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Authors: Michael White

El secreto de los Medici (9 page)

BOOK: El secreto de los Medici
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El suelo estaba cubierto de papeles esparcidos. El ordenador de Edie apareció hecho pedazos, con las diferentes partes repartidas por la alfombra y la pantalla rota a golpes. Discos, libros, papeles y archivos habían sido arrojados por todos lados y las estanterías estaban volcadas.

Sin decir palabra, Edie acercó la silla de su escritorio, se sentó y escondió la cabeza entre las manos. Al cabo de unos segundos alzó la cabeza. Tenía los ojos humedecidos y la tez muy pálida.

—¿Quién haría algo así? —quiso saber.

Jeff apoyó dulcemente la mano en su hombro y se dirigió a la diminuta cocina americana, prácticamente intacta. Enseguida encontró una botella de brandy. Sirvió dos medidas largas en un par de tazas de té y le pasó una a Edie.

—Toma. Creo que te vendrá bien.

Edie se quedó mirando la taza sin mucho entusiasmo y acto seguido se la bebió de un trago.

—Gracias.

—No pretendo parecer insensible —dijo Jeff al cabo de unos instantes—, pero me parece que no deberíamos quedarnos aquí demasiado tiempo.

Edie no dijo nada.

—Quien sea el que nos haya seguido, es evidente que sabe dónde vives. No tardarán en atar cabos.

—¿Y qué quieres que le haga? —replicó Edie.

Jeff desvió la mirada.

—Sólo creo que…

—No pienso ir a ninguna parte, Jeff.

El rostro de Edie era el vivo retrato de la ira, con todo el dolor y la rabia saliendo a la superficie con fuerza. Se agachó y recogió del suelo un marco de plata con la fotografía de sus difuntos padres: el cristal estaba hecho añicos. Con mucho cuidado, desprendió los fragmentos que quedaban y tocó delicadamente la imagen con la yema de un dedo. Luego, fue a dejarlo sobre la encimera de la cocina.

—¿De qué demonios va todo esto? —Estaba colorada. Jeff se daba perfecta cuenta de que le estaba costando muchísimo contenerse. Se derrumbó en una silla y empezó a llorar.

Jeff no estaba muy seguro de lo que debía hacer, pero de pronto las lágrimas cesaron tan rápidamente como habían brotado y Edie levantó la cabeza para mirarle, con los ojos enrojecidos y las mejillas mojadas. Se secó la cara con el dorso de la mano y sollozó.

—¿Adónde se supone que debo ir? ¿Llamo a la policía?

Jeff arrimó una silla y se sentó cerca de ella, echándole un brazo alrededor de los hombros.

—Creo que la policía no podrá protegerte… y no les has dicho nada sobre el mensaje del contestador. En el mejor de los casos, considerarán que les has engañado. En el peor, podrían sospechar de ti como cómplice en el asesinato de tu tío.

—Esta clase de historias no les pasa a la gente como nosotros —dijo ella al cabo de unos segundos—. Normalmente nos dejan vivir nuestra vida tranquila. No caben persecuciones en coche ni asesinatos.

Jeff levantó las cejas.

—Entonces, ¿qué sugieres tú? —Edie miró a su alrededor contemplando aquel caos y sintiéndose perdida.

—Si quieres saber quién mató a tu tío, la primera pista viene de la tablilla. Y nos está diciendo claramente que tenemos que ir a Venecia.

Capítulo 7

Florencia, 4 de mayo de 1410

Hacía una noche estrellada, sin una sola nube, perfecta para pasear, perfecta para meditar sobre el lugar que ocupaba uno dentro del orden de las cosas. Cosimo llegó tarde a casa de su amigo el antiguo condotiero Niccolò Niccoli. Construida en el siglo XIII, la casa era hermosa y antigua. Estaba situada cerca de la iglesia de la Santa Croce, en el sureste de Florencia, no lejos de donde las murallas de la ciudad bajaban al encuentro del Arno. Detrás de la casa un exuberante y amplio jardín se extendía en dirección al centro de Florencia. Era allí donde Niccoli celebraba la mayoría de las reuniones con Cosimo y con sus amigos, un grupo que recientemente había decidido denominarse —no demasiado en serio— la Liga Humanista.

