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Authors: Lorenzo de’ Medici

Tags: #Novela histórica

El secreto de Sofonisba (15 page)

BOOK: El secreto de Sofonisba
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Al recibir noticias de su prima, María Sciacca no se lo había pensado dos veces. Aborrecía su vida en Sicilia y finalmente tenía la oportunidad de escapar. Cruzando los dedos, para que la señora en cuestión tuviese la paciencia de esperar y no eligiera a otra criada antes de su llegada, había reunido en un hato sus pocos bienes y se había puesto en camino.

La vida en el pueblo había sido dura para ella, particularmente en un pequeño burgo de provincias como el suyo. Dejaba en casa, a cargo de una tía, a los dos hijos tenidos de diferentes padres y nunca más vistos. No sentía remordimientos al respecto, ya que, además de carecer de instinto maternal, consideraba a sus hijos el origen de todas sus desgracias, aunque en las raras ocasiones en que experimentaba un arrebato de emotividad, reconocía que quizá la culpa no era totalmente de las pobres criaturas.

Justificaba su comportamiento, a quien se lo reprochaba, presentándose como la víctima del engaño y el abuso de los hombres, si bien sus interlocutores lo consideraban sólo una burda excusa. El secular predominio del hombre no era sólo una costumbre isleña. Así eran las cosas de la vida y nadie las habría puesto nunca en discusión.

María recordaba, no sin cierta nostalgia, el día del encuentro con un guapo forastero de ojos oscuros, febriles de deseo. Con él descubrió la ingobernable voluptuosidad que dominaría sus sentidos el resto de su vida. Había sido un encuentro breve y jamás lo había vuelto a ver, ni siquiera después, cuando, asustadísima, había sabido que estaba encinta.

Corría el mes más caluroso del año, agosto, y los braceros estaban todos en los campos segando el trigo. Ella, encargada de llevar de comer a los hombres, algunos del pueblo y otros temporeros, había aceptado la invitación con una idea fija en la cabeza: encontrar entre aquellos forasteros un posible candidato a marido. A los del pueblo ya los conocía y, además de ser todos más o menos parientes, no había ninguno que mereciera la pena. Si quería conseguir su objetivo debía aprovechar las pocas ocasiones que se le presentaban de conocer gente nueva. No dudaba de que antes o después un hombre saldría del montón para ella.

Tenía poco que ofrecer —no era demasiado guapa—, pero contaba con una carta ganadora: su juventud. Si la jugaba bien, podría casarse; si dejaba pasar el tiempo, sería muy difícil. Por eso tenía prisa.

Tras haber cumplido con su encargo de dar de comer a los hombres, sudada, emprendió el camino de regreso de los campos, sin ganas de trabajar y con ánimo melindroso. Ningún hombre había merecido su atención, pero no perdía la esperanza.

Al ver correr la cristalina corriente del río que flanqueaba parte del camino, decidió detenerse unos minutos para refrescarse. La breve pausa la ayudaría a combatir el calor agobiante de comienzos de la tarde. Eran las peores horas, cuando el sol golpeaba al máximo. El polvo levantado por la siega del trigo le secaba la garganta, dándole una desagradable sensación de ahogo. El agua la aliviaría. Una vez bañados pies y manos, después de haberse mojado la nuca y el cuello, no pudo resistir la tentación de sumergirse por completo en el riachuelo.

Primero se aseguró de que nadie la estuviese observando, luego se quitó la falda y la blusa y se metió en el agua. Sintió un inmediato bienestar que la distrajo de todo. Ah, qué delicia. Saldría enseguida, antes de ser sorprendida por algún caminante. Además, con el calor que hacía, se secaría en cuestión de segundos. Pero valía la pena ese baño refrescante. Al diablo con las habladurías de la gente. Hacía falta mucho más para disuadirla de hacer lo que quería. Siempre había sido testaruda.

Distraída jugando con el agua, no se dio cuenta de que alguien la estaba espiando. El hombre, un forastero que aprovechaba la sombra de los árboles para echar una cabezadita, se había despertado con el chapoteo del agua. La observó unos minutos y en su mente se mezclaron pensamientos y deseos. Aquella mujer sí que era desenfadada, mucho más que las demás. Haber osado bañarse desnuda en aquel río, a la vista de cualquier paseante… Lentamente, empezó a desnudarse y, sin que la bañista lo advirtiera, se deslizó en el agua. Lo separaban sólo unas brazadas de la muchacha. Para no asustarla, se hizo notar nadando en la dirección opuesta.

María se giró bruscamente, aterrorizada. Había un hombre desnudo en el agua, a pocos metros de ella. ¿Cómo no lo había visto? Le entró pánico. Se sintió atrapada. No podía salir a la orilla así como así. Estaba desnuda. Se enfureció consigo misma. Cómo había podido ser tan estúpida y cabeza de chorlito. Por su cabezonería, había puesto en peligro su reputación.

El instinto femenino se recuperó rápidamente. ¿Quién era aquel hombre? Nunca lo había visto. Ahora nadaba en su dirección y se detuvo a pocas brazadas de ella. La saludó con una ancha sonrisa. Era un hombre guapo, bien formado.

