Ella se rió un poco.
—¡Oh, los terranos! No, querido. Si las cosas fueran diferentes, si pudiéramos haber vivido entre los nuestros, con gusto la hubiera llamado
bredhis
y la hubiera elegido para tu cama cuando yo estuviera enferma o embarazada… ¿Te horroriza eso?
Él la besó, sin hablar. Las costumbres darkovanas eran ideales, pero llevaba tiempo habituarse a ellas. Y le gustaba mucho tener a Elorie toda para él.
Eso le hizo pensar en otra cosa.
—Taniquel no era virgen, por cierto. Y sin embargo trabajaba en el círculo de matriz…
—Taniquel no era Celadora —respondió Elorie con seriedad—, nunca se le pidió que hiciera trabajo de Celadora, nunca se le pidió que reuniera los energones del círculo y los dirigiera. Esos votos, esa… esa abstinencia nunca se le pidió. Tampoco a Neryssa ni a los hombres. Unas pocas generaciones atrás, en la época de la Torre Prohibida, una Celadora abandonó Arilinn para casarse y siguió usando sus poderes. Fue un gran escándalo. Aunque no conozco toda la historia, no era un cuento como para contárselo a los niños. No sé cómo logró hacerlo ella. —Rápido, como si temiera que él siguiera interrogándola, agregó—: Pero estoy segura de que aún puedo hacer algunas cosas con mi propia matriz. Déjame intentarlo. —Cuando la extrajo de su diminuta bolsa de cuero, donde la guardaba envuelta en la seda aislante, vaciló—. Me siento tan rara… No me siento yo misma. Me siento como si… si ya no me perteneciera.
—Me perteneces a mí —dijo Kerwin con firmeza. Ella sonrió.
—¿Las esposas de los terranos son propiedades? No, creo que no, amor. Me pertenezco a mí misma, pero con gusto compartiré contigo cada momento de mi vida.
—¿Hay alguna diferencia? —preguntó Kerwin.
Su suave risa siempre le causaba placer.
—Tal vez para ti no la haya. Para mí es muy importante. Si hubiera deseado ser propiedad de algún hombre, podría haberme casado con alguien en cuanto salí de la infancia y nunca hubiera ido a la Torre.
Cuando tomó la matriz en su mano, Kerwin advirtió que la tocaba tentativamente, su vacilación contrastaba con la seguridad que había demostrado en la cámara de matrices. ¡Estaba asustada! Él estaba a punto de decirle que no le importaba en absoluto, que la guardara, que no quería que tocara esa condenada cosa, que era demasiado preciosa como para arriesgarla, pero entonces vio sus ojos.
Elorie le amaba. Había abandonado su mundo por él, todo lo que era y todo lo que podría haber llegado a ser. Kerwin sabía que, incluso ahora, él tenía solamente una percepción vaga y superficial de lo que significaba ser una Celadora. Si ella necesitaba hacerlo, él debía permitir que lo intentara. Aunque eso la matara, él debía permitir que lo intentara.
—Pero prométeme, Elorie —le dijo, tomándola de los hombros y levantándole la cabeza para mirarla a los ojos—, que no te arriesgarás. Si sientes que no estás bien, no lo intentes.
Advirtió que ella apenas le escuchaba. Sus dedos delgados se curvaban alrededor de la matriz, y su rostro se veía distante y abstraído. La joven dijo, sin dirigirse a él:
—La forma del aire es diferente aquí; estamos entre montañas; debo ser cuidadosa para no interferir en su respiración.
Cuando movió la cabeza, en un pequeño gesto imperioso, él sintió que ella establecía el contacto telepático, intangiblemente, como una caricia.
No sé cuánto tiempo podré sostenerlo cuando haya terranos alrededor, pero lo intentaré. Jeff, mírate al espejo.