Un sirviente abrió la puerta a Cosimo y le acompañó en silencio por el interior de la casa. Cruzaron el grande y tenebroso vestíbulo de suelo de mármol y siguieron por toda una serie de habitaciones comunicadas entre sí hasta llegar al jardín. Al cruzar el magnífico umbral de la puerta, Cosimo pudo percibir voces y risas. Sus compañeros se habían congregado junto a una fuente que representaba a Ícaro ascendiendo hacia el sol. Eran los habituales de estas reuniones de humanistas florentinos, y buenos amigos de Cosimo. Al aproximarse vio a Ambrogio. Quería hablar con él antes del final de la velada, pues su amigo partía justo al día siguiente hacia Venecia, donde entraría a trabajar al servicio del dux. Pero en ese momento atrajo su atención la presencia de un hombre de más edad al que no había visto nunca y que hablaba al pequeño grupo. Era extraordinariamente alto, flaco como un pajarillo e iba vestido con una saya negra de corte bastante antiguo. Llevaba la barba gris muy corta, tenía los pómulos muy marcados y unos grandes ojos negros llenos de vida.

Cosimo avanzó los pocos pasos que le quedaban para llegar a la zona empedrada y cuando estuvo junto a sus amigos, el desconocido concluyó su relato. Dos o tres de los allí congregados rieron afablemente.

—Ah, aquí está —dijo Niccoli cuando Cosimo apareció ante él. Ataviado con la toga roja que siempre llevaba en aquellas ocasiones, Niccoli se apartó un poco del grupo y abrazó al joven Medici. Luego, rodeándole los hombros, el anfitrión le llevó hacia los congregados—. Cosimo, quisiera presentarte a Francesco Valiani, nuestro invitado de honor esta noche, que llegó a Florencia hace tan sólo cuatro días procedente de sus viajes por tierras remotas.

—Es un placer conocerle, señor —declaró Valiani—. He oído hablar tanto de vos… y todo ello bueno.

Cosimo soltó una discreta risa.

—Bueno, me deja más tranquilo. —Se volvió hacia Niccoli—. Siento mucho llegar tarde, ha sido un día de lo más desconcertante.

Niccoli estaba a punto de preguntarle por qué cuando lo distrajo un sirviente que se había colocado junto a su codo. Luego, volviéndose de nuevo hacia la concurrencia, anunció:

—Fuentes fidedignas me informan de que se nos requiere ante la mesa. Si tienen la bondad, caballeros. —Con una seña les indicó que le siguieran al interior de la casa.

El comedor era inmenso y el montaje organizado por Niccoli resultó desmesurado —como era propio en él— hasta para el círculo de amigos de Cosimo, que siempre trataban de superar a los demás cuando había que organizar esta clase de encuentros. La sala estaba iluminada únicamente con la luz de las velas de una enorme lámpara de plata que colgaba cerca de la mesa. Un pequeño grupo de músicos tocaba en un rincón: un laudista, un bello y joven arpista y un hombre de más edad a la flauta.

Acomodados los comensales en sus respectivas sillas, apareció una tarta dorada de enormes dimensiones servida en una bandeja de plata. Se requerían cuatro esclavos para transportarla y para subirla al centro de la mesa. Un sirviente de mediana edad, ataviado con uniforme verde y con el pelo blanco cortado muy corto, se inclinó y con gran ceremonia cortó el pastel. Al hacerse una abertura en la tarta, dio la impresión de que ésta se abombaba. De pronto, una ave de color amarillo brillante se abrió paso entre la cobertura del pastel y voló por el salón, apabullada. A continuación, salieron de la tarta unos diez o doce pájaros más, que dieron varias vueltas por el salón y rápidamente encontraron las puertas que daban a los jardines.