¿Qué debía hacer ahora? ¿Inventarse una excusa para justificar su descaro? El hombre la saludó. María respondió con una tímida sonrisa. No sabía cómo salir de aquella encerrona. Él empezó a hablarle, pero su cabeza estaba tan confusa que no prestó atención a las palabras. Hablaba del tiempo, el calor y la frescura del agua. Banalidades para superar la incómoda situación. María se aturulló más. ¿Cómo haría para salir airosa de aquella enojosa circunstancia?

De repente, oyó voces procedentes del camino.

Alguien se estaba acercando. Sintió pánico. Estaba perdida.

El hombre, que se había percatado de su desesperación, se llevó un dedo a la boca para que guardara silencio y con un gesto de la cabeza le indicó un remanso donde los arbustos caían en el agua. María lo comprendió. Le estaba proponiendo que se refugiara bajo aquellos arbustos, que ofrecían una vaga protección a la vista de los paseantes. Aceptó, puesto que era la única salida. Debía darse prisa si no quería que los caminantes la descubriesen. Se movió con sigilo.

Al poco, los dos se encontraron juntos, sus cuerpos casi tocándose, él detrás de ella, con la mirada en dirección a las voces del camino, cada vez más próximas. María podía sentir su respiración en el cuello. No osaba moverse. Permanecieron en aquella postura un tiempo que le pareció interminable. Oyó cómo las voces pasaban y poco a poco se alejaban. El peligro había pasado. Se movió con la intención de volver al centro del río, donde el agua era más profunda, pero el hombre le dijo:

—No te muevas. Aún no. Podrían volverse y descubrirte. Espera a que se alejen un poco más.

Tenía una hermosa voz, profunda y decidida. Extrañamente, ella se sintió confortada por la cercanía de aquel hombre. Era una situación ridícula. Estaba desnuda en el agua, escondiéndose bajo las ramas de un arbusto junto a un perfecto desconocido, también él desnudo como un gusano.

Se le escapó una risita nerviosa. La tensión acumulada estaba aflojando. Él la miró, primero sorprendido, y luego, cuando ella se relajó y rió de buena gana, la imitó con una carcajada sonora y liberadora. Habían roto el hielo.

Lo que siguió se desarrolló tan deprisa que ella perdió los papeles. Hablaron poco. Visto de cerca, con el cabello mojado sobre la frente, él era muy atractivo. Cuando aproximó los labios para besarla, María no se resistió. Todas sus prevenciones se disolvieron como nieve al sol. Se olvidó de todo. Sus miedos, sus prejuicios, todo se desvaneció en un segundo. Era sólo una mujer presa de sus deseos.

Cuando él le pasó la lengua lentamente por el cuello, sin separarse, bajando primero por sus hombros, buscando luego sus senos hasta encontrarse con sus pezones, María sintió un estremecimiento de placer por todo el cuerpo. Se derritió del todo. Antes de darse cuenta, las manos de él ya se habían adueñado de su pubis, acariciándolo con movimientos dulces pero firmes. La sensación de placer iba en aumento. La apretó contra él. Sintió un leve dolor, allí donde unos segundos antes él la acariciaba, luego un miembro duro que la penetraba lentamente, hasta que sus cuerpos estuvieron pegados el uno al otro. La primera percepción no fue de verdadero placer, hasta que él empezó a embestirla con movimientos lentos y regulares. Le agarró las nalgas, apretándola cada vez más fuerte contra su cuerpo, mientras su lengua buscaba con pasión su boca. María se sentía en el paraíso. Si eso era hacer el amor, de lo que tanto había oído hablar, había sido una estúpida en no probarlo antes.

El hombre dejó escapar un gritito sofocado, cerrando los ojos de placer. Permaneció aún unos segundos dentro de ella antes de separarse. María sintió el miembro deslizarse fuera. ¿Eso era todo? ¿Ya había terminado? Ella habría querido sentir más esa vibración extraña que le había anegado los sentidos. El hombre le sonrió y le dio un último beso. Se mantuvieron inmóviles un momento, sin saber bien qué decir. Al final, fue él quien habló:

—Debemos vestirnos, antes de que venga alguien.

Se vistieron sin prisa ni falsos pudores, y se recostaron sobre la margen del río para recuperar el aliento. Pasó un tiempo indefinido. Los dos se habían quedado en aquella posición, sin decir nada. ¿En qué pensaba aquel hombre? ¿Buscaba las palabras para pedirla en matrimonio?

—Bien, creo que es hora de marcharnos —dijo él por fin.

Se levantaron. Ella esperaba aún una frase amable, un cumplido, algo que trasluciera claramente sus intenciones, pero él no dijo nada por el estilo. Cuando abrió la boca, fue para explicarle que no la acompañaría hasta el pueblo para no comprometerla. Dijo que se alojaba en un caserío en la dirección opuesta. Le prometió que volvería al día siguiente al mismo sitio y a la misma hora. El sol comenzaba a bajar y ya tocaba la punta de los árboles cuando se separaron.

