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Authors: Elena Moreno

Tags: #Narrativa, novela

El salón de la embajada italiana (15 page)

BOOK: El salón de la embajada italiana
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En París, Ángel se relaciona con lo más selecto de la cultura y la política francesa. Frecuenta las embajadas, la vida bohemia y pronto se desenvuelve como pez en el agua. Entre sus fotografías hay varias con René Coty, quien fue presidente de la República Francesa entre 1953 y 1956. En otras se le ve en distintas ocasiones frente a la embajada italiana en París en la Rue Varennes, acompañado de varios caballeros, o en el estreno en enero de 1953 de la obra de Samuel Beckett
Esperando a Godot
en el pequeño Théâtre de Babylone. París hervía en pasados y futuro. Argelia explotaba y la guerra colonial abría las venas de la República.

En 1956, Ángel se aleja de París y viaja a México. Se incorpora al círculo de intelectuales españoles exiliados. Colabora en las muchas publicaciones que han nacido a la sombra del exilio. Ejerce de corresponsal de
Le Monde Diplomatique.
Conoce a Julia Marriott, con la que vive un amor apasionado y fugaz. Contraen matrimonio y se trasladan a Estados Unidos. Se establecen en Washington, ciudad de la que procede su esposa.

En 1957 nace Mateo. Ángel comienza a trabajar como profesor interino de Historia Europea en la Universidad de Howard. Su docencia no le impide seguir colaborando en el mundo del periodismo. Escribe columnas para periódicos franceses, españoles, argentinos y mexicanos. En 1960 el matrimonio parece hacer aguas. Se divorcian. Ángel vuelve a París, al piso de la Rue Valentin Hauy, que nunca abandonó, lo adquiere en propiedad y parece establecerse de modo definitivo.

Colabora estrechamente con Pepe Martínez, Nicolás Sánchez Albornoz y Elena Romo, en la creación y apoyo de la editorial Ruedo Ibérico.

Comienza a investigar y a entrevistar a intelectuales españoles que se han visto forzados al exilio para poder seguir desarrollando su trabajo. Publica
El poder del exilio
y
Literatura española en México.
Viaja permanentemente a México y Francia.

Entre 1965 y 1970, publica varios volúmenes de poesía.

En 1978, colabora con la Universidad Pontificia de Salamanca. Reside en esa ciudad durante casi un año.

Después volverá a México, donde se establece de forma casi definitiva.

En el 2004, vuelve a París para participar en el homenaje que la alcaldía de esa ciudad tributa a los españoles que participaron en su liberación. Hay una foto en el Quai Henri IV, junto al Sena. Es el mes de agosto. Javier Rojo, el presidente del Senado español, dice unas palabras.

Todo eso sabía del padre de Mateo el día 17 de diciembre del 2005, cuando, ya cansados de ir vigilando la historia de sus antepasados, decidimos detenernos. A él le quedaban dos días de estancia en Bilbao y apenas lo había sacado de aquella habitación. Me sentía, en cierto modo, culpable. No había sido buena anfitriona, aun cuando él me había manifestado su interés por conocer mejor la ciudad de su padre. Mis dudas y mi obsesión por aferrarme a una historia contrastada me habían empujado a estrujarlo. Además había un además.

Nos tomamos el día libre. Le enseñé la ciudad. Le conté el milagro urbanístico. La historia reciente de la tenacidad de mi alcalde, un unamuniano que ama esta tierra como el poeta y que se ha empeñado en ponerla guapa. Y es que Bilbao es una mujer madura, comandada por un edil con sentido común que debiera pasar a la historia, a la que el Guggenheim le hizo una liposucción, los fondos europeos le pusieron colágeno y la acertada elección de los mejores arquitectos acabaron de embellecerla.