Los invitados rompieron en espontáneos aplausos. La tarta estaba rellena de dátiles y piñones (amén de algún que otro excremento de pájaro). Dos esclavos la trocearon y rápidamente la sirvieron en platillos de plata.

Una vez terminada la tarta, se retiró la bandeja de plata y aparecieron platos nuevos. En ellos se sirvió pechuga de capón en gelatina. Cuando se hubo consumido el manjar, le siguieron doce platos más, entre los que había pichones, venado, cisne y unos higos importados especialmente, envueltos en un papel de oro fabulosamente fino.

Los hombres comían ruidosamente, hablaban con la boca llena, reían a carcajadas unas veces, otras discutían enardecidamente antes de ponerse de acuerdo y darse palmadas los unos a los otros en la espalda, para retornar de nuevo al festín y consumir otras viandas. Bebieron en abundancia excelentes vinos del lugar, así como caldos de Francia.

Fue un banquete para el recuerdo y Cosimo halló un goce especial en los acontecimientos de esta noche, pues sabía que sería el último encuentro de esta naturaleza al que asistiría en un tiempo. Tal vez, incluso, ésta podría ser la última noche de farra que viviera junto a ese grupo concreto de amigos, pensó. Seguiría viendo a estos hombres, seguiría disfrutando de su compañía ocasionalmente, pero pronto estas reuniones juveniles y exuberantes se verían sustituidas por banquetes organizados para y por nuevos amigos y socios del mundo de la banca, los amigos de su padre y aquellos hombres con los que Giovanni había designado que su hijo se relacionase.

Los invitados paladearon a continuación toda una colección de dulces y postres lácteos, regados con fuertes licores y con un vino dulce procedente de Normandía especial para postres. Cosimo estaba a punto de cambiarse de sitio para acercarse a charlar con Ambrogio, cuando Niccoli se puso en pie, en la cabecera de la mesa, y solicitó a la concurrencia que se trasladase a otra sala en la que Francesco Valiani les dirigiría unas palabras.

Los aristócratas se acomodaron en unos mullidos sofás y Valiani tomó asiento en una silla colocada delante de ellos. Los sirvientes se ocuparon de servir más bebida a los hombres, y mientras se preparaba la escena se hizo el silencio.

—He vivido dos años en Turquía —empezó diciendo el viejo—. Durante gran parte de ese tiempo fui invitado de Mehmet, el carismático hijo del antiguo sultán Bayazid I, a quien, como probablemente sepan, llamaban el Relámpago. Bayazid era un hombre sumamente instruido, así como un temible guerrero, y su hijo, quien a lo largo de toda mi estancia allí estuvo ocupado tratando de impedir que su país sucumbiese a la guerra civil, siguió sus pasos. La biblioteca del sultán es un lugar lleno de maravillas de valor incalculable que podría haberme tenido atrapado allí una vida entera, en vez de sólo dos años.

»La biblioteca es una maravilla no sólo por la increíble colección de libros que alberga, sino también por las referencias que pude encontrar allí a fuentes arcanas guardadas absolutamente fuera del alcance del hombre corriente. El sultán, que había oído hablar de mis humildes obras, me hizo el inmenso honor de concederme autorización para estudiar allí a mis anchas. En esta biblioteca encontré manuscritos originales de dramaturgos griegos, un manuscrito de un discípulo de Platón, así como gran cantidad de volúmenes escritos en extraños idiomas que no había visto en mi vida. El bibliotecario me contó que algunos de esos libros tenían su origen en el grandioso imperio de los egipcios y databan de muchos miles de años atrás. Están escritos en un idioma jeroglífico perdido, que ningún hombre con vida comprende.

Valiani miró las caras embelesadas que llenaban la sala.

—Pero, como decía, pese a la magnificencia de estas cosas, más emocionante aún es la promesa de que quedan por descubrir tesoros mayores en rincones recónditos de la tierra del turco. Lo que más pesar me causa es que no pude sacar provecho de dicha información, ya que a los pocos días de haber hecho estos descubrimientos en la biblioteca del sultán, mi vida misma se vio amenazada.

