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Authors: Michael White

El secreto de los Medici (8 page)

BOOK: El secreto de los Medici
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—¿Entonces, cuando apareció Sporani…?

—Bueno, no podía reconocer que había visto la misiva.

—No, claro. Debes de estar muerta de miedo.

—Lo estoy.

—¿Jack sabe algo de esto?

—Él y yo nunca hemos tenido una relación estrecha y no podía decirle nada sobre la carta, pensaría que había estado fisgando.

—¿Qué dice la policía?

—No mucho, la verdad. Uno de los ayudantes del laboratorio tiene una hermana policía y nos hemos enterado de alguna cosilla gracias a ella. Están trabajando a partir de la suposición de que se trató simplemente de un asesinato oportunista. Como puedes ver, aquí no tenemos seguridad de verdad.

Jeff la miró a los ojos.

—Pero hay más, ¿verdad?

—Sí —contestó ella en voz baja, y le contó entonces lo del objeto que habían encontrado dentro del cuerpo apenas unas horas antes de que mataran a Mackenzie, que desde entonces nadie había vuelto a ver.

—¿Se lo has dicho a la policía?

—Por supuesto. Pero para ellos no significa gran cosa. No tuvimos tiempo de analizar el objeto debidamente y a simple vista parecía no tener absolutamente ningún tipo de señal.

—¿Parecía?

Edie suspiró.

—Mi tío me llamó a última hora de la tarde en que murió. Yo estaba en un acto en Pisa. Dejó un mensaje en mi móvil, que no oí hasta la mañana siguiente, cuando Jack me llamó para comunicarme que Carlin había muerto.

»La última vez que vi a mi tío con vida estaba sentado en esa misma silla, estudiando la tablilla a la luz de la lámpara de su escritorio. Aún estaba irritado conmigo por una estúpida discusión que habíamos mantenido unas horas antes y apenas se inmutó cuando me despedí de él. Serían las siete. La policía calcula que murió poco después de esa hora y no más tarde de las diez de la noche. Su mensaje se grabó un poco antes de las nueve.

—¿Qué decía?

—Esto.

Edie sacó su teléfono móvil, abrió la bandeja de entrada de mensajes y puso el altavoz. La voz del fallecido científico salió del aparato.

«Edie. No dispongo de mucho tiempo. Yo… —Mackenzie sonaba entusiasmado y nervioso a la vez, y su voz era más aguda de como la recordaba Jeff—. Estoy mirando la tablilla y sobre su superficie acaban de empezar a aparecer unas rayas. Es extraordinario. Sólo puedo concluir que su estructura química está modificándose a medida que la tablilla absorbe humedad. En el cuerpo debía de estar envuelta en una delgada capa de fluido embalsamador que la mantuvo aislada herméticamente de la atmósfera. Al sacarla para lavar su superficie, la tablilla ha empezado a hidratarse de nuevo. Las líneas van apareciendo ahora a una velocidad asombrosa, color verde fluorescente contra el fondo negro. Debe de tratarse de algún raro compuesto sulfuroso.

»Distingo una especie de animal y, debajo, unos renglones escritos. Veamos… —Edie y Jeff pudieron oír cómo su silla arañaba el suelo mientras Mackenzie se recolocaba bajo la lámpara—. El animal es un león. Pero tiene algo extraño… Espera, es un león alado. Sí, ahora lo veo. Debajo de él… algo escrito, en italiano, un verso por lo que parece.

"Sull’isola dei morti / i seguici di ‘geographus incomparabilis’ / progettato qualcosa nessuno ha desiderato / Sarà ancora là / Al centro del mondo."

No tengo ni idea de lo que eso significa… Un momento… Puedo ver a un par de centímetros del borde inferior… dos, no, tres líneas ondulantes separadas entre sí de manera uniforme. Bueno, Edie, escucha esto…»

Se oyó entonces un pitido, el indicador de que se había agotado la memoria del teléfono.

