Thendara, en la luz que moría, era una masa de formas y torres negras. A sus pies, el Cuartel General terrano era la única aguja brillantemente iluminada contra el cielo. Jeff se la señaló a Elorie a través de la ventanilla del avión terrano.
—Tal vez ahora no te parezca muy bello, querida. Pero en alguna parte encontraré un mundo para darte.
Ella se recostó contra su hombro.
—Tengo todo el mundo que quiero.
Cuando centelleó la señal para que se pusieran el cinturón de seguridad, él le ayudó a ajustar las cintas; ella se tapó los oídos con las manos, pues aborrecía el ruido, y él la rodeó con un brazo, abrazándola estrechamente.
Los últimos tres días habían sido de gozo y descubrimiento para los dos, a pesar de que compartían el sentimiento de ser descastados, expulsados del único hogar que ambos habían querido. Ninguno de ellos hablaba de eso: tenían muchas otras cosas para compartir.
Él nunca había conocido a una mujer como Elorie. Antes la había creído distante, desapasionada; después había llegado a considerar esa calma como un control adquirido, no como ausencia de pasión.
Se había entregado a él asustada, desolada, inocente casi hasta la ignorancia y aterrada, y le había dado su miedo tal como le había dado el resto de sí misma, sin fingimientos y sin vergüenza. Esa completa confianza asustó también a Kerwin. ¿Cómo podría llegar a ser digno de ella? Pero era típico de Elorie no poder hacer nada a medias o de manera mezquina; como Celadora se había mantenido ajena incluso a la superficie de la pasión; ni siquiera en su imaginación había pensado alguna vez en el amor. Y tras haber abandonado su cargo, se había entregado a Jeff con toda su pasión y devoción, durante tanto tiempo controladas.
Una vez, él le había dicho algo de eso, de su sorpresa, de su temor de que ella fuera tímida o frígida, de su avasalladora sorpresa y deleite al descubrir de qué manera respondía ella a la pasión. De alguna manera, había creído que una mujer que pudiera vivir la vida de una Celadora sería esencialmente fría, carente de pasión y de deseo.
Ella soltó una carcajada mientras meneaba la cabeza.
—No —le dijo—. Kennard me lo explicó una vez; los ajenos podrían pensar que una mujer desapasionada, que no sufriera viviendo sola y sin amor, sería la más indicada para ser Celadora. Pero quien tuviera alguna noción del
laran
sabría que no es así. El
laran
y la sexualidad tienen el mismo origen y están estrechamente relacionados: ¡una mujer que pudiera ser Celadora sin sufrimiento no tendría
laran
suficiente para ser Celadora, ni ninguna otra cosa!
Cuando aterrizaron, Elorie cubrió su pelo brillante con la capucha y él la sostuvo del brazo para bajar los duros peldaños metálicos, poco familiares. Por ella, Kerwin debía aparentar decisión, aunque no la sintiera.
—Sé que te resulta extraño, querida. Pero no lo será por mucho tiempo.
—Para mí no será extraño ningún lugar donde estés tú —repuso ella con valentía—. Pero… ¿permitirán esto? ¿No… no nos separarán?
En cuanto a eso, él podía tranquilizarla.
—Yo seré darkovano según tus leyes, pero tengo ciudadanía terrana y no pueden negármela. Y cualquier mujer que se case legalmente con un ciudadano del Imperio adquiere automáticamente la ciudadanía.
Recordaba al empleado aburrido y poco curioso de la Ciudad Comercial de Port Chicago que los había casado tres días antes. Port Chicago estaba más allá de los Dominios. El empleado había echado un breve vistazo a la placa de identificación de Jeff y había escuchado que Elorie le daba su nombre, Elorie Ardais, sin el menor interés. Probablemente nunca había oído hablar del Comyn ni de la Torre de Arilinn. Buscó a una mujer y la llevó a su despacho para que actuara como testigo del matrimonio; la mujer se había mostrado amable y amistosa y le había dicho a Elorie que como ambos eran pelirrojos tendrían muchos niños también de pelo rojo. Elorie se había sonrojado y Kerwin había experimentado una inesperada oleada de ternura. La idea de tener un hijo con Elorie le conmovía de una manera que nunca hubiera imaginado.
—Eres mi esposa según la ley del Imperio, vayamos donde vayamos —repitió. Y agregó con suavidad—: Aunque tal vez debamos marcharnos de Darkover.
Ella asintió, mordiéndose un labio. Tal vez el Comyn estuviera ahora tan ansioso de deportar a Jeff como antes de impedirlo.
Secretamente, Kerwin sentía que sería mejor así. Darkover ya no sería para ninguno de los dos más que un recordatorio de lo que habían perdido. Y allá afuera había suficiente cantidad de mundos.
