El secreto de Sofonisba (16 page)

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Authors: Lorenzo de’ Medici

Tags: #Novela histórica

BOOK: El secreto de Sofonisba
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Sacó de un bolsillo del delantal un trozo de pan dulce. Era todo lo que tenía. Antes de salir de casa había barajado, mirándolo colgado de un gancho, llevarle un trozo de salchichón. Pero era demasiado para una bestia. Se lo comería ella a la vuelta, para festejar su venganza.

El perro cogió el pan con los dientes y se lo llevó a unos pasos de distancia para comerlo tranquilamente.

María se acercó al recinto de las ovejas. Eran más de las que pensaba. Le costaría seguir sus planes.

Lanzó una mirada furtiva en torno, para asegurarse de que nadie la veía, y con un brinco saltó al interior del recinto. Sacó de un bolsillo el cuchillo, el más grande que había encontrado en casa, e inició su tremenda venganza. Cogió una por una todas las ovejas, y las degolló.

Al principio las contaba, apretando los dientes, pero luego perdió la cuenta. La sangre se acumulaba cada vez más en sus brazos, en su falda, en el delantal. Tenía salpicaduras incluso en la cara.

Tardó bastante. Con las primeras luces del alba aún no había terminado, pero prefirió dejarlo antes que ser pillada en flagrante. Aún quedaban bastantes vivas, todas apretujadas en un rincón del recinto, intentando escapar a su sino, como si comprendieran qué estaba a punto de ocurrirles, pero las degolladas superaban con mucho a las supervivientes.

María se sintió agotada. Su sed de venganza no estaba del todo apagada, pero era suficiente para empezar a sentirse satisfecha. Volvió a casa atontada, en parte por la fatiga, en parte por toda la sangre derramada. No había llevado hasta el final su plan, pero habría sido demasiado peligroso proseguir. Llegó a su casa cuando el sol empezaba a despuntar detrás de la silueta del Etna. Corrió a la fuente a lavarse. Se cambió las ropas ensangrentadas por otras limpias, recogió la bolsa donde había guardado sus pocas pertenencias y se puso en camino. Adiós pueblo, adiós mujeres pérfidas, adiós hombres brutales. Caminaba hacia una nueva vida, confiada en que no podría ser peor que la que dejaba atrás.

A sus hijos los había dejado con su tía. Volvería a buscarlos cuando las cosas se hubieran arreglado. Por el momento, era lo mejor que podía hacer por ellos. No temía por la integridad de los niños. Cualquier cosa que se dijera de ella en el pueblo, eran demasiado pequeños para entender, y nadie se atrevería nunca a culpabilizarlos por los errores de su madre. Al menos eso esperaba.

Se había puesto de acuerdo con su tía para que dijera a quien le preguntara por su sobrina, que ésta se había ido a trabajar con una familia acomodada de Palermo, donde no podía hacerse cargo de los pequeños. Era probable que nadie la creyera, la gente no era tan crédula, pero poco le importaba. Sabía que con dos hijos a su cargo, nunca habría encontrado trabajo, y que aún menos satisfaría la vieja obsesión que seguía martirizándola: encontrar marido. ¿Quién se atrevería a tomar por esposa a una mujer desvirgada y, por añadidura, madre de dos hijos? Su reputación de mujer fácil ya estaba establecida y difícilmente las cosas habrían cambiado si se hubiera quedado.

La oportunidad de comenzar de cero se había presentado con la llamada de su prima en Cremona. No le gustaba mucho la idea de atravesar media Italia a pie, pero no tenía elección, si no quería recurrir a la prostitución para mantenerse, la única salida que le quedaba si no le hubieran ofrecido aquella oportunidad.

Llegó a su destino en menos tiempo del que pensaba. Por el camino muchos la ayudaron, ofreciéndole un sitio en carros que recorrían algunas millas en su misma dirección. Dormía en los heniles que encontraba, y siempre había algún agricultor dispuesto a darle un trozo de pan y queso con un vaso de vino para acallar su estómago. Evitaba cuidadosamente las ciudades; allí sólo habría encontrado miseria.

Finalmente llegó a Cremona.

La señora en cuestión, de la que le había hablado su prima, era una joven un poco extraña. Pintaba. En su profunda ignorancia, era la primera vez que descubría que una mujer podía pintar. No le parecía una actividad adecuada para una dama de alta cuna. Las mujeres debían dedicarse a la casa, a los hijos y el marido. Obviamente, aquella señora no tenía marido ni hijos, pero ¿por qué pintar? No entendía. Como si no fuera suficiente, tenía un nombre extraño: Sofonisba. Hasta entonces nunca había oído que nadie se llamase así.

Poco después de haberse instalado, cuando apenas comenzaba a entender todas las cosas que se esperaban de ella, su nueva patrona le informó que había aceptado una oferta para trasladarse a España. María no tenía ni idea de dónde estaba España.

La señora Sofonisba le dijo que no se trataba de un simple viaje. Era probable que permaneciera unos años fuera. Y le propuso que la acompañara.