Él se incorporó y fue hasta el espejo. Podía ver perfectamente bien a Elorie, con su fino vestido gris, el pelo brillante caído sobre la matriz que tenía en la mano, pero no se veía a sí mismo. Bajó la vista y se miró: se veía bien del todo, pero su imagen no se reflejaba en el espejo.
—Pero, pero… puedo verme a mí mismo…
—Oh, sí. Y, si alguien tropieza contigo, sabrá con toda seguridad que estás allí —le dijo esbozando una sonrisa—. No te has convertido en fantasma, mi bárbaro amor, simplemente he cambiado la apariencia del aire que te rodea, por un rato. Creo que durará lo suficiente para que puedas entrar al orfanato sin ser visto.
Su rostro tenía la expresión triunfante de una criatura satisfecha.
Jeff se agachó para besarla y vio algo raro en el espejo: Elorie que se levantaba y se apoyaba sobre la nada. Sonrió. No había sido una operación con matriz muy difícil, probablemente, hasta él mismo podría haberla hecho. Pero había sido una prueba para ella…
—Me ha probado que no estoy ciega ni sorda —reconoció ella, captando su pensamiento. Su voz sonaba quebrada, a pesar de que todavía esbozaba su infantil sonrisa—. Vete, querido, no estoy segura de cuánto tiempo podré hacerlo. No debes perder tiempo…
La dejó en la habitación del hotel terrano y traspuso silenciosamente, invisible, los corredores. Experimentaba una curiosa y lunática sensación de poder. No era raro que el Comyn fuera invencible…
¿Pero a qué precio? Muchachas como Elorie, que sacrificaban su vida…
El Orfanato de Hombres del Espacio se veía igual que unos pocos meses atrás. Algunos muchachos hacían algo en el jardín, arrodillados alrededor de un cantero de flores, supervisados por un muchacho mayor que llevaba un brazalete. Silencioso como un espectro, Kerwin vaciló antes de ascender por los blancos peldaños. ¿Qué debía hacer primero? ¿Entrar invisiblemente en el despacho y rebuscar en archivos y registros? En seguida descartó la idea; podía ser invisible, pero, si empezaba a manipular libros y oprimir botones, la gente del despacho vería
algo
, aunque sólo fueran libros y papeles que se movían solos, y tarde o temprano se pondría a investigar.
Y no tardaría en tropezar alguien con él.
Se detuvo a reflexionar. En el dormitorio del tercer piso había dormido con otros cinco muchachos. Allí había tallado sus iniciales, a los nueve años, en el marco de una ventana. Ese marco podía haber sido reemplazado o cambiado, pero, si no era así y podía hallar la talla, eso le demostraría algo satisfactoriamente; al menos no tendría que seguir albergando la dañina sospecha de que
nunca
había estado allí, que lo había imaginado todo, que todos sus recuerdos eran una alucinación.
Después de todo, el dormitorio era viejo y muchos muchachos habían hecho lo mismo. Las institutrices darkovanas y los consejeros les habían dado bastante libertad en algunas áreas. En su época el dormitorio estaba bastante deteriorado; aunque limpio y ordenado, llevaba la marca de muchas travesuras infantiles.
Subió y atravesó los corredores y pasó por la puerta abierta de un aula, tratando de pisar con sigilo, pero dos o tres cabezas se giraron hacia él mientras pasaba.
Escuchan que alguien camina por el corredor, ¿y qué?
No obstante, se puso de puntillas y trató de hacer el menor ruido posible.
Una mujer darkovana, con el pelo recogido en la nuca con un broche con forma de mariposa, la larga falda de tartán y el chal levemente perfumados con incienso, pasó por el corredor, cantando con suavidad para sí. Entró en una de las habitaciones y salió con un bebé somnoliento en brazos.
Automáticamente, Kerwin se quedó inmóvil, aunque sabía que era invisible. La mujer no pareció advertirlo y siguió entonando la canción montañesa.