Con nerviosismo, se aproximó a la barrera. Era posible que lo llevaran custodiado por ser un hombre sentenciado a la deportación. Había ciertas legalidades formales que podía invocar, apelaciones, demoras a las que estaba legalmente autorizado. De ser por él, no le hubiera parecido que valía la pena. Por Elorie, haría todo lo posible por eludir el juicio sumario, por volcarlo a su favor.
El alto hombre de la Fuerza Espacial, con su negro uniforme de cuero, miró fijamente el andrajoso y gastado atuendo terrano de Kerwin y a la velada y encogida muchacha que llevaba del brazo. Miró luego el certificado de identidad de Jeff.
—¿Y la mujer?
—Es mi esposa. Nos casamos en Port Chicago hace tres días.
—Ya veo —dijo el hombre con lentitud—. En ese caso hay ciertas formalidades.
—Como te parezca.
—Por favor, pasen al interior del Cuartel General.
Los condujo, mientras Jeff apretaba tranquilizadoramente el brazo de Elorie. Trató de ocultar la aprensión que sentía. El matrimonio debía consignarse en Registros. Cuando Jeff entregara su identificación, la computadora revelaría que se hallaba bajo sentencia de deportación y suspensión.
Había pensado volver a la Zona terrana anónimamente, al menos por uno o dos días. Pero la peculiaridad de la ley vigente en el Imperio con respecto a las mujeres nativas y el matrimonio había tornado imposible esa opción. Ella le había repetido muchas veces, cuando él le explicó la situación, que no le importaba. Pero Jeff replicó con firmeza, pasando por alto sus protestas por primera vez, y no admitió más discusiones al respecto.
—A
mí
me importa.
El Servicio Civil del Imperio está formado en general por hombres solos; pocas mujeres desean acompañar a sus hombres al otro extremo de la galaxia. Esto significa que en todos los planetas hay uniones con nativas, uniones tanto formales como informales, que se toman con naturalidad. Para evitar interminables complicaciones con los diversos gobiernos planetarios, el Imperio hace distinciones muy claras.
Un ciudadano del Imperio puede casarse con cualquier mujer, en cualquier planeta, según la ley y las costumbres del mundo de ella. Es una cuestión que concierne al terrano en cuestión, a la mujer, a su familia y a las leyes según las cuales ella vive. El Imperio no tiene parte en eso. Sea el matrimonio formal o informal, temporal o permanente, o aunque ni siquiera exista el matrimonio, es una cuestión que compete tan sólo a los parámetros morales y éticos de las partes involucradas. Y ese hombre sigue figurando como soltero en los Registros del Imperio, aunque, si lo desea, puede hacer todas las provisiones que desee para su esposa, pedir la ciudadanía para cualquier hijo del matrimonio y obtener para el niño ciertos privilegios. Tal como había hecho Jeff Kerwin padre por su hijo.
Pero si el hombre prefiere registrar el matrimonio en los registros terranos, o firma cualquier documento del Imperio hablando de una mujer nativa de cualquier mundo como su esposa legal, la mujer recibe esa jerarquía. Desde el momento en que firmaron su contrato matrimonial, que se asentó de esa manera en Registros, Elorie estaba legalmente autorizada a gozar de todos los privilegios de una ciudadana; si Jeff hubiera muerto un momento después de firmar, ella hubiera tenido derecho a todos los privilegios de la viuda de un ciudadano. Kerwin no sabía qué le depararía el futuro, pero había querido proteger a Elorie de esa manera. Unas palabras llenas de amargura resonaban todavía en sus oídos y aparecían en sus pesadillas:
En otra época esto hubiera significado tu muerte, Elorie… ¡y la muerte de él por tortura!
El viejo terror se apoderaba de él. Había algunos que podían sentirse obligados a vengar el honor de una Celadora.
Kennard había dicho… ¿Qué era lo que había dicho? Nada. Pero, aun así, Jeff tenía miedo sin saber por qué. Por eso observó con gran alivio cómo un empleado le tomó la impresión digital del pulgar, luego la del de Elorie, y envió esa información a Registros. Ahora ya no había manera de que el largo brazo del Comyn pudiera extenderse hasta ellos y arrebatarle a Elorie.
Eso esperaba.
Observando la información que ingresaba en la computadora, supo que se había puesto en marcha una serie de problemas para él. Al cabo de unas horas tendría que responder preguntas, tal vez tuviera incluso que hacer frente a la deportación.
Si bien había un borrón en su registro, él era un civil, y el abandono de su trabajo sin permiso formal era nada más que una ofensa menor, no un crimen contra sus superiores. De alguna manera debía conseguir ganarse la vida. Tenía que decidir si quería ir a Terra o si probaría fortuna en algún otro mundo —estaba bastante seguro de que sus abuelos terranos no recibirían bien a Elorie—, pero esos detalles podían esperar.
Casi todo lo que conocía de Thendara eran bares y lugares semejantes, a los que no podía llevar a Elorie. Hubiera podido solicitar alojamiento en el Cuartel General, llenando una solicitud de empleado casado, pero no lo haría hasta que no tuviera más remedio. Los mismos inconvenientes acarrearía buscar alojamiento en la Ciudad Vieja… Ya había experimentado en Arilinn cómo trataban a los miembros del Comyn cuando los reconocían. Un hotel de la Ciudad Comercial era la solución temporal más obvia.