Edie cerró el laboratorio con llave y salieron por la planta superior de la cripta. La Via dei Pucci bullía de actividad, mientras ellos se dirigían andando a un pequeño café enfrente de la capilla. Tenía unos toldos rojos y unas pantallas de plástico para proteger a los clientes del viento del invierno. Dentro sólo unas pocas mesas estaban ocupadas. Un camarero que reconoció a Edie les llevó hasta una mesa próxima a un fuego de leña abierto, y pidieron dos cafés.

Jeff cogió una servilleta. Sacó un boli del bolsillo superior de la chaqueta y dibujó una representación aproximada de un león alado.

—¿Cómo era el poema?

Edie reprodujo el mensaje otra vez.

—Suena arcaico, y mi italiano está lejos de ser perfecto —dijo Jeff—. Pero creo que la traducción sería: «En la Isla de los Muertos, los seguidores del
geographus incomparabilis
»… ¿Qué demonios es eso?

Edie se encogió de hombros.

—«Excelso geógrafo», imagino.

Jeff la miró sin entender nada.

—Vale, entonces: «En la Isla de los Muertos, los seguidores del… excelso geógrafo… hicieron… no, diseñaron algo que nadie quería». ¿Puedes volver a ponerlo?

Mientras escuchaba, escribió el poema en otra servilleta:

En la Isla de los Muertos,

los seguidores del excelso geógrafo

diseñaron algo que nadie quería.

Allí estará todavía,

En el centro del mundo.

Edie miró la servilleta.

—¿Qué quiere decir?

—Bueno, el león alado es el símbolo de Venecia, eso es evidente.

—¿La Isla de los Muertos? ¿El centro del mundo?

—Ni idea.

Llegaron los cafés y Edie dio vueltas al suyo con aire ausente.

—Tu tío sonaba asustado.

—Ésa fue también mi impresión inmediata.

—Lo que implicaría que se había tomado las amenazas de muerte más en serio de lo que daba a entender.

—No andaba escaso de enemigos, eso lo sabía.

—Pero ¿tú crees que va más allá, que el objeto que descubristeis está relacionado directamente con su asesinato? ¿Qué me dices del tal Baggio?

Edie pareció enfadarse.

—No creas que no he pensado en él —dijo—. Pero la policía no ha sacado nada. El buen sacerdote tiene una coartada perfecta: estaba oyendo una misa nocturna en presencia de unas setenta personas mientras se cree que mataron a Carlin; luego estuvo en un grupo de oración hasta la medianoche. No es más que lo que aparenta ser: un chalado, pero no un asesino. Aun así, estoy totalmente convencida de que mi tío murió a causa de la tablilla que encontramos. De lo contrario, sería demasiada coincidencia.

—En ese caso, ¿por qué no le has contado a la policía lo del mensaje del contestador?

—Porque no veo en qué podría servir de ayuda, y…

—¿Y qué?

—No sé, por instinto. A lo mejor es una bobada…

Jeff la miró con expresión socarrona.

—Tengo la sensación de que no puedo confiar en nadie.

Cuando salieron del café y volvieron al coche de Edie, el sol brillaba bajo. Edie condujo hasta Via del Giglio y después en dirección suroeste hacia el Ponte alla Carraia para ir a su apartamento, al otro lado del río. El Arno estaba de color naranja fuego, la piedra del puente se había vuelto gris casi negro y la larga cola compuesta por centenares de coches lo moteaba de rojo. Edie avanzó hasta el puente y quedaron atrapados de inmediato en el enorme atasco.

Se apoyó sobre el claxon en un inútil esfuerzo por que se moviesen los coches que tenía delante. Entonces se abrió un hueco minúsculo y se metió por él a toda prisa para virar y salir del puente.

Continuaron a lo largo del río en dirección a la Piazza Frescobaldi. Allí doblaron a la derecha y volvieron sobre sus pasos para virar a continuación a la derecha y meterse por una calle más estrecha, relativamente libre de tráfico.