Recuerdo la llegada de los primeros turistas, y el orgullo que íbamos recuperando cuando nos preguntaban desorientados por una calle. Estábamos tan hartos de las bombas, de los puñeteros orígenes capaces de justificar la atrocidad... Estábamos tan deprimidos que... ese edificio se irguió majestuoso para curarnos. Y ese trajín haría que dejáramos de mirarnos el ombligo. El mestizaje siempre salva.

Al anochecer lo llevé a un pequeño restaurante de la calle Jardines. El alumbrado navideño tintineaba e iluminaba las calles mojadas de una ciudad que parecía feliz. Mateo pidió una botella de buen vino. Hacia la segunda copa comenzó a mutarse en un hombre comunicativo. Me habló de él dejando a un lado a su padre. Con voz pausada y dulce se paseó por su infancia, dejándome ver a la elegante mujer americana que iba y venía de su vida, posando sobre la frente besos de mariposa, que parecían más de un hada intermitente que de una madre. Luego, con un poco más de brillo en los ojos y alguna copa de más, lo acompañé a París y me dejé seducir por el mundo intelectual de su padre. Las amantes que él recordaba y que lo besaban antes de acostarse, el humo del salón lleno de españoles conspirando, una mujer que él guardaba en sus recuerdos muy bella y que le contaba cuentos acariciándole la cabeza...

Luego, bajando los ojos, Mateo me habló de una mujer que le había roto el corazón, y que era tan hermosa que resultaba difícil olvidarla. Ahora buscaba su alma gemela en los aeropuertos, en el azar, o en aquel trabajo al que se había apuntado porque su destino era no tener destino, no enraizarse... Envidiaba mi situación: tres hijos, una pareja que me esperaba al llegar del trabajo... Me puse triste un instante, porque hablar de la tierra y de las raíces me ponía triste, pero él alargó los dedos hasta mi mano como si tropezara con ella y una corriente casi olvidada me recorrió la columna vertebral sorprendiéndome.

No resultaba fácil abstraerse de aquel instante. Tampoco de aquella confidencialidad inesperada. Mateo seleccionaba lo sustancial de su historia, desmenuzándolo, dejándolo caer sobre mi curiosidad; como una lluvia fina que acababa empapando. Descubrí en él una persuasión tenaz y disimulada. Me regalaba una orfandad que resultaba casi escandalosa.

Las mujeres somos sensibles al desvalimiento emocional de un hombre. La soledad de un maduro con ojos azules es casi irresistible. Acumulaba tantas ganas de sentirme deseada que me dejé regalar piropos, más pequeños contactos físicos al coger la botella, un roce imperceptible que despierta la piel, los recuerdos de los distintos encuentros sexuales de juventud.

Pequeñas pero certeras emociones, que permanecían en estado de letargo desde hacía tiempo, comenzaron a despertar. Emociones que no eran ocasionales antes de que los hijos, la familia, la lealtad me ataran a la pata de la mesa de la fidelidad. Antes de que me muriera de ganas de besar unos labios, sin que me sumergieran en el barro de una culpa densa y pegajosa. La rebelión de aquellas ganas de no desperdiciar la vida ganaba terreno, el alcohol hizo el resto y a mí se me puso en la cara una sonrisa permanente que predecía el futuro.

Cuando llegamos al postre —unas espumas de chocolates de tres colores y tres intensidades, que compartimos con una cucharita—, comencé a intuir que corría peligro. Los camareros daban vueltas alrededor y nos ofrecían sus servicios, con claro deseo de que nos fuéramos. Cuando miramos alrededor, ya no quedaba nadie.

No puedo decir que no supiera lo que vendría después. A pesar de mi necesario índice de alcohol en sangre, fui al baño a mirarme a la cara y comprobar que seguía siendo yo. Quería saber si era también yo la que pensaba en cómo vería mi cuerpo Mateo, en si apreciaría en mi vientre la cesárea de Juan, o la grasa que empezaba a acolchar mis riñones. Sabía que era yo quien sentía cada vez mayor la zancada de mi paso hacia el deseo. Era yo quien sopesaba mi pecho y pensaba en la ley de la gravedad, y en la gravedad de la ley. Era yo quien lamentaba no haber hecho más abdominales y revisaba la lencería escogida al azar por la mañana. Y me preguntaba si iba a ser capaz de saltar al otro lado.

