerdo que emergiera de su memoria o de sus cajones, relatando cosas sin importancia a la biógrafa de su padre, porque había perdido la noción del país que le acogía, o la calle donde se hallaba. Viajaba mucho, eso me había dicho, y viajar tanto es como resistirte a pertenecer. Hace falta una sólida certeza ahí adentro para no querer ver o hacer las mismas cosas todos los meses. Me dio por pensar en sus ojos azules, difíciles de olvidar. Le construí una soledad, un desapego a medida de mis fantasías. Probablemente me equivocaba, pero necesitaba dotarlo de esas constelaciones de dudas y sombras con que las mujeres, un poco lerdas, como yo, rodeamos a los hombres que no nos dan demasiados datos.

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