—
Laszlo, Laszlo, dors di ma main…
Kerwin había escuchado la canción en su niñez; una tonta poesía acerca de un muchachito cuya madre de crianza lo llenaba de tortas y dulces hasta que él clamaba por pan y leche; recordó que una vez le habían dicho que esa canción se remontaba al período histórico llamado la Guerra de los Cien Reinos y de las Guerras Hastur que habían acabado con él y que los versos eran una sátira de los gobiernos demasiado benevolentes.
Kerwin se hizo a un lado cuando la mujer iba a pasar junto a él y sintió el susurro de sus ropas; cuando estuvieron lado a lado, ella frunció el ceño con curiosidad e interrumpió su canto… ¿Habría escuchado su respiración? ¿Habría percibido algún olor desconocido en sus ropas?
—
Laszlo, Laszlo…
—empezó a canturrear otra vez. Pero la criatura que llevaba en brazos se agitó, volvió el rostro por encima del hombro de la mujer y miró en dirección a Kerwin. Dijo algo con su media lengua, descargando contra Kerwin un puñito gordezuelo. La institutriz frunció el ceño y se volvió.
—¿Qué hombre? No hay nadie allí,
chiy'llu
—le regañó con suavidad. Kerwin dio media vuelta y retrocedió por el corredor, mientras el corazón le latía con mucha fuerza.
¿Podrían penetrar los niños la ilusión creada por Elorie?
Se detuvo al llegar a la escalera, tratando de recuperarse. Finalmente se dirigió hacia la habitación que le pareció correcta.
Estaba tranquila y soleada. En los bordes había ocho pequeñas camas bien hechas, aisladas entre sí, y en el espacio de juego del centro, sobre una pequeña mesa, un grupo de figuras de juguete, hombres y edificios y naves espaciales.
Esquivando con cuidado los juguetes, pudo ver que en el centro del grupo se había construido un alto rascacielos blando. Lanzó un suspiro; los niños habían erigido el Cuartel General terrano, que en su imaginación era altísimo.
Estaba perdiendo el tiempo. Se acercó a las ventanas y deslizó los dedos por las molduras al nivel de sus ojos. No, no había tallas. De repente, se dio cuenta de lo que estaba haciendo. ¡Sí, había tallado sus iniciales al nivel de los ojos, pero de los ojos de un niño de nueve años, no a su altura actual, de dos metros o más!
Se agachó. Sí, había marcas en la blanda madera: cruces rústicas, corazones, líneas de tres-en-raya. Y después, a la izquierda, con las letras cuadradas del alfabeto terrano estándar, vio el infantil trabajo de su primer cortaplumas:
J.A.K.JR
Sólo cuando vio sus iniciales advirtió que estaba temblando. Tenía los puños tan apretados que las uñas se le hundían en la palma. Hasta entonces no había advertido que hubiera dudado de encontrarlas; pero ahora, mientras tocaba las infantiles y rústicas marcas en la madera, supo que había dudado de su propia cordura y que esa duda había sido muy profunda.
—Mintieron, mintieron —dijo en voz alta.
—¿Quién mintió? —preguntó una voz tranquila—. ¿Y por qué?
Kerwin se volvió con rapidez hacia la puerta. Había allí un hombre bajo, robusto, de pelo gris, que le miraba directamente. De modo que la ilusión creada por Elorie se había desvanecido. Le habían visto y escuchado. Le habían descubierto.
¿Y ahora qué?
Los ojos del hombre, inteligentes y amables, se posaban en Kerwin sin enojo.
—No autorizamos a los visitantes a que vengan a los dormitorios —dijo—. Si querías ver a un niño en particular, deberías haber solicitado verlo en el cuarto de juegos. —Sus ojos se empequeñecieron súbitamente—. Pero conozco tu cara. Te llamas Jeff, ¿verdad? Karradine, Kermit…
—Kerwin —se identificó él, y el hombre asintió.
—Sí, por supuesto, te llamábamos
Tallo
. ¿Qué estás haciendo aquí, joven Kerwin?
Kerwin decidió decirle la verdad.
—Buscando mis iniciales, que había grabado aquí.