Como la primera vez que lo vi, volvían a estar las pistas por todas partes. Y volvía a ser la Niña de los Peines. Cieguita. Pero ya con un poco de intención. Porque entre otras cosas, los ojos de aquel hombre, además de tener aquel azul redentor, estaban llenos de secretos, de soledades, de algo que no terminaba de pronunciar. Ya se sabe..., los secretos junto a las soledades han sido la perdición de muchas mujeres.

Nos fuimos al hotel y mandé a Ernesto un mensaje al móvil: «Me quedo a trabajar. El tiempo apremia. Mateo debe irse. Hablamos mañana. Bs. Carmela».

No tardé en reparar y olvidar aquella sensación de traición y vértigo que tenía en mi corazón. Las manos de Mateo se empeñaron en ello. Sabía recorrer mi piel, buscarme y encontrarme. No tenía prisa en besarme. Volví a descubrir los rincones olvidados de mi cuerpo, la sensibilidad acostumbrada de las yemas de los dedos, la ansiedad de llegar más allá de la piel, de los besos, de todo. No importaban las cicatrices, ni que mi pecho hubiera dejado de desafiar el horizonte. El deseo es un río desbordado que inunda a su paso todos los terrenos, sin respetar sembrados, hogares, ruinas, tesoros, o miserias. El río no sabe cómo se llama el pueblo que anega, ni los hijos que tiene el campesino que se llevó. El río lo arrastra todo y lo llena de un lodo espeso, difícil de limpiar. El deseo también se comporta así y mientras él está presente, exige un olvido total que todo el mundo concede. El deseo te busca y te encuentra.

Mateo y yo encontramos durante aquellos días cosas que ambos habíamos extraviado en nuestras vidas: él, mi ternura, yo, su pasión.

Y después de esa primera exploración nos encontramos en esos países que se construyen empujando desde dentro..., esas huellas intelectuales, esas casualidades de humor o desafío, esa complicidad tan y tan peligrosa para alguien que sabe que no lo esperan del todo, que puede mentir sin que le crezca la nariz. Porque la vida te ofrece pocas ocasiones de zambullirte en el placer, de reír con ganas abrazada a otro destino. La vida te ofrece la posibilidad de rellenar esa página en blanco con letra espontánea, con libertad, con aceptación, sin desear que nada cambie, sabiendo que nada nos pertenece salvo ese instante en el que se desea sin miedo. Y ahí empieza el desafío y también la penitencia para quien ya va caminando junto a alguien.

Mateo se fue el día veinte de diciembre. Nos habíamos pasado horas mirándonos a los ojos, sujetando las lágrimas, enredados cada uno en nuestros silencios, en nuestros pensamientos y a lomos probablemente de aquellas miradas, las otras, a las que habría de enfrentarme.

Tenía un billete a Madrid y de ahí volaría directamente a Washington. Iba abrigado y silencioso igual que yo. No me bajé del coche. Lo dejé en medio de las corrientes de aire del aeropuerto, hermoso pero con corrientes de aire, del famoso y ya mencionado arquitecto Calatrava. Me daba miedo tocarlo como me pedía el corazón, y eso, saber que me daba miedo tocarlo, me partió el corazón.

—Estamos en contacto, Carmela. Cuídate.

—Tú también.

Y arranqué mi viejo utilitario como si fuera Alonso y cuando cogí la autovía, agradecí que me la supiera de memoria, porque las lágrimas me impedían la visión. ¿Era así como se sentía una amante? ¿Era preciso confesar el amor para gozarlo? Había faltado de mi casa, huyendo de la mirada de los míos, desatendiéndolos, no siendo yo y ahora volvía con el corazón partido y un secreto que nunca contaría.