Mientras caminaban, le mostró a Elorie el Orfanato de los Hombres del Espacio.
—Allí viví hasta los doce años —explicó y la antigua duda volvió a invadirlo.
¿Lo hice? ¿Por qué, entonces, no tienen registro de mí?
—. Elorie —preguntó, cuando estuvieron a solas en el hotel—, ¿el Comyn tuvo algo que ver con la destrucción de mi registro en el Orfanato?
Suponía que una matriz podría borrar con facilidad los datos almacenados en una computadora. Al menos, por lo que sabía de computadoras y de matrices, él mismo podría haber ideado con facilidad un método para hacerlo.
—No lo sé —dijo ella—. Sé que recuperamos a Auster cuando era pequeño y que sus registros fueron destruidos.
Kennard había dicho que se trataba de una historia curiosa y había insinuado que algún día se la contaría a Jeff. Pero no lo había hecho.
Mucho después de que Elorie se durmiera, él permanecía despierto a su lado, pensando en las falsas pistas y los callejones sin salida que habían complicado la búsqueda de su propio pasado. Cuando el Comyn le descubrió, había abandonado la búsqueda… Después de todo, había descubierto lo primordial: adónde pertenecía. Pero todavía quedaban otros misterios por resolver y, antes de marcharse de Darkover para siempre —y suponía que ahora eso era tan sólo una cuestión de tiempo— iba a hacer un último intento por resolverlos.
Al día siguiente, le contó un poco a Elorie.
—No había registro de mí allí; vi lo que facilitó la máquina. Pero si pudiera ir a ese lugar y comprobarlo… Tal vez incluso haya alguien allí, una de las matronas o de los maestros que todavía me recuerde.
—¿Sería peligroso… intentar entrar allí?
—No sería peligroso para mi vida. Pero podrían arrestarme por irrumpir, por entrar sin autorización. Me gustaría sobre manera conocer algún modo de volverme invisible con la matriz.
Ella sonrió débilmente.
—Yo podría amurallarte… echar sobre ti lo que llaman un
glamour
, para que pudieras pasar entre ellos sin que te vieran. —Suspiró—. Es ilegal que una Celadora que ha devuelto su juramento utilice sus poderes, pero ya he quebrantado tantas leyes… Y algunos poderes los he perdido.
Se la veía pálida y desdichada. Kerwin sintió que se le encogía el corazón al pensar en lo que ella había abandonado por él. ¿Por qué sería tan terrible? No lo preguntó, pero ella captó directamente su deseo y le respondió:
—No lo sé. Siempre… siempre me dijeron que una Celadora debía… debía ser virgen y que renunciaba a sus poderes cuando devolvía el juramento para tomar un amante o un esposo.
Kerwin se alarmó ante su aceptación. Ella había desafiado tantas supersticiones, se había negado a aceptar su autoridad ritual y había aborrecido que la llamaran
hechicera
. Pero tal vez este mandato estaba tan arraigado en ella que no podía resistirlo.
Kennard había dicho que eran basuras supersticiosas, supercherías. Pero, ya fuera que Elorie hubiera perdido verdaderamente sus poderes o creyera que los había perdido, el efecto sería el mismo. Y tal vez había en ello algo de cierto. Él conocía el terrible agotamiento y el drenaje nervioso que implicaba el trabajo con matriz, incluso en su nivel de recién llegado. Kennard le había aconsejado que evitara el sexo durante un tiempo antes de hacer cualquier trabajo serio con las pantallas. Era lógico pensar que las Celadoras debían conservar permanentemente su fuerza máxima, protegiendo sus poderes en el aislamiento, sin consagrar energías a otros vínculos y preocupaciones.
Recordó el día en que ella se había desmayado en las pantallas y que él había creído que su corazón se había detenido. Kerwin tomó a Elorie en sus brazos y la estrechó con fuerza, pensando:
¡Al menos está a salvo de eso ahora!
Pero ese día la había tocado, le había dado fuerzas. ¿Ese contacto la habría destruido como Celadora?
—No —dijo ella suavemente, leyéndole el pensamiento como lo hacía con frecuencia. Desde el momento en que te toqué a través de la matriz, supe que serías… alguien especial, alguien que perturbaría mi paz, pero fui orgullosa. Creí que podría mantener el control. Además estaba Taniquel: yo la envidiaba, pero sabía que no estarías demasiado solo. —De repente, sus ojos se llenaron de lágrimas—. Extrañaré a Tani. Me gustaría que las cosas hubieran sido diferentes, que hubiéramos podido marcharnos de otro modo, de una manera que no les hiciera odiarnos. Quiero tanto a Tani.
—¿No estás celosa? Porque ella y yo…