Jeff miró por el retrovisor de su lado y echó un vistazo por el cristal de atrás.

—Puede que te suene ridículo, pero me parece que nos vienen siguiendo —dijo—. Mira por el espejo. Un Mercedes gris con los cristales ahumados, dos coches más atrás. Salió del puente detrás de nosotros.

Edie tomó la siguiente a la izquierda. Entonces, sin indicación, dio un rápido volantazo a la derecha para meterse por una calle lateral. Unos segundos después el Mercedes gris reapareció y aceleró hacia ellos.

—¡Mierda! —exclamó Edie y pisó a fondo.

Al cabo de la calle giraron a la izquierda para salir a una calle principal, la Via Romana, y enfilaron por ella en dirección al sur, hacia una amplia
piazza
. Allí volvieron a encontrar un atasco, lo que les dio algo de tiempo para reflexionar; en cuanto empezaron a moverse, Edie cogió la primera bocacalle a la derecha para abandonar la calle principal. Recorrió la calle a gran velocidad y dobló a la izquierda al llegar al final, bordeando así el Piazzale di Porta Romana.

Jeff miró hacia atrás y se llevó una desilusión al ver que su perseguidor se metía por la misma calle que ellos a no más de veinte metros por detrás.

—No podemos ir al apartamento —dijo Edie—. Tengo que deshacerme de ellos.

Estaba a punto de acelerar cuando bajó de la acera una mujer con un cochecito. Edie pisó con fuerza el freno. La mujer retrocedió rápidamente y les echó toda clase de pestes, mientras Edie cambiaba a segunda y salía disparada.

—Dirígete a la autopista —dijo Jeff.

La A1 quedaba a sólo unos kilómetros en dirección sur por una avenida. Se metieron entre el tráfico y por un momento perdieron de vista al Mercedes gris. Edie conducía a gran velocidad y Jeff se sorprendió agarrándose cada dos por tres al salpicadero de plástico.

—¿Podrías tratar de no disfrutar tanto de la situación?

—Créeme, ésta no es mi idea de pasárselo bien —repuso ella.

Cuando ya les quedaba poco para la autopista, avistaron de nuevo el coche de los cristales ahumados. Iba esquivando vehículos más lentos a un lado y a otro y reduciendo la distancia con el coche de Edie.

Cogieron la salida de la A1 que indicaba Roma y se dirigieron hacia el este.

—Tal vez ha sido mala idea. No podemos dejar atrás a ese bicho —dijo Jeff.

Edie hizo caso omiso y pisó a fondo el acelerador, rebasando a toda velocidad a los coches por el carril de la izquierda. Los campos oscuros pasaban vertiginosamente. A lo lejos, a su izquierda, podían ver las luces de Florencia.

—Si se te ocurre alguna idea, éste podría ser un buen momento para decirla —dijo ella.

Jeff vio una señal que indicaba una estación de servicio a doscientos metros.

—Sal ahí.

Edie redujo ligeramente la velocidad y esperó al último momento para dar el volantazo. Salieron de la autopista con los neumáticos chirriando por la brusca desviación. El tramo estaba a oscuras, pero más adelante y a su izquierda distinguieron un resplandor de colores: una gasolinera y un área de servicio.

Edie quitó las luces y de pronto se vieron metidos en un túnel de oscuridad, pues unos árboles tapaban la gasolinera. Sin apenas aminorar la marcha, giró bruscamente a la izquierda y avanzó entre dos hileras de coches aparcados. Jeff miró atrás. Ahora no se veía ni rastro del otro vehículo. Edie giró el volante y el coche describió una curva cerrada, dejando a la derecha una fila de camiones estacionados. Detuvo el coche. Entre los camiones divisaron el Mercedes, que pasaba a gran velocidad por el tramo de autopista del que acababan de salir y dejaba atrás la estrecha salida.

—¿Y ahora qué?