María Sciacca estaba furiosa. No se esperaba un cambio tan radical. ¿Qué haría en un país extranjero, sin hablar la lengua ni conocer a nadie? Además, debía separarse de su prima, con la que se entendía bien, y aquel viaje suponía alejarse aún más de sus hijos. La expectativa no era de las mejores, pero tampoco en este caso tenía elección. La convenció la vaga promesa de una pequeña compensación económica. Al menos habría estado en condiciones de enviar algo de dinero a su tía para contribuir a la manutención de sus hijos.

Así, por razones de fuerza mayor, tuvo que aceptar de mala gana la propuesta, y acompañar a su patrona en ese absurdo viaje. Lo había encontrado interminable, aunque desde luego se había desarrollado en mejores condiciones de las que ella había afrontado para venir de Sicilia.

Ahora se encontraba en España, alojada con las otras criadas de las grandes damas. Muchas eran extranjeras como ella. Venían de países lejanos, en el séquito de sus patronas. Muchas de Francia, en el escuadrón que había acompañado a la nueva reina, y otras eran de sitios desconocidos para María, como Flandes. No siempre se entendían, pero allí donde la lengua se convertía en una dificultad, entraba la gestualidad y al final se comprendían. Era una limitación para hacer amistades, pero en cierto sentido esa situación le venía bien, porque de ese modo no tenía que contar nada de su vida, ni responder a preguntas indiscretas sobre su pasado.

Aquella mañana, María Sciacca estaba particularmente de mal humor, puesto que su señora, Sofonisba Anguissola, la había reprendido por algo que no había hecho. La había acusado de cambiar de sitio las cosas de su estudio, saltándose la severa prohibición de tocar cualquier objeto. María sabía de las manías de su patrona en lo concerniente a la pintura, pero esa vez ella no tenía nada que ver. Seguramente alguien se había colado en su estudio, pero María no se había dado cuenta de nada. Si era cierto que alguien había entrado a sus espaldas en el estudio, debía de haber sido una visita muy rápida, puesto que ella no se había alejado más que unos minutos de la zona.

Capítulo 14

—Una pasa por la vida sin percatarse de que forma parte de la historia…

—¿Perdón? —preguntó Antón, sin entender el sentido de la afirmación. ¿Qué quería decir?

Estaba ocupado en perfeccionar el boceto del retrato, cuando se había dado cuenta de que la anciana había entornado los ojos. Pensaba que se había adormecido por el cansancio.

Aprovechaba esos breves instantes en que la atención de Sofonisba parecía diluirse en un sueño reparador para observarla y estudiar su expresión, sin que ella lo advirtiera. Sabía que no veía bien, pero ignoraba hasta qué punto podía distinguir si alguien la estaba observando. No se le había escapado, al mirarla atentamente, que su rostro, cuando estaba adormecida, ofrecía un aire más relajado, distinto del de la vigilia.

Trató de memorizar cada detalle, para recrearlo en el dibujo que estaba ultimando. Con la ayuda del lápiz, poco a poco, los rasgos de la modelo se perfilaban en la hoja en blanco. Sentía debilidad por aquella anciana, sin comprender del todo el motivo. No era la primera persona mayor a la que retrataba y, sin embargo, ella era distinta, como si la sabiduría de los años, la notoriedad que la había perseguido durante tantas décadas, hubieran influenciado su percepción de la artista.

No, Sofonisba Anguissola no era una persona común.

Incluso atormentada, transmitía una expresividad que no dejaba de fascinarlo. Se sentía conquistado, dominado por su brillante espíritu.

De hecho, no dormía.

Sólo había entornado los ojos para que su mente corriera libre en el tiempo. Poco a poco, los recuerdos resurgían, algunos desde lejos, otros más próximos, dejando aflorar imágenes y sensaciones percibidas y olvidadas. No eran sólo recuerdos. El interés de aquel joven pintor por ella la hacía reflexionar, revivir poco a poco escenarios arrumbados. Conversando con él, se había dado cuenta de que aún era, a su pesar, una especie de personaje. Una de esas personas importantes de las que se habla en los ambientes cultos, comentando lo bueno y lo malo, la excelencia o la mediocridad de su arte. Era objeto de culto y estudio, y un joven no había vacilado en atravesar media Europa para venir a conocerla.

Era, pues, un personaje, y antes ni siquiera se había percatado. A decir verdad, nunca había pensado en ello. Su discreción, una característica que siempre la había acompañado, no le había permitido entreverlo. Sin embargo, aunque le costara creerlo, debía resignarse a admitir que se había convertido en un objeto de curiosidad y estudio para las nuevas generaciones de artistas.

«Qué extraña es la vida —pensó—. Hasta el final, te reserva sorpresas y te permite descubrir realidades insospechadas.» Era innegable que se podía aprender a cualquier edad.

Abandonó por un instante sus consideraciones para responder a la pregunta de Antón. Su voz le había parecido venida desde muy lejos, desde otro mundo, mientras estaba inmersa en sus reflexiones. No se había percatado de que había sido ella quien había hablado primero. Sólo había expresado en voz alta lo que estaba pensando.