—¿Y por qué querías hacerlo? ¿Sentimentalismo? ¿En nombre de los viejos tiempos?
—En absoluto. Unos meses atrás vine aquí —explicó Kerwin—, y en el despacho me dijeron que no había constancia de que yo hubiera estado en el Orfanato alguna vez, ni registros de mi procedencia, que estaba mintiendo al decir que recordaba que me habían traído aquí. No acuso a la matrona. Es evidente que entró a este lugar después de que yo me fuera. Pero, cuando la computadora no reveló registro de mis huellas dactilares, empecé a dudar de mi propia cordura. —Señaló sus iniciales talladas—. De todas maneras, estoy cuerdo. Yo grabé esas iniciales cuando era niño.
—¿Y por qué habrá ocurrido eso? —le preguntó el hombre—. Oh, perdona mi olvido… Supongo que no me recuerdas. Soy Jon Harley. Solía enseñar matemática a los muchachos más grandes. Y todavía lo hago.
Jeff estrechó la mano que el hombre le extendía.
—Sí, te recuerdo. Interrumpiste una vez una pelea en la que me metí y después me curaste el mentón, ¿verdad?
Harley soltó una risita.
—Lo recuerdo bien. Eras un jovencito peleón, sin duda. También recuerdo cuando tu padre te trajo. Tenías alrededor de cinco años, creo.
¿Tanto había vivido mi padre? Entonces yo debería recordarlo, pensó Kerwin. Sin embargo, por más que lo intentó, en ese lugar de su memoria sólo hallaba un huidizo espacio en blanco, fragmentarios recuerdos de sueños.
—¿Conociste a mi padre?
—Sólo lo vi esa vez —respondió el hombre, apenado—. Cuando te trajo aquí. Pero, por favor, joven Kerwin, ven abajo a tomar una copa o lo que te apetezca. Supongo que las computadoras se descomponen a veces; tal vez deberíamos buscar en los archivos escritos y en los registros escolares.
Kerwin advirtió que debía haber esperado y preguntado; tenía que haber intentado encontrar a alguien que verdaderamente lo
recordara
. Como el señor Harley.
—¿Hay aquí alguna otra persona que pudiera recordarme?
Harley se quedó pensando.
—No lo creo —dijo—. Ha pasado mucho tiempo y se han producido muchos cambios. Tal vez alguna de las criadas. Pero creo que soy el único maestro que podría recordarte. Casi todas las institutrices y maestras son jóvenes, tratamos de que sean jóvenes: los niños necesitan gente joven a su alrededor. Yo sigo en el cargo, viejo como soy, porque es difícil conseguir que los buenos maestros abandonen Terra y quieren a alguien que hable el idioma sin acento. —Se encogió despectivamente de hombros—. Ven a mi despacho, joven Jeff. Dime qué estás haciendo ahora. Recuerdo que te enviaron a Terra. Cuéntame cómo fue que regresaste a Darkover.
En la austera oficina de aquel hombre, inundada por los ruidos de los niños que jugaban al otro lado de la ventana abierta, Jeff aceptó una copa que no deseaba, mientras se resistía a pronunciar las preguntas que suponía que el viejo Harley no podría responderle.
—Dices que recuerdas que mi padre me trajo aquí. ¿Mi madre… estaba con él?
Harley sacudió la cabeza.
—No dijo que tuviera esposa —respondió, casi con timidez.
No obstante, pensó Kerwin, había reconocido a su hijo, cosa nada fácil según las leyes del Imperio Terrano.
—¿Cómo era mi padre?
—Como digo, lo vi solamente una vez, y no era fácil decir cuál era su aspecto. Tenía la nariz rota, porque debía de haber estado en alguna pelea; en esa época había grandes tumultos en Thendara, cierta agitación política. Nunca conocí los detalles. Vestía ropas darkovanas, pero tenía su identificación terrana. Te hicimos preguntas sobre tu madre, pero tú no podías hablar.