El rostro de Edie estaba sumido en la negra sombra. Por la ventanilla entraba apenas un rayito de luz.

—Deja el coche aquí. No podemos arriesgarnos a volver a la autopista y que nos vean. Vamos a la gasolinera. Seguramente sólo les hemos sacado un par de minutos.

La entrada al área de servicio, a la que se accedía por una escalera cubierta, se encontraba a no más de diez metros de distancia. El lugar estaba lleno de gente y se mezclaron con los viajeros de primera hora de la noche, con familias y con clientes que paraban a tomarse un café rápido en el camino de vuelta del trabajo a casa.

Arriba, una pequeña galería compuesta por una farmacia, un bar, una cafetería y unos lavabos formaba una pasarela que cruzaba la autopista por arriba. El lugar apestaba a tabaco y comida basura. Una y otra vez echaban la vista atrás, pero no tenían la menor idea de quién era su perseguidor ni de cuál era su aspecto. Cruzaron la pasarela a paso ligero, procurando no atraer la atención de nadie. Al otro lado bajaron las escaleras y se encontraron en un aparcamiento para vehículos pesados. Un camión articulado giró lentamente a la derecha delante de ellos y tuvieron que retroceder unos pasos. El aire apestaba a humo de gasoil.

Al doblar por una esquina vieron una furgoneta blanca. El conductor, un hombre vestido con vaqueros y chaqueta de borrego con un pitillo colgando de los labios, estaba cerrando en esos momentos el portón trasero. Dentro distinguieron unas cajas de cartón apiladas. Jeff corrió hacia el conductor y Edie esperó en la acera, mirando angustiada a su alrededor mientras se ceñía el abrigo al cuerpo con las dos manos. La temperatura había caído de golpe y veía su aliento flotar en el aire. Vio que Jeff sacaba la cartera del bolsillo y extraía de ella un par de billetes. Al instante, hizo señas a Edie para que se acercase y el conductor subió a medias el portón. Se montaron y el conductor lo bajó de nuevo para cerrar. La furgoneta aceleró y se marcharon de allí.

El hombre iba a Bolonia y había accedido a llevarles hasta Galluzzo, a unos kilómetros al sur de Florencia, nada más dejar la autopista. Desde allí cogieron un taxi para volver a la ciudad. El apartamento de Edie se encontraba en Via Sant’ Agostino. Indicaron al taxista que los dejase en la Piazza Santo Spirito, desde donde sólo tenían que andar un poco. Eran las siete de la tarde y los bares empezaban a llenarse de clientes, con lo que la plaza se pintaba de todo un arco iris de colores procedentes de los escaparates de las tiendas y de los restaurantes.

Edie iba delante. Ralentizaron el paso al aproximarse al apartamento. La calle estaba llena de coches y de gente parándose a mirar los escaparates. Al piso de Edie, encima de una elegante tienda que vendía papel de regalo personalizado y exclusivos artículos de escritorio, se accedía por un portal escondido bajo un arco. Vivía en un edificio antiguo de tres plantas, renegrido por la contaminación de la concurrida vía pública.

Al entrar, el vestíbulo se iluminó automáticamente y Edie cerró con rapidez la puerta. Una ancha escalera de piedra conducía a dos pisos por planta; el de Edie estaba en la segunda.

Hasta que llegaron a la puerta de su apartamento no se dieron cuenta de que algo andaba mal. Estaba entreabierta.

—Espera aquí —dijo Jeff, y abrió la puerta con sigilo. Entró con un cuidado exagerado y se detuvo para aguzar el oído; no se oía más que el tráfico de la calle. Edie parecía asustada y Jeff se puso un dedo en los labios antes de dar dos pasos con sumo cuidado para entrar en el recibidor del apartamento. Al final del pasillo volvió a detenerse, se apoyó de espaldas contra la pared y a continuación cruzó rápidamente el salón, el espacio central del apartamento. Edie se unió a él y juntos contemplaron incrédulos los destrozos.

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