—Decía —repitió la anciana, con voz cansina— que una persona recorre su vida, sea larga o corta, y no se da cuenta de que es parte de la historia. Creo que es lo que me ha sucedido.

Antón van Dyck reflexionó un momento. En el fondo, Sofonisba tenía razón. Ella había sido una parte de la historia de la pintura. Famosa desde muy joven, la primera italiana en adquirir celebridad internacional como artista. Lo desconcertó que la anciana aún no lo hubiera asimilado. Sin embargo, habían pasado muchos, muchísimos años.

—Usted ha traído un aire nuevo al arte de la pintura, señora —dijo—. El maestro Rubens asegura que usted creó un dibujo inédito, estudiando el llanto y la carcajada. Antes de usted nadie se había atrevido a hacerlo. Los retratos de las personas, antes de que usted comenzara a cambiar el concepto, eran invariablemente estáticos. Usted fue la primera en pintar la realidad cotidiana.

—Quizá —respondió ella, distraídamente—. No sabía que había sido… una revolucionaria. Quizá fue por mi condición femenina… A veces, las mujeres, percibimos las cosas de una manera distinta.

Esbozó una media sonrisa, más para sí misma que para su interlocutor. ¿Entendería aquel joven que las mujeres no sólo eran buenas para tener hijos? Sin duda había captado la ironía. Era inteligente. Además, ¿no había venido desde su lejana Flandes precisamente para ver con sus propios ojos cómo era un monumento viviente? Su sonrisa se ensanchó, satisfecha de su broma privada.

Los dos se miraron y sonrieron, sin decir nada. Fueron sonrisas de complicidad. Sofonisba había dejado caer aquella frase, llena de sobrentendidos, para hacerle entender que había sido una luchadora en un mundo de y para hombres, y Antón la había entendido:

—¿Encontró muchas dificultades por el mero hecho de ser mujer?

Ya conocía la respuesta. Antes de aquella conversación, no se le había ocurrido, hasta que ella lo puntualizó, que una visión femenina podía ser tan distinta de la suya, hasta el punto de cambiar radicalmente la percepción de las cosas.

—¿Dificultades? —repitió Sofonisba, con una sonrisa complacida—. No se imagina lo que es ser mujer en un mundo hecho, pensado y gobernado por los hombres. No me refiero sólo a la vida artística. Piense que cuando estaba en España, la posición de «pintor de la corte» estaba reservada exclusivamente a los hombres. Ni se consideraba la posibilidad de que una mujer pudiera ocupar ese cargo.

—Pero ¿no disfrutaba de una posición privilegiada como dama de la corte? Para usted debe de haber sido más fácil, ¿no?

Sofonisba volvió a sonreír, pero esta vez sin alegría.

—¿Fácil? No usaría esta palabra para describir mi trabajo. Por las prerrogativas correspondientes a mi cargo, ciertamente tuve privilegios. Pero no como pintora. El hecho de que pintara no era considerado un «trabajo». Nunca habría podido ser aceptado como tal. Se lo catalogaba como pasatiempo, una especie de excentricidad. Aunque mis cuadros eran muy solicitados, porque gustaban, la visión que tenían de mí como persona era la de una dama de la corte, no la de una pintora. Por eso muchos de mis cuadros posteriormente fueron atribuidos a otros. No podía firmarlos, sólo pintarlos, y el mérito se lo llevaba el pintor oficial de la corte, el señor Sánchez Coello. Me despojaron de gran parte de mi obra.

—¿Qué quiere decir?

—Exactamente lo que le he dicho. Me despojaron de muchos cuadros. Pero confío en que el tiempo pondrá las cosas en su sitio. Si tiene un poco de paciencia, se lo explicaré.

Buscó una posición más cómoda en el viejo sillón. Antón notó que nunca cruzaba las piernas, como solían hacer las personas sentadas.

—Mire, yo pintaba sólo retratos. Me los pedían, o los hacía por propia iniciativa, sobre todo los de mis familiares. Pero generalmente eran encargos, como el de la reina Isabel de Valois que me solicitó el Santo Padre. Según me han referido, parece que quedó muy satisfecho. —Hizo una breve pausa antes de proseguir—: Los soberanos disponen de muy poco tiempo para posar. Tienen muchas ocupaciones y poca paciencia. Con un poco de suerte, se consigue estar con ellos un máximo de dos o tres sesiones, raras veces más. Así pues, yo aprovechaba su presencia para empezar el boceto del cuadro que luego pintaría, centrándome principalmente en las características del rostro y las manos. Sólo más tarde, cuando podía trabajar a solas, completaba el retrato con los accesorios: las ropas, las joyas, el fondo… Sucedía que de un único retrato nacían varios, todos con posiciones y ropas diversas, pero en realidad la base, el rostro y las manos, era siempre la misma. O sea, se hacían copias de un mismo retrato. ¿Entiende?

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