»Mehmet perdió finalmente el control de su país. Escapó a Constantinopla y vive para combatir de nuevo. Cuenta con muchos recursos y la mayoría de su pueblo está de su parte. Para mí, la situación se tornó peligrosa por el mero hecho de mi nacionalidad y de haber disfrutado de protección especial por parte del sultán, que ahora temía por su propia vida. Hice rápidamente los preparativos para abandonar la ciudad. Fue entonces cuando el destino, creo yo, intervino.

»Dos de mis compañeros de viaje, Michelangelo Gabatini y Piero de’ Marco, fueron asesinados cuando se dirigían al puerto en el que habían conseguido el pasaje para cruzar el Egeo. Uno de sus esclavos sobrevivió al ataque y huyó para avisarme. El puerto se había vuelto un lugar demasiado peligroso; no me quedaba más remedio que poner la vista al norte y esperar poder huir a Adrianópolis, para cruzar desde allí la frontera con el norte de Grecia.

»No os aburriré con los pormenores de mi viaje. Baste decir que las cuatro semanas que tardé en llegar a Adrianópolis fueron quizá las más largas de mi vida. Uno de mis esclavos murió de fiebre por el camino, otro escapó de nuestro campamento una noche y apareció a la mañana siguiente en el lecho de un barranco.

»Ahora, aquí sentado en el confort de este hermoso
palazzo
, puedo afirmar que todo aquello mereció la pena. Pero en su momento no me lo parecía. Sin embargo, lo más importante es que en Adrianópolis me aguardaba el mayor de los descubrimientos. Hallé refugio en un monasterio que se encuentra justo al otro lado de las murallas de la ciudad. Los bondadosos monjes nos dieron comida y agua, incluso nos facilitaron una habitación que los esclavos compartieron, y aquellas valerosas almas que habían escapado junto a mí fueron tratadas como iguales por esos santos hombres. Confieso que me encontraba muy enfermo y, tan pronto como llegué, caí en una negra fiebre de la que creí no poder recuperarme jamás. Los monjes cuidaron de mí y poco a poco fui recuperando las fuerzas. Corrían rumores acerca de la expansión de la agitación civil más allá de la capital y de que la vida tras aquellos sagrados muros no estaría a salvo por siempre. Los monjes, empero, no daban muestras de temor y habían depositado su destino en manos del Señor.

»Cuando estuve bien, expliqué a los monjes someramente cuál era mi misión en aquel país y les hablé de las maravillas que había encontrado en la biblioteca del sultán en Constantinopla. Uno de los monjes en concreto, el hermano Aliye, quedó fascinado con lo que tenía que contarles y se creó entre nosotros un vínculo especialmente estrecho. Era joven y ávido de sapiencia. Había vivido en el monasterio desde la edad de diez años, pero había nacido en el pueblo que había cerca de allí. Sus padres habían muerto y los santos hombres habían cuidado de él hasta que lo iniciaron en la Orden.

»Una noche, justo antes de mi planeada marcha para proseguir mi huida hacia Grecia, Aliye vino a verme después de vísperas. Parecía desasosegado. Le pregunté qué le inquietaba. Al principio no quiso hablar, pero luego me abrió su corazón y me contó una historia extremadamente peculiar. Me dijo que un día, siendo un niño, un desconocido se había presentado en casa de sus padres, en el pueblo, a altas horas de la noche. Aliye se había hecho el dormido, pero mirando por entre los párpados entornados había visto a sus padres conversando con el desconocido. El hombre les entregó un paquetito y después se marchó sin mediar más palabras. El hermano Aliye vio a su padre esconder el paquete debajo del suelo de la cabaña en la que vivían. Al día siguiente tanto su padre como su madre aparecieron muertos. Nadie podía hablar de cómo habían muerto y él era un niño demasiado pequeño como para que le contaran qué había ocurrido durante el último paseo de sus padres de vuelta a casa, después de trabajar en los campos, y que habían encontrado en una zanja cercana sus cuerpos mutilados.

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