Una voz dentro de mí me decía que no me comiera el coco, que tenía derecho, que sólo era sexo y un poco de sal y pimienta en un matrimonio largo. Solamente era eso. Pero yo sentía que se caía mi vida, que me hacía daño todo y que no podía respirar. Que no se puede renunciar tan fácil a la ternura que toca tu corazón. Que una no sale indemne de la felicidad.

Para el día de la lotería, el veintidós de diciembre, yo estaba más que segura de que mi mundo iba a caer sobre mí misma, y no era precisamente porque me hubiera caído el premio gordo.

El día veintidós, la familia al completo, menos yo misma (que ya no estaba del todo), fuimos al aeropuerto a buscar a Diego, que bajó las escalerillas del avión de British Airways de la mano de una chica morena que tenía todas las características físicas de una Farinelli. Juan llegó al día siguiente, cargado de cámaras y ganas de familia. El ortodoncista le dio una tregua a Marina, y dejó de apretar las tuercas de la boquita de la niña de mis ojos para que pasara la Navidad en paz. Ella, a su vez, se empeñaba en besarme y abrazarme. Quería acompañarme a todos los sitios, y cada vez que me daba la vuelta, encontraba sus ojos mirando justo donde yo me había escondido.

—Ama, estás rara... ¿Qué te pasa?

Y yo le decía que creía que incubaba una gripe.

—Ama, tú estás muy triste... Ama, que ya soy mayor, cuéntame... Ama, es por aita...

—No, cariño... es la gripe y la Navidad...

—Pero si es muy bonita, y además han venido los chicos...

Y era verdad, estábamos todos.

Todos menos yo.

Sentía que había dejado de pertenecerme todo lo que me rodeaba. Mi mundo se había alejado. Estaba en otro país... y alguien me susurraba en otra lengua... aquellas melodías francesas que le pedía una y otra vez que me cantara. Porque Mateo Martínez-Lezo me cantaba al oído aquellas canciones que sonaban en los guateques, cuando yo supe a qué sabían los abrazos de un hombre diferente al mío.

Porque ya no recordaba cómo era otro abrazo, el abrazo de quien te quiere descubrir. El recuerdo de quien no sabe cuándo te toca, quién te ha tocado, ni qué crema hidratante usas y sobre todo quién eres. Y aquel recuerdo, lo lejos que quedaba, su piel, su olor y el deseo redescubierto invasor, hermoso e irremediable, me había echado del abrigo seguro y cálido de un matrimonio con tres hijos, un marido al que amaba a mi manera desde hacía muchísimos años y una familia que vivía colgada de las ventanas de mi intimidad. Tenía miedo. Y el miedo es incompatible con la felicidad. Y tenía miedo a la libertad. Y tenía miedo de convertirme en una amante ocasional. Y tenía miedo de ese mundo desconocido e inquietante que es tener sin tener. Y tenía miedo de tener miedo.

De momento ni podía ni quería que pasara nada más de lo que ya estaba pasando. Me contaba a mí misma que Mateo volvería a ser mi cliente cuando volviera de Nueva York. Ernesto dejaría de ausentarse, me vería perdida por los pasillos de nuestra vida y me tomaría de la mano para llevarme a ver algo que le entusiasmaba y que deberíamos incorporar a nuestra vida..., a nuestra vida... Deseaba que lo hiciera. Que me rescatara de mi laberinto, porque a fin de cuentas, si él era el rey de mi vida, debería salvarme aunque fuera de mí.

Pero había probado un veneno, la pasión de volver a existir única, sin pasado, como si los días se hubieran dejado olvidados unos sueños en el bolsillo de la bata de casa. Y la barra de hierro se había instalado y el plexo solar existía con más intensidad que yo misma.

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