Ella emprendió el camino hacia casa, decepcionada y contenta a partes iguales. Al día siguiente acudió puntual al encuentro. Esperó largo rato. Cuando comprendió que él no vendría, volvió con paso lento a casa, furiosa. Nunca más lo vio ni supo nada de él. Cada vez que llevaba la comida a los hombres, lo buscaba ansiosamente entre los braceros, en vano. Había desaparecido tal como había aparecido.

Había perdido la virginidad por un estúpido arrebato.

El encuentro con su segundo hombre fue más dramático. Una aventura no querida, sino obligada.

Era un pastor de ovejas del pueblo. María lo conocía bien. Después del nacimiento de su primer hijo su reputación había caído a lo más bajo. Ya nadie la respetaba, y cuando pasaba por las calles, a pesar de llevar la cabeza bien alta, los comentarios de sus paisanos no eran demasiado sutiles. Se la consideraba una mujer fácil, lo peor que podía haberle sucedido.

El pastor solía decirle cosas desagradables cuando se cruzaban, y ella, para no darle confianza, continuaba derecho sin responder, cabizbaja. Le fue bien hasta que un buen día se lo encontró de frente, en la entrada de la casa, a las afueras del pueblo, donde se había refugiado con su pequeña criatura. El hombre la abrazó con prepotencia y la obligó a entrar. Cerró la puerta tras de sí.

María sabía qué pretendía, no tenía dudas sobre las intenciones del pastor. De nada sirvieron sus protestas. Tenía un aspecto despreciable, desaliñado y sucio, y sus ropas estaban impregnadas de olor a oveja. Se lanzó sobre ella como una bestia, sin darle tiempo de reaccionar. María no pudo contra la fuerza de aquel bruto. Mientras la aplastaba contra la pared, desabrochándole el cinturón, su aliento a vino casi la hizo vomitar. Una vez satisfechos sus ardores, el pastor se subió los pantalones y, al salir, se volvió para lanzarle una clara amenaza:

—Te aconsejo que tengas la boca cerrada. Si hablas, te mato. —Como si no bastara, añadió—: Bah, no sé por qué me preocupo. ¿Sabes qué se dice de ti en el pueblo? Que eres una mujerzuela. Si hablas, nadie te creerá. Será tu palabra contra la mía.

María sabía que tenía razón. Estaba al corriente de las habladurías sobre ella. No tenía escapatoria. Las murmuraciones la habían condenado hacía tiempo. En Sicilia, una mujer no podía combatir con las mismas armas que un hombre. La única salvación era el silencio.

—¡Que Dios te maldiga! —le gritó, ciega de rabia—. No saldrás libre de polvo y paja. Encontraré la manera de hacértelo pagar.

Una vez sola, prorrumpió en un llanto desconsolado. La rabia y la impotencia tuvieron las de ganar sobre su tenacidad. Se sintió débil y sola. Cuando se dio cuenta de que estaba de nuevo encinta, le entró el pánico. Qué haría con dos criaturas, si apenas ganaba para sobrevivir ella sola, y además los comentarios de la gente cuando la vieran con la barrigota serían crueles. No se atrevía a imaginarlo. De un aborto, ni hablar. Había oído explicar de algunas muchachas que lo habían intentado, yendo donde una vieja curandera, pero ninguna había vuelto en buenas condiciones. Una tras otra, habían muerto. Unas desangradas, otras de infecciones. El riesgo era demasiado grande. Así pues, no tenía más elección que marcharse. Debía encontrar lo antes posible un refugio, esperar a que naciera aquel hijo del odio y luego decidir qué hacer. De momento era incapaz de afrontar tantos problemas a la vez. Pero, antes de desaparecer del pueblo, tenía que hallar la manera de hacérselo pagar a aquel cerdo. Fue casi un consuelo para ella dedicarse a maquinar la venganza. Daría con una forma de castigarlo, una manera que no atrajera sospechas sobre ella. Sólo aquel animal sabría de dónde venía su desgracia, pero sería demasiado tarde.

Empezó a urdir la venganza perfecta. Si todo funcionaba según el plan, ella estaría lejos cuando el pastor descubriera su desgracia. Ni siquiera su maldición la alcanzaría.

Tuvo tiempo para reflexionar en ello. En las primeras semanas, cuando todavía su estado de gestación no era evidente, iba perfeccionando su plan. Ahora que había encontrado la manera de vengarse, sólo se trataba de idear la mejor forma de llevarlo a término sin hacerse notar ni dejar huellas comprometedoras.

Fue sólo después del alumbramiento cuando puso en práctica su venganza, una noche oscura en que las nubes ocultaban por momentos la luna creciente.

Se acercó con sigilo a la casa del pastor. Sabía que dormía en el primer piso de aquel infame tugurio, junto a su mujer y sus cinco hijos. Abajo estaba el establo con un par de vacas, y al lado el recinto donde se recogían las ovejas.

Tuvo suerte. El perro del pastor la reconoció y no ladró. Apenas la vio, se acercó a ella moviendo la cola, con la cabeza inclinada y las orejas bajas. Buscaba una caricia y las obtuvo con creces.

—Bien, Pupi, buen chico. No hagas ruido. Mira qué te he traído.

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